sábado, 14 de diciembre de 2019

La máquina como exoconciencia literaria en algunas obras de César Aira, Mario Levrero y Ricardo Pigia


Este artículo acaba de aparecer en Humanidades. Revista de la Universidad de Montevideo, dentro del número 6, que incluye un dosier titulado "Narrar y conocer: poéticas de la ciencia".

Si prefieres leer el artículo en versión PDF, maquetado en la muy legible edición de la revista, puedes descargártelo aquí o aquí.




 

Me siento materia y pensamiento al mismo tiempo, a la vez que ignoro lo que es la una y el otro.
Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet (1881)

una mente que estaba fuera de la cabeza, lo mismo que el cuento
César Aira, El vestido rosa (1984)



1. El cerebro como máquina y la contextualización de procesos.

En algún lugar definimos la conciencia como “nuestra interfaz con el Umwelt o espacio perceptible”[1], a partir de una versión actualizada desde la ciencia y la filosofía del antiguo concepto de Jakob von Uexküll. Si las máquinas tuvieran conciencia, esta conciencia maquinal sería en puridad una interfaz con la interfaz entre los hombres y lo perceptible, es decir, una interfaz de segundo grado o especular, como luego veremos. Desde que comenzaron a existir los autómatas se establecieron comparaciones con el ser humano en diversos sentidos, y no es causal que un filósofo aficionado a los artefactos antropomorfos, como Descartes —quien ordenó construir, según la leyenda[2], una réplica de Francine, su hija fallecida—, estableciera su conocido parangón entre el pensamiento humano y el de los androides en varias obras, por ejemplo en las Méditations, el Traité de l’homme, las Les Passions de l'âme y, sobre todo, en su Discours de la Méthode (1637):

Et je m'étais ici particulièrement arrêté à faire voir que, s'il y avait de telles machines qui eussent les organes et la figure extérieurs d'un singe ou de quelque autre animal sans raison, nous n'aurions aucun moyen pour reconnaître qu'elles ne seraient pas en tout de même nature que ces animaux; au lieu que, s'il y en avait qui eussent la ressemblance de nos corps et imitassent autant nos actions que moralement il serait possible, nous aurions toujours deux moyens très certains pour reconnaître qu'elles ne seraient point pour cela des vrais hommes. Dont le premier est que jamais elles ne pourraient user de paroles ni d'autres signes en les composant, comme nous faisons pour déclarer aux autres nos pensées. Car on peut bien concevoir qu'une machine soit tellement faite qu'elle en profère quelques-unes à propos des actions corporelles qui causeront quelques changements en ses organes, comme si on la touche en quelque endroit, qu'elle demande ce qu'on veut lui dire; si en un autre, qu'elle crie qu'on lui fait mal, et choses semblables ; mais non pas qu'elle les arrange diversement pour répondre au sens de tout ce qui se dira en sa présence, ainsi que les hommes les plus hébétés peuvent faire.[3]

            Esta visión sobre las máquinas era consecuencia, por supuesto, del dualismo de Descartes, al diferenciar entre la maquinización animada de los cuerpos y las potencias superiores del lenguaje y la comprensión, radicadas en el alma. Como recuerda Aguilar, “La proliferación de autómatas en estos siglos que eran presentados en la Academia de las Ciencias de París, ofrecieron tanto a Descartes como a La Mettrie” —otro pensador fascinado con la metáfora androide— “la posibilidad de comparación entre el humano y la máquina […] guiado por el objetivo de eliminar al alma como agente causante del movimiento corporal, ya que la máquina”, según Aguilar, “da cuenta de la actividad del cuerpo y el alma sólo explica las facultades superiores”[4]. La diferencia ontológica explica, según la visión dualista, la diferencia funcional, de forma que cualquier autómata es una mala imitación del ser humano y su raciocinio una simulación del propio de éste. Desde el punto de vista inverso, no faltan las perspectivas filosóficas o literarias que intentar dar una visión mecánica del ser humano, incluida su mente[5], borrando en parte la distinción entre los artefactos técnicos y los biológicos.
            Aunque este debate es prácticamente inabarcable, por la enorme bibliografía tanto científica como filosófica, debemos centrar al menos algunas posturas relevantes en la neurociencia actual. La primera de ellas, visible en un artículo de N. Katherine Hayles y James A. Pulizzi (2010), intenta reunir lo que en 1948 Claude Shannon y Warren Weaver habían separado: información y sentido. “The long-standing split between mechanism and meaning within the brain was now mirrored by a split without, between information as a technical term and the meanings that messages are commonly thought to convey”[6]. Las investigaciones de Shannon y Weaver comenzaban en los años cincuenta del pasado siglo a atisbar la profundidad de los procesos precognitivos e inconscientes que, con los años, se ha demostrado que sustentan la mayor parte de la actividad cerebral, que funciona de “incógnito”[7], precisamente para que podamos dedicar nuestra consciencia a aquello que consideremos importante en cada momento. Para Hayles y Pulizzi, sin negar esta dimensión, es importante retener la noción de contexto, pues es la que marcará el sentido de la información en cada lugar al que llegue, incluyendo por supuesto el sentido artístico: “one person’s noise is another’s music”[8], dicen, con razón. En sus teorías, que siguen de cerca las investigaciones de Francisco Varela o Evan Thompson sobre los fundamentos biológicos de la conciencia[9], los contextos son relevantes porque la misma información puede ser procesada de diferentes maneras, para lo cual ponen el ejemplo de una misma información que aparece en la pantalla del ordenador: el ser humano que lee esos datos los procesa de una forma absolutamente distinta a como lo hace el aparato, aunque ambos sistemas de procesamiento están “emparejados”[10] en ese instante. En una línea próxima al sistema de conciencia extendida, descrito por Andy Clark en Supersizing the Mind (2008), Hayles y Pulizzi defienden la posibilidad de unos contextos heterárquicos encarnados, flexiblemente conectados entre sí (“heterarchical embedded contexts flexibly networked together”[11]), entendiendo por heterárquico una alternativa a lo jerárquico, sin pretensión de primacía en los procesos. Estos contextos no sólo coexisten dentro de la mente, sino que están en relación con la integridad del cuerpo y con el entorno. De este modo llegan a una de sus conclusiones clave:

contexts are not objects with properties or containers for information but rather complexly cross-linked frameworks of relations that loosely structure experience and knowledge. Patterns and meaning-making do not exist only inside individual brains but rather arise from the participation of embodied sensory —perceptual-cognitive biological systems in wider social and technical networks.[12]

            Conclusión que les permite atar sus premisas con la teoría de la co-evolución del lenguaje y la mente de Terrence Deacon, quien apunta a la mutua influencia entre ambas esferas, conforme han ido desarrollándose históricamente: “Languages have adapted to human brains and human brains have adapted to language”[13]. De lo que Hayles y Pulizzi deducen su siguiente hipótesis: “consciousness and language are coupled together in spiraling co-evolutionary processes”; consecuentemente, “consciousness should be understood as processes enacted within flexible and changing networks of relations created by internal and external contexts coupled together rather than as distinct, autonomous system with their own structures and procedures”[14]. De esta forma, la información categorizable como ruido puede ser procesada por la conciencia como patrón o modelo (pattern), de forma que se diluyen las fronteras entre lo exterior y lo interior, y lo mental puede adoptar la forma de una información exterior, la mediática por ejemplo, y pasar a ser naturaleza humana mediada sin problemas[15]. Pese a que la tecnología, salvo casos de implantes, no es tan natural en nuestro cuerpo como puede serlo la laringe, según su propio ejemplo, no dudan en aseverar que “Language, like technologies conventionally considered media, operates within the networks linking body/brain to the environment, while simultaneously making the body/environment distinction operational through its discursive formations”[16]. Existe, a juicio de Hayles y Pulizzi, un continuo informativo entre la mente y el exterior mediático que, según estos autores, se diluye en los extremos, pero que se resiste a la escisión en sus zonas medias de interrelación. Quienes llevamos dentro de los ojos lentes de contacto para poder visualizar el mundo creemos entender bien esta zona media entre lo humano y lo tecnológico, que el cerebro resuelve sin confusión ni interferencias. Y, en la órbita de Michel Serres, los autores acaban considerando que los objetos son entidades comunicativas, cada uno a su manera, de forma que pueden entenderse como sujetos en cierta forma, de nuevo dinamitando la tradicional conformación entre dentro y fuera de lo humano que desean superar mediante su visión de los contextos heterárquicos. Para resumir la visión de esta postura, podría decirse que “En la coevolución la relación entre cognición y artefactos no es una relación unívoca, sino una transformación mutua entre artefactos, prácticas, usuarios y tareas, insertos en una ecología artefactual”[17]. Un ecosistema en el que los procesos de raciocinio podrían extravasarse y pasar a otros entornos, siempre que puedan encontrar el contexto informacional adecuado.
            Frente a estas visiones más abiertas, denominadas a veces materialistas, donde podíamos incluir ópticas como las defendidas por los partidarios de la cognición distribuida o de la cognición expandida, se mantienen perspectivas más naturalistas, reacias al esquema informativo, defensoras de un solo tipo de cognición humana natural, que se va extendiendo como réplica o proyectando en otras esferas, sin que exista la posibilidad de las citadas intermediaciones. Uno de los casos más conocidos es el del filósofo John R. Searle, que planteó su famoso ejemplo de la “habitación china”[18] para criticar irónicamente el funcionamiento de los ordenadores y precisar la inoportunidad del símil cibernético para parangonar el funcionamiento del cerebro. En las líneas más actuales de cognición exclusivamente humana, opuestas a los modelos expandidos, se sostiene que hay modelos de procesamiento detectables, como explica el psicólogo cognitivo Stanislas Dehaene:

