miércoles, 21 de septiembre de 2011

El lectoespectador, portadas

Queridos viajeros del blog, el próximo enero aparecerá en Seix Barral mi ensayo El lectoespectador. Ya habrá tiempo más adeltante de avanzar algo del contenido. Pero ahora, en una iniciativa que me gusta mucho, la editorial ha querido dejar en manos de los internautas cuál será la portada definitiva del libro. Podéis votar en los comentarios, eligiendo la opción que más os agrade. Gracias por vuestros votos.

jueves, 18 de agosto de 2011

2001 como videojuego


Lo que sigue a continuación es una lista, no exhaustiva pero bastante completa, de los planos mediante los que Stanley Kubrick en 2001: A Space Odyssey (1968) intenta lograr que el espectador se sumerja en la escena que contempla, bien haciendo documental el punto de vista (mediante steady-cam, picados o técnicas similares), bien situando la cámara subjetiva en los ojos de alguno de los protagonistas de la historia.































Por supuesto, las técnicas de cámara subjetiva no eran nuevas por entonces; eran utilizadas desde mucho antes y en 1947, nada menos, se rodó una película completa bajo esta perspectiva (La dama del Lago, de Robert Montgomery) y otra con 45 minutos de metraje rodado de esta forma (La senda tenebrosa, de Delmer Daves). Pero lo que me parece fascinante es cómo Kubrick retoma aquí el procedimiento y lo sublima con una exquisita sutileza. En 2001 la cámara nos pone en los ojos de simios, de personas, de máquinas y hasta del monolito, como puede verse en el último fotograma aquí traído. Ponerse en los ojos del misterioso monolito ya es un hallazgo, pero me interesa mucho el modo en que el director de La naranja mecánica intenta convertir al ordenador Hal 9000 en un miembro más del reparto. Kubrick estaba haciendo, en 1968, algo increíble: no sólo estaba humanizando la máquina, tema que viene de muy antiguo, sino que le estaba dando voz y, lo que veo más innovador, mirada, un lugar espacial dentro de la narratividad de la película. Nada más convincente para explicar la humanidad de Hal 9000 que esos planos inmersivos en que Kubrick nos hace ver desde el ojo en gran angular de Hal. La mirada es distinta, distorsionada por la lente –para demostrar que es una máquina quien mira–, pero su perspectiva es muy similar a la de quien está presente en una conversación normal. El espectador cae rápidamente en la trampa narrativa tejida por Kubrick para hacer de Hal el sexto habitante vivo de la nave.

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Muchos años después, los narradores siguen explorando estas posibilidades de inmersión. Hablando de Twelve Blue, la novela hipertextual de Michael Joyce, escribe Marie-Laure Ryan: “el lector no sólo puede asistir a la proyección de la película de la vida interior de los personajes, como en el monólogo interior de la novela impresa, sino que también puede utilizar, quizás incluso ser, la máquina que graba y proyecta imágenes en la pantalla de la mente”[1]. Kubrick consigue hábilmente de que el lectoespectador sea la máquina y se sienta, literalmente, dentro de Hal 9000. Modo de lograr que entendamos intuitivamente que Hal está leyendo los labios de los tripulantes para conocer sus planes: montando la secuencia como un zoom encadenado, de modo que uno de los fotogramas intermedios sea el famoso ojo rojo de Hal:






El término inmersión ha sido utilizado, como ya exponíamos en Pangea (2006), por Philip Quéau y otros autores para teorizar la realidad virtual, pero la narrativa actual más preocupada por la inmersividad es, desde luego, la narrativa de videojuegos. La capacidad de inmersión del jugador y la “jugabilidad” son dos de las características más valiosas en ellos. Pongamos un ejemplo: a juicio de Raúl Barrantes, Ultima Underworld supuso un cambio de paradigma en la historia de los videojuegos; es interesante ver por qué: “En Ultima Underworld hay una sensación de realismo, de especialidad y apertura que no tenía ningún otro juego entonces, ni tan siquiera en los años inmediatamente posteriores. Una sensación de falta de límites, de estar realmente en otro mundo tan palpable que atrapa sin remedio (…) Ultima Underworld nos dio la semántica de lo que debía significar sumergirse en primera persona en un mundo tridimensional”[2]. Es decir: un videojuego, sobre todo los de acción, es tanto más valorado cuanto más capaz es de transmitir la sensación de estar dentro de él, aislándose sensorialmente del resto del mundo.

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Y en este sentido, creo que los diseñadores de juegos podrían aprender mucho de las estrategias de colocación de cámara y de diseño de secuencias de Kubrick. A pesar de que sus medios son 1.0, el resultado es de una brillante inmersividad. He visto 2001 cuatro veces, pero hacía mucho tiempo ya desde la última ocasión. Verla de nuevo ha sido una experiencia distinta, a la luz de lo aprendido desde entonces. Las películas, si uno deja pasar el suficiente tiempo, siempre son diferentes. Más allá del drama metafísico, de la joya fotográfica, de la aventura de ciencia ficción que vi en las otras proyecciones, ahora he disfrutado contemplando un virtuoso programa de modos de creación de inmersión del espectador en una historia.

