Javier Tomeo, El cazador. Oviedo: Pez de Plata, 2023, 127 pp.
El silencio y el olvido son los dos alimentos que más de continuo reciben las personas ya fallecidas que durante su vida escribieron con cierta ambición y tomando riesgos. Los ejemplos de ninguneo y desmemoria son tantos que es preciso prestar atención a las excepciones. E incluso cuando un editor, lustros después de la muerte de una voz distinta y ambiciosa, se juega el tipo y el dinero en recuperar alguna de sus obras de un autor diluido en el espeso limbo que rodea a los artistas muertos en España —y me temo que no solo aquí—, puede pasar que su valiente y necesaria propuesta vuelva a recibir más silencio por respuesta.
Creo que algo así está pasando con la recuperación por la editorial Pez de Plata de la primera novela de Javier Tomeo, El cazador (1967), y de ahí esta nota, por si en algo contribuyese a paliar ese mutismo, o a dar visibilidad a la obra. Aparecida en la década donde comenzó la indispensable renovación de la narrativa española, El cazador presentaba a un autor diferente, más ubicable en la órbita de cierta narrativa centroeuropea (Georg Büchner, Kafka, Schulz) que en la tradición española. Tomeo solía caminar con un lado en lo real y otro en lo fantástico, y tuvo un claro momento de despegue con Amado monstruo (1985), que constituyó un éxito editorial que lo catapultó durante los años siguientes a una “vorágine publicadora”, según Pozuelo Yvancos[1], y a la distribución internacional de su obra, aunque en algunos países fue más conocido como dramaturgo que como novelista, como explica Antón Castro en su acertado prólogo a la edición ovetense de El cazador.
En El cazador asistimos a la épica menor de Julián, un personaje ensimismado que se enclaustra en su cuarto el día que cumple los 35 años, un número nel mezzo del camin de nostra vita que seguramente no es azaroso. Sitiado por su madre al otro lado de la puerta, Julián se rodea de muñecos y objetos a los que comienza a dar vida, a través de su propia voz:
Y la madre, al oírle […] pregunta al cabo de un momento […] ¿Quién está contigo?
Y esa pregunta ofrece a Julián la posibilidad de utilizar todas sus voces y responder sucesivamente con cuatro yoes distintos. un yo por el monje, otro por el sargento, otro por cabo ametrallador y, por fin, el suyo propio. Ninguna de las cuatro voces, por supuesto, coincide en tono, timbre y entonación. (2023: 52)
Es una especie de regresión infantil a través de los desdoblamientos subjetivos, pero que la habilidad simbólica de Tomeo comerte rápidamente en una alegoría de la resistencia ante la vida pautada y mecánica. Julián se multiplica para vivir otras vidas que no puede disfrutar durante su robótica existencia.
Otro tema importante de la novela es el choque generacional contra sus padres, especialmente contra su madre; asunto este de las madres castrantes que retomará Tomeo en su novela más conocida, Amado monstruo, según la lectura que hizo de ella Leopoldo Azancot: “en el fondo, los dos protagonistas del libro son aspectos de un mismo personaje, el hombre genérico, que debido a su dependencia inicial de la mujer, ve en esta un principio amenazador contra su libertad, un principio negador de su esencia” (reseña en ABC, 06/06/1985). La puerta de la habitación donde está encerrado Julián se convierte en un espacio de separación a la vez que de comunicación, pues la madre no deja de suplicar o musitar a través del ojo de la cerradura, intentando que el hijo se arrepienta de su decisión misántropa. El tono kafkiano con el que comienza la novela va mutando hacia tonos que podríamos encontrar hoy en la obra de un César Aira, como por ejemplo plantear puntos de partida insensatos que la condición obsesiva del personaje desarrolla con exquisito y metódico cuidado (p. 117):
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Del mismo modo que el protagonista de El castillo de la carta cifrada (1979), donde según Pozuelo “Tomeo se entrega a la excentricidad de un juego metafórico con dos planos, como toda metáfora, en que el plano A, el de significación, vuelve a ser la soledad del individuo, encerrado en su fortaleza, incomunicado con el mundo”, Julián genera en El cazador un aislamiento donde se rompen los lazos convencionales y civilizados con el mundo, para ofrecer un expresionismo radical de la interioridad que solo puede acabar de una forma.
Hay que felicitarse, pues, de esta recuperación por parte de Pez de Plata de El cazador, con la esperanza de que iniciativas de este tipo contribuyan a volver a poner sobre las mesas de lectura la obra singular, obsesiva y diferente de Javier Tomeo.
[1] J. M. Pozuelo Yvancos, “Tetralogía de la soledad: una introducción a la narrativa de Javier Tomeo”, Tropelías, 1, 1990, pp. 177-198.
[Relación con autor y editorial: ninguna]
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