La psicología ingenua o popular se pregunta cómo tomamos decisiones; la nueva teoría indica cómo las decisiones se forman en nuestro interior, mediante un espontáneo quiebre de simetría en redes neuronales estocásticas y metaestables. En esta teoría emergente, las leyes psicológicas de cronometría mental se deducen de la física estadística de redes neuronales y —en una primera aproximación— estas producen el algoritmo óptimo de toma de decisiones que fundamentó Turing por primera vez. En suma, la evolución dotó a nuestras redes cerebrales de una dinámica que se acerca a la estadística de un observador ideal.[19]

Pero que hayamos sido capaces de detectar patrones de funcionamiento en nuestro cerebro no significa, para estas posturas naturalistas, que seamos capaces de reproducirlos de forma exterior a la mente; según los defensores de esta visión, no podemos crear pensamientos complejos en los que la parte consciente del razonamiento no se vea afectada por la inconsciente —entre otras cosas, por el desconocimiento que aún tenemos de nuestro inconsciente—, y ni la intuición ni los resabios “reptilianos” que a veces condicionan o predeterminan nuestro modo de pensar pueden reproducirse en un chip. Precisamente porque la arquitectura cerebral “no tiene parecido alguno con la de una computadora clásica”[20], no puede replicarse en un artefacto electrónico o cibernético. Es decir, lo que habría serían simulacros de conciencia[21] injertados en otros sistemas, puesto que las teorías argumentativas entienden imposible la posibilidad de enseñar a razonar a entes no humanos y culturalmente desarraigados[22], por mucho que se les dote de contextos. Otra de las principales diferencias entre el razonamiento maquinal y el humano es la imposibilidad cerebral de tomar decisiones en paralelo o de forma simultánea[23], algo que sí puede hacer cualquier máquina programada para ello. Una tercera y fundamental diferencia sería el pensamiento intuitivo, aunque aquí la diferencia es a su vez más intuitiva que demostrable, no porque las máquinas puedan tener intuición, que no pueden de momento, sino porque no hemos sido capaces aún de descifrar por completo los límites y formas de funcionamiento de la intuición humana, cuyos confines últimos están aún por explorar.
Lo relevante ahora de estas posturas, poco conciliables, sobre la conciencia humana no es cuál es más acertada o verosímil, sino cuál adoptan los escritores que estudiaremos con posterioridad, que han elegido para sus narraciones la idea de ficticias exoconciencias, un concepto que vamos a estudiar de forma sumaria antes de adentrarnos en las obras.


La exoconciencia y la máquina como posible exoconciencia

            En la versión de 1780 del Diccionario de la lengua castellana de la R.A.E. aparecía la palabra “excogitar” como sinónimo de inventar, que allí significaba “Discurrir ingeniosamente algún artificio, u otra cosa de nuevo”, añadiendo: “Y en este sentido se suele decir: lo inventó de su cabeza”[24]. En el diccionario actual, se define excogitar como “Hallar o encontrar algo con el discurso y la meditación”, y es una forma verbal poco utilizada. Sin embargo, podría ser reactualizada como término para referirse a aquellos razonamientos exteriores a la “cabeza” humana, pero programados o desarrollados por humanos para un sistema o programa externo.

Son varios los autores dentro de la literatura neurocientífica que describen la posibilidad de una conciencia expandida[25], y, en algunos casos, de un exocerebro[26], capaz de exocogitar. Según Clark,

According to extended, the actual local operations that realize certain forms of human cognizing include inextricable tangles of feedback, feedforward, and feed-around loops: loops that promiscuously criss-cross the boundaries of brain, body, and world. The local mechanisms of mind, if this is correct, are not all in the head. Cognition leaks out into body and world.[27]

            Las teorías de la conciencia expandida consideran, por un lado, que hay más mente que la que existe en el cerebro, por un lado, lo que ya está fuera de discusión desde que se detectaron neuronas en el sistema nervioso y el estómago; por otro lado, sostienen que las personas externalizan o extienden a objetos y entidades fuera del cuerpo varias de sus funciones cerebrales —por ejemplo la memoria, depositada en parte en nuestros terminales electrónicos, o nuestra capacidad algebraica, confiada a las calculadoras—; en tercer lugar, las teorías llamadas “panpsiquistas”[28] creen que hay otros animales, plantas e incluso objetos dotados de conciencia; y, en algunos casos, también entienden que los procesos cognitivos son, en contra de las opiniones antes apuntadas, reproducibles en mecanismos o artefactos creados artificialmente, dotados de su propio lenguaje —entendiendo por tal el código binario[29] o la escritura de código informático— y de sus propias estructuras de pensamiento. En este último supuesto hablaríamos de excogitación en sentido estricto, aunque exoconciencias serían todas las apuntadas. Algunos de estos autores se apoyan en la creencia, también descrita arriba, de que la mente es una máquina —como apuntó en Camera lúcida Salvador Elizondo[30]—, lo que vale como metáfora literaria, pero no como teoría científica, según la visión que parece mayoritaria entre los estudiosos[31]. Pero no podemos evitar, por la trascendencia que en la actualidad tienen las cuestiones relativas a la Inteligencia Artificial y la ética de las máquinas, ser conscientes del poder que en el imaginario sociocultural tienen estos asuntos, como explica Amelia Gamoneda:

Y esta cuestión —la de la conversión de la materia en mente o el surgimiento de la conciencia— que se ha abordado desde terrenos tan aparentemente distantes como el de la filosofía —la conversión de lo sensible en inteligible— o el de la Inteligencia Artificial —donde se trata, por ejemplo, de producir en la máquina lenguaje con arraigo experiencial— resulta ser también (al menos desde el siglo XIX) el proyecto esencial de lo poético.[32]

            Y también de lo narrativo, como puede verse en algunos ejemplos muy recientes, como en la novela de Germán Sierra The Artifact (2018), originalmente escrita en inglés, en la que por desgracia no podemos ahondar, pero que contiene sugerentes reflexiones al respecto[33]. Pasamos a los autores rioplatenses que son el objeto central de análisis en este texto.


2. Exoconciencias maquinales en Aira, Piglia y Levrero

Lo exhiben ahora en una vitrina más chica; tiene el pecho abierto y los engranajes y las rueditas de reloj parecen el dibujo de un alma.
Ricardo Piglia[34]

            Para no extender demasiado el razonamiento previo a las obras que vamos a estudiar, habría que hacer una distinción entre diversas máquinas literarias. En primer lugar, estarían todos esos supuestos en que los textos funcionan como máquinas generativas, en virtud de las asociaciones y símbolos utilizados por el autor para producir ese efecto de automatismo y proliferación; en segundo lugar encontramos las máquinas presentes en una narración —por lo común de género fantástico o de ciencia ficción— en que se describe un artefacto —arte factum— de gran importancia para la historia, y que, en los mejores casos, guarda relación con la propia trama, tanto semántica como formal; en tercer lugar, cabe hablar de los autómatas literarios, entendidos como personajes artificiales —aunque, en puridad, todos los personajes son fruto del artificio, como recuerda Mesa Gancedo[35]—. Los textos que vamos a analizar en este artículo gozan de las tres características, con la excepción de los brevísimos cuentos de Levrero, cuya extensión imposibilita el total cumplimiento de las características expuestas. Dejamos fuera, obviamente, todo lo relacionado con las sistemas o artefactos reales creados para escribir, desde las máquinas de Raimon Llul y Atanasius Kircher hasta los softwares de escritura automática, también definidos a veces como máquinas literarias[36], pero que tienen una consideración distinta a la aquí expuesta.
            Las máquinas literarias tienen, al presentarse en un texto, varias funciones. La primera, expresar una idea de modernidad y al tiempo la crítica de la misma; la segunda, recuperar el mito de la figura humana como deidad creadora o demiurgo generador, presente en todas las culturas y con hondas raíces metafísicas o religiosas; y la tercera, y más importante, es que las máquinas literarias exploran históricamente la relación entre lo real y el simulacro de una forma autorreferencial, convirtiendo el texto en una extensión del conflicto entre realidad y ficción. Como explica Umberto Eco, la máquina, “bella y fascinante por sí misma, no ha dejado de suscitar en estos últimos siglos nuevas inquietudes que no nacen de su misterio, sino precisamente de la fascinación del engranaje que se pone al descubierto”[37]. Eco cita a continuación diversos casos de “máquinas célibes” (Carrouges, Duchamp, Picabia, etc.), a los que cabe añadir otros supuestos donde se produce una singular autonomía del autómata, presente primero en el futurismo y desarrollada después, como apunta Michel de Certeau a partir de algunos ejemplos conocidos:

Con la inauguración de una nueva práctica escrituraría, marcada en el cielo del siglo XVIII por la insularidad laboriosa de Robinson Crusoe, se puede comparar entonces su generalización tal como la representan las máquinas fantásticas cuyas figuras surgen, alrededor de los años 1910-1914, en las obras de Alfred Jarry (Le Surmâle. 1902; Le Docteur Faustroll, 1911), Raymond Roussel (Impressions d'Afrique, 1910; Locus Solus, 1914), Marcel Duchamp (Le Grand Verre: La mariée mise à nu par ses célibataires, même, 1911-1925), Franz Kafka (La colonia penitenciaria, 1914), etcétera: mitos de un encierro en las operaciones de una escritura que se maquina indefinidamente y sólo se encuentra a sí misma. […] Estas producciones tienen algo de fantástico no por la indecisión de algo real que harían aparecer en las fronteras del lenguaje, sino por la relación entre los dispositivos productores de simulacros y la ausencia de otra cosa. […] El mito expresa el no lugar del acontecimiento, o un acontecimiento que no tiene lugar, si todo acontecimiento es una entrada o una salida. La máquina productora de lenguaje se desentiende de la historia, separada de las obscenidades de real, absoluta y sin relación con el otro ‘célibe’.[38]

