El pensamiento
poético de Eduardo García (São Paulo, Brasil, 1965) sufrió cambios y
evoluciones a lo largo de los diferentes períodos de su vida, aunque un suelo
común de diálogo entre irracionalismo poético y racionalismo filosófico puede
detectarse con facilidad. En este artículo, publicado en el último número de Anales de Literatura Española, dentro de un monográfico sobre García coordinado por Pedro Ruiz Pérez, analizo la importancia de sus
primeros trabajos teóricos y su libro sobre escritura creativa, Escribir un poema, para determinar su
influencia en el ulterior desarrollo de su poética personal.
El enlace para descargar el artículo en su edición académica, para investigadores, es este: https://www.academia.edu/41193668/La_formaci%C3%B3n_gradual_del_pensamiento_po%C3%A9tico_de_Eduardo_Garc%C3%ADa
LA
FORMACIÓN GRADUAL DEL PENSAMIENTO POÉTICO DE EDUARDO GARCÍA
La
pedagogía de la escritura como teoría poética
El poeta es un lector crítico de su propia obra […]
Eduardo García (2000: 29)
El lector que acuda
a la obra de Eduardo García (São Paulo, 1965 – Córdoba, España, 2016) a través
de La lluvia en el desierto (2017) o
de su ensayo Una poética del límite (2005)
puede quizá llevarse la equivocada impresión de que García fue siempre un
decidido partidario de la mezcla de elementos irracionales en el poema, o que
fue constante en su obra el entendimiento del trabajo poético como un
catalizador de elementos donde los principales trabajos tienen lugar en el
inconsciente, tanto en la parte no racional del escritor al escribir, como en
la del lector al recibir los símbolos y arquetipos durante la lectura. Sin
embargo, los señalados fueron hitos tardíos de un proceso de reflexión alargado
en el tiempo y que tomó cuerpo en una etapa ya adulta de la vida del poeta, en
la que el elemento irracional sí llegó a tener un hondo calado, transmutado en
una evidente preocupación teórica y en una no menos rastreable dedicación
práctica.
Al
haber realizado ya un desmenuzado análisis de la teoría y la poética de madurez
de García en un extenso trabajo reciente (Mora, 2017), creo pertinente ahora
examinar los textos anteriores a Una
poética del límite, con el fin de examinar los antecedentes de ese ensayo y
la progresiva creación de su sistema de pensamiento; un sistema que, por su
solidez y su impecable desarrollo teórico, constituye uno de los puntales de la
reflexión poética española reciente. En este sentido, una relectura de la
primera edición de Escribir un poema (2000),
el manual de escritura creativa que García publicara por encargo de la
editorial madrileña Fuentetaja, convierte en demostrable esa intuición antes
apuntada de la creación tardía de su propia mitocrítica, intuición que, antes
de una convicción surgida del estudio, fue el fruto de las largas conversaciones
que mantuve con el autor. El inconsciente y la imaginación simbólica a través
de la mitocrítica llegaron tardíamente a García, y creo que su principal
valedor fue el escritor y psicoanalista Ángel Zapata, amigo íntimo del poeta desde
sus últimos años de estudiante en Madrid, y que ya aparece citado en Escribir un poema (2000: 98), donde se
cita un fragmento del libro La práctica
del relato. Manual de estilo literario para narradores (1997) de Zapata.
Pero, valga la imagen psicoanalítica, el triunfo esplendoroso del elemento
irracional en García no llegó sin cierta «resistencia» a la terapia. La
poderosa parte racional del autor de Las
cartas marcadas, sólidamente asentada y desarrollada por sus luengos años
de estudio y enseñanza de la filosofía occidental, ofrecieron durante lustros
un muro poco poroso a las fertilidades de lo irracional. De hecho, el autor
reconocería más tarde que «al concluir mi primer libro sentí que el realismo
estricto me limitaba, sofocaba voces que latían en mi interior» (2001: 59); en
sentido similar se expresaría el poeta más tarde, en el recorrido por su obra
que realiza en «Prólogo del autor» (2017: 25), incluido al frente de su obra
completa.
Como
he apuntado, Escribir un poema nos brinda
bastantes claves acerca de la evolución del pensamiento teórico de García. Para
empezar, ni Sigmund Freud, ni Carl Gustav Jung son mencionados en ningún
momento del libro, dato que creo revelador, a la vista de la importancia que tendrán
pocos años —o quizá meses— más tarde. Aunque en el manual se hacen muchas
referencias al inconsciente y la imaginación, estos conceptos siempre son aludidos
en un sentido estrictamente lírico, a través del surrealismo francés o de citas
acerca del origen irracional de la idea poética a cargo de poetas conocidos.
