Rafael Reig, Señales de humo. Manual de literatura para
caníbales I; Tusquets, Barcelona, 2016.
En
Manual de literatura para caníbales (2006)
transcribía Reig el poema de Rubén Darío “Metempsicosis” (1898), del que
seguramente tomase algo Borges -según su costumbre-
para sus composiciones. En el poema, Darío se transforma en un soldado romano
que ronda a Cleopatra; ese procedimiento rubieniano es el que ha seguido Reig
para forjar al protagonista de Señales de
humo, parte complementaria y “precuela” del Manual, donde la voz narradora es sostenida por un espíritu que va
encarnándose en los “nervios” (pp. 90, 126) o sistema nervioso de diversos
personajes históricos para, como una cámara instalada en ellos, ir contando “la
historia de la literatura” (p. 49) en cuanto élan vital -dentro de un orden- del pueblo español.
La
historia de los Belinchón, una dinastía nacida para el fracaso, el anacronismo
estético y el segundo lugar literario, termina su andadura en Señales de humo, aunque la técnica
narrativa de la analepsis hace que su trama se adelante muchos siglos a la de Manual de de literatura para caníbales,
remontándose hasta el medievo de las jarchas y desarrollándose durante varios
siglos hasta llegar al primer Belinchón escritor en el siglo XVIII, que es
donde se abre el Manual. Ese
procedimiento de corte fantástico utilizado en Señales de humo es más logrado que el que Reig utilizase en la primera
novela, y esa mejora, unida a la mayor preocupación por los recursos
expresivos, la hace ser mejor novela. Sin embargo, antes de hablar de sus
parabienes, será necesario hacer un no pequeño rodeo sobre algunas cosas
cuestionables, algo a lo que nos invita la propia naturaleza cuestionadora de las
dos obras de Reig, que tantos reparos ponen a numerosas voces y líneas estéticas
de la literatura española.
La
lucha entre los “dómines” y los “médiums” que tenía lugar en Manual de literatura para caníbales se
transmuta ahora en la lucha entre “clerecía contra juglares, poetas de corte y
poetas de calle” (p. 34). Los bandos son en ambos casos los mismos: por un
lado, los escritores favorables a la literatura popular y más interesados en
las historias a contar que en el modo de hacerlo (denominados por Reig dómines,
poetas de calle o juglares); por otro, los autores preocupados de hacer un arte
ambicioso, conciliadores entre la calidad de la historia y la forma en que ésta
se cuenta (llamados médiums, poetas de corte, clérigos o seguidores del
“petrarquismo bubónico”, p. 232). Como se ve por la simple denominación de los
bandos, y por la mera descripción de sus practicantes, Reig ya ha tomado
partido de antemano: las cartas vienen barajadas y el lector sólo asiste a la
exposición de los argumentos de uno de los bandos y al zarandeo acrítico y
sarcástico del bando contrario. Este vapuleo, como los que sufre Lázaro de
Tormes, se produce sin demasiados argumentos, apenas mediante estereotipos y
apoyándose más en la biografía de algunos escritores que en su mérito artístico
-por no hablar de que en el Manual de
literatura para caníbales se llega a utilizar incluso el argumento de que
los juglares venden más, como si ese
dato extraliterario y mercantil pudiera explicar algo, u otorgar alguna
justificación artística a lo vendido; como si las láminas de Ikea, por ser las
imágenes más repartidas en todas las casas, fuesen mejores que Las meninas-. Es decir, no se cuenta la
historia de la literatura española, sino que se narra sólo la de una de sus
líneas, a veces más valiosa, a veces menos, como es natural, pero en cualquier
caso la historia de los dómines es presentada al lector como si fuese la única e
inextinguible mantenedora de una “llama popular” que se arrima al ascua de lo “democrático”,
gesto que acaba siendo antidemocrático porque supone -esto lo hemos explicado largamente
en la introducción a La cuarta persona
del plural- que los otros no sólo
no son escritores: es que tampoco son ciudadanos, ni forman
parte del pueblo, aunque tengan la misma ideología y la misma extracción
social, porque no ven las cosas como
nosotros las vemos. En cierto momento de Señales de humo el profesor Belinchón, que sostiene la voz
narrativa, es acusado de “distorsionar interesadamente los hechos históricos”
(p. 238), y, si no los hechos, sí creemos que se manipula la interpretación de
los mismos. Esa tergiversación es legítima, por cuanto Señales de humo es una ficción y no un manual de historia literaria,
pero también es legítimo al examinar la obra oponer a sus opiniones otras opiniones,
igual de legítimas.
