Ben Lerner, The
Hatred of Poetry; Fitzcarraldo, London, 2016
Ben Lerner, Elegías Doppler; Kriller71, Barcelona,
2015.
Aquel que de poeta no se precia,
¿para qué escribe versos y los dice?
¿Por qué desdeña lo que más aprecia?[1]
Así
se desahogaba Miguel de Cervantes en el capítulo IV de su Viaje del Parnaso (vv. 337-339), a las alturas de 1614 y en el
penúltimo año de su vida. Es cierto que la poesía es uno de los artes más
vilipendiados por sus propios
practicantes. Y no hablamos sólo de las prédicas contra la poesía de los
adversarios, sino contra su mismo ejercicio. Creo que alguna vez he reproducido
parte de este recuento: Vicente Núñez legó que “La poesía es delito”;
Jaime Gil de Biedma decía que “El juego de hacer versos / (...) es algo /
parecido en principio / al placer solitario”. Pablo García Casado ha escrito
sobre “eyacular el poema”; Alexis Díaz-Pimienta tiene una pieza, “Poeta en el
aeropuerto”, donde también compara la escritura con la eyaculación. Sus últimos
versos dicen: “la diferencia está en que el hombre solo / no se lava después de
la última palabra” (Yo también pude ser
Jacques Daguerre). Artaud sostuvo que “toda escritura es una marranada. Las
personas que salen de la nada intentando precisar cualquier cosa que pasa por
su cabeza, son unos cerdos. Todos los escritores son unos cerdos. Especialmente
los de ahora”. Deleuze dijo que escribir es algo sucio; sin conocer la frase o
quizá por conocerla, el poeta costarricense Alfredo Trejo escribe: “Si la gente
supiera / lo sucio y poco confortable / que es escribir algunas cosas” (Prefiero ver estática, 2013). Gerald
Manley Hopkins tuvo que dejar la literatura por considerarla incompatible con
el sacerdocio -Paz le dio la razón al exponer que “el saber del poeta es un
saber prohibido y su sacerdocio es un sacrilegio” (Los hijos del limo)-, y Leopoldo
María Panero ha declarado en algún sitio sentirse “cagando poemas”. José Ángel
Valente escribió: “Implacable desprecio por el arte / de la poesía como vómito
inane” (El inocente). Monterroso
tiene esto en algún sitio: “Escribir es un acto pecaminoso. Al principio,
contra los grandes modelos, en seguida contra nuestros padres, y pronto,
indefectiblemente, contra las autoridades”. En fin, que si hacemo caso a los
escritores llegaríamos a pensar que esto de escribir, sobre todo escribir
poesía, es algo bastante indecente.
Nicanor Parra
A esta catarata vienen a sumarse los improperios coleccionados o lanzados por el novelista, ensayista y poeta Ben Lerner en The Hatred of Poetry, que tras contar en su delirante comienzo el trabajo que le costó aprenderse en el colegio un poema de Marianne Moore de apenas 24 palabras (“Poetry”, otra andanada contra la poesía), se hace la pregunta clave: “What kind of art assumes the dislike of its audience and what kind of artista aligns herself with that dislike, even encourages it?” (“¿Qué tipo de de arte asume el desagrado de su audiencia y qué tipo de artista se alinea con esa antipatía, e incluso la fomenta?”, p. 9). Lerner explica que el problema puede yacer en las onerosas expectativas que ponemos en el hecho mismo del poema (sea como lectores o como escritores), y la discordancia entre el universo virtual de aquello de que el poema parece capaz y lo que finalmente logra. Es decir: el poema siempre parece mejor en nuestra mente de lo que luego será al ponerse por escrito. Lerner pone el ejemplo de Grossman al hablar de Hart Crane, aunque también podía haber puesto el de W. B. Yeats: “ejemplo de la insatisfacción ante su trabajo, tanto con respecto a sus versos como a sus dramas, lo hallamos repetidamente en esta correspondencia. Con respecto a los dramas, la representación de los mismos le muestra defectos que corrige incansable, acumulando versiones sucesivas. sus versos también son corregidos después de publicados en libro, hasta llegar a darles esa sencillez e intensidad que constituyen su aspiración como poeta” (Cernuda, Poesía y literatura, 1964). Un verso de Peter Handke lo resume con claridad: “No estaba desesperado, sólo insatisfecho”[2]. Pero, ¿cuál es el problema básico de la poesía? ¿Por qué esa insatisfacción, tanto de los poetas como de los lectores? ¿Por qué todo vate dice que la poesía de su época es una bazofia -salvo la suya, claro-? Pues el motivo no es otro que el apuntado por Lerner y que me parece el mayor hallazgo del ensayo: la constante idealización de la poesía que llevamos siglos desarrollando y amplificando tanto los lectores como los propios poetas.