Utilizo esta expresión, «origen irracional», porque la palabra «inspiración»
despertaba, quizá con razón, la susceptibilidad pedagógica de García, quien,
temiendo las posibles resonancias pseudo-románticas que la palabra «inspiración»
pudiera causar en los jóvenes aprendices de poeta —obvios destinatarios de su
manual—, prefería utilizar términos tomados de la psicología, como «incubación»
(2000: 65) de las ideas. El surrealismo se aborda en Escribir un poema con rigor y profundidad, pero más como un
movimiento literario histórico que como fundamento de toda creación poética, idea
que se desprende con claridad de su ensayo cinco años posterior. Incluso en el
manual asistimos a una viva defensa de un poema de Luis Rosales como «realista»
(2000: 125) y como modelo de escritura en correlato objetivo, à la Eliot. No es que el poema de Rosales
titulado «Porque todo es igual y tú lo sabes» no sea un poema realista, que lo
es; simplemente me limito a enfatizar el énfasis de García en su condición de
ejemplo a seguir, de recomendación prescriptiva para jóvenes poetas, pudiendo
haber escogido otros poemas más oníricos o lingüísticamente desbordados del
autor de La casa encendida.
No
es necesario recalcar la importancia de las preceptivas poéticas, su huella en
la práctica y en la teoría de las diferentes épocas de cada literatura nacional
y su impacto a la hora de establecer los cánones de cada tiempo (Guerrero,
1998: 130ss), incluido, por supuesto, el caso español (Sebold, 2003; Ruiz
Pérez, 2003). De las poéticas clásicas y antiguas nos ha quedado hoy el
concepto de poética, que suele aplicarse
hoy al marco conceptual utilizado por un poeta, ya sea para un libro, o para
definir los elementos centrales de su trayectoria poética. Tomás Segovia lo
explicaba de este modo en Poética y
profética (1985: 426):
Empleo la palabra ‘poética’ en el sentido,
aproximadamente, en que Bachelard habla de una poética del espacio o de una
poética de la ensoñación; pero también en el sentido en que se habla de la
poética de un poeta, que no es lo mismo que su filosofía o que sus posiciones
políticas, ni siquiera lo mismo que su estética: es la simple coherencia de sus
actitudes prácticas ante la poesía, la interpretación que está implicada, no en
sus teorías sino en su hacer, de la poesía tal como la encuentra a su
alrededor, precediéndole y acompañándole […]
García,
quien al comienzo de su propia preceptiva (2000: 15) advierte al lector que ha
recorrido sin demasiado éxito antiguos tratados de retórica para encontrar
buenos consejos sobre la escritura poética y sus pasos previos, era sabedor de la
trascendencia de las poéticas y de su valor en el campo literario —cita incluso
la Querelle des anciens et des modernes (2000: 32)—, y por tanto consciente también de que al marcar la
suya no podía abandonar, por más que hiciese un ejercicio de exterioridad y de
pedagógica puesta a disposición de sus conocimientos, el instinto natural de
difundir sus propias ideas sobre la creación poética y su amplio conocimiento
de la Estética, materia que había estudiado y enseñado durante lustros como
profesor de filosofía.