            Se produce un salto cualitativo en estos ingenios literarios cuando adquieren tal autonomía que desarrollan una conciencia capaz de excogitar, sobre todo cuando la conciencia ya no es derivada —esto es, una extensión de la del creador—, sino cuando es autónoma, propia, con un conectoma[39] neuronal distinto o una inteligencia artificial independiente; una exoconciencia desarrollada, bien por el aprendizaje a partir de las “vivencias”, bien como fruto de la creación de otro autómata. Una característica que, como señala Mesa Gancedo, no es infrecuente en la narrativa rioplatense:

El personaje artificial, artefacto antropomórfico hecho de palabras, se relaciona así con las «máquinas delirantes» que (a juicio de Pablo de Santis) protagonizan y hasta funcionan como metáfora ‘interna’ de numerosas ficciones argentinas recientes: Alberto Laiseca, César Aira, a veces Osvaldo Soriano o Ricardo Piglia, simulan construir sus textos como mecanismos autocreados, al margen de cualquier control ajeno al desarrollo de la ficción misma. En algunos casos privilegiados, el personaje-autómata o artificial surge como causa o producto de una desenfrenada actividad fabuladora.[40]

De este modo, el problema de la cognición extendida se convierte en un tema literario, aunque sea de fondo, pues “la reflexión sobre los límites de la cognición supone preguntarnos hasta qué punto la mente se extiende sobre las herramientas empleadas”, según Ismael Apud, “y si podemos decir que las tecnologías utilizadas pueden ser catalogadas como parte intrínseca del proceso cognitivo”[41]. El engranaje abierto en estas narraciones es, pues, doble o triple: el humano y el del autómata, expuestos en paralelo, a los que hay que sumar el propio engranaje narrativo, como se verá. A continuación, se exploran varios ejemplos de “preguntas aplicadas” sobre cognitividad, que abordan implícitamente la excogitación, planteadas desde el punto de vista literario, tomados de tres autores que puntualmente deciden escribir desde esas coordenadas: César Aira, Mario Levrero y Ricardo Piglia.


2.1. El ejército de mutantes de César Aira

No era una metáfora: realmente estaba viendo.
César Aira, El pequeño monje budista (2005)

Es como si tu cerebro fuera una historia, y el mío no.
César Aira, Dante y Reina (2009)

El personaje del androide, del autómata o cualquier tipo de máquina biológica o artefacto cognitivo no es difícil de hallar en la literatura de Aira. En su singular concepción, lo humano puede constituir un mecanismo y los mecanismos se antropomorfizan sin reparo, dentro de una poética narrativa que entra y sale de lo fantástico y del realismo con una naturalidad desbordante[42]. Por ejemplo, en El congreso de literatura (1997) Aira explica el funcionamiento del cerebro creativo como si fuera una válvula[43] —esto es, como mecanismo—; mientras que en El sueño (1998), estudiada por Mesa Gancedo, asistimos a la fabricación de unas ciber-monjas dotadas de su propia, si bien limitada, cognición. Aunque vamos a centrarnos en otra novela de Aira, El pequeño monje budista (2005), vale la pena apuntar que los procesos cognitivos son una preocupación constante en la obra del argentino, quizá porque toda su literatura, como hemos intentado mostrar en otro texto, es una máquina de pensar sobre sí misma[44]. Entre otros ejemplos de metarreflexión podemos apuntar aquellos, como Madre e hijo, donde se reflexiona sobre “el cruce cerebro-cuerpo”[45] —o en El congreso de literatura[46]—, o se comentan las conexiones sinápticas —en Festival[47]—, o se describen procesos cognitivos per se —como en su obra Entre los indios: “Había un ritmo, que alternaba precipitaciones vertiginosas en las que las ideas se encadenaban unas con otras tan rápido que pasaban como visiones fugaces por su lóbulo frontal”[48]—, o se cuestiona la posibilidad de alterar quirúrgicamente la conciencia[49] —un tema también tocado por Piglia en La ciudad ausente, como veremos—, o se diserta sobre la hiperactividad cerebral, aludida tanto en El congreso de literatura —“La hiperactividad cerebral se manifiesta dentro de mí (y la lengua es mi puente con el exterior) con mecanismos retóricos o cuasi retóricos”[50]— como en Las curas milagrosas del doctor Aira[51], entendida esa hiperactividad como una característica también aplicable a su técnica narrativa, basada en la rápida proliferación de hechos dentro de las tramas y de libros dentro de su producción literaria[52]. La mente es para los personajes de Aira la última Thule, cuando parece que todo se derrumba en las narraciones, como vemos en el final de Cómo me hice monja: “el cerebro, mi órgano más leal, persistió un instante más, apenas lo necesario para pensar que lo me estaba pasando era la muerte”[53]. Pero sin olvidar, por un lado, que su raciocinio no es “lógico”, en el sentido apuntado por Julio Premat: “El personaje típico en Aira observa el mundo pero no lo conoce, quiere descifrar lo elemental y lee mal, suscita la ficción por el desplazamiento de su lógica”[54]; y sin obliterar, por otro, que en la visión alotrópica de sus personajes el cerebro es reconstruible y operable, sus características moleculares permiten manipularlo y trasladarlo a otro sistema como exoconciencia, como la Claudia de El llanto —“Claudia fue la base de mi reconstrucción. Ella fue mi personalidad extraviada en Varsovia, la maqueta recompuesta de mi cerebro, mi idioma, mi Argentina”[55]— o el cerebro de Carlos Fuentes en El congreso de literatura. Por esa labilidad transformable, ese refugio mental no es más que aparente, dentro de una literatura más preocupada por el procedimiento y por el mecanismo[56], que por el resultado[57], donde siempre late la pregunta de “si hay otra forma de realismo posible”[58].
El libro de Aira que plantea más claramente la posibilidad de una exoconciencia es en El pequeño monje budista (2005). La mención al cerebro está presente ya en la cuarta línea de la novela, que comienza así: “Un pequeño monje budista estaba ansioso por emigrar de su país natal, que no era otro que Corea. Quería ir a Europa o América. El proyecto había venido incubándose en su cerebro desde su primera juventud”[59]. El argumento presenta el encuentro de un diminuto monje coreano anónimo con dos turistas franceses: el fotógrafo Napoleón Chirac y la artista especialista en tapices Jacqueline Bloodymary. Asistimos a algunas andanzas del monje y a su presentación como personaje central; luego él y los turistas se conocen por casualidad ante la puerta del hotel de éstos y el monje acepta servir de guía, pero su verdadero propósito es conducirles a una especie de realidad paralela, con la excusa de llevarlos a templos fotogénicos y poco conocidos y, tras caer en un sueño durante el viaje[60], se quedan atrapados en esa pararrealidad o simulación hologramática[61], hasta que un enviado diplomático francés los rescata y les explica la verdadera situación:

—¿Nos puede explicar, señor de la Chaumière, quién era esa pequeña criatura?
                Claro que podía, respondió su salvador. Nada más fácil, sobre todo porque ya había tenido que explicarlo varias veces. Para empezar, no era un ser humano como ellos, sino una creación digital en 3D. Era tan evidente, que no entendía cómo no se habían dado cuenta, aunque no debían sentirse demasiado culpables porque no eran los primeros en dejarse engañar. […] Después de todo, no era tan difícil notarlo, porque el simulacro se delataba a sí mismo; en primer lugar, por las dimensiones, que no habían podido dejar de notar. Y si eso no bastaba, había una patente cualidad de inacabado en el personaje, que sus creadores habían dejado en el estadio de piloto. El trabajo se había interrumpido a medio camino, por problemas contractuales y de comercialización; al quedar en esa fase de ‘borrador’, de esbozo sin pulir, el personaje tenía muy a la vista las huellas del proceso de su confección, y había que ser muy distraído o muy complaciente para no verlo.[62]

            Sin embargo, para el lector, el personaje del monje goza de una patente humanidad y de todos los atributos de la conciencia, pues se ha familiarizado con su particular excogitación desde el principio del libro, y durante setenta y ocho páginas ha ignorado por completo su singularidad. Por ello agradece que desaparecidos los turistas la narración vuelva al personaje central, presentándolo cansado tras el fracaso de su plan[63], humanizándolo de nuevo, de forma que el lector lo siente próximo. Aira impone al monje un nuevo desafío, el de regresar a casa desde el lugar lejano donde los turistas le han dejado abandonado al huir en el coche del agente consular. Para ello la exoconciencia atraviesa un bosque: “en realidad no pensaba en el bosque, ni en la oscuridad: sus pensamientos se limitaban con fanática insistencia a la meta del trayecto, su casa”[64], de lo que se colige que el monje piensa, y que además lo hace de forma “fanática”, esto es, monotemática y obsesivamente. El “simulacro”, como lo ha llamado en el párrafo arriba reproducido, piensa por tareas, pero al lector, de una extraña manera sólo posible en los libros de Aira, esa forma neurótica de excogitar le parece normal, comprensible y algo con lo que puede empatizar. El lector no aprecia una máquina tridimensional, sino un pequeño ser desasido y vulnerable que se siente solo y quiere regresar a su casa, un tema clásico de la cultura occidental desde la Odisea que, por supuesto, Aira domina y utiliza a su antojo: el mitema empleado para encarnar al monje lo humaniza por defecto, de serie, lo sitúa a la perfección en los dilemas metafísicos del sujeto histórico tal y como lo conocemos como homo viator desde hace siglos. El monje lamenta haberse dejado llevar “por la imprudencia, por la improvisación”[65], lo que le supone capaz de improvisar, verbo que significa “hacer algo de pronto, sin estudio ni preparación”, según el diccionario, esto es: de modo casi intuitivo, no sometido a rutina procesual. Además, el motivo que le mueve raudo de regreso a casa es para ver un programa de televisión, un especial donde se va a hacer pública