El
apuntado maniqueísmo empaña las dos novelas-ensayo de Reig, y el lector atento
detecta la rémora muy pronto, dándose cuenta de que se le escamotea la visión
completa de las cosas para darle sólo una parte interesada. Si uno escoge las
piezas más fuertes de la línea estética propia, presentándolas con normalidad,
y a continuación se escogen de la contraria sólo muestras literarias flojas, o
de segunda división, o excéntricas, para que el lector las confronte, el lector
no elige a las primeras: simplemente rechaza de inmediato la simpleza de la
elección presentada. El lector inteligente, supongo que incluso el más proclive
a alinearse con Reig, activará sus alarmas. Y la presentación aviesa de las
circunstancias, por desgracia, está presente de continuo en ambas obras: si un
escritor de la línea adversaria traspasa las normas, es un corrupto; si lo hace
uno del gusto de Reig, es un canalla adorable
y un resistente. Si un novelista trinca
dinero de un dictador es un hijo de puta, pero si trinca dinero o grano a los contribuyentes
-al pueblo-, como Cervantes, entonces
le queremos mucho, porque nos gusta cómo escribe. A los médiums no se les
perdona un solo error, pero a los dómines se les ama con sus numerosos defectos
y equivocaciones, porque los revelan humanos
-cosa que no son los escritores elaborados y ambiciosos, los cuales, como todo
el mundo sabe, no son humanos, sino alienígenas insidiosos-. Por lo demás, este
tipo de distinciones simplistas entre “buenos” y “malos” es problemática,
porque a veces históricamente las cosas vienen mezcladas: es injusto tomar a
Cervantes y dejar a Garcilaso, por cuanto Garcilaso fue, como recuerda Jordi
Gracia, “el autor que más le gusta y le gustará el resto de su vida”[1]
al propio Cervantes; en realidad Cervantes era a la vez un dómine y un médium,
según libros y épocas, fue un poeta de la corte y un novelista de la calle -y también
un novelista de la corte, en el Persiles-.
Y podríamos, yendo al detalle, hacer las mismas precisiones para otros muchos autores
clásicos, no siempre fáciles de resumir ni de alinear, pues en el interior de no
pocos poetas, como Góngora y Lorca, conviven contradictoria y genialmente un escritor
de romances y un escritor de poemas cultos y complejos.
Otro
de los modos discutibles de explicar la historia literaria es presentar a
algunos de los escritores ambiciosos como excéntricos, o utilizar algún mal
paso -literario o incluso personal, de su vida privada- como excusa para un
ataque metonímico a la totalidad. Los previsibles embates contra la teoría -tan
habituales en defensores de lo “popular” que citan decenas de manuales, como el
propio Reig, para armar sus ataques a los manuales teóricos- arrancan con los
errores de Aristóteles (Señales de humo,
p. 84), como si el pensador griego sólo hubiera cometido deslices. Estas
contradicciones suelen provenir del mal entendimiento de lo que es “popular” y
de lo que es “culto”, tema demasiado extenso y complejo para tratarlo aquí,
aunque una píldora para ir avanzando podría ser este artículo de Gonzalo Torné. Lo
importante es que convertir la Historia en una novela de tesis tiene sus
problemas y sus consecuencias.
Un
pequeño reparo más -las dos novelas de Reig, tan inclementes y críticas con
ciertas obras y ciertas estéticas, invitan a no reservarse ninguno-, es su
falta de plasticidad a la hora de retratar a los escritores recreados. Mientras
que los lectores podemos recrear mentalmente a Martina y otros personajes
secundarios, no vemos a Lope ni a
Cervantes, el texto no nos deja imaginar el rostro de Rojas; no se presenta a
los grandes autores recreados o visitados por Martín en Señales de humo como personas físicas, sino como figuras textuales,
sacras, intocables en su gloria y sin rasgos terrenos. Y es una ausencia
extraña, porque la decisión de emplar procedimientos ficcionales y de contar
esta gran historia como una novela permitía a Reig ponerle cuerpo, y rostro, y
maneras y gesto y comportamiento a Cervantes, por ejemplo, ya que de él sólo
tenemos un retrato dudoso. O hubiera sido interesante ver la manera en que el
autor echaba a caminar a los altivos perfiles que Lope nos dejó de sí, tan
laureado, en las portadas de sus Rimas.
Pero no hay personajes, sino figurones históricos, que no terminan de parecer
reales porque no han terminado de ser encarnados
textualmente, algo quizá discordante con el retrato dicharachero o campechano
que Reig quiere hacer de los autores
populares, en principio tan lejanos de los solemnes y envarados médiums, a
cuyos bustos acaban pareciéndose tanto los bustos de los dómines Rojas,
Cervantes y Lopes[2]
realizados por Reig.