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Para terminar, y teniendo en cuenta que 2001: A Space Odyssey es una película sobre un ser que nace, y que aparece en la última escena dentro de una placenta situada excéntricamente (es decir, fuera del cuerpo, sin estar dentro de ningún ser humano), dejo al arbitrio del lector –como Kubrick hiciese con el espectador– la posibilidad o no de relacionar esa idea con esta cita de Carl Gustav Jung: “el baño, la inmersión, la inundación, el bautismo y ahogarse, todos estos símbolos alquímicos simbolizan el estado inconsciente, la encarnación del sí-mismo, o mejor, ese proceso inconsciente mediante el cual el sí-mismo ‘renace’ o pasa al estado de experimentabilidad[3].

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[1] Marie-Laure Ryan, La narración como realidad vitual: la inmersión y la interactividad en la literatura y en los medios electrónicos; Paidós, Barcelona, 2004, p. 288.

[2] R. Barrantes, “FPS Primigenios. El salto a la tercera dimensión”, en VV.AA, Mondo Pixel; volumen 1, Editorial Tébar, Madrid, 2008, p. 130.

[3] Carl Gustav Jung, “Adán y Eva”, Mysterium coniunctionis. Obra completa, vol. 14; Trotta, Madrid, 2002, p. 372-73.





jueves, 11 de agosto de 2011

Basta de chorradas

Por favor, lean cruzadamente estos dos párrafos:

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1. Umberto Eco viene diciendo desde hace algún tiempo que “Internet es idiota”, que es una “mermelada comunicativa” y que “la pérdida en los conocimientos históricos, una enfermedad típica en Estados Unidos, se está extendiendo por desgracia cada vez más también entre los jóvenes europeos” (aquí). En otro lugar, manifestó que "si tuviera que dejar un mensaje de futuro para la Humanidad, lo haría en un libro en papel y no en un disquete electrónico" (subrayado mío). También explicó aquí por qué un libro no puede ser abreviado ni cambiado si el lector no quiere perder su lección principal: “supongamos que estamos leyendo Guerra y Paz: deseamos desesperadamente que Natacha no acepte la corte que le hace el miserable y canalla de Anatoli; deseamos que esa maravillosa persona que es el príncipe Andrei no muera y que él y Natacha puedan vivir juntos para siempre. Si Guerra y Paz fuese en un hipertexto en un CD-Rom interactivo, podríamos reescribir nuestra historia, de acuerdo con nuestros deseos. Podríamos inventar innumerables Guerra y Paz, donde Pierre Besuchov consigue matar a Napoleón, o a nuestro gusto, donde Napoleón vence al general Kutusov. Desgraciadamente, con un libro no podemos. Debemos ser conscientes de las leyes del Hecho y convencernos de que no podemos cambiar el destino. (…) Guerra y Paz, tal y como está escrita, no nos pone de frente a las ilimitadas posibilidades de la Libertad, sino con las leyes severas de la Necesidad. Para ser personas libres tenemos que aprender esta lección sobre la vida y sobre la muerte, y sólo un libro puede darnos tal sabio conocimiento”.

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2. Noticia de El País del pasado 25 de julio: “Umberto Eco prepara una nueva versión más ‘ágil’ de El nombre de la rosa. El autor pretende hacer su obra ‘más accesible a los nuevos lectores’ para adecuarla al siglo XXI. ‘Umberto Eco advirtió la necesidad de volver a trabajar sobre el texto de El nombre de la rosa para agilizar algunos pasajes y refrescar el lenguaje’, comunica en un escueto comunicado Bompiani, la editorial tradicional del escritor italiano (Alessandria, 1932), que publicó originalmente la novela en 1980”. Más información aquí y aquí. La bochornosa versión light para no-lectores aparecerá el 5 de octubre.

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También dijo Eco: “Los enemigos de la literatura se esconden en otro lugar”.

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En eso estamos de acuerdo.


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miércoles, 27 de julio de 2011

Dos libros poco convencionales

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Marina Perezagua, Criaturas abisales; Los Libros del Lince, Barcelona, 2011

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Deseo recomendar vivamente este libro de relatos con el que Marina Perezagua (1978) le da un nuevo impulso al género fantástico, tratándolo de un modo inquietantemente realista, como ya hiciesen –de diferente forma– cierto Cortázar, cierto Walser o cierto Kafka. El singular modo de contar de Perezagua nos presenta historias muy diferentes donde lo abstracto y lo corpóreo se unen en rara armonía, completándose. Quitando algún puntual momento de cursilería, la mayoría de piezas de este libro son excelentes, y un par de ellas son abrumadoras maravillas, como “Caza de muñecas”; un extraño homenaje a Ibsen que ha pasado a formar parte de mis terrores nocturnos desde que lo leí. No se pierdan este libro.

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Luis Gámez, El libro de las transformaciones; Editorial Aristas Martínez, Badajoz, 2011


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¿Y si me pareciese adulador por tu parte que me robases lo que es mío? El robo es el mayor cumplido que se le puede hacer a cualquier cosa.

Vladimir Nabokov, Desesperación

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¿Y si el I Ching, el libro de las transformaciones más conocido, no estuviese dirigido a explicar los cambios de las cosas, sino los de la persona que lo lee? Yendo aún más allá: ¿Y si el I Ching estuviese destinado a explicar las transformaciones del propio libro en cuanto texto? Uno de los efectos colaterales de la lectura de El libro de las transformaciones, de Luis Gámez (Córdoba, 1981), completado con ilustraciones de Miguel Gómez Losada, es que el lector comienza a hacerse este tipo de preguntas.