[…] una novedad insólita, resultado de avances recientes de la tecnología del diseño y la animación. La feliz conjunción de un equipo de médicos, artistas y magos del ordenador había logrado por primera vez crear un modelo del aparato sexual femenino que permitiría, por primera vez en la historia, localizar exactamente la ubicación del clítoris. […] La animación 3D, digitalizada y motorizada por un programa ad hoc, resolvía de golpe todos los problemas de comprensión. […] El pequeño monje budista, consciente de la importancia del goce sexual en su vida, había esperado la emisión con una impaciencia compartida por millones de compatriotas. La pasión moderna por la televisión encontraba al fin un objeto digno de la puntualidad con que se esperaba un programa.[66]

            El golpe de humor de Aira humaniza aún más, gracias a la ironía y a la ansiedad por entender los secretos del otro sexo, al pequeño monje, que llega incluso a autocuestionarse, un inequívoco rasgo de conciencia: “¡No podía perdérselo! Lo sintió como una cuestión de vida o muerte, y se negó a preguntarse si no estaba portándose como un niño”[67]. El monje tiene que atravesar bosques y montañas, en un interminable recorrido de regreso durante el que manan de su rostro “lágrimas de desesperación”[68], y es ahí donde Aira finaliza la narración, en esa vuelta al hogar llena de angustia humana y reconocible.
            El monje de Aira tiene un elemento que lo diferencia radicalmente de las otras máquinas de exoconciencia que estudiaremos: tiene “formación religiosa”[69]. Es decir, no sólo es capaz de pensar, sino de creer, siempre dentro de la mentalidad budista, por supuesto. Inteligencia y creencia se desarrollan en su interior, junto al conocimiento de varias lenguas —su dominio del francés es precisamente lo que precipita la confianza de los turistas galos en él—, de geografía y otras materias. Es decir: es capaz de razonar, improvisar, aprender y rezar, así como de llegar a estados de meditación que, curiosamente, aniquilan temporalmente su conciencia. Puede acallarla, ergo, suponemos, esa conciencia existe en la ficción de un modo absoluto, pues nadie puede suprimir de forma temporal lo que no tiene. También se le dota de ingenio[70], e incluso es autocrítico respecto a su uso: “El pequeño monje budista cedió a la tentación de dar una prueba de ingenio, aun a sabiendas de que el ingenio siempre estaba al borde de ser excesivo o inoportuno”[71]. Cuando lo utiliza, produce el siguiente efecto en los turistas: “Tan inteligente había sido que desvió la atención de sus interlocutores hacia la persona del pequeño monje budista, y como encontraron imposible preguntarle por qué era tan inteligente […]”[72]. Es decir: los humanos creen, en una especie de retorcido test de Turing, que el monje es muy inteligente incluso para ser una persona. No obstante, Aira va dejando caer en algunos tramos de la narración pistas para ir preparando al lector para el desenlace, anunciando subrepticiamente que, en realidad, el sosegado y contemplativo monje es una máquina, y mostrando con ello el “engranaje abierto”. En una conversación con la turista Jacqueline, cuando ésta le explica que pinta cartones para tapices, el narrador comenta: “El pequeño monje budista apretó mentalmente un botón de su archivo memorial, y se lució como siempre”[73], facilitando el nombre de una famosa tapicería francesa. La mención al botón “maquiniza” la forma de pensar o recordar del monje y lo sitúa dentro de su auténtica cerebralidad excogitante. En otro lugar, durante otra charla con la turista, cuya tristeza detecta, el pequeño monje “dijo que los fuelles de papeles de color que adornaban el parque eran ‘autómatas de suspiros’”[74], una expresión que a Jacqueline podría haberle parecido poética si hubiera prestado atención, pero que, en realidad, es la simple y pura descripción exacta de la forma mecánica del monje de ver los hechos. Surge así esa singularidad, con un pie en el realismo y otro en lo irracional, tan característica de la literatura de César Aira.


2.2. La pequeña máquina para pensar en Gladys de Levrero

Jesús Montoya Juárez ha descrito la obra del uruguayo Jorge Mario Varlotta Levrero diciendo que “su narrativa podría pensarse entonces […] como una máquina que atraviesa los pasajes entre la vigilia y el sueño en la era de su reproductibilidad técnica”[75]. El volumen de cuentos La máquina de pensar en Gladys apareció en la editorial Tierra Nueva de Montevideo en 1970, dentro de la colección “Literatura Diferente”, destinada a la publicación de textos entre la literatura fantástica y la ciencia ficción y que sólo llegó a desarrollar cinco títulos bajo ese paraguas. Tanto en esa primera edición, como en una posterior de la editorial Irrupciones que añadió tres relatos al conjunto, hay dos piezas conectadas, que son las que abren y cierran el volumen: “La máquina de pensar en Gladys” y “La máquina de pensar en Gladys (negativo)”, anteriormente publicadas en la revista El lagrimal trifulca en 1968[76] y cuya semejanza nominativa es una forma de abrir el engranaje narrativo, en el sentido de obligar el lector a formular una comparación entre los dos. Ambas piezas tienen un espacio común y, según la interpretación que vamos a trazar, dos personajes centrales, con relación de parentesco de afinidad en segundo grado (cuñados) entre ellos. Al narrador en primera persona de “La máquina de pensar en Gladys” lo llamaremos Narrador 1, y el narrador en primera persona de “La máquina de pensar en Gladys (negativo)” será el Narrador 2. Los brevísimos relatos están pensados como el negativo uno del otro, un procedimiento anunciado ya en el título de la segunda pieza y también empleado en 1982 por Levrero en su novela El lugar[77], y hay numerosos elementos de oposición entre las dos piezas, comenzando por la temporalidad —narrada en pasado en el primer relato, en presente en el segundo— y por cierto antagonismo, característico por lo demás en muchos personajes de Levrero[78]. El procedimiento parece responder a lo que declaró en una entrevista: “Todo pudo haber sido escrito de otra manera”[79].
Ambos cuentos narran por separado cómo el protagonista y narrador desarrolla una rutina nocturna antes de acostarse —mecánica y maniática la del Narrador 1, delirante y disparatada la del Narrador 2— en la misma casa, y cómo se despiertan por la noche —entendemos que el Narrador 1 a causa de los gritos del Narrador 2—. Mientras que el Narrador 1 parece un personaje metódico y controlador hasta rozar el trastorno obsesivo compulsivo, el Narrador 2 parece una persona en estado de delirio, seguramente a causa de un estrés postraumático causado por una represión política, pues una de sus visiones —se advierte que optamos por una lectura racional del relato[80]— es la siguiente: “el living está lleno de gente, hombres y mujeres, dispuestos uno junto a otro, de cara a la pared, los brazos en alto”[81]. La alusión en la página 17 del primer relato a un “alguien” que va desordenando la casa la entendemos como mención al Narrador 2; la mención “mi cuñado” en “La máquina de pensar en Gladys (negativo)” la suponemos referida al maniático Narrador 1, puesto que la acción concreta descrita en el delirio del Narrador 2 —cerrar la puesta del baño donde supuestamente hay un caballo degollado “para que el olor no llegue al dormitorio de mi cuñado”[82]— parece acusar el deseo de orden de aquél, cuya susceptibilidad desea evitar a toda costa el Narrador 2. El primer relato termina con el Narrador 1 despertándose “con los nervios en tensión: la casa se estaba derrumbando”[83], el segundo con el Narrador 2 despertándose y gritando, porque cree encontrarse solo en un descampado. Entendemos que lo que se “derrumba” en el primer relato es el orden nocturno de la casa, a causa de los gritos proferidos por el Narrador 2 al final del último relato, como hemos adelantado.
En este juego de espejos todavía no se ha clarificado por qué este relato se incluye en un estudio sobre máquinas literarias cognitivas, pero el apuntado exordio era necesario como introducción para explicar lo que sigue. Como señalan Deleuze y Guattari, “cuando se escribe, lo único verdaderamente importante es saber con qué otra máquina la máquina literaria puede ser conectada, y debe serlo para que funcione”[84], y Levrero muestra ser bien consciente de ello. Dentro de su riguroso periplo por la casa para poner orden, el Narrador 1 va apagando o corrigiendo maquinalmente todo tipo de mecanismos y artefactos: persianas, relojes, amplificadores, tocadiscos y despertadores, así como un artilugio que despierta de inmediato la atención del lector, por el significativo hecho de no volver a aparecer más —ni en ese primer relato, ni en el liminar negativo—: “la máquina de pensar en Gladys estaba enchufada y producía el suave ronroneo habitual”[85]. La inquietante mención de esa máquina de pensar en una mujer produce que el lector, al terminar el relato, regrese a ella, por el extrañamiento que genera esa aparición aislada en una narración que parece una fábula simbólica y elíptica, al modo de “Casa tomada” (1946) de Cortázar, por citar un ejemplo. El segundo relato no hace alusión a la máquina, pero dentro de los diversos delirios del Narrador 2 hay otra aparición sorprendente: “[…] encuentro en mi cama a la mujer, desnuda; promete despertarme mañana a la hora de siempre”[86], sin que tampoco ella vuelva a aparecer. Parece bastante factible anudar ambas menciones a mujeres y considerar que la extraña mujer del segundo relato es Gladys, pero no hay no hay, en puridad, razones narrativas para hacerlo. En cualquier caso, teniendo en cuenta que los dos narradores son cuñados, aparecen como más probables —dentro de la incomprobabilidad, por descontado— estas dos opciones:
a) El Narrador 1 se casó con la hermana del Narrador 2, llamada Gladys.
b) El Narrador 2 se casó con la hermana del Narrador 1, de nombre desconocido.
La primera posibilidad —dejando siempre claro que el relato no es terminante al respecto, ni da pruebas irrefutables en ningún sentido— parece la que mejor podría ajustarse a la historia: Gladys, hermana del Narrador 2 y mujer del Narrador 1, murió; en consideración a ella, el Narrador 1, pese a su personalidad obsesiva, acepta cuidar al hermano de ella, el alucinado Narrador 2, aceptando mal que bien sus trastornos mentales, que conducen siempre a la entropía el orden doméstico obsesivamente perseguido.
            En este sistema narrativo argüido queda claro qué puede ser “la máquina de pensar en Gladys”: no es otra cosa que el propio Narrador 1. Es su mente la que “ronronea” continua y fielmente a causa del recuerdo constante de la mujer muerta, en un detalle prodigioso de habilidad técnica de Levrero al construir esta interesante ficción especular. Así leída, la máquina narrativa es un prodigio de automatización, puesta al servicio de un hombre que pone todas sus fuerzas en convertirse él mismo en máquina de ejercitar rutinas, a fin de sobrevivir a la pérdida de Gladys, sin dejar de pensarla. Su objetivo vital, en consecuencia, es mantener el antiguo orden de la casa, pues ese orden le trae recuerdos de ella, retrotrae la casa al momento pasado de la convivencia, frente a la vorágine problematizada del presente con cuñado. Este esquema encaja además con una característica general de la obra de Levrero: “Las mujeres que aparecen en estos relatos, por ende, antes que personajes de una determinada trama, antes que portadoras de una determinada psicología”, apunta Martín Kohan, “son los engranajes literarios de esas máquinas de desconcertar y multiplicar dimensiones que se activan en los libros de Levrero”[87]. Es decir, las historias del uruguayo pueden ser entendidas como máquinas textuales para describir máquinas biológicas de recordar mujeres —algo que volveremos a ver al examinar La ciudad ausente de Piglia—. En este supuesto, a diferencia del pequeño monje budista de Aira, la exoconciencia es puramente textual: es el relato el que la extrae aparentemente de la cabeza del Narrador 1, para generar el endiablado efecto de extrañamiento, aunque la máquina, en puridad, es esa misma mente.
            Esta interpretación no se hace con intención de considerarla definitiva —y más teniendo en cuenta que Levrero confesó alguna vez que “en general no planteo mis historias como un enigma que se irá a resolver”[88]—, ni incontrovertible, pero puede establecer un horizonte de sentido a esa “máquina de pensar” que tan importante parece para Levrero, puesto que tituló con ella no sólo los dos relatos, estratégicamente situados al principio y el final del volumen, sino el completo libro de cuentos. De ahí que su innegable importancia semiótica deba ser interpretada sin salirse de los textos ofrecidos por el autor, lo que hacemos brindando esta explicación subjetivizada, donde la cognición maquinal no es otra cosa que el reflejo de la maquinalización cognitiva que el Narrador 1 se impone como modo de supervivencia —y de proyección en fantasma del deseo [89] sobre la mujer muerta—. Bettina Keizman ha relacionado el “pensamiento acelerado, perdido aunque tenso, cercano a la manía” presente en algunos cuentos breves de Levrero con la relación entre manía y melancolía estudiada por Sigmund Freud en su ensayo sobre el duelo[90]. Por ello parece factible, bajo nuestra interpretación, que los dos narradores sean sujetos con estrés postraumático, uno por motivos políticos y el otro, el Narrador 1, por la pérdida de la mujer amada, cuyo duelo desarrolla en la fijación perenne, sin poder llegar a clausurarlo nunca. Los dos relatos siameses, en consecuencia, apuntarían una especie de cognición textual distribuida del mayor interés, al externalizar mediante los mecanismos de extrañamiento narrativo, de los que Levrero era muy consciente, los mecanismos de cogitación y excogitación, interviniendo en el hiato entre interioridad y exterioridad pensante, una de las preocupaciones constantes[91] del pensador uruguayo.


