domingo, 4 de julio de 2021

Mesuras y desmesuras

 
 


Pero dejemos de dar vueltas y vayamos al grano: en este libro se toma el lenguaje como campo de batalla y se desactivan en parte sus procesos de construcción, desregulándose la sintaxis y reorganizándose la logomaquia de un nuevo modo. Eso supone —ya lo saben— una deconstrucción de libro, algo singular tratándose de un libro sobre la construcción. El editor, en su excelente prólogo, sostiene que ese discurso poético sujeto a nuevas leyes permite decir más a la autora. Desde el respeto intelectual a Unai Velasco, discrepo de su opinión. No, no es necesario que así sea. La autora de este libro “sólo” dice las cosas de un modo diferente. Pero, ¿acaso eso es poco? ¿Cuándo ha dejado de valer un mundo enunciar la totalidad con un lenguaje propio, libre, reformulado? ¿Acaso no deberíamos salir desnudos a las calles, tirándonos de los pelos, hundiendo los dedos en los mofletes de nuestros paisanos, ebrios de alegría porque hay una poeta joven que está escribiendo el mundo de otra forma, que mira la tierra con otros ojos y desde otra voz? ¿No es eso ya milagro suficiente? Para mí lo es. Y además la autora añade materiales mal vistos en la poesía figurativa dominante dentro y fuera de las redes: ideas, referencias artísticas, yuxtaposiciones discursivas, disonancias. ¡Disonancias! Recuerden que los poetas de Instagram ni siquiera saben lo que es una disonancia. Pero la autora conoce los materiales con los que trabaja: “[…] fue necesario reescribir el lenguaje para saber que el lenguaje podía ser escrito, pero no medido pero no pintado pero no dicho” (p. 45). El lenguaje se abandona, para llegar al estado de naturaleza de un Kaspar Hauser, para pasarlo desde ahí, como en Kaspar Hauser, por el tamiz de lo inhumano: “Ya no se trataba de aprender de nuevo a manejarlo, se trataba de reconocer un cuerpo nuevo como un animal” (p. 47) —aprovecho este inciso para decir que en ocasiones he visto elementos de diálogo entre la autora y la poética de Olvido García Valdés—. 

 


 


Estas páginas no suenan como algo nuevo, son algo nuevo, y bien construido, y bien deconstruido, y eso en nuestro panorama toma los tintes de un acontecimiento. Se me ha olvidado decir que estoy hablando de La primavera del saguaro (Ultramarinos, 2021) de Ruth Llana, un libro (del) que (se) hablará, creo, durante años.

 

 

 

 

Perder naturaleza (Trea, 2021), de Pablo López Carballo, es un libro amplio, con varias partes y distintos registros, que merecen un comentario más extenso que esta pobre cata en uno de sus diversos veneros. 

Por destacar un aspecto, nuclear, diría que Perder naturaleza elabora una visión de la temporalidad que, si bien apuntada en algún poema anterior de López Carballo, ahora cobra unas dimensiones propias y de considerable importancia —no sólo en su obra—. Si en La dictadura de la perspectiva (2016), leíamos:

 

 

Dimos vueltas, de un lado a otro,

huimos hacia el norte. Después,

a destiempo, hacia el pasado

pero no supimos cómo regresar.

 

En Perder naturaleza encontramos que el tiempo, como apuntase Shakespeare, is out of joint, desencajado o destiempado, si me permiten el palabro con el que quiero apuntar a esa condición de la cronología como algo que sucede a destiempo. La parte central del libro no respeta la temporalidad, la dinamita, la distorsiona en el seno de la duración. Los acontecimientos suceden una y otra vez, como el disparo telúrico y recurrente que se oye en Volverás a Región, de Juan Benet. Esta alteración temporal tiene la ventaja de mostrar lo perdurable, lo que no puede devenir ruina (asunto al que López Carballo dedicó parte de Sobre unas ruinas encontradas, La Garúa, 2010). El poeta ahonda en esa estrecha parte del pasado que coincide con el futuro, porque es parte de la composición estructural de las cosas. Hay un mirar hacia delante que es indistinguible del recuerdo, si se afina el punto de vista.

 


Perder naturaleza es un tipo de libro infrecuente, ingrávido y sólido al mismo tiempo, nutricio. Hay poemas espléndidos, por ejemplo “Como si no fuéramos nosotros”. Más que recomendable.

 

En Sacrificio (Bartleby, 2021), Marta Agudo vuelve a algunos de los motivos recurrentes de los últimos libros: la relación platónica cratiliana entre identidad y nombre, la corporeidad del dolor o la rotura expresiva (más canalizada ahora en la yuxtaposición sintáctica que en la fragmentación), pero también aporta otros asuntos novedosos. Entre ellos, parece haber una investigación sobre el principio, sobre el arjé, fijando la mirada en los compuestos elementales, en las proteínas y elementos químicos, en lo paleolítico, en la “verdad mineral” (p. 58). Sacrificio muestra una poesía hasta cierto punto presocrática, con rasgos míticos, donde lo esencial (la vida) se examina desde lo elemental (las condiciones indispensables de la existencia), y ese movimiento hacia lo menor delata la potencia de lo mayor, de lo importante. 

