martes, 11 de octubre de 2016

Alberto Ruiz de Samaniego y el Licenciado Vidriera




Tras declarar en una red social mi constante interés por la figura de “El Licenciado Vidriera”, protagonista de la homónima novela ejemplar de Miguel de Cervantes, el filósofo Alberto Ruiz de Samaniego me escribió para enviarme el texto que reproducimos a continuación, inédito hasta hoy y que su autor había dictado como conferencia. Al ofrecerle la posibilidad de publicarlo aquí, el pensador accedió gustoso. La reflexión de Ruiz de Samaniego no sólo se extiende al Licenciado Vidriera y su contexto histórico y artístico, sino que avanza en una dirección sobre la que ya escribió Proust en Sobre la lectura, la estrecha relación entre la melancolía y la vida del estudioso: “se dan no obstante ciertos casos, ciertos casos patológicos por decirlo así, de depresión espiritual, en los que la lectura puede convertirse en una especie de disciplina terapéutica y encargarse, por medio de incitaciones reiteradas, de volver a introducir a perpetuidad a una mente perezosa en la vida del espíritu. Los libros desempeñan entonces para ésta un papel análogo al de los psicoterapeutas con ciertos neurasténicos. […] La única disciplina que pueda ejercer una influencia favorable en tales espíritus es, por tanto, la lectura”[1]. A continuación se reproducen los interesantes razonamientos de nuestro autor invitado.


Cuerpos de cristal. El Licenciado Vidriera, una alegoría de la fragilidad en el mundo barroco

Alberto Ruiz de Samaniego


“Vitae brevitas. Homo fragilior. Nonne fragiliores sumus quam si vitrei essemus? “
San Agustín, Sermo XVII Caput VII.

“Qui videtur esse sapiens inter vos, stultus fiat, ut sit sapiens”
San Pablo, citado por Erasmo.





Noli me tangere. No tocar. Vidriera bien podría decir lo que el Cristo a María Magdalena tras la resurrección. Al cabo, él también es – o al menos lo cree en su locura- un cuerpo glorioso, sutil, incorruptible: está hecho de vidrio. Vidriera – o su reino, si lo tiene- no es de este mundo. Tal vez nunca lo haya sido del todo. Recordemos cómo se inicia el relato cervantino: dos hombres que se dirigen a Salamanca encuentran a un muchacho dormido bajo un árbol – no es baladí, desde luego, el carácter pasivo, ensoñador, que el personaje manifiesta desde un inicio-. Le preguntan por su identidad, y el crío se niega a dar detalles.

“Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol, durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador. Mandaron a un criado que le despertase; despertó, y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio. Preguntárosle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también.”[2]

No tiene, o mejor: no quiere tener contexto ni pasado. Desea aparecer limpio ya como un cristal, sin huellas ni marcas. Ser, pues, aquello que es más que una mera inmanencia: una transparencia pura. El cristal, como indicara Benjamin, es enemigo del misterio, y lo es también de la propiedad. (Experiencia y pobreza).Si acaso, el emblema de este muchacho ha de ser, por tanto, la soledad, la no-pertenencia, el olvido incluso. Porque no es por falta de memoria que, como dice uno de los caballeros, se le haya “olvidado el nombre de su patria”. No: es un olvido a conciencia; es, diríamos, el olvido que exige el saber en relación con todo origen o pertenencia patrimonial. La borradura o el extravío de sí que requieren la escritura, el estudio: las letras. “Pensar – escribió Cioran- es socavar, es socavarse. Actuar implica menos riesgos porque la acción llena el intervalo entre las cosas y nosotros, en tanto que la reflexión lo amplía peligrosamente”[3].

“- Sea por lo que fuere – respondió el muchacho- : que ni el della [la patria] ni el de mis padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.”
Esto de asumir, como principio, un voluntario olvido del lugar de identidad y procedencia constituye, lo sabemos, un recurso muy cervantino. Un mismo aspecto de renuncia hermana a Alonso Quijano y a este Tomás Rodaja que tantas cosas compartirá con el hidalgo ingenioso, ingenioso pero desclasado y sin juicio, como lo habrá de ser el propio Tomás. Ambos renuncian, efectivamente, a sus particularidades, a su tierra y a su carne, diríamos, en favor de otra cosa. Una aspiración que está en las letras y que los eleva de lo mundano, lo considerado mendaz y terrenal, a la abstracción espiritual, cristalina y brillante, de las ideas eternas. Así pues, renuncia y transformación por lo que promete el Gran Otro, lo que el campo del orden simbólico asegura u ofrece a un pobre cuerpo mortal que desea superarse, escapar de sí. Pues “No basta con llamarse para ser de un sitio”, como dejó dicho don Quijote.