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No me ha gustado nunca el conocido adagio “ser original es regresar al origen”, ya que casi nunca es cierto, aunque su lección podría ser válida para este valiente primer poemario de Gámez. El libro de las transformaciones, como el Art Brut, la arquitectura de Louis Kahn o cierta poesía experimental española de los setenta (Millán, Castillejo, Ferrando, Ullán) es un intento de retroceder para tomar impulso; un reencuentro con el principio para saber, desde allí, cuál es la dirección idónea del viaje estético a emprender. Un trayecto poco frecuente en nuestra literatura última, cuyo antecedente próximo podría ser “La grieta”, primera parte de la novela de Javier Fernández Cero absoluto (2007), que también intenta un buceo en la parte más atávica de nuestra psique como especie. La Ur-poesía de Gámez “vuelve a un primitivismo seco, ruidoso y monótono” (p. 18), lleno de brillantez porque no persigue la respuesta, sino la pregunta. El objetivo de remontarse al origen lleva al autor a reformular de nuevo, como si fuera la primera vez, la pregunta de qué es poesía y su diferencia con la prosa. Ello le conduce a un hallazgo exquisito, que resulta de unir al contrastar las partes I y II de los dos primeros poemas del libro, y que no quiero desvelar porque se privaría al lector del efecto de sorpresa que todo lo nuevo –que todo lo arcaico– produce. Eso sí, no me resisto a apuntar al menos que Gámez ha escrito un Poema en sentido parmenídeo, presocrático. El que acceda a los versos entenderá lo que intento decir. También, desde otra perspectiva, El libro de las transformaciones es un libro primitivista en tanto en cuanto el plagio es otra forma de volver al origen (al origen textual, en todo caso). Sobre este tema no quiero extenderme, porque prefiero centrarme en otros aspectos del texto que me parecen más interesantes.

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A partir de la parte V el libro va aún más allá y, sufriendo una de las transformaciones aludidas en el título, penetra con más profundidad en el arjé de lo poético, su elemento primordial originario. Siguiendo el ejemplo dadaísta, Gámez aparca cuidadosamente la palabra (portadora ya de idealismos y abstracciones como unidad de sentido) y se centra en la letra como elemento mínimo, atómico, capaz de proyectar y anunciar lo que puede acontecer. Pongámonos algo heideggerianos –disculpen- y sentenciemos que Gámez deja a la poesía ante el umbral justo de la construcción poética; no presenta ruinas, sino bocetos o esbozos. Los poemas de las páginas 62 y siguientes son los mismos textos de 17 y siguientes aliviados de consonantes, sostenidos por las vocales como forma básica, infantil, de pronunciación. De ahí que el poeta, o más bien su avatar elocutorio, le diga a su tú / amada / anticlímax narrativo: “empezaremos de nuevo / aprenderemos a hablar. / Aprenderemos a hablar” (p. 55). Después, las pp. 41 y siguientes aparecen reproducidas en 79 y siguientes sólo con las consonantes. El resultado genera un extrañamiento total, donde el sentido se diluye por completo en ruido y la retórica en disonancia. El libro oscila, por ello, entre el balbuceo y la cacofonía.

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En consecuencia, el poeta pone un extremado cuidado en el descuido; se raciona la escasez. Curiosa paradoja: concebido como un homenaje a lo irracional, a lo originario y a los poetas dadá; sostenido sobre una poética del sinsentido explicitada en los ensayos finales, El libro de las transformaciones acaba siendo uno de los poemarios más meditados, premeditados, racionalistas, calculados, significantes, rigurosos, sopesados y medidos que ha leído este crítico en mucho tiempo. Los dos últimos textos, teóricos y profundos, en los que Gámez presenta epistemológicamente su propuesta y la define como “una crítica de lo que podemos denominar de forma general la percepción estructural” (p. 89), plantea un escenario donde el autor parece haber programado la recepción crítica de la obra. Trampa de la que sólo puede salvarse el lector crítico cuando es consciente de las limitaciones del estructuralismo y sabe sortearlas a tiempo.

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Esperemos haberlo conseguido.

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[Relación del crítico con los autores reseñados: con Marina Perezagua, ninguna; con Luis Gámez, amistad. Relación con las editoriales: ninguna]


sábado, 16 de julio de 2011

Karl Kraus, la desmesura necesaria

Karl Kraus, La antorcha; Acantilado, Barcelona, 2011

Sandra Santana, El laberinto de la palabra. Karl Kraus en la Viena de fin de siglo; Acantilado, Barcelona, 2011.


Hay hombres cuya descripción no precisa tipologías psicológicas sino, por el tamaño de su figura en su época, de retratos complejos, colectivos; pocos son los casos pero el escritor austríaco Karl Kraus (1874-1936) fue uno de ellos. Kraus fue uno de los intelectuales más conocidos, respetados e influyentes de su tiempo, y su peso específico fue directamente proporcional a su gran personalidad. Sus contundentes opiniones tenían inmediata influencia popular e intelectual, y por sí solas creaban tendencia. La editorial El Acantilado ha tenido la gentileza de poner a nuestra disposición dos libros que pueden ayudar al lector a conocer y entender la importancia de Kraus. Uno de ellos, La antorcha, es precisamente una selección de textos de la publicación homónima (Die Fackel) del austríaco, en esmerada traducción de Adan Kovacsics. El otro es un clarificador ensayo de Sandra Santana, El laberinto de la palabra, que tiene a Kraus en su centro, aunque su propósito es más bien hacer un fresco o retrato de la Austria de finales del XIX y principios del XX, colocando al problema del lenguaje y a Kraus como ejes vertebradores del panóptico.