Por
eso creo que releer ahora su preceptiva arroja luz sobre la evolución de su
pensamiento con los años, y, en consecuencia, sobre el ejercicio práctico del
mester. Las recomendaciones hechas a ese tú
joven, a quien García habla en todo momento con la proximidad pedagógica de
la segunda persona del singular, muestran a las claras la visión del hecho
poético que el autor tenía alrededor de 1999, y que luego irá evolucionando con
los años y las lecturas. Por ello es significativa la elección de poemas completos
incluidos como ejemplo firmados por vates contemporáneos, entre ellos textos de
Jaime Gil de Biedma, Francisco Brines, Felipe Benítez Reyes, Luis Alberto de
Cuenca o Luis García Montero, que apuntan a una dirección estética muy concreta,
la poesía de la «otra sentimentalidad» (Roso, 1993), luego conocida como
«poesía de la experiencia», línea que el poeta pronto abandonaría, tras haberla
cultivado en sus primeros libros[1]. Esa
elección de poemas es significativa porque el propio autor había reconocido
páginas antes que «el poeta dialoga con
los demás poetas» (2000: 30), así como sus obras, de modo que esas inclusiones
ejemplificadoras son otras tantas formas de diálogo. También es revelador leer
ahora algunas recomendaciones contenidas en Escribir
un poema, y advertir que los libros posteriores del poeta no siempre se
ajustan a ellas. Por ejemplo, dentro del apartado que García dedica al control
del énfasis en el texto, el autor declara tajantemente al examinar un poema de
Pedro Salinas que «la exclamación ha caído en desuso», y enfatiza con cursivas
al recomendar que «En general, yo de ti
trataría de evitar los signos de exclamación» (2000: 146). Sin embargo, la
apertura del vate en los años posteriores a dimensiones más anchas de la poesía —tanto en el sentido
estético, como incluso en el sentido versal y métrico de la expresión—, hace
que esos consejos que ofrece a los jóvenes no siempre encuentren cabida en su
propia obra. En poemas de redacción posterior al manual, vemos cómo el poeta se
ha desasido de sus propios consejos y se ha dejado llevar por sus pulsiones,
tanto desde la semántica como desde los signos ortográficos. Sólo tres años
después el poeta publica en la antología En
pie de paz. Escritores contra la guerra (2003), que Javier Fernández editó
en Plurabelle, el poema «La condena» (2017: 399), cerrado con este verso: «¡Buenas
noches tengáis los amos de la Tierra!». Y otros ejemplos podemos encontrarlos
en poemas como «Pasajero del futuro (Fábula de las cabezas dislocadas)» (2017:
418-420), fechado en noviembre de 2010, o en el poema «El banquete desierto», incluido
en Duermevela (2014), donde leemos:
esta mañana en el cristal, ¡regresa!, ¡vuelve!,
pero se anuncia el luto en el mantel
sin una gota de cerveza
que acuda a salpicarlo, ¡alegría!, (2017: 306)
La
preceptiva retórica propuesta por García queda en parte superada por su poética
posterior, algo natural en un poeta inquieto y preocupado por mejorar y
aprender, y que decidió no negarse ninguna posibilidad de crecimiento, tanto en
lo personal como en lo intelectual. De hecho, pese a que Escribir un poema es un excelente manual de escritura creativa, de
lo que dan cuenta no sólo su valioso contenido, sino sus reediciones y su
difundido empleo —explícito o no— en talleres impartidos por toda España, el
modelo de escritura poética que de él se desprende es un modelo contenido,
realista —pese a la diversidad de poemas y poéticos citados—, eficaz, inteligible,
más parecido a los poemarios de García anteriores a 1998 que a No se trata de un juego, donde se
comienza a abrir la estética a los imaginarios de la fantasía, y, sobre todo,
es un modelo muy divergente de Horizonte
o frontera (2003) y sus libros posteriores, en los que la pulsión
irracional predomina última y triunfantemente sobre los esquemas anteriores, en
cuyos embriones se notaba cierto agarrotamiento de los deseos internos,
mostrados después sin tapujos —«Ese viento obstinado era deseo» (2018: 24),
escribe Andrés Neuman en «Viento obstinado» un poema dedicado a la memoria de
Eduardo García—. La liberación de los archivos conflictivos del inconsciente
del poeta, tanto a través del psicoanálisis leído y estudiado, como mediante la
terapia práctica en la vida real, tuvieron efectos benéficos tanto en su
persona como en su obra poética y ensayística, como tuvimos ocasión de ver y
constatar quienes tuvimos contacto con él a lo largo de muchos años.
A
lo inconsciente por lo simbólico
Cuando en Escribir un poema se ejemplifican los
procedimientos compositivos mediante obras de poetas más abiertos a lo
irracional, también la preceptiva de García parece abrirse a esa sensibilidad
(cf. 2000: 34, 59). Así, al comentar una estrofa de Antonio Gamoneda, leemos:
De hecho, ‘amor’ y ‘libertad’ son los dos grandes
polos significativos de la estrofa, las zonas de fuerza de las que brota la
emoción. Es natural que el poeta recalque las palabras «libertad» y «aman» / «amo».
Su repetición martillea nuestro inconsciente, proyecta con más viveza sobre
nuestro lado irracional esas dos obsesiones que recorren de principio a fin
estos versos. Nos dirige a la comprensión afectiva del núcleo del poema. (García,
2000: 201)
Y
también en las indicaciones generales, cuando el poeta se libera de la
necesidad de tener que citar ejemplos, su pensamiento se eleva y se vuelve más
complejo, recuperando en lo racional al filósofo y en lo poético a la parte más
onírica e inconsciente. Por ejemplo, al explicar la importancia de las
metáforas y las imágenes, les atribuye nada menos que la condición de corazones
del poema, una de sus partes más esenciales (2000: 205), y «su más valioso
instrumento» (2000: 206) y, a continuación, las caracteriza como «asalto
repentino a nuestro pensamiento racional», apelando al «giro insospechado que
dan a la realidad común» (2000: 206). Un poco más adelante dice que «la
metáfora (al igual que la imagen) brota de nuestra parte más primitiva (que es,
precisamente, la afectividad irracional)» (2000: 210). De forma sintomática,
aparecen citados versos de Gamoneda y Blanca Andreu como modelos de metáfora y
de Vicente Aleixandre y Juan Carlos Mestre como ejemplos de imágenes poéticas.