Jorge Molder, De la serie Desconhecemento Imediato, 2005


Rodaja, como Santa Teresa, vive desde el inicio sin vivir en sí. Parece que espera o aspira – como la de Ávila- a una vida más alta. Y para ser digno de ella lo primero que ha de hacer es abjurar de su naturaleza, de su pobre o parca poquedad. Aunque su apellido, y su vestimenta, ya nos hablan por él, o a pesar de él, como notan los dos hombres que lo encuentran en el Tormes:

“infirieron sus amos, por el nombre y el vestido, que debía de ser hijo de algún labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro, y a pocas semanas dio Tomás muestras de tener raro ingenio,…”.



Los nombres y los vestidos constituyen, al final, nuestros identificadores, porque quizás, en definitiva, no somos más que un vacío, hombres de paja o de cristal que han de ser llenados, marcados, reconocidos con aderezos externos que formarán nuestra esencia, como acreditará de forma evidente el relato de Cervantes. A veces, pareciera que la trama, sostenida alrededor de los cambios de nombre y las transformaciones de la vestimenta, está al servicio de esta idea, obsesión barroca entre las obsesiones. 


Pero volvamos por ahora a la menesterosa finitud de carne y hueso de Tomás, dispuesto a su sacrificio particular para alcanzar el cielo de la sabiduría - y la fama que ella trae - que, como sabemos, reposa, con sus luces y claridades, en el cielo de Salamanca.





Fernando Gallego, Cielo de Salamanca, 1481-1486


Él mismo lo atestigua, sentencioso: ha oído decir “que de los hombres se hacen los obispos”. ¿Concebiría Rodaja el ámbito del saber y las letras, el ejercicio propio de la escritura, como la mayor posibilidad de separación de la experiencia corporal? El yo del Barroco –como han señalado tantos[4]- es un yo abnegado, que rechaza incómodo esa too solid flesh que lo marca y retiene en este valle de lágrimas, y sólo desea alzarse a la universalidad que lo constituye esencialmente. He ahí aquello que le promete acaso ser de veras yo. Tomás Rodaja, literalmente, quiere hacerse un nombre, igual por cierto que Alonso Quijano cuando duda entre diferentes posibilidades nominativas hasta que, acto decisorio definitivo, encuentra, en la estela de su admirado Lanzarote, aquél con que ya podrá salir por fin al campo de batalla: don Quijote. A Rodaja le sucede algo parecido: pierde o se libera de su cuerpo rudo - rural, al cabo- para volverse signo, construirse por los signos. Y con ellos se creerá capaz de llegar a ser, como se dice, alguien: por los nombres y las palabras, por los colores y las telas, por las letras y los diplomas que ofrece la universidad. Toda identidad es de papel, hecha de trapos, tramas y documentos. A esta conclusión llega el espíritu barroco, siempre a vueltas en una continua tensión entre la exaltación del yo y la depresión de una individualidad que no puede dejar de reconocer su carácter vulnerable y la contingencia de su vida. El vidrio, por ejemplo y especialmente, tiene apariencia de solidez y un aspecto brillante, pero es un material frágil que en realidad no contiene nada en su interior, y que, al romper, evidencia su insignificancia. Son estas características las que hacen de él un ejemplo moralizante, la gran metáfora, a un tiempo, del engaño y el desengaño.

A veces, esta metabolización radical del saber letrado nos recuerda – con su punto irónico y desaforado- como a un personaje de Borges: “Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felice memoria, que era cosa de espanto; e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella”. Un personaje que tiene por descendiente al M. Teste de Valéry, quien al parecer inspiró al propio Funes borgiano. Dice Teste de sí algo que también podría haber dicho Mallarmé, y desde luego Vidriera, ya en su locura, en este sentido no otra cosa que la culminación de sus aspiraciones: “Tan recta es mi visión, tan pura mi sensación, tan desgraciadamente completo mi conocimiento, y tan sutil mi representación, tan nítida, y mi ciencia tan consumada, que desde la extremidad del mundo hasta mi palabra silenciosa me penetro; y levantándose de las cosas informe que se desea, a lo largo de fibras conocidas y centros ordenados, yo me soy, me respondo, me reflejo y repercuto, me estremezco en el infinito de los espejos – soy de cristal”[5].