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Para hacernos una idea de la singularidad de Kraus, recordemos con palabras de Josep Casals que: “Kraus ejerce su magisterio a través de una doble vía: la palabra escrita de Die Fackel y la palabra hablada de las Vorlesungen (veladas de lectura: setecientas en unos treinta años). En ambos casos está igualmente solo. Si en un principio Die Fackel acogía colaboraciones de personas afines como Wedekind, Strindberg, Schönberg o Loos, a partir de 1911 se convierte en obra única y exclusiva de Kraus”[1]. En efecto, es la soledad de Kraus, el hecho de que su volcánica palabra y la diversidad y profundidad de sus ideas fuesen obra de un solo hombre, lo que nos sigue asombrando todavía. Kraus comienza a publicar Die Fackel en 1899, llevando la voz cantante debido a que era él quien financiaba la publicación. Doce años después se lanza a un arrebato de poligrafía en solitario sostenido durante largo tiempo, hasta llegar a 922 números. Un impulso, todo hay que decirlo, que no era extraño a la época: en 1874, Mallarmé comienza a redactar a solas números de su revista de moda La dernière mode; en 1892 y como recuerda Sandra Santana, M. Harden lanza Die Zukunft, en un empeño de idéntica desmesura a la de Kraus, aunque de menor calidad. Como es lógico, una personalidad de este calibre, a la que asistía además una clarividente inteligencia y dotes para la sátira, no era una figura que pudiese concitar solamente reverencias. Uno de los muchos problemas de Kraus, del que fue plenamente consciente, era la incomodidad de su lugar dentro del mundo intelectual vienés: “para los políticos soy un esteta y para los estetas, un político” (La antorcha, p. 111), dice con cierta amargura en un ácido artículo de resumen cuando Die Fackel cumple diez años.

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Con no poco tremendismo, Kraus acomete una acción intelectual que en muchos casos era ética: la de comprometerse con el progreso de Austria identificando como enemigos del mismo a los corruptos, los funcionarios incapaz de realizar su labor a la luz de los tiempos, y en general contra aquellas personas que sostienen criterios irracionalistas. Entre otros frentes, el autor ataca a los políticos ineptos, pero también a los periodistas, a quienes hizo continuo blanco de sus invectivas. Así, Kraus convierte la crónica de los tribunales austríacos (como más tarde hiciese Thomas Bernhard) en símbolo de las disfunciones burocráticas del antiguo imperio: bajo la apariencia de justicia se cometen las mayores barbaridades, sustentadas en criterios morales (de moralidad desfasada) y no jurídicos. La igualdad, parece concluir Kraus, se acaba cuando la persona procesada es mujer y joven, y no digamos si además es bella o se ha dejado ver en alguna fiesta. La oposición de Kraus al monstruo burocrático es frontal, dando incluso nombres y apellidos de los jueces incapaces de hacer justicia. La sensación de Kraus también antecede a la de Bernhard: “he de confesar que en mí se despertó más el sentimiento de vergüenza que el de pertenencia a una patria” (p. 46), palabras que podrían firmar el autor de Tala o incluso Elfriede Jellinek. Pero no termina Kraus ahí en sus denuncias: si él se encarga de hacer la crónica de tribunales es porque el nivel intelectual del periodismo especializado es “paupérrimo” (p. 73), y no será esa la única andanada de Kraus, que considera a los malos practicantes de esta profesión una especie de plaga, causante del peor de los males: deformar la opinión pública, mantener la inteligencia social anclada en valores esclerotizados e inoperantes, sea por maldad, ignorancia o ambas cosas.

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Santana hace gran hincapié en la cuestión del lenguaje en Kraus, en una brillante introducción y en un profundo primer capítulo de su ensayo. Y es que es un tema capital en el vienés, para quien la lengua es un gran campo de batalla del que todos intentan obtener las zonas más estratégicas. Canetti recordaba que era imposible encontrar errores o imprecisiones lingüísticas en un texto de Kraus, y éste se queja en varios lugares de La antorcha de que el problema de la literatura es que, como cualquier persona puede hacer suya la lengua, puede pensar después que la cultura y el arte son suyos por el mero hecho compartir su código. Como dice Santana, “al igual que El hombre sin atributos de Musil, La Antorcha de Karl Kraus—compuesta de retazos, de citas tomadas de periódicos y de anuncios publicitarios—encuentra su unidad, más allá de la forma, en la coherencia del programa vital de quien la produce. Toda su obra es lenguaje: el lenguaje hablando de sí mismo, de su capacidad creadora, de su capacidad opresora y de sus límites. Éstos son, más allá de las tapas de cartón que limitan las páginas donde podemos leer sus textos, la contención que hace de su obra un producto unitario” (p. 35). La autora además penetra en un asunto que ocupa un lugar central en el pensamiento de Kraus, el de la condición de materna de la lengua alemana, y a las consecuencias que este hecho tiene en la conformación de su vasta obra.