El peligro de la
idealización
Para
explicar esa idealización, comienza Lerner un recorrido histórico, que, como es
predecible e inevitable, comienza por la expulsión platónica de los poetas de
la República ideal (ver Platón, República,
II, 367c). El pasaje ha sido tantas veces comentado que el mayor mérito de
Lerner es relatarlo de nuevo sin que suene a manido. Luego pasa de puntillas
por otras diatribas contra la poesía para llegar a las clásicas defensas de
Sidney y Shelley (pp. 29ss), y a partir de ahí explicar el hiato que hay entre
la percepción de lo creemos que debe
ser la poesía y lo que la poesía es
cuando la lees realmente. El problema, a juicio de Lerner, es que la educación
nos inculca que al leer poesía vamos a sufrir algún tipo de rapto mistérico o
taumatúrgico que nos elevará por las regiones del aire. El frustrante resultado
es que cuando llegamos a los textos desnudos, la realidad no es tan halagüeña,
ni siquiera en los clásicos. Como expresa Lerner con
agudeza, “the fatal problem with poetry: poems” (p. 32). Los poemas de los demás y
los propios, claro está, y por eso dice Lerner que muchísimas pesonas escriben
versos en su juventud, pero los más sabios abandonan la práctica al constatar
su incapacidad de alcanzar ese áureo modelo de perfección verbal y semántica
que se nos enseña en el colegio que es la poesía. O en la universidad, claro:
recordemos que para Fernando Lázaro Carreter el poeta Jorge Guillén era, y así
le llamaba sin empacho, “el excelso poeta”[3].
El propio Guillén escribió: “tan fecunda puede ser la aliteración como la rima,
si se les descubre su quid divino”[4].
Si quieren darse el mismo topetazo descrito por Lerner, lean antología de Jorge
Guillén para buscar ese quid divino, y
dense el mismo leñazo que yo, cuando tras leer afirmaciones de ese jaez fui todo
ilusionado a Cántico y me encontré
con la realidad mostrenca, brutal:
¿Rosas?
Pero el alba.
…
Y el recién nacido.
(¡Qué
guardada el alma!)
Follajes
ya: píos.[5]
El
problema no son los versos en sí -aunque los citados no pueden ser más
contrarios a mi gusto personal-, sino la desmesurada expectativa que Lázaro
Carreter y otros profesores, durante siglos, han continuado insertando en las
mentes a medio formar de sus alumnos. Mientras que a los narradores y a los
dramaturgos se les presentaba de una manera natural y huera de aspavientos,
mediante la descripción proporcionada de sus aportaciones, al hablar de poesía
la voz se engolaba, se amaneraba y se mencionaban los ropajes de lo esotérico,
de lo divino, de lo álgido, de lo “puro”, y el pobre adolescente quedaba
apesadumbrado, para acercarse desde entonces a los libros de poemas como a una
especie de biblias laicas, que deben respetarse con tanto fervor como lejana y
pasmada admiración, que conduce a una forma “superior” o más intensa de vida
(es lo que denomino el nefasto “Síndrome El club de los poetas muertos”). Y
claro, como expone Lerner, la realidad nunca puede colmar una expectativa de
ese tamaño. Ni siquiera la poesía de Shakespeare o la de Dante pueden. Todas las
obras líricas tienen caídas, o pasajes prosaicos conectando las partes poéticas
(como denunciaba Poe en The Philosophy of
Composition, 1846), o una excesiva carga de referencias eruditas, o un
número incontrolado de nombres de reyes o escritores, y en las obras se
alternan versos caedizos junto a cimas esplendentes: el resultado es, como no
podía ser de otra forma, humano,
demasiado humano, irregular, con altibajos, cuando al joven estudiante se le
había preparado para lo divino. Incluso las frecuentes antologías de malos
poemas, tipo Las mil peores poesías de la
lengua castellana, contribuyen a afirmar el ideal de perfección, como
expresa Lerner con agudeza, porque “Reading the worst poems is a way of
feeling, albeit negatively, that echo of poetic possibility” (p. 35; “leer los
peores poemas es una forma de sentir, siquiera negativamente, ese eco de