Los nombres. Primero fue Rodaja, después Vidriera, y finalmente Rueda. La inestabilidad de los nombres puede ser un síntoma de un mundo que se ha vuelto confuso, él mismo inconsistente, frágil, variable; es el universo inconstante del que hablara Américo Castro en relación precisamente con Cervantes, allí donde empiezan a bascular viejos fundamentos como los de la razón o la fe. Pero tenemos en esta evolución del apellido toda una declaración implícita del destino tornadizo de nuestro personaje, con sus tres etapas de vida: formativa, crítica y activa. Se corresponderá también con tres ropajes distintos: el negro de estudiante, el pardo del sayal de loco y el traje tornasolado de soldado - “de papagayo”, como se apunta en la novela-.



Hábito de licenciado de Salamanca.





Bandera de los Tercios de Flandes


Este joven es más que nada un alma peregrina y errante: viajero de su pueblo desconocido a Salamanca, de ahí a Málaga y luego a Italia y a Flandes (Tomás visita Florencia, Roma, Nápoles, Palermo, Loreto, Venecia, Milán, Aste, Gante, Amberes, Bruselas…). Después vuelve a Castilla, primero de nuevo a la ciudad del Tormes, donde remata sus estudios, y finalmente a la corte. Tomás encarna, sin duda, un cuerpo en tránsito; de espíritu, lugar y de clase. Un fragmento separado de su conjunto o su comunidad: una rodaja. Así, a los requerimientos para que se enrole en el ejército, él responde que no está obligado a seguir su bandera, y que “más vale ir suelto que obligado”.

Rodaja, Rueda: el emblema de la Fortuna, la rueda invisible que hace girar los cielos y las estrellas, y a los hombres con ellos. Y que algunos incluso han imaginado como una rueda de cristal, para mayor abundamiento, porque la fortuna, claro, es quebradiza. El joven es alguien que, como vemos, circula o rueda en medio de la contienda entre el ideal estático de la Sabiduría y el capricho del azar o la ventura, más bien la desventura. ¿Habrá una identificación de fondo del escritor Cervantes con Vidriera?





Rodaja es una palabra bien cervantina, en el Quijote (II, 19), Sancho, hablando precisamente de la fortuna, dice así: “nadie sabe lo que está por venir: de aquí a mañana muchas horas hay, y en una, y aun en un momento, se cae la casa; yo he visto llover y hacer sol, todo a un mesmo punto; tal se acuesta sano la noche, que no se puede mover otro día. Y díganme, ¿por ventura habrá quien se alabe que tiene echado un clavo a la rodaja de la fortuna?”
Tomás, en fin, busca “un amo a quien servir, por sólo que le diese estudio”. Lo cierto es que el muchacho parece una especie de emblema viviente. Se cobija tras una pirámide textual para no tener que enfrentarse con la realidad o, más bien, para no tener que implicarse en ella. Y luego, ya en su locura - como Vidriera - semeja, en cierto modo, esa figura de El bibliotecario que pinta un coetáneo de Cevantes: Giuseppe Arcimboldo.



Guiseppe Arcimboldo, El bibliotecario, 1566


 Arcimboldo es un artista cuyo imaginario, como nos enseñó Barthes – otro estudioso incómodo con su cuerpo que optó por el límpido imperio de los signos-, también está articulado al modo de tropos retóricos, rodajas metonímicas que dibujan una extraña – a menudo inquietante- composición de una realidad troceada, amalgamada de modo bastante heteróclito. Entonces, como el personaje del pintor italiano, nos imaginamos a Vidriera todo él constituido de libros o por libros, pero digno de conmiseración y ridículo, en suma, en su estrambótica presencia:

“Pidió Tomás le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo, por que al vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le dieron una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó con una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna manera, y el orden que tuvo para que le diesen de comer sin que a él le llegasen fue poner en la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le ponían alguna cosa de fruta de las que la sazón del tiempo ofrecía”.