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Por si hiciesen falta más acicates, otro de los atractivos de Kraus es su penetrante sentido del humor. Su don le procura momentos memorables, como cuando explica cómo logró colar al Neue Freie Presse un delirante artículo firmado como si fuera un experto sismólogo (pp. 84-85), o la respuesta que envió a un periódico soviético que le pedía una síntesis de la cultura rusa después de la revolución (p. 417).

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El laberinto de la palabra consagra a Santana como una de las intelectuales jóvenes más interesantes. Excelente traductora de poesía alemana (véase su versión de Handke en Bartleby), buena poeta ella misma, este libro demuestra su capacidad para aprehender y narrar una de las épocas y ambientes de la Modernidad que más influiría en el desarrollo del pensamiento occidental. La Viena de finales del XIX y principios del XX sólo puede comparar su legado con el París del mismo período, y es todo un desafío ahondar en esa tradición con una voluntad a medias erudita y a medias accesible al lector medio, desafío del que Santana sale ilesa. En la parte central del ensayo se lleva a cabo un minucioso análisis del pensamiento de Kraus y otras figuras de la época (Mauthner, Musil, Hofmannsthal y su Ein Brief) sobre la cuestión del lenguaje materno y su correspondencias intelectuales, políticas e incluso sexuales (p. 242), de modo que el lenguaje parece ser el hilo conductor de El laberinto de la palabra. Desde otra perspectiva, es muy interesante el modo en el que el ensayo, casi sin proponérselo, va esclareciendo las relaciones de influencia de Kraus sobre otras figuras de su tiempo: la influencia de Kraus sobre otros (Wittgenstein, por ejemplo); la influencia mutua (Kraus – Loos, Kraus – Freud), la influencia difusa de otros (Nietzsche) en él, etc. El resultado es un tapiz intelectual de notable precisión sobre un lugar y momento históricos a los cuales tenemos que volver una y otra vez para comprender por qué pensamos como pensamos.


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[Relación del crítico con los autores: ninguna, obviamente, con Karl Kraus; cordial con Sandra Santana. Relación con la editorial Acantilado: ninguna.]


[1] J. Casals, Afinidades vienesas. Sujeto, lenguaje, arte; Anagrama, Barcelona, 2003, p. 85.

domingo, 10 de julio de 2011

Curiosas coincidencias


- Autonémesis: Otra ley: quien peca en una dirección es castigado con ser precipitado en la dirección opuesta. Heráclito, que consideraba al fuego el primer elemento del mundo, murió hidrópico. Galileo, que quiso escrutar demasiado el cielo, se volvió ciego. Don Juan, después de haber desafiado al infierno, se volvió asceta y casi santo. Napoleón, que soñó con el dominio del mundo, tuvo que morir en una isla pequeñísima. Beethoven, que se esforzó por oír todos los sonidos del universo, se volvió sordo. Nietzsche, que siempre alabó la danza como síntoma de sabiduría liberadora, murió paralítico.

Giovanni Papini, El saco del ogro

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- Hipócrates, aunque curó muchas enfermedades, enfermó y murió. Los caldeos vaticinaron la muerte de muchos y también a ellos les alcanzó el destino. Alejandro, Pompeyo y Cayo César, que arrasaron ciudades y aniquilaron ejércitos, también ellos murieron. Heráclito, después de investigar incansablemente sobre la ignición del mundo, murió hidrópico. Demócrito y Sócrates se agusanaron.

Marco Aurelio, Meditaciones, III,3.

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- La muerte es la más elevada forma de vida.

James Joyce, Ulises (1914)

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- La muerte, la más dulce forma de vida.

Gerhart Hauptmann, Michael Kramer (1900)

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- La antigua sabiduría india dijo: "Es la Maya, es el velo del error que cubre los ojos de los mortales, y que les hace ver un mundo del cual no se puede afirmar la existencia, ni la no existencia, pues es semejante al ensueño a la luz del sol que se refleja en la arena y que el viajero toma desde lejos por agua, o bien una cuerda tirada en el suelo a la que toma por una serpiente" (Estas comparaciones están repetidas en innumerables pasajes de los Vedas y los Puranas).

A. Schopenhauer, Der Welt als Wille und Vorstellung

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- Las cosas están cubiertas, por decirlo así, de un velo que hace que los principales filósofos las consideren incomprensibles, y que incluso a los estoicos les resulten difíciles de comprender.

Marco Aurelio, Meditaciones, V, 10

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- We are such stuff / As dreams are made on, and our little life / is rounded with a sleep. (Somos de la tela / de la que están hechos los sueños, y nuestra breve vida / está rodeada de un ensueño).

W. Shakespeare, The Tempest

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miércoles, 15 de junio de 2011

Fuguet, Mun y el inmigrante zombi






Alberto Fuguet, Missing (una investigación); Alfaguara, Madrid, 2011

Nami Mun, Lejos de ninguna parte; Libros del Silencio, Barcelona, 2011

Jorge Fernández Gonzalo, Filosofía zombi; Anagrama, Barcelona, 2011

Reconstruir la vida

El inmigrante y el narrador tienen un trabajo en común. Ambos deben reconstruir una vida. La vida propia, en el primer caso, la ajena, en el segundo.

