sábado, 18 de marzo de 2023

Islas como parques temáticos y parques temáticos como islas

 



Ganar islas

Azahara Alonso, Gozo. Madrid: Siruela, 2023.

El mejor homenaje que he hecho a este libro es retrasar la escritura de esta reseña todo lo posible, pero al final la redacto porque hacerla ya no es trabajo, sino gozo.

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En dos artículos académicos, Borja Cano ha estudiado las “escrituras improductivas” y las “escrituras ociosas”. Con estos marbetes críticos, Cano no se propone analizar novelas en las que se critique la precarización, o los rigores de los distintos sistemas laborales, sino se persigue otro tipo de acercamiento, situado más allá: el de aquellas obras narrativas planteadas como una defensa de la huida del trabajo, de la desocupación, con mayor o menor radicalidad de compromiso ideológico —porque es obvio que oponerse al régimen laboral y a la necesidad de vender la fuerza propia de trabajo conlleva una lectura social desfavorable del capitalismo—. La lista de obras no es precisamente breve; entre las escrituras improductivas Cano estudiaba en 2020 “textos de Guillermo Fadanelli, Andrés Neuman, Héctor Abad Faciolince, Vivian Abenshushan o Luigi Amara”; en 2023 se agregan más nombres a las narrativas ociosas:

“Entre la nómina de títulos que se alude a continuación destacan algunos ejemplos como Diatribas contra el trabajo (2017) de Alejandro Hosne, una suerte de diario escrito durante largas noches de insomnio debido a su labor en una oficina desde la que denuncia, en tono tragicómico, la imposición del trabajo asalariado como única vía de emancipación; o Contra la vida activa (2015) de Rafael Lemus, quien reflexiona sobre el desprestigio de la ociosidad en la cultura actual respecto a épocas anteriores, así como la escasa oportunidad para intensificar el tiempo libre en contraposición a los múltiples modos con que contamos para matarlo. Asimismo, resalto nombres como el de Vivian Abenshushan, quien en Escritos para desocupados (2013) realiza un ejercicio crossmedia en torno a la desocupación para reivindicar el ocio como respuesta al capital, o algunos títulos de María Sonia Cristoff como Desubicados (2006), Bajo influencia (2010) o Inclúyanme afuera (2014), pues en todos ellos aparecen personajes asidos por una frenética carga laboral de la que desertan por distintas vías improductivas.”[1].

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Sin ser una novela, ni una ficción, y sin que la vindicación de una vida al margen sea el único tema de la obra, habría que añadir a esa enumeración de obras Gozo (2023), de la poeta y aforista Azahara Alonso, autora del muy interesante libro de poemas Gestar un tópico (RIL, 2020). En su nueva faceta de narradora, Alonso se mueve como pez en el agua, reconstruyendo, a partir de su experiencia personal en la isla Gozo (una de las tres que forman el archipiélago de Malta), una visión ensayístico-vital sobre el desasosiego de tener que trabajar para vivir, algo que a veces denominamos de varias formas (frustración, estrés o ansiedad, entre otras), y que late como una de las variaciones del malestar en la cultura, como diría Freud, consecuencia de su honda radicación social. Solo carecer de trabajo produce tanta inquietud como tener uno en el que nos sentimos a disgusto.

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Uno de los aspectos más sugestivos de Gozo es su hibridez genérica, su mezcla de géneros textuales: crónica, apuntes, ensayo, citas, estampas costumbristas, notas autobiográficas, etcétera. Curiosamente, esta de la hibridez es una seña de identidad de los libros a favor de la ociosidad, según Borja Cano: “estas obras se desplazan cómodamente entre distintos géneros literarios– la expanden, inoculando en el texto todo tipo de materiales discursivos, anécdotas, reflexiones y largas y detenidas descripciones que no hacen sino introducir, desde su escritura, un tiempo opuesto al tiempo plural y hegemónico”. Hasta cierto punto, es lógico que en un libro como Gozo, donde el desplazamiento y la variación de la mirada son dos elementos fundamentales, la metamorfosis genérica comparezca como materialización de un modo no cerrado de entender la experiencia, incluida la experiencia literaria.

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Otra de las virtudes de Gozo es su capacidad puntual para detener el tiempo y establecer un insólito canal comunicativo entre el ahora de su escritura y el ahora de quien lee: una correspondencia facilitada por la estructura del libro -digo facilitada y minoro con ello la notable dificultad que conlleva- y que logra ubicarnos por momentos en la isla y compartir con la autora esos instantes de contemplación. Como un agujero de gusano que nos permitiese estar en nuestra casa y en Malta a la vez. Leer a Azahara Alonso: ganar islas.