 

Creo que algunos lectores de la obra de Agudo, de seguro con buena intención, hacen demasiado hincapié en los elementos biográficos presentes en los poemas, pero esa ligazón puede ir en demérito de lo realmente valioso: cómo la expresión nunca pierde pie, cómo se evita la pornografía sentimental —tan abundante en otras poéticas y narrativas actuales— gracias a una férrea contención formal, cómo se sublima la experiencia en lo colectivo de la especie, cómo la verdad humana encaja en el poema, y no al revés. Agudo escoge en Sacrificio el molde textual al que ha dedicado muchos años de estudiosa y antóloga: el poema en prosa, esa métrica caracterizada por “la no-violencia de la horizontalidad, por la formulación poética con una oración que se constituye sin más atributos que su propio significado”, según Agudo escribió en su momento. Y la decisión parece transmitir una determinación de refugio formal, de amparo en lo conocido, un modo de anudarse radicalmente —desde la raíz— a alguna certeza dentro de la tormenta. Parecen cajas de texto, pero están asombrosamente abiertas y caben dentro las vidas, todas las vidas.


 

Ernesto Pérez Zúñiga, Lance. Madrid: Ya lo dijo Casimiro Parker, 2021


La idea de disolverse en el otro como centro de la experiencia amorosa tiene algunos milenios de tradición, es cierto, pero otros temas también y no por ello dejamos de abordarlos una y otra vez. El narrador y poeta Ernesto Pérez Zúñiga lo recupera en Lance y lo hace asociando el gesto disolutorio propio al ajeno, de forma correspectiva: el amor como dos diluciones representadas mediante la cinta de Moebius o su semejante visual (aunque no simbólico), el símbolo de infinito. Un epígrafe de apertura bien elegido (“Mas, por ser de amor el lance, / di un ciego y oscuro salto”, Juan de la Cruz) da pie a una iconografía algo oriental, plena de transformaciones y transmigraciones bordadas en un lenguaje bien temperado y de rara eficacia, donde las tres fases de la experiencia amorosa (“lazo”, “liza” y “lanza”, se denominan las tres partes del libro) se enlazan de forma grave, alegre, conmovedora.


 

 

Athena Farrokhzad, Blanco de blanco. Trad. Lalo Barrubia. Barcelona: Kriller71, 2021.


“A lo mejor también esta vez no haré sino buscar mi lección, sin poderla decir, a la par que acompañándome en una lengua que no es la mía”, escribió Samuel Beckett en El Innombrable (1953), y esa tensión entre la lengua y los sentimientos de pertenencia rige los versos salvajes e implacables de Blanco de blanco, escrito en sueco por la iraní de nacimiento y sueca de residencia y nacionalidad Athena Farrokhzad. Este deslumbrante libro de debut lleva a cabo una estrategia excepcional para contar todo lo que importa desde la absoluta alteridad. La voz poética, el sujeto desgajado que cuenta este libro sólo enuncia el poema de apertura; a partir de ahí, se cede la palabra a los demás miembros de la familia para que vayan, sin compasión ni límites, explicando su mundo propio y el común, en el que esa voz enunciativa se niega a explicarse por sí misma. Es decir, se abandona por completo el yo para que sean las personas próximas quienes conjuren la experiencia y la conformen a los ojos del lector. El yo es lo que dicen los demás (“lo que dices de mí me multiplica”, Jesús Aguado). El movimiento se completa con un inteligente efecto textovisual: la edición de Kriller71 mantiene la opción original de la autora de que los versos de Blanco de blanco sean blancos en el interior de una línea negra.

 


Más allá de evidentes alusiones raciales y de metáforas de la migración, hay también un empeño en sacudir la expresión poética, forzando al lector a leer de otro modo, a descubrir trazos de la experiencia que no suele percibir cuando lee un libro de poemas. Este libro no gustará a quienes piensan que la poesía es un esteticismo desenraizado de su origen social. Para Farrokhzad, en cambio, la poesía es una experiencia integral, devastadora, crítica, que remueve las tripas de su lector al mismo tiempo que sus neuronas.

 

 

Raúl Asencio, Horizonte de sucesos. Madrid: Ediciones Complutense, 2021.

 



La del horizonte de sucesos es una de las teorías de la física conceptual más atractivas y conocidas; implica la hipótesis —no probada, pero plausible— de una circunferencia o elipse alrededor de los agujeros negros que configura un límite insuperable para lo que se adentra más allá; una vez traspasada esa membrana, ni la luz, ni los cuerpos estelares, pueden volver atrás, lo que impide detectar lo que sucede realmente en el interior del agujero. La hipótesis ha dado lugar a penosas tramas de ciencia ficción (la de la película Interestellar, por ejemplo), pero también suele ser fructífera cuando se aplica con cabeza y talento. Eso ha logrado Raúl Asencio en este pequeño y contundente libro, merecedor de un premio, pero, sobre todo, merecedor de lectores. Para Asencio, la posibilidad ontológica de un yo con centro ausente, en el que traspasado cierto núcleo de interioridad es inviable la percepción exacta, resulta un trasunto del sujeto poético y de cualquier operación filosófica. Injertado así en varias de las corrientes poéticas y de pensamiento más sugerentes de los últimos decenios, sobre las que escribimos en El sujeto boscoso, la meditación elegante y profunda de Asencio retrata una sociedad donde personas como agujeros negros muestran su incapacidad para relacionarse de forma fructífera: “La identidad es fronteriza. / Límite entre la otredad propia y la ajena” (p. 12), según escribe con brillantez. El corredor sin aparente salida se genera por la incertidumbre consustancial a la propia experiencia de vida, por la imposibilidad categorial de los sujetos para comprenderse como entidades existentes y comunicarlo. El lenguaje opuesto al “silencio de la materia” (p. 37). Una voz, la de Asencio, a tener muy en cuenta.

 

 

 

 [Relación con los autores: ninguna con Ruth Llana y Athena Farrokhzad, relación muy cordial o amistad con los demás. Relación con las editoriales: ninguna.]

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