Coinciden como novedades varios libros que tienen como tema la experiencia de inmigrantes, sea de primera o de segunda generación, en los Estados Unidos. Si bien John Fitzgerald Kennedy dijo en su momento que EEUU es una nación de inmigrantes, la realidad presenta un panorama que dista mucho de esa declaración, en el sentido de que es más fácil decir o recordar la frase que asumirla. En realidad, como ya explicase Derrida, todo Estado nacional se construye simbólicamente como tal por su resistencia al inmigrante[1], y Estados Unidos no ha sido, pese a su histórica permeabilidad, una excepción a esa lógica. En el caso de Norte (2011), de Edmundo Paz Soldán, se profundiza en el tema de la inmigración ilegal; en los libros de Alberto Fuguet y Nami Num que vamos a comentar ahora la cuestión es diferente, puesto que hablamos de inmigrantes legales, con sus papeles en regla, lo que anuncia la complejidad del tema y su realidad poliédrica.

Decíamos al comenzar que la escritura y la inmigración suponen una reconstrucción vital. La excelente crónica Missing (una investigación) (2009) se plantea como un curioso estadio intermedio, pues aunque Alberto Fuguet (Chile, 1964) se ha propuesto rescribir la vida de su tío Carlos Fuguet, el resultado es parcialmente autobiográfico, al utilizar como instrumento la descripción de la vida familiar. Todo retrato familiar acaba por describir, inevitablemente, a uno mismo, y otrosí el autor narra parte de su historia estadounidense al ponerla en relación con la de su tío (“yo algo sé de transplantados. Quizás ahí radica mi lazo irrestricto con mi tío: yo también sé lo que es no tener un lugar en el mundo”, p. 31). En la novela podemos tener noticia de cómo Fuguet (Alberto) va cambiando de país y de trabajo, y cómo se va convirtiendo en un escritor y guionista conocido. En ese sentido, Missing es una autobiografía especular.

Lejos de ninguna parte (Miles from nowhere, 2009), de Nami Mun, desarrolla también de manera especular la biografía de la autora, si bien no exponiendo otro personaje como espejo, sino a través del manido recurso de la autoficción. Nacida en Seúl y trasladada joven a los Estados Unidos, Mun creció en el Bronx, como Joon, la protagonista de la novela, y como ella también se escapó de casa, fue chica Avon, repartidora, dinamizadora en una residencia y vivió en la calle. Su primera novela no es ninguna maravilla literaria; está muy lastrada por ese “realismo de taller de creative writing” que ha vuelto tan plana la mayor parte de la narrativa estadounidense, pero tiene fuerza en las descripciones y construcciones de algunos personajes y, sobre todo, capta a la perfección el submundo de la inmigración estadounidense al borde de la exclusión social. Drogas, prostitución y miseria son descritas verazmente, horras de énfasis, compasión burguesa o moralina, algo en lo que quizá algunos narradores “sociales” de este lado del charco deberían esforzarse.

Si para Mun la reconstrucción de la experiencia viene a través de la reelaboración de la memoria, algo habitual en la narrativa autoficcional, la solución que encuentra Fuguet para escribir su historia es diferente. Su decisión narrativa, que me parece del mayor interés, tanto ético como estético, es la de intentar darle voz a una persona a la que, a su juicio, nadie había querido escuchar. Tomar su historia, aparentemente común, y situarla en un lugar notorio, visible, al alcance de todos. En consecuencia, su deber como narrador es el ponerse en la piel del personaje, al objeto de reconstruir su vida desde dentro: “para saber de Carlos, para entender a Carlos, iba a la larga a tener que serlo, hablar por él, usando alguna de sus palabras” (p. 131). Esto es justo lo que hace Fuguet en la sección VIII del libro, subtitulada “carlos talks” (“carlos habla”). Las siguientes 174 páginas son un largo monólogo cuyas frases son situadas una debajo de la otra; entiendo que la intención de Fuguet no es, por supuesto, hacer poesía, sino simplemente explicitar visualmente que estamos ante una voz otra, la voz de un otro, de un Fuguet haciéndose pasar por otro Fuguet, que se expresa de forma no lineal, con cierta desarticulación, debido a las alteraciones y vicisitudes de la memoria, que deja también huecos (queridos o no) en el discurso. Es el modo visual en que Fuguet encarna el silencio, lo no contado, junto a la frase pronunciada.

Desarraigo y reconstrucción del yo

Me desperté en Atenas sin entender muy bien cómo; pero cuando se lleva viajando demasiado tiempo sin mapa, como era mi caso, uno se acostumbra a despertarse en cualquier parte seguro de que, al fin y al cabo, cualquier parte siempre queda en el mismo planeta y todo el planeta es un único sitio llamado, sí, El Extranjero.