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Uno de los puntos fuertes del libro es la disección analítica que realiza de dos fenómenos paralelos y que, bien mirados, no tienen absolutamente nada en común: el turismo y la vida ociosa. El turismo, como explica Alonso, es lo contrario del dolce far niente; hogaño ha devenido un quehacer agotador, basado en exprimir hasta la médula una “curiosidad adiestrada” (p. 159), que no deja de ser una forma de alienación de masas dirigidas como rebaños. “El turista es un trabajador ejerciendo su labor de días libres” (p. 53), sentencia.

La vida libre de trabajo, sobre todo lejos del trabajo por cuenta ajena, es quizá el asunto central de Gozo, y la explicación misma del título. Los fragmentos oscilan entre la descripción de la vida pausada (p. 187) de Alonso y su pareja en la isla, sin tener que trabajar la mayor parte del tiempo (feliz por excepcional), y la reflexión ensayística, apoyada en luenga bibliografía, en la maldición del trabajo y la deshumanización que supone una existencia basada en la entrega de las mejores horas de los mejores años de nuestra vida a una esclavización, no por elegida menos sangrante. Alonso entra a fondo en esa espinosa cuña que liga conceptos aparentemente inconexos (ociosidad, utilidad, inutilidad, vagancia, tiempo, aportación social, etc.), pero que, según sean conjugados y unidos, no solo ofrecen retratos ideológicos, sino también, y esto es lo valioso, vitales. Es decir, son operaciones que cada quien debe hacer, decisiones que deben tomarse individualmente.

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(Un apunte al margen. ¿Se han dado cuenta del elevado y aterrador número de personas que enferman o fallecen a las pocas semanas o meses de jubilarse?)

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La riqueza, lo deja claro Azahara Alonso, es el tiempo, tener tiempo, para poder prestar atención (p. 67), para deambular, para pensar o para no pensar, para sentir la existencia en su plenitud (y, acaso, en su tedio). Ella dedica su tiempo en Gozo a contemplar y también a examinar, como entomóloga curiosa, a los habitantes de la isla, mezcla de varias culturas y lenguas, próximos y lejanos a la vez a cualquier otra persona mediterránea. Y ahí surge una brecha; Alonso se da cuenta de que hay una barrera final, un muro, que nunca va a traspasar, precisamente porque su estancia es transitoria, porque, aunque no sea turista, nunca va a ser local, pase el tiempo que pase. Porque no es como ellos, aunque es difícil esclarecer —y tampoco es necesario— qué sea ser maltés, a menos que se haga un estudio antropológico, lo que no es el caso. Pero esta falta de pertenencia, ligada a la incomprensión parcial de la lengua isleña, coordenadas que recuerdan a las de Roland Barthes en Japón, producen riqueza a la hora de observar: esa distancia de la ajenidad también procura una perspectiva objetiva de análisis, a la que la autora extrae mucho partido.

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En consecuencia, el no trabajar de Alonso no se resuelve en un no hacer, sino en hacer cosas que no tienen valor para los malteses, pero que le valen a ella. Y, por ende, nos valen mucho a quienes la leemos.

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Porque, como decía Montaigne (Ensayos, III, c. I) y recuerda Nuccio Ordine, en la naturaleza nada es inútil, “ni siquiera la inutilidad misma”.

 

José Vidal Valicourt, La hora del lobo. Palma de Mallorca: Sloper, 2023.


Es curioso que dos libros con tantas cosas en común como La hora del lobo de José Vidal Valicourt y Gozo puedan ser tan diferentes. Como el de Azahara Alonso, La hora del lobo tiene a una isla como topos central y abunda en la experiencia de vivir en la insularidad; también explora la furia de las imágenes y la teoría de la fotografía; recorre críticamente la experiencia del turismo isleño, se muestra a favor de una vida aparcada a ratos (“sentir la liberación de no tener que argumentar, explicar, […] segregar opiniones”, p. 80), incluso de mantener una existencia huraña, dedicada a labores intelectuales no rentables y fuera del mercado (p. 95); y, para colmo de parecidos, la obra se presenta desde la contracubierta como un híbrido “entre el relato breve, el artículo, la confesión, el fragmento biográfico”, géneros a los que podríamos añadir el poema en prosa o el microensayo.