Aunque se pone como índice de «exceso» (2000: 214) metafórico el comienzo de
las Soledades de Góngora, el poeta
acaba rendido al comentar alguno de los hallazgos gongorinos, como no podía ser
de otro modo. Lautréamont, Reverdy, André Breton y Louis Aragon son citados
como referentes prácticos y teóricos. Para García, «lo que representan las imágenes es la emoción misma del poema. Son
proyecciones imaginativas de su emoción (no de su pensamiento racional)» (2000:
238, énfasis del original). Los tajantes calificativos y las campanudas
declaraciones emitidos sobre las metáforas y las imágenes, así como las
lecturas realizadas y ofrecidas como muestra, revelan a nuestros ojos actuales el
giro que también se estaba dando en la propia concepción poética de García, mutación
gradual que fructificaría pronto en un artículo publicado en la revista Hélice, que examinaremos a continuación,
y en el tono visionario de su poemario Horizonte
o frontera. El poeta va deslizando en Escribir
un poema, consciente o inconscientemente, algunas de sus crecientes
certidumbres respecto a la importancia de lo simbólico y lo irracional en el
poema, y sólo cuando desciende a lo concreto regresa a ejemplos relacionados
con su poética anterior, que ya comenzaba a dejar hueco a lo alucinatorio, a
través de la recepción de la literatura fantástica hispanoamericana (Cortázar y
especialmente Borges) en los poemas de No
se trata de un juego (cf. Neuman, 2004: 12). Una fantasía que, en la línea
de Judith Butler, puede expresarse como «parte de la articulación de lo
posible: nos lleva más allá de lo que es meramente actual o presente hacia el
reino de la posibilidad, lo que no está todavía actualizado o lo que no es
actualizable.» (Butler, 2006: 51). En la poética de García no hay transiciones
bruscas, hay más bien gradientes estéticos que van cediendo o que entran poco a
poco en la poética, de modo que, leída ahora de una sentada su poesía completa,
La lluvia en el desierto (2017),
puede verse una especie de curva descendiente de realismo y narración que se
alterna con una ascendente de irracionalismo y celebración.
Ese
diálogo entre fuerzas se aprecia a la perfección en Escribir un poema, donde los ejemplos realistas y de línea
figurativa pueblan las primeras dos terceras partes del libro, mientras que el último
tercio —un auténtico festín de incursiones en las poéticas surrealistas y de
citas alucinadas, cerrado con un fragmento visionario de Piedra de sol de Octavio Paz—, muestra a las claras la futura
dirección del pensamiento y el hacer del poeta. En realidad, la evolución
interna de Escribir un poema es casi
un retrato a escala de la obra poética de Eduardo García, quien, partiendo del
figurativismo, llega a construir una voz visionaria de hondo calado en el
último tercio de su vida.
De
camino al límite
el secreto temblor del
bosque de símbolos
Eduardo García (2017: 29)
En la poesía de
García a partir de No se trata de un
juego, incluyendo algunos poemas de este libro como «La lluvia en el
desierto», la utilización del símbolo no se acomoda a los aspectos palpables o
populares de las cosas, sino que, como decía Bousoño, «el plano real sobre el
que se halla el símbolo instalado no es nunca un objeto material [...] sino un
objeto de índole espiritual, y en consecuencia los límites de éste serán
brumosos» (1952: 102), de modo que en su interpretación por el lector resta un
amplio margen para el complemento creativo, dentro de los esquemas planteados
por Scheleiermacher, Jauss o Gadamer. El símbolo pasó en su obra de ser una
preocupación intuitiva al objeto de una investigación verificada mediante la
teoría y mediante la práctica, proceso en el cual fue determinante la amistad
de García con el escritor, crítico y psicoanalista Ángel Zapata, gracias a
cuyas recomendaciones fue afinando sus lecturas en materias como los símbolos
arquetípicos y las resonancias inconscientes del lenguaje. No por casualidad, Una poética del límite (2005), el gran
ensayo de Eduardo García sobre la poesía y la teoría del símbolo estético, está
dedicado a Ángel Zapata, y recoge algunas ideas de un ensayo de Zapata sobre el
cuento, El vacío y el centro (2002),
publicado en la misma editorial y colección de Fuentetaja donde había aparecido
Escribir un poema. El nuevo horizonte
que se abre en García tras completar su formación «racional» filosófica con el
legado «irracional» que recibe, procedente tanto del surrealismo como práctica
literaria como de la mitocrítica de Jung, generan en él un mayor espacio de
ejercicio estético que, como hemos dicho, comienza a dar sus frutos en Horizonte y frontera y se extenderá
hasta sus últimos libros publicados (Mora, 2016: 292).