Rodrigo Fresán[2]

La experiencia del trasterrado o de quien está, socioculturalmente, fuera de lugar, es la de una persona que se siente extraño y falto de encaje. Carlos Fuguet dice que “en chile tenía cosas, tenía la universidad, la política, me sentía parte de algo, en elei no me sentía parte de nada, no me sentía parte de mí” (p. 194, aclaramos que “elei” es L.A., Los Ángeles). Hemos hecho la precisión al entorno sociocultural porque en principio Joon no es una trasterrada, sino estadounidense de nacimiento; el desarraigo no hizo estragos en ella sino en sus ancestros: “comprendí con claridad los conflictos de mi padre al llegar a los Estados Unidos. El país era nuevo y extraño. Lo desancló. Pero la bebida era la misma y sus costumbres también. Se limitó a dejarse arrastrar hacia todo lo que le resultaba familiar, es decir, a beber y a engañar, caminos que jamás lo obligaban a plantearse quién era ni por qué estaba allí” (Lejos de ninguna parte, p. 192). Siendo esto así, los sentimientos de Joon se explican también por su condición de desplazada, no sólo porque parece una inmigrante asiática y como tal es tratada, sino por algo más. En una entrevista, Nami Mun ha dado una opinión que me parece interesante: a su juicio, Miles from nowhere no es exclusivamente una novela sobre inmigración, porque los sentimientos de exclusión y de no entendimiento de las reglas sociales no sólo afectan a la madre de Joon, que llega a los Estados Unidos; también sacuden a la propia Joon cuando cae desde un estatus familiar al submundo de la marginalidad[3]. De ahí que la protagonista necesite volver a crearse, y le fascinen otros personajes que parecen haberlo conseguido: “Me metí la mano en el bolsillo, saqué la foto del anuario escolar y la puse junto al rostro de Lana para buscar una semejanza. De niño, parecía delgado y quebradizo. Entonces me di cuenta de lo que admiraba de ella. Encima de quien había sido una vez se había creado un nuevo caparazón, una nueva versión que no recordaba a nadie, tal vez ni a ella misma, ni a cualquier cosa pasada” (Lejos de ninguna parte, p. 77). Los dos personajes centrales, Carlos y Joon, tienen esa vocación de reconstrucción, de escribir de nuevo la historia de su vida, pero ambos están perdidos, aunque se nieguen a reconocerlo (Missing, p. 310); Lejos de ninguna parte, pp. 27-28); su falta de arraigo, su perplejidad ante el hecho de no encontrarse en un país “elegido” pero inhabitable y por el que vagan atorrantes, vacíos, nómadas, huecos, los convierte en sujetos perdidos, perdedores, losers, esperando una rescritura válida que no acaba de llegar.

En Missing todos los personajes –incluido el propio narrador– están afectados por el hecho de llegar a los Estados Unidos con cierta edad, ninguno de ellos antes de la adolescencia. Tienen que luchar con/contra el idioma, y contra una sociedad que no los rechaza del todo (por ser inmigrantes blanquitos, como se dice en algún momento de la crónica), pero que tampoco los abraza. Los inmigrantes no son aceptados o se sienten como tal (“me sentía un ciudadano de segunda y eso que era un ciudadano americano”, Missing, p. 295). En concreto las generaciones mayores, los abuelos de Fuguet, son quienes lo pasan peor; otro tanto sucede en el libro de Mun: “Pensé en mi padre, en que quizá él sintiera lo mismo. Él no pertenecía a este país, ni a su esposa, ni a su hija, que decía frases que sonaban a canicas pegajosas (…) Habíamos cambiado de país, pero él no estaba dispuesto a cambiar de forma de ser.” (Lejos de ninguna parte, p. 189). Curiosamente, la madre de Carlos vive en California durante décadas y nunca llega a aprender el inglés, resistiéndose a hablar otra cosa que no sea español (Missing, p. 348). Como dice Fuguet, “no es sencillo rehacerse, menos en otro idioma” (p. 31).

Del mismo modo que los coreanos son confundidos invariablemente en la novela de Mun con los chinos, y tratados como tales, los chilenos en Estados Unidos son mezclados con los mexicanos, que es el grupo de población latina dominante; esto llega hasta tal punto que cuando una mexicana habla con Alberto Fuguet y éste le pregunta por su tío chileno, se genera esta conversación, reproducida por el autor sin los signos de puntuación característicos: “Mire, le dice, recuerdo que hace unos años, no sé, tres o cuatro, vivía un extranjero. ¿Un extranjero? Alguien que hablaba español distinto” (p. 112). Mientras que la novela de Mun está muy normalizada en ese sentido, ya que tanto ella como su personaje son estadounidenses hijos de emigrantes, y por tanto bilingües de nacimiento, en Carlos Fuguet se advierte a la perfección, gracias a las reproducciones del code switching o cambio súbito de lengua dentro de la misma frase o párrafo, la tensión entre la lengua materna y la adquirida (en algún momento llegamos a leer, por ejemplo, “no comments pero I agree”, p. 144). El code switching, por su trastabillar entre lenguas, por su titubeo entre códigos, se configura como un tartamudeo lingüístico, que es trasunto de un balbuceo geográfico: “para Schutz (…) el extranjero es un ‘tartamudo social’, obligado a traducir los esquemas de interpretación de la realidad palabra por palabra; está aislado de su saber de origen y siempre al borde del mapa, en el límite del territorio que éste abarca. El extranjero nunca está, dice Schutz, en el ‘centro’ de su medio”, como recuerda Isaac Joseph[4]. Su lengua es doble (lo cual, según Gottfried Benn, apela a un doppelleben, a un vivir doble, a una doble vida), y el salto de una a otra tiene inequívocas consecuencias psicológicas: Carlos ha interiorizado tanto su necesidad de ser aceptado, de pertenecer a algún lugar, que cuando se enoja con su entrevistador o habla de ciertos temas vuelve al inglés en legítima defensa (véanse pp. 147-48), en actitud de repliegue. También Joon escoge el inglés y reniega del coreano para mostrar su “integración” social:

—Ya me lo imaginaba —espetó. Entonces, hablándome en hangul, me preguntó—: ¿Eres coreana?