2.3. La máquina consciente de transformar historias de Piglia

Toda máquina contribuye a crear condiciones para la propia difusión y la reproducción de otras máquinas.
Carlo M. Cipolla[92]

Inventar una máquina es fácil, si usted puede modificar las piezas de un mecanismo anterior. Las posibilidades de convertir en otra cosa lo que ya existe son infinitas.
Ricardo Piglia[93]

No es éste el lugar de acechar todas las complejidades y la referencialidad literaria múltiple[94] que constituyen como un tejido articulado La ciudad ausente (1992), una de las novelas más conocidas y estudiadas de Ricardo Piglia, sino explorar el papel central que tiene en ella la máquina de Elena, incluida en el Museo descrito en la obra y diseñada por el personaje de Macedonio Fernández, y sus resonancias cognitivo-literarias.
            Si el argumento de la novela es relativamente sencillo —un periodista, Junior, tras una misteriosa llamada comienza una investigación sobre un Museo que acabará en el descubrimiento de la conspiración de un grupo de personas para crear autómatas al margen del Estado argentino, entre las cuales destaca la máquina para conservar a Elena, la fallecida mujer de Macedonio Fernández—, la trama se vuelve complicada por varios motivos: el primero, la ya citada construcción reticular, donde algunos hipotextos, del “William Wilson” (1839) de Edgar Allan Poe al Finnegans Wake (1939) de James Joyce, se van incrustando dentro de la narración; el segundo, la identificación entre la forma y la semántica de la novela, de modo que la máquina de contar historias en que Elena consiste, tejiendo lo imaginario con lo real, se convierte en la poética novelesca de La ciudad ausente, configurando lo que Claudia Kozak ha denominado “una increíble máquina macedonio-puigueano-benjaminiana”[95] de narrar, Mesa Gancedo una “máquina semiótica”[96] y Sergio Waisman “la maquinización de la mis-translation[97]. Máquinas textuales que para Jorgelina Corbatta tienen un antecedente: la “máquina polifacética” en que consistía, para el propio Piglia, el Facundo (1845) de Sarmiento: “De aquella máquina polifacética (el Facundo), derivaría entonces esta nueva máquina de narrar”, la de La ciudad ausente, “en la que se mezclan periodismo, género policial y ciencia ficción, historia argentina e historia de la literatura argentina, teoría del lenguaje, la gauchesca y la autobiografía”[98]. La poética de la transformación de la mente viva de Elena en una cognición muerta y viva al mismo tiempo, donde los relatos de la memoria se confunden con los subtextos literarios —tanto de Macedonio como de otros escritores—, absorbe varios mitos o arquetipos y los confunde, en una máquina —nos referimos a La ciudad ausente— de extraordinaria complejidad:

[…] queríamos una máquina de traducir y tenemos una máquina transformadora de historias. Tomó el tema del doble y lo tradujo. Se las arregla como puede. Usa lo que hay y lo que parece perdido lo hace volver transformado en otra cosa.[99]