La
necesidad de cohonestar esas dos líneas de pensamiento que dialogaban en su
interior es quizá una de las explicaciones de la escritura de Una poética del límite, un trabajo denso
y bien argumentado que le llevó mucho tiempo componer a su autor. Hubo textos
anteriores que dejaban sentir su evolución, como una reflexión sobre César
Vallejo contenida en un volumen colectivo[2],
la poética de García contenida en La
lógica de Orfeo (2003) de Luis Antonio de Villena —confróntese la lectura
de Jiménez Millán (2005) de Horizonte o
frontera, realizada desde esa
poética—, y, sobre todo, su artículo «Reencantar el mundo (para una poética en
marcha)», publicado en la granadina revista Hélice
(n.º 14, 2001), y que constituía una especie de avance del contenido del futuro
ensayo, aunque éste por entonces ni siquiera era vislumbrado por García como posible
libro. Fue precisamente a raíz de la escritura de este artículo y de su
repercusión y ecos cuando García comenzó a pensar en la pertinencia de
desarrollar y articular las ideas contenidas en él. Por este motivo, una
lectura actual de este sólido y argumentado artículo no sólo desvela claves transversales
de la poética personal de Eduardo García, sino que tiene además un valor testimonial
de primer orden para apreciar la evolución intelectual entre el autor de Escribir un poema y el de Una poética del límite. El discurso,
abandonado el marco de la preceptiva, se inserta en un tejido más filosófico y
ensayístico, donde ya no se quiere enseñar pedagógicamente, sino mostrar, dar muestra del pensamiento en
proceso. Una «poética», sí, pero en el sentido individual de balizamiento del
propio itinerario teórico.
Es
significativo del antes aludido cambio de orientación estética el hecho de que
en «Reencantar el mundo (para una poética en marcha)», publicado un año después
de poner como modelo repetido a Jaime Gil de Biedma del mester lírico en Escribir un poema, y de reproducir en el
manual varios de sus versos y poemas —2000: 75, 165, 202, 221-222—, leamos en
la nueva poética en marcha que «Naturalidad
[…] no equivale necesariamente a coloquialismo.
Ni hay razón para que el poeta contemporáneo restrinja su imaginario lírico al
ámbito de la cotidianeidad. Esos
registros», añade García, «son tan sólo una parte del vasto territorio que se
extiende ante un poeta realista», para acabar diciendo que «El acierto con el
que supieron manejarlos poetas de valía como Jaime Gil o Ángel González no debe
cegarnos a otras muchas vías de indagación poética» (2001: 58). La desaparición
de Gil de Biedma como referencia culmina en Una
poética del límite; mientras que en la bibliografía final de Escribir un poema se citan dos libros
del autor barcelonés, en la bibliografía del ensayo de 2005 su eco teórico se
ha volatilizado. García está ahora, tanto poética como teóricamente, en otra
cosa, en otra casa, más encendida: la de un pensamiento propio y ambicioso,
donde los antiguos ecos han dejado espacio a tratamientos poéticos de mayor
vuelo. García ha abandonado la figuración para aventurarse en una poesía de la
indagación (Mora, 2006: 119ss) de dimensiones muy diferentes.