posibilidad poética”). No hay escapatoria: el modelo de medida es siempre la
perfección ideal, pero la realidad se muestra vulgar, desmañada,
insatisfactoria. El joven que accede a la Ilíada,
la Odisea o la Eneida se encuentra con una cascada de dioses, semidioses, mitos y
héroes que convierten la lectura en un fatigoso ir y venir a las notas al pie,
sin las que a menudo no se entiende nada, convirtiendo lo que debería ser
lectura ininterrumpida en un intrincado sendero de discontinuidades. Otro tanto
le sucederá al estudiar la poesía renacentista, la barroca y la neoclásica, y
sólo al llegar al romanticismo parece que los versos comienzan a respirar por
sí mismos, pero para entonces ya es demasiado tarde. Los profesores, que han
dedicado su vida a estudiar los mitos y constelaciones, los linajes de Agamenón
o Ricardo III y las referencias y homenajes ocultos, son incapaces de
explicarles a los alumnos la grandeza de los textos, seguramente porque en
muchos casos hace falta una vida de estudio para entender esa grandeza,
mientras que la grandeza de Bach se entiende con escuchar diez minutos de La pasión según San Mateo. El problema
de recepción de la poesía es, por tanto, la descompensación entre lo que
creemos esperar y lo que luego encontramos, un resultado que siempre es
meritorio, pero jamás a la altura inmarcesible que nos habían dibujado de forma
arbitraria. Algo similar dejó caer en 1976 José Luis Castillejo en La nueva escritura: “la existencia de la
escritura convierte a lo simplemente no escrito en problemático”[6].
Y la literatura impresa puede ser la consecuencia publicada e irreversible del
problema, como puede deducierse de la larga reflexión sobre este asunto que es
el maravilloso Dichtung & Warheit (An
Unwritten poem) (1958), de W. H. Auden.
El
propio Lerner ha caído alguna vez en el misticismo de ese poema ideal
localizado en el platónico cielo de los poemas, y lo hizo leyendo a su admirado
John Ashbery. Ezequiel Zaidenwerg recuerda en su prólogo a Elegías Doppler que Lerner comentó en un ensayo sobre Ashbery: “Sus
poemas son glosas a poemas a los que no podemos acceder” (Elegías, p. 9). También
para Lerner, pues, la idealización está presente, y, como aclara Zaidenwerg,
los poemas son leídos en relación con otros poemas ideales que no existen, como
“lírica negativa” (expresión del propio Lerner), a partir de “la idea, de
espíritu platónico por cierto, de que el poema es un reflejo, siempre
secundario, de una entidad inaccesible de orden superior que sólo es posible glosar”
(Zaidenwerg en Lerner, Elegías, p.
10). Lerner lo admite, con algo de melancolía, casi al final de su ensayo: “You
can only compose poems that, when read with perfect contempt, clear a place for
the genuine Poem that never appears” (The
Hatred, p. 103; “sólo puedes escribir poemas que, leídos con perfecto desdén,
dejan espacio para el Poema auténtico que nunca aparece”).
La justificación
Es evidente que el poeta escribe
A golpes de inspiración
Pero hay gente a quien no les afectan los golpes.
Boris Vian, Cantilènes en gelée (1949)
Superadas
las fases históricas en que la poesía debía ceñirse a unos códigos morales[7]
o estéticos de legitimación, y aunque desde la Poética (1919) de Jakubinski se ha intentado
explicar la poesía como una práctica “autotélica”, es decir, un lenguaje que “encuentra
su justificación (y así todo su valor) en sí mismo; es su propio fin y no ya un
medio”[8], la
percepción social es bien diferente. La poesía es la única rama de la literatura que
parece precisar una justificación, quizá porque recibe ataques que otras ramas
del arte no encajan jamás, según declaraba Lerner a Eduargo Lago en una entrevista
reciente: “teniendo en cuenta el lugar marginal que ocupa la poesía en la
cultura resulta chocante que provoque un rechazo tan vehemente en tanta gente,
mucho mayor que otras manifestaciones artísticas, como la música experimental”.