Lo miré fijamente a los ojos, aquellos escarabajos negros y rabiosos, e hice como si me estuviera hablando en jerigonza:

—¿Qué? ¡Hable en cristiano, hombre! —grité, y me volví hacia el público—. Ahora está en los Estados Unidos. (Lejos de ninguna parte, p. 203)

Creo que una diferencia fundamental entre las novelas de Mun y Fuguet es su observación sobre el concepto de “hogar”, que en realidad es una declaración de intenciones: mientras que Joon vuelve, como Ulises, a la casa paterna (materna, más bien), el libro de Fuguet viene a sostener que la casa paterna no existe, no hay tal cosa: uno lleva su vida consigo allí donde va en el lenguaje o, acaso, en el bilingüismo. El único hogar fijo sería el ataúd del final.

El inmigrante zombi

me desplacé para todas partes,

nunca paré.

A. Fuguet, Missing (una investigación)

Sólo nos quedan unas pocas palabras, el cadáver de tanto por sentir aún.

J. Fernández Gonzalo, El libro blanco

Sobre la idea de que el consumidor ideal es el drogadicto han escrito Juan Goytisolo (2004), Eloy Fernández Porta (2007) y César Rendueles (2008); Jorge Fernández Gonzalo propone en su excelente ensayo Filosofía zombi una alternativa: los zombis como “consumidores por antonomasia” (p. 53). En su imaginario fílmico, los zombis son presentados como una especie de robots vegetativos en busca de carne, y definidos como motores de satisfacción inmediata. Ambas figuras son correctas y, si nos fijamos bien, en las dos late la irracionalidad, la pérdida de la razón, como eje explicativo del ultraconsumo. Uno de los aspectos más interesantes del ensayo, que parte del cine de zombis para extraer conclusiones simbólicas sobre nuestra sociedad hiperconsumista, es la dimensión del zombi como acumulador irracional. El zombi no se pregunta sobre la contención, no ahorra, no hace previsiones ni guarda provisiones: come lo que puede, donde puede y todo cuanto puede. Sus técnicas vitales son el arrastre y el remolque (p. 195), y su horizonte es el ahora. El zombi acumula de forma mecánica sus objetivos, sólo “tira hacia delante”, sin preguntarse. El inmigrante, como podemos ver en la descripción de Fuguet, también. El movimiento del trasterrado es hacia el siguiente día, sin pensar demasiado: “la piensas y no la piensas, si la piensas, no haces nada, si no piensas nada, no se te ocurre nada” (p. 290). Los inmigrantes de Mun y Fuguet son personajes que van acumulando maquinalmente trabajos, con el objetivo ciego de vivir mejor, de cumplir un sueño americano (Missing, p. 148) que pide demasiado por su satisfacción. Van cubriendo etapas, van devorando cuerpos, amores, trabajos (“sentía que la libertad me estaba saliendo demasiado cara, dos trabajos que no sumaban uno”, Missing, p. 293), sueldos, para lograr el primer fin: la supervivencia, el no regresar como fracasados a su país de origen, sin importar que la vida que pueden llevar en su nuevo país puede parecerse mucho al fracaso. Porque también acumulan dolor, disfuncionalidades, adicciones, soledades y hartazgo. Construidos como robots de subsistencia, los inmigrantes en estas obras narrativas también resultan a veces estructuras mecánicas afectivas, capaces de vaciarse por dentro y de reiniciar los sentimientos sin aparente complicación. Simplemente duele un poco: caen, vuelven a ponerse en pie, se sacuden el polvo y siguen caminando.

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[Relación del crítico con los autores reseñados: ninguna con Fuguet y Mun, he mantenido correspondencia con Fernández Gonzalo. Relación con las editoriales de los libros reseñados: ninguna]
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NOTAS

[1] “todo Estado nación se constituye a partir del control de las fronteras, el rechazo de los inmigrantes clandestinos y una estricta limitación del derecho a la inmigración y el derecho de asilo. Este concepto de frontera constituye, justamente como su frontera misma, el concepto de Estado-nación”; J. Derrida, “Artefactualidades”, en J. Derrida y B. Stiegler, Ecografías de la Televisión; Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1998, p. 31.

[2] Rodrigo Fresán, “Apuntes para una teoría del cuento”, La velocidad de las cosas; Mondadori, Barcelona, 2005, p. 189.

[3] “And really it’s just one of alienation: feeling out of place, feeling that confusion when the language is completely new and the rules are new - you don’t even know the rules. Those are feelings an immigrant might feel but I really can’t call the book an immigrant novel because those feelings of alienation anyone could feel no matter what country they’re from. Joon’s mother, who is definitely feeling the stress of the move to a new country, her feelings parallel Joon feelings as she enters into this submerged population group”; Nami Jun, entrevista en Chicagoist, 08/01/2009, accesible en http://chicagoist.com/2009/01/08/interview_nami_mun.php.

[4] Isaac Joseph, El transeúnte y el espacio urbano; Gedisa, Barcelona, 2002, p. 74.