Sin embargo, La hora del lobo es un libro que no se parece nada más que a libros anteriores de Vidal Valicourt, a quien ya hemos abordado en esta bitácora, cuyos libros personalísimos están escritos en una posición de francotirador crítico, sobre todo consigo mismo. Con algunos fragmentos escritos en una estética similar a La hora del lobo (Vargtimmen, 1968, dirigida por Ingmar Bergman), pero regido más bien por el espíritu de Nietzsche, Deleuze o Blanchot, dioses tutelares habituales de Vidal Valicourt, los fragmentos de distinto signo que componen el volumen tejen y destejen la experiencia propia con las lecturas de numerosas voces (Margerite Duras, Valéry, Pessoa, etc.), y, sobre todo, se diluyen y despersonalizan a través de la observación de los machadianos acontecimientos consuetudinarios de la rúa, acechados mientras se mueve a velocidad antropométrica, caminando o en bicicleta: “Mientras uno pedalea es imposible estar triste o preocupado. El mundo transcurre cinematográficamente, y eso es ya para mí un consuelo” (p. 57). Una vindicación de la lentitud que también se vuelve, en algunas piezas, como “La poesía es un trabajo”, una poética de la escritura.

Los textos de Vidal Valicourt miran a través de una lente de aumento que a su vez es telescópica, intentando elevar lo físico a una antimetafísica desolada, que no desencantada: Vidal Valicourt confía en que la literatura —propia y ajena— sea un catalizador que consiga sacarnos de nuestros demonios interiores, de nuestras caídas saturnianas, de nuestros brotes negros (Eloy Fernández Porta), de nuestros maelströms interiores, en aras de una vida reencantada y más plena. El resultado es un libro breve que resulta aún más corto porque se devora con ansia en una o dos felices sentadas, dejándonos varias piezas brillantes (entre otras, las tres tituladas “La isla”, o “El sueño europeo”, o “Tras el muro”), esquirlas dotadas de imágenes poderosas que funcionan como la performance en parte filosófica, en parte lírica y en parte fotográfica de una voz que quiere dejar de ser paciente para convertirse en “poeta itinerante” (p. 15).

 

 

Carlos Robles Lucena, Cerbantes Park. Barcelona: Navona, 2022.


Esta novela de Carlos Robles Lucena es muy interesante y divertida, y está preñada de momentos de realismo alucinatorio verdaderamente sugerentes. La creación en una ciudad del cinturón industrial barcelonés de un parque de atracciones basado en experiencias inmersivas literarias es la hábil espoleta argumental empleada por Robles Lucena para unir los mundos posibles de Marie-Laurie Ryan con la corrupción inmobiliaria y la precariedad laboral, para acompasar el “éxito” de Alonso Quijano al convertirse en otro con el fracaso del personaje llamado Comisario al devenir fáusticamente la persona que no quería ser (un exitoso que pierde su alma por el camino). La obra es inteligente y cuenta con un sentido del humor que se vuelve a ratos sardónico y triste, consecuencia de la derrota vital y literaria de Jacop, el narrador que nos lleva por el “Cerbantes Park” ya en ruinas y deshabitado de historias.

 

No obstante, y quizá como toda primera novela, salvo las pertinentes y magnas excepciones que podamos alegar, Cerbantes Park peca un poco de esa espectacularidad irregular característica de los propios parques temáticos o de atracciones. Zonas insólitas que procuran experiencias satisfactorias y bien trabadas se alternan con lugares resueltos a medias, incómodos como los terrenos silvestres bajo las montañas rusas. Las influencias (George Saunders, David Foster Wallace) resultan demasiado patentes, algo habitual en operas primas, aunque debe destacarse su habilidad para releer cono nuevos ojos la tradición española, algo nada fácil de hacer. También habría que señalar la tiránica y algo monótona alternancia entre los capítulos en que Jacob cuenta su historia en primera persona de los capítulos en que cuenta en tercera el relato del parque con su amigo el Comisario como protagonista (una interrupción a cargo de Almudena como narradora —o de Argos— hubiera enriquecido la trama). Apuntados estos problemas —a los que podrían sumarse los “préstamos” reconocidos por el autor en la nota final, pero esta es una cuestión peliaguda que merecería una reflexión aparte, por lo extendido del dudoso procedimiento, al que son aficionados narradores muy conocidos, que no siempre lo reconocen de forma explícita—, el resultado final es positivo, y Cerbantes Park muestra una voz más que prometedora, que logrará más conforme vaya abandonado la tradición que domina y se lance a buscar la propia. Notable como debut en el género, la novela se lee con fluidez y con gusto, está salpicada de momentos muy inteligentes y de perlas brillantes, y lleva a cabo una lectura nada complaciente de los borrosos límites entre el compromiso ideológico y sus espinosas fronteras con el éxito social, asunto en el que alcanza, a mi juicio, sus mayores cotas.

 

 [Relación con los autores reseñados y las editoriales: ninguna]

 



[1] Borja Cano Vidal, «La rebelión de los ociosos: escrituras contra el trabajo en la última literatura latinoamericana», Cuadernos LIRICO [En línea], n. 25, 2023, en http://journals.openedition.org/lirico/13735.

 

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