Si
se fijan, nadie le pregunta a un novelista, a un dramaturgo o a un ensayista por
qué practican sus respectivos géneros (les preguntarán por qué escriben, en general, pero no tendrán
que legitimar su práctica concreta). Pero un poeta sufre a menudo la inquisición
de “¿Por qué escribe usted poesía?”, de
la misma forma en que se cuestiona habitualmente a los practicantes del salto
base por qué se juegan la vida. La pregunta es muy frecuente, y lo terrible es
que afecta también a los propios poetas, que parecen obligados de continuo a darse motivos para hacer lo que hacen.
Por ejemplo, el poeta mexicano Luis Arturo Guichard escribe en uno de sus
fragmentos y aforismos de El
silencio escribe con tijeras: “Es conmovedor todo lo
que hacemos los poetas para justificar nuestro oficio y aparentar una cierta
utilidad social, aunque sabemos que no tenemos ninguna. Y ni falta que nos
hace”[9]. De
hecho, la angustiosa necesidad de legitimación ha creado algunos de los peores
enemigos de la poesía: ciertos defensores. Cualquiera que haya visto el tráiler
de la última película de Jodorowsky, Poesía
sin fin, entenderá, horrorizado, las barbaridades que se cometen en nombre
de la poesía, entre ellas la absurda y contraproducente defensa de lo poético como
el régimen del ridículo y de la restricción racional. Aquí un fragmento más que
significativo:
El tema de la legitimación en el ensayo de Lerner
se aborda desde la perspectiva de una de las máximas frustraciones de la poesía
actual: su incapacidad para levantar una voz socialmente incluyente, un
discurso supraindividual y dirigido a la colectividad (por decirlo en mis
términos, su conformación como gesto de literatura
egódica, como vimos en 2013 y volveremos a ver en El sujeto boscoso, de inminente aparición). Lerner parte de Whitman
y su “Whitmaniac” o whitmaníaca experiencia de crear un sujeto -véase “Song to
Myself” de Whitman- capaz de aludir a la universalidad de los “americanos”
-entendiendo en realidad por tales a los estadounidenses, lo que muestra ya el
primer conflicto de identificación-. Después, a partir de un artículo
en Harper’s Magazine de Mark Edmunson,
que Lerner desmonta tan cuidadosa como radicalmente, se adentra en el espinoso
problema de cómo crear una voz que por un lado busque la universalidad y por
otro lado sea capaz de integrar a las minorías, lo que es -viene el autor a
concluir- prácticamente imposible, y un gesto de nostalgia whitmaníaca (p. 95)
en nuestros tiempos. En opinión del autor, que cita algunos ejemplos, lo que
cabe es únicamente dar la forma debida a la diferencia.
La poesía de Lerner
La
excelente introducción de Ezequiel Zaidenwerg a Elegías Doppler otorga al lector una idea bastante completa de lo
que se proponen los tres libros de poemas que ha publicado Lerner hasta la
fecha. Partiendo de una poesía en la que es muy detectable la herencia de
Ashbery, hasta llegar a un tono más personal, es una poesía crítica pero, sobre
todo, autocrítica, muy consciente de la episteme
epocal desde la que se escribe (dentro de una corriente a la que llamamos
en su momento “metaepistemológica”, disculpen el palabro):
Entonces, los balazos penetraron el tejido blando de nuestra
episteme.
Creíamos que ordenando palabras al azar
podríamos evitar la ideología. Estábamos en lo cierto.
Pasamos, luego, a estar completamente equivocados. De eso se
trata California.
Lo que yo más recuerdo sobre el Renacimiento
es que todo tenía tetas. Tranvías, atardeceres,
todo. Desfigurar una técnica
sólo para joder:
ésa era mi idea. Corría 1865;
nadie se preocupaba por el positivismo.
Podrían discutirse nuestros métodos,
pero no nuestra metodología.
Así, un par de conserjes perdieron las piernas.