En
«Reencantar el mundo (para una poética en marcha)», se adelantan varios de los
temas, subtemas e incluso tonos que García desarrollara en Una poética del límite. Por ese motivo hay que poner un poco en
cuarentena esta declaración contenida en el «Prólogo del autor» a La lluvia en el desierto:
Al concluir el ciclo sentí la necesidad de escribir un
ensayo en donde dar forma a las reflexiones que dieron lugar a ambos libros. Nació
así Una poética del límite, título al que remito al hipotético lector
interesado en ahondar —más allá de este breve prólogo— en la vertiente
reflexiva de mi obra. Tuve que encerrarme dos años para pensar tanto qué había
escrito hasta entonces como qué deseaba escribir. El libro me permitió al fin
suturar la herida entre mis dos pasiones, hasta ese momento en conflicto: la
palabra y el pensamiento. Paradójicamente encontré entonces el camino para
escribir sin apenas pensar, la fuerza y el convencimiento para confiar a ciegas
en la intuición. (García, 2017: 26)
En
realidad, García estuvo al menos cuatro años escribiendo sobre estas
cuestiones, como muestran los paralelismos entre los apartados del artículo
aparecido en Hélice en 2001 y algunos
subapartados del libro finalmente publicado en Pre-Textos. A continuación,
establecemos la correspondencia entre los temas tratados en uno y otro:
«Reencantar el mundo (para una poética en
marcha)», 2001
|
Una poética del límite, 2005
|
Misterio
poético vs. razón instrumental (o el
oficio de poeta en la era de Internet) (2001: 57)
|
El poder de la imaginación (2005:
55-63)
«Hechicería evocatoria»: una
fusión (2005: 192-196)
|
La herencia ilustrado-realista
(2001: 58)
|
Una lectura ilustrada de lo
fantástico (2005: 127-138)
|
Abrir fronteras al lenguaje
(2001: 58)
|
Dilatar la noción de «realidad»
(2005: 63-72)
|
Un realismo visionario (2001: 59)
|
Realismo visionario y cuento
neofantástico (2005: 107-113)
|
Revelación
profana e introspección:
un giro del objeto al sujeto (o cómo «reencantar el mundo» desde las ruinas
del racionalismo positivista) (2001: 61)
|
-Introspección vs. trascendencia (2005:
37)
-Conciencia simbólica: reencantar
el mundo (2005: 245-259)
|
Ideas
como la «delicada fusión» (2001: 60) entre poesía y género fantástico están
desarrolladas en el ensayo posterior cuando se esclarecen «los vastos
horizontes abiertos a la escritura en virtud de la fusión» (2005: 72). Una «fusión de contrarios» (2005: 181-186) que
tiene subapartado propio en Una poética
del límite, dentro del capítulo «La imaginación simbólica». La defensa del «misterio»
con la que arranca el artículo (2001: 57) cierra el ensayo (2005: 255). Otras
líneas de fuerza, como el desencanto ilustrado que se intenta compensar
mediante la fuerza del impulso romántico, la secularización, o la necesidad de
buscar nuevos mundos no exteriores al planeta Tierra, sino localizables en
nuestro interior, están presentes en ambos textos y nutren su tejido. De hecho,
en la «Nota de autor» incluida al final de Una
poética del límite, García reconoce que el artículo de 2001 fue la «incursión
original» (2005: 263) en la investigación que terminó dando pie al libro. Por
ese motivo es necesario ahondar un poco más en la construcción intelectual de
ese itinerario.
Algunas
fuentes teóricas explícitas en Una
poética del límite aparecen mencionadas en el artículo de 2001, pero sin
explicitar los nombres de sus autores, como Nietzsche o Weber, aludidas en
oblicuo sólo para los connaisseurs.
García tenía una costumbre que yo no terminaba de entender, y que según él me
contaba en nuestras conversaciones era una práctica habitual en el medio
poético patrio: la de ocultar las fuentes de lo que se estaba leyendo, para que
nadie pudiese saber en qué trabajaba uno exactamente. Creo que ese hábito es
una consecuencia de la penosa alergia que tiene la poesía española a lo teórico
en general y lo académico en particular. García no compartía la primera
reticencia, desde luego, pero quizá sí en cierta medida la segunda. La
universidad actual sufre, por supuesto, numerosos problemas y limitaciones,
pero entre sus defectos no se cuenta la falta de generosidad respecto a los
materiales citados, ni el escamoteo de las fuentes de trabajo. Por ese motivo
no entendía esa reserva de García, puesto que yo dudaba mucho —y el tiempo ha
terminado por darme la razón— que ningún otro creador español, salvo el propio
Ángel Zapata, estuviera trabajando teóricamente en estas cuestiones, a medias
teóricas y a medias pragmáticas, entre el mito, el lenguaje, la historia, la
ideología y la estética. Pero, como decimos, el hurto de referencias teóricas
es clarísimo en el artículo de 2001, y sólo cuando ya está el sistema cerrado y
terminado, quedan todas las fuentes expuestas orgullosamente a la luz en 2005,
en la magnífica bibliografía final de Una
poética del límite, que pudiera funcionar también como una dieta obligatoria
de lecturas para aprendices de poeta y para jóvenes investigadores de la lírica
moderna y contemporánea.