En efecto, los personajes se duplican[100], así como los tiempos, las localizaciones y las recurrencias; por ejemplo, la breve historia de Lazlo Malamüd[101] es una variante a escala de la de Elena: Lazlo habla español utilizando el Martín Fierro, que se sabe de memoria, del mismo modo que Elena conoce la tradición literaria gracias a la incorporación de textos a su acervo procurada por Macedonio; de ahí que leamos: “siempre pensé que ese hombre que trataba de expresarse en una lengua de la que sólo conocía su mayor poema, era una metáfora perfecta de la máquina de Macedonio”[102]. Gracias a estos juegos de muñecas rusas Piglia expresa la infinitud sin requerir una multitud de páginas: prefiere complejizar a extender. De ahí la eficacia de la máquina diegética, que tiene otras dimensiones, como las psicológicas. Por ejemplo, para Teresa Orecchia Havas la presencia de la “máquina Elena” supuso un giro en la narrativa de Piglia, hasta entonces marcadamente masculina: “se propone una nueva lógica genética de la textualidad, al representarse a la función productora de relatos como una voz femenina, la de Elena, la máquina (de la) Eterna de la novela”, dotada de un “poder verbal, confirmado espléndidamente por un monólogo final, […] indestructible”[103]. Aunque quizá, pensando en la órbita de otras pensadoras, como Pilar Pedraza[104] o Teresa López Pellisa, quizá hayamos solamente partido de un punto de vista masculino para llegar a otro, el de “la fantasía de la mujer inorgánica”[105], constante en obras fantásticas y de ciencia ficción escritas por varones.
En cualquier caso, el objetivo de la máquina pigliana es similar al de La máquina de pensar en Gladys, de Levrero, sólo que más sofisticado y profundo:  la máquina es “inventada para preservar el alma y el recuerdo de la mujer”[106]. Es decir: no para recordarla, o no sólo para eso, sino para que ella siga pensando, esto es: existiendo. Mientras que en “La máquina de pensar en Gladys”, la mujer desparecida reverbera, en La ciudad ausente Elena excogita —con las limitaciones que después veremos— como si estuviera viva: “En esos años había perdido a su mujer, Elena Obieta, y todo lo que Macedonio hizo desde entonces (y ante todo la máquina) estuvo destinado a hacerla presente”[107]. Es un proyecto de supervivencia del relato de una mujer convertido en una mujer-relato, en una logomaquia técnica dirigida a la metempsicosis —momento en el que los estudiosos suelen trazar las conexiones con La invención de Morel (1940) de Bioy Casares—. “Ella era la Eterna, el río del relato, la voz interminable que mantenía vivo el recuerdo”[108], asociando así a Elena con el Museo de la Novela de la Eterna (1967) de Macedonio Fernández. De aquí que Orecchia Havas señale como esencial a La ciudad ausente “la escritura vista como lengua secreta, codificada, transindividual, que se pone a prueba en los circuitos de la memoria”[109]. El hecho de que Piglia no hurte sus modelos, detectables a partir de las referencias y guiños, es otra forma de mostrar el engranaje abierto de la diégesis.
            Hay otra asociación con las máquinas narrativas de Deleuze y Guattari que podríamos ver reflejada en La ciudad ausente, y es la máquina de escribir sobre la mente de Elena. En el capítulo “Los nudos blancos” Piglia establece una metáfora, ya aludida en su momento por Jorgelina Corbatta[110], respecto a la consideración de la clínica como una metáfora política del control social, un dispositivo biopolítico[111], que actúa directamente sobre la mente de la mujer: “habrá que actuar sobre el cerebro”[112], dice el tétrico doctor Arana; uno de sus ayudantes, en la parte final del capítulo, somete a Elena a un manifiesto interrogatorio policial, donde le espeta abiertamente: “Hay que operar —dijo—. Tenemos que desactivar neurológicamente”[113]. Discípulo de Jung, Arana sabe que hay que desactivar los nudos blancos de los arquetipos para que Elena no difunda su irradiación narrativa social. Algo previsible en un autor que había opinado en Crítica y ficción que “la novela mantiene una tensión secreta con las maquinaciones del poder. Las reproduce”[114], si bien no fotográfica, sino simbólicamente —como recuerda en sus Diarios, Piglia era partidario de apagar el “proyector” del reflejo realista luckacsiano—. Por este motivo se puede tender una correspondencia textual con el relato de Kafka “En la colonia penitenciaria” (1919), una conexión apuntada por algunos autores[115], pero que cabe explorar y redimensionar. Si en el relato kafkiano el condenado sabe que se están escribiendo sobre su cuerpo los delitos que ha cometido, en una brutal metáfora sobre la biopolítica del poder, en la novela de Piglia la actuación de Arana sobre el cerebro de Elena persigue un doble propósito: obtener información (“Ya sé —dijo Arana—. Quiero nombres y direcciones”[116]), y también anular el poder sobre el inconsciente colectivo —de ahí la mención a Jung— de las narraciones de Elena, aquí desdoblada ya simbólicamente en Eva Perón. Se intenta desactivar el poder político de esas narraciones de denuncia de la opresión, como la aterradora historia de “La grabación”, la primera historia de Elena que Junior puede leer, que “circulaba de mano en mano en copias y en reproducciones y se conseguía en las librerías de Corrientes y en los bares del Bajo”[117], como un rumor imparable. De hecho, el ingeniero Russo le dice a Junior en la parte final de la novela: “Ellos […] creen que la han desactivado, pero eso es imposible, está viva, es un cuerpo que se expande y se retrae y capta lo que sucede”[118]. Eso es exactamente lo que le sucede al cuerpo del prisionero de “En la colonia penitenciaria” de Kafka, cuyo cuerpo también se retuerce bajo las agujas de la máquina de escribir sobre la piel y que asimismo puede “captar lo que sucede”, incluso sin leerlo —pues los dibujos que contienen la sentencia son indescifrables[119]—. Puede haber un paralelismo entre la intervención quirúrgica sobre Elena con los bisturíes de la Clínica de Piglia y a la brutal escritura sobre el cuerpo descrita por Kafka, parte de la cual incluye un punzón que acaba atravesando el cráneo; además, en un giro terrorífico común a ambas historias, ambos condenados ignoran la sentencia que se les está aplicando, y el porqué de la misma[120]. Lo que permite, también en ambos casos, una lectura sociopolítica[121] en un juego de metáforas de la escritura sobre la piel que puede remontarse a la Comedia de los errores de Shakespeare[122].
Esta máquina, que en la diégesis de la novela está situada en el Museo, pero que en la ficción de Elena está ubicada a la orilla de un río —de nuevo el doble, la repetición desplazada— toma de su memoria algunos espectros, que mezcla con otros fantasmas, los personajes de otras historias y relatos, imbricados todos en el mantenimiento de una inteligencia artificial. En principio, pues, estaríamos ante una especie de cognición desplazada, pero, dentro de la lógica de la literatura en general y de la revisión que Piglia lleva a cabo de la de Macedonio Fernández en particular, el relato de historias es una forma de existencia, un modo de vida que, en la ficción, es tan existencial, física y metafísica como cualquier otra vida de personaje. En ese sentido —y contradiciendo parcialmente el materialismo que, según Chejfec[123], es uno de los elementos clave del pensamiento literario de Piglia—, Elena, con su forma mecánica de supervivencia dentro de la máquina ficcional de La ciudad ausente, es un personaje tan vivo y creíble como cualquier otro, de la misma forma que la reproducción tridimensional de la Eva futura (1886) de Villiers de l’Isle Adam, o la Faustine “hologramática” de La invención de Morel, causan el enamoramiento de los protagonistas masculinos de las narraciones. El propio Piglia, citado por Orecchia Havas, lo había explicado antes en Prisión perpetua (1988): “El objeto mágico donde se concentra todo el universo sustituye a la mujer que se ha perdido”[124]; un Aleph excogitador bajo la forma de una exoconciencia femenina. Los tres personajes de Villiers, Morel y Piglia, así como el protagonista de Der Sandmann (1817) de E. T. A. Hoffmann, son hechizados por sus amadas mecánicas, con la única diferencia de que Elena además, inventa, escribe, genera nueva realidad. Es decir: no es robótica, tiene imaginación propia, construida con retazos de historias anteriores. No romper el amor, no romper la historia mediante la cognición repetida, constante y relatora de Elena: tal es el móvil del Macedonio de Piglia al construir la máquina. Una vez construida, la máquina aprende, se dota a sí misma de una identidad —los datos que se repiten— y de una memoria para asentar y aposentar el relato de esa identidad:

Había un mensaje que se repetía. Había una fábrica, una isla, un físico alemán. Alusiones al Museo y a la historia de la construcción. Como si la máquina se hubiera construido su propia memoria. Los hechos se incorporaban directamente, a no era un sistema cerrado, tramaba datos reales.[125]

Mientras que en otras novelas del autor, como en Plata quemada (1997), hay máquinas narrativas puramente artefactuales —“El transistor, los auriculares, se convierten en una máquina de narrar”[126]—, Elena es un mecanismo existencial, dotado de cognición desplazada pero independiente, consciente de “haber muerto y de que alguien había incorporado su cerebro (a veces decía su alma) a una máquina”[127], capaz de hilar las historias, como Scherezade, otra referencia habitual al estudiar esta novela. Historia capaz de crear historias, “máquina de producir réplicas”[128], Elena incluye también otros relatos que son mise en abyme o imágenes a escala del suyo, como el de Jim Nolan. Como resalta Teresa Orecchia[129], Jim Nolan crea a su Anna Livia Plurabelle “como una pura emanación de lenguaje, y ese lenguaje, que después de ser procesado por el aparato le vuelve bajo la forma de conversaciones con su criatura articuladas por los murmullos de una dulce voz ‘sin hilos’, es el suyo propio”. Los relatos se reformulan y pasan a ser públicos, leídos en las calles y pirateados en diversos lugares, alimentando un relato mítico paralelo al estatal, alternativo —otra de las claves políticas de la novela—. De ahí que el lenguaje sea una de las preocupaciones centrales de La ciudad ausente —se le dedican en especial al lenguaje unas hermosas páginas[130], donde los idiomas son protagonistas—, porque Piglia, en una visión en la órbita de la perspectiva Sapir-Whorf, entiende que esa nueva comunidad antropológica formada en la “isla” descrita por Elena piensa como habla, y es una comunidad mutante porque las lenguas usadas van cambiando con el uso.
            Sin embargo, la cognición de Elena Fernández es, por desgracia, y pese a sus capacidades extraordinarias, una cognición desplazada, como se ha dicho antes y se desprende de algunas menciones: “-[…] ¿La máquina es una mujer? -Era una mujer”[131]. De la misma forma que algunos autómatas, androides o replicantes célebres de la ciencia ficción, Elena no sabe que es una máquina: “Está conectada; ni ella lo sabe. No se puede desligar”, le dice a Junior la misteriosa mujer del teléfono con cuya llamada arranca la historia, “sabe que tiene que hablar conmigo, pero no se da cuenta de lo que pasa”[132]. Su rico pensamiento es derivado; humano, sí, pero de otros. De ahí la tan triste como hermosa imagen de la máquina cantando su monólogo al final, junto a la orilla, con sus intertextos de Beckett (“voy a seguir”) y de Joyce (“sí”[133]). Piglia retrata con delicada compasión la lucha de una sombra de conciencia por mantenerse a sí misma con vida, una vida vicaria que consiste en seguir contándose, en perseverar cantándose.


3. Conclusión

Es lógico que arte, conciencia y máquina se alíen como preocupaciones humanas y artísticas, por cuanto, como expuso Herbert Read en Icon and Idea (1955), sobre ideas de Fiedler, “el arte ha sido, y es todavía, el instrumento esencial en el desarrollo de la conciencia humana”[134]. Las obras literarias de cierta complejidad, como las piezas narrativas de Levrero, Piglia y Aira estudiadas en este artículo, son otras tantas preguntas sobre el raciocinio, el lenguaje y la posible transmisión cognitiva entre autor y lector, entre especie humana y artefactos, además de un severo ahondamiento en la cuestión de la novela o el relato como máquinas expresivas.
El ininterrumpido empleo histórico de esas máquinas mentales y de las mentes maquinales en la literatura puede responder a varios motivos, de los cuales se han ido apuntando en este texto algunos: la tentación o disposición metafísica, la voluntad de hablar de la conciencia por otros medios, la angustia humana ante la temporalidad finita opuesta a la vocación de permanencia de los mecanismos, la reutilización del tema universal de la amada muerta —así lo señala Mesa Gancedo[135] para Piglia— etcétera. También podría sumarse otro: “Jugar con los poderes de la simulación interactiva, con esos elementos hiperreales, con el tremendo dinamismo de la acción que en ocasiones procura”, según Martín Prada, “[…] es una forma de darnos a los ritmos de la máquina, de someternos a su inmensa rapidez de procesamiento, en un régimen de creencia de lo que en ella sucede enormemente estimulante”[136]. Hay un atractivo innegable en pensar la máquina, como vimos arriba con Eco, y también es sugerente mezclar o confrontar en las obras personas y mecanismos dotados de autonomía gubernativa para plantear un conflicto entre civilizaciones inteligentes. Esa atracción producida por la tensión entre humanidad y artefactos es utilizada por la literatura no realista, la ciencia ficción y la literatura fantástica de modo continuo desde la Antigüedad —recordemos el mito clásico de los autómatas creados por Hefaistos/Vulcano—. De ahí que Levrero tome elementos de lo fantástico y Piglia y Aira de la ciencia ficción para encontrar entornos formales y semánticos que les permitan explorar con libertad las posibilidades narrativas de la excogitación. La naturaleza extendida o distribuida de la exoconciencia creada en las obras examinadas de estos autores rioplatenses es un feraz ejemplo, entre los muchos que pueden encontrarse, de posibilidades diferenciadas de mentes humanas inventivas, dispuestas a imaginar algo distinto a ellas mismas.