Ahora, algunos de mis mejores amigos son conserjes. (p. 35)
Esa
autoconciencia, que en algunas manos genera extrañeza y en otras monstruos, se
vuelve feraz en Lerner, capaz de unir polifónicamente varios tonos y
preocupaciones en la investigación en
que consiste su trabajo lírico. Teniendo en cuenta que la reflexión aparece en
ambos lugares, ensayo y poesía, es natural que se produzcan pasadizos o
comunicaciones entre ellos, como la imagen de la lluvia interrumpida, presente
en Angle of Yaw y también en una de
las mejores páginas (p. 100) de The
Hatred of Poetry. Sus penetrantes reflexiones sobre el uso de la segunda
persona del singular (The Hatred, p. 93)
encuentran correspondencia en sus poemas en prosa, escritos desde un “tú”
multirreferencial, que persigue la identificación del lector (ver Elegías, p. 140). Otro enlace es la aludida
tensión entre los poemas que tenemos y los no escritos:
Expresar este desajuste
es tarea de la lírica negativa,
que no existe. (p. 61)
La
obra poética de Lerner tiene altibajos, como todas. Pero sus altos, como la
impresionante “Elegía didáctica”, a la que pertenecen los tres versos citados,
uno de los textos sobre el 11/S más demoledores que he leído, son portentosos. De
las muchas definiciones que he leído del dinero, ésta es la más escalofriante y
puede que la más exacta: “El color del dinero es / Verde visión nocturna” (p.
94, de Mean Free Path). El poema que
da nombre a ese libro de 2010, “Mean Free Path”, es un ejercicio de
repeticiones y fugas temáticas con momentos y versos de notable brillantez. Sus
interrupciones y rupturas, tanto semánticas como de sentido, nos obligan a
realizar un trabajo de lectura en el que la idea de “delay”, de llegar con
demora al sentido (como ha visto Daniel E.
Pritchard), es esencial.
La
lectura de Elegías Doppler es más que
recomendable para repensar qué entendemos por poesía, qué entendemos por
calidad, qué entendemos por humor blanco y por humor negro, qué sabemos de la
excelencia literaria y de la poesía que tiene un ojo en la calle y otro en las
alturas que caen hacia la calle.
Cerrando
Aún no ha aparecido la poesía.
La imagen no es un sustituto. La imagen es como una anécdota
en boca de un bebé que nació muerto. Y ni la reflexión,
con su infinito espurio, ni tampoco la religión, con su octava
parte
de hongos,
pueden causar orgasmo tras orgasmo como la poesía.
(Lerner, The Lichtemberg
Figures)
Lerner
ha publicado seis libros, que han recibido diecisiete
premios, no pocos de ellos relevantes. Esos reconocimientos no validan
nada, pero son indiciarios de algo, son la consecuencia lógica de un talento natural
que se percibe con sólo leer varias líneas o versos del autor. En The Hatred of Poetry encontramos
luminosas aserciones, como la de que Sócrates fue tan sabio que fue el primer
poeta que supo librarse -al no escribir- de la poesía (, p. 26), o que Lerner nunca ha encontrado tan valiosas las eufonías
de Keats como las disonancias de Emily Dickinson (p. 46), o que el género del
manifiesto permite explayarse sobre la poesía “while avoiding the limitations
of poems” (p. 56), miradas que demuestran la fina sensibilidad del autor para
entender la poesía y su entorno reflexivo y cultural. La inteligencia de Lerner
para leer a grandes poetas como Whitman o los antes citados, así como sus dotes
para plasmar por escrito sus ideas sobre lo leído son proverbiales, llegando a
cotas de rara brillantez (pp. 99-100). Su ensayo une preocupaciones seculares
del pensamiento poético con otras más actuales, dentro de un tono reflexivo,
convincente y con pequeñas gotas de humor, que le evitan caer en la misma
solemnidad que denuncia o en la visión añeja de la poesía como mester divino
que intenta combatir. Sus poemas son una demostración talentosa de que otro
tipo de poesía es posible: estética sin olvidar la crítica, y (auto)crítica con
la estética. Pensamiento, belleza disonante, crítica precisa de nuestros
tiempos, inteligencia. Ustedes verán lo que hacen. Yo voy a comprar y leer sus
novelas, Saliendo de la estación de
Atocha y 10.04, porque la luz es
escasa y cuando uno se topa con ella debe atrincherarse en el resplandor.