Y
es ahí, precisamente en la referencia nietzscheana obliterada, donde vemos uno
de los hilos más directos, casi literal, entre ambos textos:
La poesía brota de regiones psicológicas ajenas a la
prosaica razón. Es cierto que ésta puede ser su mejor aliada, el instrumento
capaz de dar forma, canalizar los confusos materiales del inconsciente,
transformándolos en arte, posibilitando la comunicación… pero siempre a
condición de que el poeta sepa ponerla al servicio de la intuición creadora.
Sus fuentes, son, pues, Otras. Su indagación, decíamos, no precisa orientarse a
la trascendencia, pero sí es un impulso transfigurador. Y es que este peculiar
modo de revelación que me propongo no puede ya ser teológico, sino «humano,
demasiado humano». Se dirige hacia las zonas oscuras de la personalidad. Como
poeta trato de ir más allá de mi realidad común en el acto de escritura. pero
no hacia la ilusión de un orden sobrenatural, sino hacia los vastos territorios
de la interioridad. Escucho mi voz más íntima. En sus hondas sugerencias, en
sus secuencias de imágenes, se manifiestan mis fantasmas interiores. (2001: 61)
La poesía es lo que es a pesar de la razón, no por su
causa. Es cierto que ésta puede ser su mejor aliada si el poeta sabe ponerla al
servicio de la intuición creadora. Sus fuentes son, pues, otras. Su indagación ni puede ni quiere ya orientarse a la
trascendencia, pero sí es un impulso transfigurador: «crear presencia». Si hay
revelación en este reencantamiento del mundo que propongo no puede ser ya una
revelación teológica, sino «humana, demasiado humana». Podemos trascender la
realidad común en el acto de escritura. pero ya no hacia la ilusión de un orden
sobrenatural, sino hacia los vastos territorios de la interioridad. Escuchemos
nuestra voz más íntima. En sus hondas sugerencias, sus secuencias de imágenes
simbólicas, se manifiesta nuestra más profunda identidad. (2005: 258)
Son
casi idénticos los párrafos, pero hay notables diferencias entre ellos. El
segundo es más afilado, más afinado, más sistémico y más abierto. Más afilado
porque el poeta en esos cuatro años ha pulido su concepción y el discurso sobre
la misma, haciéndolos más incisivos y precisos; más afinado porque se evitan
algunas vehemencias expresivas, como la mayúscula en «Otras», y se
conceptualizan las ideas con sutileza y evitando repeticiones —desaparecen las «zonas
oscuras de la personalidad», por ejemplo, que por un lado ya están aludidas en
los «vastos territorios de la interioridad» y por otro hubieran obligado a una
precisión en el ensayo a partir del concepto junguiano de sombra—; más sistémico porque las ideas originales de 2001 se han
integrado dentro de un sistema de pensamiento ensanchado, que incluye ya
conceptos, como «crear presencia», que no se habían desarrollado hasta Una poética del límite; y, por último,
el segundo párrafo es más abierto porque del yo se pasa al nosotros, y
de un «Escucho mi voz más íntima» llegamos a un plural «Escuchemos nuestra voz
más íntima», en la línea de ese «yo
plural» defendido justo en la página anterior (2005: 257), una elocución que
alienta la voz del ensayo, en buena parte sostenida desde la elocución de la
primera persona del plural. Una elocución más acogedora que, como es lógico,
responde también al cambio de género textual: de la poética firmada individualmente,
incluida en la sección de poéticas personales de una revista, pasamos a un
ensayo orgánico cuyo objeto es la presentación de un sistema de pensamiento
poético, por supuesto anclado en las ideas de su autor, pero escrito con una
mirada más amplia y un propósito de lectura abierto a todos los públicos.