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[1] Vicente Luis Mora, “La narrativa española contemporánea contra el nuevo realismo (y sobre el viejo)”, en Nueva literatura / Nuevo realismo. Caminos de la literatura española actual, ed. Lia Ogno (Firenze: Editoriale Le Lettere, 2018), 95.

[2] Sonia Bueno Gómez-Tejedor y Marta Peirano, El rival de Prometeo. Vidas de autómatas ilustres (Madrid: Impedimenta: 2009), 32.

[3] René Descartes, Œuvres et lettres, ed A. Bridoux (Paris: Gallimard, Bibliotèque de la Pléiade, 1953), 164—165.

[4] María Teresa Aguilar, “Descartes y el cuerpo-máquina,” Pensamiento 66 (249), (2010): 769.

[5] “Y qué es este yo? No se trata de una parte especializada de los circuitos neurales, sino más bien el usuario final de un sistema operativo. Tal como lo expresa Daniel Wegner, en su revolucionario libro The Illusion of Conscious Will (2002), ‘nos es totalmente imposible saber (ni hablemos ya de hacer un seguimiento) la enorme cantidad de influencias mecánicas en nuestro comportamiento porque habitamos en una máquina extraordinariamente compleja’”, Daniel Dennett, De las bacterias a Bach. La evolución de la mente, trans. Marc Figueras (Barcelona: Ediciones Pasado y presente, 2017), 307.

[6] N. Katherine Hayles y James A. Pulizzi, “Narrating consciousness: Language, media and embodiment.” History of the Human Sciences, 23 (3), (2010): 132.

[7] David Eagleman, Incógnito. Las vidas secretas del cerebro, trans. Damià Alou (Barcelona: Anagrama, 2013).

[8] Hayles y Pulizzi (2010): 132)

[9] Hernán Silva, “Francisco Varela y su aporte a las ciencias cognitivas,” Revista chilena de neuro-psiquiatría 39 (4), (2001).

[10] Hayles y Pulizzi (2010): 134.

[11] Hayles y Pulizzi (2010): 136.

[12] Hayles y Pulizzi (2010): 136.

[13] Terrence Deacon, The Symbolic Species: The Co-Evolution of Language and the Brain (New York: Norton, 1998), 122.

[14] Hayles y Pulizzi (2010): 138.

[15] De ahí que sostengan que “in conversation with these philosophic and discursive contexts, we propose the view that language is the most naturalized of media technologies”, Hayles y Pulizzi (2010): 137.

[16] Hayles y Pulizzi (2010): 138.

[17] Ismael Apud, “¿La mente se extiende a través de los artefactos? Algunas cuestiones sobre el concepto de cognición distribuida aplicado a la interacción mente-tecnología,” Revista de Filosofía 39 (1), (2014): 158.

[18] John R. Searle, “Minds, Brains and Programs,” Behavioral and Brain Sciences 3 (1980).

[19] Stanislas Dehaene, En busca de la mente, trans. Luciano Padilla Gómez (Buenos Aires: Siglo XXI, 2018), 78.

[20] Dehaene (2018), 33.

[21] John Searle, El redescubrimiento de la mente, trans. Luis Valdés Villanueva (Barcelona: Crítica, 1996), 59.

[22]  Cathal O’Madagain, “Is Reasoning Culturally Transmitted?,” Teorema. Revista Internacional de Filosofía XXXVIII (1), (2019).

[23] (Dehaene 2018: 93-94)

[24] VV.AA., Diccionario (Madrid: Real Academia de la Lengua, 1780), 560.

[25] Andy Clark, Supersizing the Mind: Embodiment, Action and Cognitive Extension (New York: Oxford University Press, 2008).

[26] Roger Bartra, Antropología del cerebro. La conciencia y los sistemas simbólicos (México D.F.: Fondo de Cultura Económica / Pre-Textos, 2007), 24.

[27] Clark (2008), xxxviii.

[28] Colin McGuinn, “All Machine and No Ghost?,” New Statesman, 20/02/2012, https://www.newstatesman.com/ideas/2012/02/consciousness-mind-brain (Consultado el 22 de marzo de 2019).

[29] “[…] el binarismo sería él también metalenguaje, una taxonomía particular destinada a ser arrastrada por la Historia, de la cual habría sido un momento preciso”, Roland Barthes, La aventura semiológica, trans. Ramón Alcalde (Barcelona: Paidós, 1993), 72.

[30] “¿Qué es la mente humana si no una máquina generadora de figuras y de ídolos y la poesía la operación por la que esas imágenes se vuelven reales y permanentes? ¿Quién no ha caído en la tentación de hacer imágenes y de labrar ídolos, de ‘hacer figuraciones’, de escribir, aunque sea el propio nombre, figura mínima de nuestra identidad?”, Salvador Elizondo Camera lucida (México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2001), 134.

[31] Steven Pinker, La tabla rasa, trans. Roc Filella (Barcelona: Paidós, 2003) 64—65.

[32] Amelia Gamoneda, Del animal poema. Olvido García Valdés y la poética de lo vivo (Oviedo: KRK Ediciones, 2016), 80-81.

[33] Por ejemplo, Germán Sierra, The Artifact (Lawrence, Kansas: Inside the Castle, 2018), 115.

[34] Ricardo Piglia, La ciudad ausente (Tercera edición. Barcelona: Anagrama, 2003), 112.

[35] “[…] existe una diferencia sustancial entre los personajes ‘artificiales’ y los personajes ‘humanos’ que conviven en el relato: mientras que éstos aparecen y actúan en el mundo narrativo sin necesidad de justificación, los personajes artificiales padecen un mayor grado de ficcionalización puesto que son creados por los primeros, circunstancia que, por lo general, queda reflejada en el discurso. Es más, cabe ya anticipar que la presencia de personajes artificiales suele incidir en el grado de conciencia metaliteraria que el relato ofrece. El ‘énfasis de inexistencia’ inducido por la presencia de criaturas artificiales en el relato parece ser correlativo de un ‘énfasis’ sobre la condición artificiosa de la creación de ese mismo relato y, así, esta peculiar ‘gente de fantasía’ se convertirá en excipiente que adensa la reflexión explícita sobre las condiciones del fabular.”, Daniel Mesa Gancedo, “Avatares del personaje artificial en la novela argentina de los 90,” América Latina Hoy 30 (2002): 160.

[36] Belén Gache, Escrituras nómades. Del texto perdido al hipertexto (Gijón: Trea, 2006), 193—204.

[37] Umberto Eco, Historia de la belleza, trans. María Pons Irazazábal (Barcelona: Debolsillo, 2008), 394.

[38] Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano, I. Artes de hacer, ed. Luce Giard., trans. Alejandro Pescador (México D.F.: Universidad Iberoamericana / ITESO, 2000), 162—63.

[39] David Eagleman, El cerebro. Nuestra historia, trans. Damià Alou (Barcelona: Anagrama, 2017), 224.

[40] Mesa Gancedo (2002): 161. Véase el sugestivo párrafo que dedica Sergio Chejfec a los autómatas en 5 (2019: 110).

[41] Apud (2014): 138.

[42] Sandra Contreras, “Realismos, cuestiones críticas”, en Realismos, cuestiones críticas, ed. Sandra Contreras (Rosario: Universidad de Rosario, 2013), 14.

[43] César Aira, El congreso de literatura (México: Ediciones Era, 2004), 29—30.

[44] Vicente Luis Mora, “La literatura de César Aira explicada por ella misma”, Diario de Lecturas, 16/12/2018, https://vicenteluismora.blogspot.com/2018/12/la-literatura-de-cesar-aira-explicada.html (Consultado el 22 de marzo de 2019).

[45] César Aira, Madre e hijo (Buenos Aires: Bajo la luna, 2004), 37.

[46] César Aira, El congreso de literatura (México: Ediciones Era, 2004), 31.

[47] César Aira, Festival (Buenos Aires: Mansalva, 2011), 60.

[48] César Aira, Entre los indios (Buenos Aires: Mansalva, 2012), 98.

[49] En El ilustre mago (2013), Aira relata el delirante encuentro entre el escritor/narrador en primera persona y un mago, que le propone una especie de contrato mefistofélico a cambio de hacerse dueño de su cerebro mediante una extraña operación. Éste es el resultado:
Ovando me había introducido en el sitio preciso donde mi cerebro podía emitir las ondas que combinadas con sus habilidades de mago le darían los poderes para dominar el mundo, su viejo anhelo de escritor fracasado. Al fin entendía cuál era su plan, y qué motivos lo movían. […] La operación se inició con notas graves, tremendas. De la boca del mago salían figuritas planas fosforescentes que se encabalgaban en las ondas que brotaban incontinenti de mi cerebro y quedaban prendidas en la expansión, como broches de plástico en un tendedero. Cerré los ojos, incapaz de soportar la estética de esas configuraciones. Sólo sé que la acusación, cada vez más fuerte. […] De la sorpresa del mago cerró la boca, y las figuritas que había salido de ella se desbarataron, lo mismo que mis ondas mentales. […] Mi mente recobraba su autonomía (relativa) […]”, César Aira, El ilustre mago (Buenos Aires: Biblioteca Nacional, 2013), 155—160.