No es casual que dos de los mejores capítulos del
libro están dedicados a escritores extranjeros: François Villon y Francesco
Petrarca. Aunque Reig extiende a ambos poetas “la guerra de la representaciones
imaginativas” (Señales, p. 171), es decir, la contienda entre
populares y cultos -Villon como el poeta moderno y consuetudinario, Petrarca
como modelo ampuloso y de extremada ambición-, el distanciamiento geográfico y
nacional permite que Reig pueda encarnar mejor a ambas figuras, sin el excesivo
envaramiento que le procura, para las figuras españolas, su formación
filológica. No se produce al abordar a Villon y Petrarca ese extraño oxímoron
que supone hacer una relectura crítica y
polémica de la tradición española mediante fuentes pétreas y tan asentadas
como Menéndez Pidal, Francisco Rico o Rafael Lapesa (todo por revisar la tradición, pero firmemente respetuoso con la lectura
tradicional de la tradición). Cuando Reig se escapa de esos límites
encorsetados y se refugia en César Vallejo, Bataille y otras líneas de
extrañamiento del lenguaje y de perversión lectora, el libro despega, se
libera, encuentra la muy citada clé des
champs y alcanza sus mejores cotas.
Porque Señales
de humo es un buen libro, que vale la pena leer, y lo es porque está bien
escrito, con notable ambición estructural y compositiva, con diferentes registros
estilísticos adaptados al idioma de cada época recreada, con numerosos apuntes
de erudición culta y citas en ocho idiomas (latín, griego, alemán, francés,
inglés, italiano, catalán y español), y otros ornatos culturalistas que contradicen bastante su lección popular y campechana. Como ya
apuntamos al reseñar el ensayo
de Mery Cuesta, ser popular en
nuestros días requiere de la máxima erudición y aparato crítico. La contradicción que viera Roger Chartier en su momento
(quienes hablan de “cultura popular” es porque están fuera de ella: los que están
dentro no le ponen nombre a sus prácticas culturales) sigue bien vigente. El libro de
Reig, que será muy del agrado de filólogos y profesores, y cuya lectura será ardua
a ratos para el resto del pueblo lector, no familiarizado con los léxicos
castellanos medievales y renacentistas, es una creación a medio camino entre la
novela y el ensayo, lo que permite salvar sus deficiencias novelescas -principalmente
en lo tocante a los personajes históricos, como hemos dicho- por sus virtudes
ensayísticas, y viceversa. No es un manual de historia de la literatura
española, sino quizá lo que se llamaba antiguamente un Espejo: un opúsculo de variable tamaño en el que se disertaba con
libertad sobre una materia concreta, un Speculum
de viris illustribus adaptado a nuestras circunstancias. Es un libro valiente y provocador, algo muy agradecible en medio de novelas anodinas que suelen dejar indiferentes a sus lectores. Y otra bondad -en
ambos sentidos de la palabra- de Señales
de humo es la afectividad que despierta en el lector, pues estamos ante uno
de esos escasos libros en los que uno se amiga, amista, conecta, intima,
empatiza o reconcilia con el narrador de la historia -un profesor rabelesiano
que quizá no es más que un trasunto de Reig-, lo cual acaba produciendo ese
efecto tan necesario al hablar de literatura: convertirla en algo vital,
experimentable, que se teje indisolublemente la trama de la vida comunal y
propia, y se adhiere al interior de los afectos. El lector, por lejano que esté
de las posiciones de Reig, acaba también seducido por la potencia de la literatura
comentada con luengo cariño en el libro, y cae en las redes de la pasión
compartida. En ese sentido, Señales de
humo es un libro de amor, de buen amor: un testimonio de ardor pasional por
la literatura que a veces funciona como poción de trotaconventos y otras como
ovidiano Remedio amoris; lo relevante
es que el producto de Reig es contagioso, vírico, contrario a las leyes de la
salud pública y, por ese motivo, vigorosamente recomendable.
[Relación con el autor: cordial. Relación con la editorial: ninguna]
[1] Jordi Gracia, Miguel de Cervantes. La conquista de la ironía; Taurus, Madrid,
2016, p. 29.
[2] En su tratamiento de
Lope, Reig se centra en la creación del heterónimo Tomé de Burguillos, aunque
Lope había creado uno anterior, Luis de la Carrera, en sus Triunfos divinos. Véase Ignacio García Aguilar, Poesía
y edición en el Siglo de Oro; Calambur, Madrid, 2009, p. 150.
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