[Relación con autor y editoriales: ninguna.]
[1] M. de Cervantes, Poesía completa, 1. Viaje del Parnaso; ed. Vicente Gaos, Castalia,
Madrid, 1973, p. 114.
[2] P. Handke, “Vivir sin poesía”, Vivir sin poesía; Bartleby, Madrid,
2009, p. 521; traducción de Sandra Santana.
[3] Fernando Lázaro Carreter, De poética y poéticas; Cátedra, Madrid,
1990, p. 204.
[4] J. Guillén, Hacia “Cántico”. Escritos de los años veinte;
ed. Kathleen M. Sibbald, Ariel, Barcelona, 1980, p. 337.
[6] José Luis Castillejo, La escritura no escrita; Facultad de
Bellas Artes, Cuenca, 1996, p. 24.
[7] “La poesía, ya en la Edad media, había
sido objeto de teorías contradictorias. Una opinión muy en boga, que la
justificaba, era considerarla sujeta a la teología, y sólo podía existir como
poesía divina o religiosa. Y es que de otra forma, la poesía era ficción; por
tanto, mentira, por tanto (siguiendo este silogismo al que eran aficionados los
escolásticos medievales), injustificable desde el punto de vista moral. Para
que la poesía pudiera circular libremente se inventó entonces una nueva
categoría ideológica, la alegoría, en general de carácter cristiano. Por
eso Dante pudo publicar su Divina Comedia, dándole un carácter alegórico
cristiano, ya que de otra forma hubiese sido acusado de frivolidad
intelectual.”; Alberto Porqueras Mayo, Temas y formas de la literatura
española; Gredos, Madrid, 1972, p. 98.
[8] Tzvetan Todorov, Crítica de la crítica; Paidós,
Barcelona, 2005, p. 20.
[9] Luis Arturo Guichard, El silencio escribe con tijeras, (La
isla de Siltolá, Sevilla, 2016, p. 72.
9 comentarios:
Tal vez, de la poesía esperamos la perfección, y no conseguirlo es frustrante. No llegar a ella nos empuja a decir lo que diríamos sobre alguien a quien hemos demostrado nuestro amor pero nos rechaza. Te traigo unis versos de Ana Crustina César que quizá puedan venir bien:
miro mucho tiempo el cuerpo de un poema
hasta perder de vista lo que no sea cuerpo
y sentir separado entre los dientes
un hilo de sangre
en las encías
Muy apropiado... ¡Gracias! Un saludo.
Comparto este texto de Simic, que me ha llegado vía Ana Gorría:
"EL LÍO CON LA POESÍA
Lo único para lo que siempre ha sido buena la poesía es para hacer que los niños odien la escuela y brinquen de alegría el día que no tengan que ver más otro poema. Todo el mundo entero coincide en ello. Nadie en su juicio, jamás, lee poesía. Incluso entre los teóricos literarios de hoy día está de moda señalar como inaccesible toda la literatura, especialmente la poesía. Que algunas personas todavía continúen escribiéndola es una rareza que pertenece a alguna columna “Créalo o No” del periódico.
Cuando los poetas encomiaron a los dioses y a los héroes tribales y glorificaron su sabiduría para la guerra, fueron tolerados, pero con la aparición de la poesía lírica y la obsesión del poeta con el ego, todo cambió. ¿Quién quiere oír acerca de la vida de seres insignificantes, mientras los grandes imperios se erigen y caen? Todas esas fruslerías sobre estar enamorado, besuquearse y experimentar detenidamente la alborada del día mientras canta el gallo, es de lo más risible. Maestros, clérigos y otros policías de la virtud siempre han sido cómplices de los filósofos. Ningún modelo ideal de sociedad, desde Platón, ha aceptado a los poetas líricos, y por abundancia de buenas razones. Los poetas líricos están siempre corrompiendo a los jóvenes, haciéndolos ahogarse en autocompasiones y condescender en embelesamiento. El sexo sucio y la falta de respeto por la autoridad es lo que los poetas han susurrado en los oídos de los jóvenes por siglos.