Como
se apuntó arriba, es interesante también que el concepto realismo visionario, con el que García define su propia poética, se
mantenga en los dos textos y llegue asimismo al «Prólogo de autor» de su poesía
completa: «Por eso no puedo ser o realista o surrealista, pues ambas fuerzas
pugnan en mí a un tiempo» (2017: 29), en la línea dialógica entre contrarios
que antes habíamos apuntado, para añadir a continuación: «¿Por qué no
contemplar ambas caras, experimentarnos al fin desde ambas vertientes de la
identidad a través de un realismo
visionario?» (2017: 29), lo que demuestra una coherencia teórica extendida
durante 17 años, hasta el último momento. Esa misma constancia muestra el poeta
en lo tocante a la dimensión ética de la poesía, a su necesario compromiso. Si en «Prólogo de autor» defiende que «la
poesía se erige en un acto de resistencia» y «posee una vertiente política que
da curso a la voz de la utopía» (2017: 30), vindicando el derecho del poeta a
soñar despierto, en Una poética del
límite recuerda que «La poesía tiene un compromiso con su tiempo», y que el
«poeta tiene pues una responsabilidad social: denuncia entre líneas la
alienación. Tejiendo sus mitos muestra al trasluz las grietas que amenazan a la
polis. La introspección conduce al otro» (2005: 232); por último, en su
seminal artículo de 2001 leemos andanadas contra la razón instrumental (2001:
61), el cientifismo rampante y una temprana denuncia de la amenaza tecnológica
que amenaza con aislarnos como ciudadanos (2001: 58), estableciendo García como
remedio o salida la visión más profunda y holística, inconsciente y racional a
la vez, del ser humano. Lo que demuestra otro tipo de coherencia, la ideológica,
mantenida a lo largo de los años; algo de lo que también son testigo numerosos
aforismos de Las islas sumergidas (2014) y, de forma explícita rayana en la
denuncia directa, los poemas inéditos reunidos en su poesía completa bajo el
nombre de La hora de la ira (2016).
Da la impresión de que con el paso de los años y quizá por las desigualdades
sociales originadas tras la interminable crisis económica que dio comienzo en España
en 2007, García fue incrementando con el tiempo la dimensión crítica de su
pensamiento y la explicitud de la misma.
Para
retomar ideas y concluir nuestro argumento, puede aseverarse que el artículo «Reencantar
el mundo (para una poética en marcha)» presenta abiertamente en su parte final
el concepto que ocupaba entonces y ocupará después un lugar medular en las
preocupaciones de García: la reivindicación del «hondo poder del mito», su «potencialidad
creadora, su capacidad de iluminar nuestros secretos resortes interiores», que
se instala en nuestras vidas, según el poeta, «en una dimensión descarnada de
espiritualidad» (2001: 62). El propósito romántico de reencantar la vida, como aclara
de manera expresa, puede pasar precisamente por la «revelación profana» o
humana, y «puede que a la poesía le incumba (más aún que a otras artes) esa
tarea: la recuperación de la dimensión mítica, irracional, de la mirada humana,
sin manipulaciones economicistas, con honestidad y atrevimiento.» (2001: 62). Estas
frases constituyen el leitmotiv no
sólo de Una poética del límite, sino
también de los aforismos de Las islas
sumergidas y del discurso poético explicitado en los libros posteriores a No se trata de un juego.
En
resumen, y como habíamos apuntado, la trayectoria poética de Eduardo García se
caracteriza por la coherencia en algunos elementos y temas fundamentales,
coherencia que no se ve mermada por la sucesiva desaparición de algunas
preocupaciones y la gradual aparición de otras. Con un bastidor de fondo firme
y constante, montado por sus lecturas de la mejor poesía occidental y de la
filosofía de todos los tiempos, García fue pintando un óleo donde algunos
pigmentos quedaron ocultos en la parte de abajo (los figurativos), asomando acaso
algunos destellos realistas, mientras otros colores míticos e irracionales iban
ocupando las partes más importantes y decisivas de la pintura final. Ese
cuadro, que podríamos llamar el legado poético y teórico de Eduardo García, es
una de las obras más importantes y sólidas en las artes españolas de principios
del siglo XXI.
BIBLIOGRAFÍA CITADA
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[1] Luis Antonio de Villena, al reseñar No se trata de un juego en 1998, ya
advierte que «Eduardo García forma parte de un inaugural grupo de jóvenes
poetas cordobeses, muy prometedores […] que […] están intentando —más o menos
decididamente— promover ese cambio dentro del realismo» (2000: 183).
[2] Al serle solicitado un poema favorito y las
razones del aprecio, dentro de un volumen claramente alineado en la línea de la
poesía de la experiencia (publicado en Renacimiento, dedicado a Javier Egea y
coeditado por uno de los fundadores de la otra
sentimentalidad, Álvaro Salvador), Eduardo García escoge,
significativamente, el poema de César Vallejo «Considerando en frío,
imparcialmente». Tras desdeñar la acrobacia vanguardista sin objeto, García
aclara que «en estos versos» de Vallejo, «la audacia en la exploración de las
posibilidades del lenguaje no degenera en mero juego verbal, sino que está al
servicio del sentido» (2004: 143), declarando sin ambages, muy en la línea de
su ensayo publicado el año siguiente, cuál es «el objetivo irrenunciable de la poesía», que no es otro que «desbordar
los límites habituales del lenguaje para ‘dar a entender’, en clave simbólica,
lo inefable» (2004: 143).
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