[50] César Aira, El congreso de literatura (México: Ediciones Era, 2004), 30—31.

[51] César Aira, El llanto (Rosario: Beatriz Viterbo, 2003), 44—45.

[52] “Mi provisión de ideas era inagotable. El problema estaba en la velocidad con que se consumían. No duraban nada. Sabían que ya venía otra a reemplazarlas, estaban conscientes de la volubilidad de la mente humana (la conocían por dentro). Se apuraban a despachar sus elementos y se disipaban. Por su misma proliferación, me condenaban a una vida vacía”; César Aira, El gran misterio (Buenos Aires: Blatt & Ríos, 2018), 62—63; véase también Mora, “La literatura de César Aira explicada por ella misma”, 2018.

[53] César Aira, El pequeño monje budista (Buenos Aires: Mansalva, 2005), 100.

[54] Julio Premat, Héroes sin atributos (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2008), 245.

[55] César Aira, El llanto (Rosario: Beatriz Viterbo, 2003), 18.

[56] César Aira, Copi (Rosario: Beatriz Viterbo, 2003), 58.

[57] Premat (2008), 241.

[58] César Aira, Fragmentos de un diario en los Alpes (Rosario: Beatriz Viterbo, 2002), 27.

[59] Aira (2005), 7.

[60] Aira (2005), 41.

[61] Aira (2005), 45.

[62] Aira (2005), 79—80.

[63] Aira (2005), 82.

[64] Aira (2005), 83.

[65] Aira (2005), 84.

[66] Aira (2005), 86—87.

[67] Aira (2005), 87.

[68] Aira (2005), 89.

[69] Aira (2005), 7.

[70] Aira (2005), 17.

[71] Aira (2005), 17.

[72] Aira (2005), 17.

[73] Aira (2005), 34.

[74] Aira (2005), 71.

[75] Jesús Montoya Juárez, “El lugar de Mario Levrero: un recorrido por su narrativa.” Tonos Digital. Revista de estudios filológicos no. 24, enero (2013), http://www.um.es/tonosdigital/znum24/secciones/estudios-25-mario_levrero.htm (Consultado el 22 de marzo de 2019).

[76] José Matías Núñez Fernández, Errante en las moradas interiores. Autoficción y performance en la obra de Mario Levrero (Tesis doctoral. Salamanca: Facultad de Filología, 2015), 135.

[77] Cf. Jorge Ernesto Olivera Olivera, Intrusismos de lo real en la narrativa de Mario Levrero (Tesis doctoral. Madrid: Facultad de Filología, Universidad Complutense, 2008), 331.

[78] Pablo Fuentes, “Levrero, el relato asimétrico”, en La máquina de pensar en Mario: ensayos sobre la obra de Levrero, ed. Ezequiel De Rosso (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2013), 31.

[79] Elvio E. Gandolfo (comp.), Un silencio menos. Conversaciones con Mario Levrero (Buenos Aires: Mansalva, 2013), 189.

[80] Esto es, evitamos de modo intencionado la consideración de que lo descrito sea irreal en la diégesis, aunque no sea plausible; es decir, creemos estar ante la narración fiel de un delirio. La diferencia queda clara en la lectura que hace Juan José Saer (2000) de La vida breve (1950) de Juan Carlos Onetti.

[81] Mario Levrero, La máquina de pensar en Gladys (Montevideo: Irrupciones Grupo Editor, 2011), 121.

[82] Levrero (2011), 121.

[83] Levrero (2011), 18.

[84] Deleuze y Guattari, Kafka. Por una literatura menor, trans. Jorge Aguilar Mora (México D.F.: Ediciones Era, 1978), 11.

[85] Levrero (2011), 17.

[86] Levrero (2011), 122.

[87] Martín Kohan, “La inútil libertad. Las mujeres en la literatura de Mario Levrero,” Cuadernos LIRICO, no. 14 (2016), http://lirico.revues.org/2291 (Consultado el 22 de marzo de 2019).

[88] M. Levrero, en Pablo Silva Olazábal, Conversaciones con Mario Levrero (Valencia: Ediciones Contrabando, 2017), 32.

[89] Slavoj Žižek, Lacrimae rerum. Ensayos sobre cine moderno y ciberespacio, trans. Ramon Vilà Vernis (Barcelona: Debate, 2006), 39.

[90] Betina Keizman, “Mario Levrero: la máquina del relato o pensamiento, arte li­terario e imagen”. En III Congreso Internacional Cuestiones Críticas Rosario, abril 2013, http://www.celarg.org/int/arch_publi/keizman_betinacc.pdf (Consultado el 22 de marzo de 2019).

[91] Véanse al respecto sus declaraciones en diversas entrevistas y conversaciones: Gandolfo (2013), 41, 95, 127, 163, 180; Silva Olózabal (2017), 44, 91-92, 129-130.

[92] Citado en Labrador, “Las imposibles máquinas del tiempo. La experiencia poética de la Modernidad en Camilo Pesannha y su escritura drogada”, Estudios portugueses. Revista de Filología portuguesa 6 (2006): 159.

[93] Piglia (2003), 140.

[94] Véanse Adriana Rodríguez Pérsico, “La ciudad ausente de Ricardo Piglia,” Hyspamérica 63 (1992); Edgardo Horacio Berg, “La novela que vendrá: apuntes sobre Ricardo Piglia”, en Ricardo Piglia: la escritura y el arte nuevo de la sospecha, ed. Daniel Mesa Gancedo (Sevilla: Universidad de Sevilla, 2006), 41; Eleni Kefala, Peripheral (post) Modernity: The Syncretist Aesthetics of Borges, Piglia, Kalokyris and Kyriakidis (Berna: Peter Lang, 2007), 140; Orecchia Havas (2010): 228.

[95] Claudia Kozak, “Poéticas mediológicas en la literatura argentina del siglo XX. Posiciones/Variaciones/Tensiones”, en Ficciones de los medios en la periferia. Técnicas de comunicación en la literatura hispanoamericana moderna, ed. Wolfram Nitsch/Matei Chihaia/Alejandra Torres (Köln: Universitäts und Stadtbibliothek Köln, 2008), 349.

[96] Daniel Mesa Cancedo, “Arte de vigilantes y tecnología del relato. El ‘sistema experto’ de La ciudad ausente de Ricardo Piglia,” Arrabal 5-6 (2007): 253.

[97] Sergio Waisman, “El milagro secreto de Emilio Renzi: Otra vuelta a la novela del porvenir,” Cuadernos LIRICO, Hors-série (2019), http://journals.openedition.org/lirico/7871 (Consultado el 22 de marzo de 2019).

[98] Jorgelina Corbatta, “Ricardo Piglia: teoría literaria y práctica escritural”, en Ricardo Piglia: la escritura y el arte nuevo de la sospecha, ed. Daniel Mesa Gancedo (Sevilla: Universidad de Sevilla, 2006), 64.

[99] Piglia (2003), 41—42.

[100] Kozak (2008), 354.

[101] Piglia (2003), 15—17.

[102] Piglia (2003), 17.

[103] Orecchia Havas (2010): 209.

[104] Pedraza (1998).

[105] López Pellisa (2007), 97.

[106] Orecchia Havas (2010): 209.

[107] Piglia (2003), 46.

[108] Piglia (2003), 46.

[109] Teresa Orecchia Havas, “Lenguajes, difracciones, nostalgias,” Cuadernos LIRICO, Hors-série (2019), http://journals.openedition.org/lirico/7871 (Consultado el 22 de marzo de 2019).

[110] Jorgelina Corbatta, Narrativas de la Guerra Sucia en Argentina: Piglia. Saer. Valenzuela. Puig (Buenos Aires: Corregidor, 1999).

[111] Piglia parece seguir a Deleuze y Guattari: “[…] un texto que contiene una máquina explícita no puede desarrollarse a pesar de todo si no llega a conectarse con esos dispositivos concretos sociopolíticos” (1975), 60.

[112] Piglia (2003), 71

[113] Piglia (2003), 79.

[114] Ricardo Piglia, Crítica y ficción (Barcelona: Anagrama, 2001), 106; véase Mesa Gancedo (2007), 257 y Mora (2008).

[115] María Antonieta Pereira, “Ricardo Piglia y la máquina de la ficción,” Estudios Filológicos 34 (1999).

[116] Piglia (2003), 79.

[117] Piglia (2003), 30.

[118] Piglia (2003), 138.

[119] Franz Kafka, Obras completas III. Narraciones y otros escritos, ed. Jordi Llovet (Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2003), 154.

[120] Kafka (2003), 150.

[121] Cf. Jordi Llovet, “Notas a ‘En la colonia penitenciaria”, en Franz Kafka, Obras completas III. Narraciones y otros escritos, ed. Jordi Llovet (Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2003), 1006ss.

[122] Certeau (2000), 153.

[123] Sergio Chejfec, Trazos chinos.” Revista Ñ, Clarín, 16/01/2016, https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/trazos-chinos_0_By2wxh9Ux.html. (Consultado el 22 de marzo de 2019).

[124] Ricardo Piglia, Prisión perpetua (Buenos Aires: Penguin Random House, 1988), 94—95.

[125] Piglia (2003), 97.

[126] Julio Premat, “Los espejos y la cópula son abominables,” Revista Landa 5 (2) (2017), 323.

[127] Piglia (2003), 67.

[128] Piglia (2003), 60.

[129] Orecchia Havas (2010): 234.

[130] Piglia (2003), 124—133

[131] Piglia (2003), 28, énfasis del original.

[132] Piglia (2003), 14.

[133] Piglia (2003), 168.

[134] Herbert Read, Imagen e idea: la función del arte en el desarrollo de la conciencia humana, trans. Horacio Flores Sánchez (México D.F: Fondo de Cultura Económica, 1985), 11.

[135] Mesa Gancedo (2007).


[136] Martín Prada, El ver y las imágenes el tiempo de internet (Madrid: Akal, 2018), 150.

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