“Si él escribe versos, échalo a patadas”, se le aconsejó a un novel padre hace dos mil años en Roma. Y eso no ha cambiado mucho. Los padres de familia todavía prefieren que sus niños sean taxidermistas y recaudadores de impuestos en vez de poetas. ¿Quién puede reprocharles? ¿Preferiría usted que su única hija sea poeta o mesera de un club nocturno? Esa es una dura elección.
Incluso los verdaderos poetas han detestado la poesía. “Hay muchas cosas tras este engaño”, dijo Marianne Moore. Y ella tenía su punto de vista. Algunas de las cosas más estúpidas que los seres humanos han proferido se hallan en la poesía. La poesía, como regla, ha avergonzado tanto a individuos como a naciones.
La poesía está muerta, han gritado felizmente por siglos los enemigos de la poesía y aún lo hacen. Nuestros poetas clásicos, nuestros profesores en boga nos lo han dicho —en tanto que ellos no son más que un manojo de propagandistas de las clases gobernantes y de la opresión masculina—. Las ideas una vez promulgadas por los carceleros y asesinos de los poetas en la Unión Soviética son ahora un gran éxito en las universidades americanas. El esteticismo, el humor, el erotismo y todas las otras manifestaciones de la imaginación libre son sospechosas y deben ser censuradas. La poesía, esa tonta diversión de lo políticamente incorrecto, ha dejado de existir para nuestras clases educadas. No obstante, a pesar de ellos, la poesía se sigue escribiendo.
El mundo parece siempre premiar la conformidad. Cada época tiene su límite oficial sobre lo que es real, lo que es bueno y lo que es malo. El ideal es un plato hecho de deshonestidad, ignorancia y cobardía servido cada noche con un aspecto serio y un aire de la más alta integridad por los noticieros de televisión. La literatura también está preparada para unirse a ello. Su tribu está tratando siempre de reformarte y de enseñarte sus modales. El poeta es ese niño que, de pie en la esquina, con la espalda vuelta a sus compañeros, piensa que está en el paraíso.
Como si eso no bastase, los poetas, todos lo sabemos, son mentirosos de campeonato. “Llegas a mentir para mantenerte medianamente interesado en ti mismo”, dijo el novelista Barry Hannah. Ello es especialmente cierto para los escritores de versos. Cada uno de ellos cree que impostándose a sí mismo dice la verdad. Si no podemos ver el mundo tal como es en realidad, se debe a las capas de metáforas muertas que los poetas han dejado en todas partes. La realidad es sólo un viejo y descascarado cartel de la poesía.
Los filósofos dicen que los poetas se engañan a sí mismos cuando moran amorosamente en los detalles. La identificación de lo que permanece intocable por el cambio ha sido la tarea del filósofo. La poesía y la novela, al contrario, han sido recreadas con lo efímero —el olor del pan, por ejemplo—. Por lo que a los poetas concierne, sólo los tontos son seducidos por las generalizaciones.
Cielo y tierra, naturaleza e historia, dioses y demonios están todos escandalosamente reconciliados en la poesía. Por analogía se dice que cada cosa es todo, todo es cada cosa. Por consiguiente, los mejores poemas religiosos están cargados de erotismo. Subjetivamente, los poetas pretenden también trascender ellos mismos a través de la práctica de hallar su identidad en las cosas lejanas y apartadas. En un buen poema, el poeta que lo escribió desaparece para que el poeta-lector pueda llegar a existir. El “yo” de un total extraño, un chino antiguo, por ejemplo, nos habla desde el lugar más confidencial dentro de nosotros mismos, y nos deleitamos.
El verdadero poeta se especializa en un género de alcoba y metafísica de la cocina. Soy el místico de la cacerola y mi amor son los rosados dedos del pie. Como cualquier otro arte, la poesía depende del matiz. Hay muchas maneras de tocar el encordado de una guitarra, de besarse y morderse algún dedo del pie. Los músicos de Blues saben que unas pocas notas debidamente tañidas tocan el alma, y así lo hacen los poetas líricos. La idea es que es posible hacer platos asombrosamente sabrosos con los ingredientes más simples. ¿Fue Charles Olson quien dijo que el mito es una cama en la cual los seres humanos hacen el amor a los dioses? Mientras los seres humanos se enamoren y compongan cartas de amor, los poemas tendrán una razón de ser.
La mayoría de los poemas son bastante cortos. Lleva más tiempo estornudar naturalmente que leer un haikú. Sin embargo, algunos de estos “pequeños” poemas han acertado a decir más acerca de la condición humana, en unas pocas palabras, que siglos de otros géneros de escritura. Los poemas cortos y ocasionales han sobrevivido por miles de años desde la épica y sólo lo tocante a todas las cosas ha crecido ilegible. El misterio supremo de la poesía es la forma en que tales poemas lanzan un hechizo sobre el lector. El poema es absolutamente entendible después de una lectura, y casi inmediatamente uno quiere releerlo de nuevo. La poesía es, en conjunto, repetición que nunca llega a ser monótona. “¡Más!”, gritarían en coro mis hijos soñolientos después de terminar de leerles algún cuento para niños. Para ellos, como para todos los amantes de la poesía, hay sólo más, y nunca bastante.
Es la calidad paradójica de la poesía la que precisamente le da su sabor. La Paradoja es su condimento secreto. Sin sus numerosas contradicciones y su impertinencia, la poesía sería tan blanda como un sermón del domingo o el discurso de un presidente. Se debe a sus muchas y deliciosas paradojas que la poesía haya derrotado y sobrevivido continuamente a sus críticos más duros. Cualquier intento de reformar la poesía, de hacerla didáctica y moral, o aún de restringirla dentro de alguna “escuela” literaria, es entender mal su naturaleza. La buena poesía nunca se ha desviado de su propósito de ser una fuente inagotable de paradojas acerca del arte y la condición humana.
Sólo un estilo que es un carnaval de estilos devela la irreverencia que me parece apropiada para la poesía hoy. Una poesía, para abreviar, que tiene la recepción de un cable de televisor con más de trescientos canales, más hechos extraordinarios que ficciones, falsos milagros y supersticiones en escaparates del supermercado. Un poema que es como un espectáculo de Elvis Presley en Marte, la mujer con tres tetas, el cuadro de un perro que se comió la mejor obra de Shakespeare, la noticia de que el infierno está atestado y de que ahora en el cielo se están estableciendo los pecadores más perversos.
Aquí, por ejemplo, viene un compañero sin casa ni hogar cuya cabeza calva perteneció una vez a Julio Cesar. ¿No te vi vociferando en un stip-tease, ayer, en el Times Square, le pregunto? Cabecea felizmente. Mi siguiente pregunta es: ¿Aníbal cruzará de nuevo Los Alpes con sus elefantes? “Observa afuera a la querida poeta”, es su respuesta. “Si llega a girar con su carro lleno de compras, de libros viejos y ropa usada, alístate para oír un poema.”
Eso me recuerda que mi bisabuelo, el herrero Philip Simic, murió a la edad de noventa y seis en 1938, el año de mi nacimiento, después de regresar tarde a casa, una noche de taberna en compañía de unos gitanos. Pensó que lo ayudarían a dormirse, pero murió en su propia cama con los músicos tocando sus canciones favoritas. Eso explica por qué mi padre cantaba canciones de gitanos y por qué yo escribo poemas, porque como mi abuelo, yo no puedo dormir en las noches."
"El lío con la poesía", Charles Simic.
Revista Trimestral de Michigan 36, no. 3 (invierno de 1997).
Traducción de Óscar Pinto Siabatto.
El texto de Simic era demasiado largo para que cupiera en un solo comentario, he tenido que colgarlo en tres.
Es excelente. Gracias a ti y a Gorría por traerlo. Me cae bien Simic.
Hay un verso del poema Didactic Elegy de Ben Lerner, (todo el poema merece un anális) pero el verso que más me ha impactado, dice así: "The significance is real but impermanent". A simple vista parece una perogrullada, pero a mí me ha trasladado memorísticamente al neologismo heideggeriano "Nichtung", y he visto en ese "significance" una negación activa y creadora fuera del tiempo.
Saludos
Ese poema de Lerner es demoledor y estéticamente muy complejo, cargado de referencias y significaciones. Pero a su intuición sólo podría responder el propio autor, me temo. Un saludo y gracias.
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