Médico del siglo XVII. Grabado anónimo  francés


Que Vidriera rechaza el mundo, y con ello el cuerpo y la carne en favor de la letra o del cuerpo de la escritura nos parece evidente; a fuer de ser, además, la causa de todos sus males. Ya desde el principio, sus señores notan que el muchacho sabe leer y escribir, de hecho este es el único rasgo que lo define. Luego, cuando prueba la vida militar, el joven se fija en el idiolecto – lingüísticamente mestizo- con que los soldados hablan, especialmente de las cosas del comer: “aconcha patrón, pasa acá manigoldo, venga la maceleta, li polastri, e li macarroni”. No hay duda de que Tomás - ¿o Cervantes?- tiene oído para los particularismos del lenguaje. Pero tampoco de que, aun presentándosele la vida militar como una promesa de libertad, festines, viajes y placeres abundantes, la rechaza, lo que enseguida nota su capitán, quien lo define como una “conciencia [que de]  tan escrupulosa, más es de religioso que de soldado”. 
En una conferencia de 1966, “El cuerpo utópico”, Foucault opone la utopía al cuerpo, toda vez que el cuerpo es lo único que no se puede trasladar a un espacio imaginario perfecto. En esta tensión podemos ubicar al melindroso Vidriera. Para estar a bien con su exigente conciencia – una suerte de superyo que le insta a cumplir su ambición única y primera, que es huir de su origen y volverse un famoso hombre de letras, Tomás tenía que sublimar sus pulsiones. Incluso nos atreveríamos a decir que se refugia en la voluntad libresca para escapar del desarreglo y del dominio mismo de las pasiones del cuerpo, o del deseo. El deseo es, seguramente, un campo de batalla. Es como el mar proceloso de la corte del que nos habla el relato: en él también se producen todo tipo de colisiones, azares y venturas. 
La transformación en vidrio no deja de ser lógica: con ella posee un cuerpo sutil, frío, delicado, lúcido para toda especulación. Como si el saber pudiese funcionar al modo de un sortilegio, un exorcismo que lo proteja del mal nefando, que es el de la carne, claro. La cristalización somática supone el colapso de la “circulación misteriosa de la sangre y el deseo” de que se admiraba Proust. Así, requerido de amores – más bien carnales- por una cortesana, “como él atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al gusto de la señora, la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer, aborrecida y que por medios ordinarios y comunes no podía conquistar la roca de la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros modos a su parecer más eficaces y bastantes para salir con el cumplimiento de sus deseos”. Es entonces cuando la mujer, malévola y despechada, le hace ingerir un membrillo envenenado que provocará el ataque del joven y, posteriormente, su locura. Sobrevendrá luego el delirio de poseer un cuerpo cristalizado, que es, como si dijésemos, lo mismo que ser un puro y seco espíritu, muy lejos ya de cualquier corporeidad pringosa, también de todo contacto.


Lucas Cranach, Adán y Eva, 1530



Vemos también en la ingesta del membrillo envenado – fruto por cierto de evidente simbolismo sexual-  un rasgo irónico cervantino: como Adán y Eva cuando comen la manzana del árbol del conocimiento y se dan cuenta por ello de que están desnudos, Tomás adquiere su impresión de ser de vidrio al comer el membrillo, pecado de su codicia por alcanzar la sabiduría. Pero, al igual que sucede con la desnudez de la pareja adánica, la impresión del vidrio sólo existe en la mente del joven, es evidente. Como si el veneno no hiciese más que evidenciar dramáticamente la existencia de una ambición sobrehumana de resplandor y lucidez que a la vez está indudablemente teñida de la íntima sospecha de su propia fragilidad y penuria.

Por ello, el apellido, como vieron bien los estudiantes ricos que se dirigían a Salamanca, delata el origen aldeano de Tomás, pero también nos ofrece mucha información, si queremos, tácita. Rodaja significaba, asimismo, un círculo en torno a un vacío. La voz rodaja,  según el Diccionario del castellano tradicional, alude a un apero de labranza, una pieza redonda de hierro, en forma de argolla o de anilla, que servía para sujetar a las bestias de carga. Conviene notar, en este sentido, que, desde el principio, el protagonista ha hecho el vacío sobre sí, y lo ha custodiado sólo por las palabras. De ahí que, con toda lógica, su locura – que, como señalamos, no está nada lejos de la locura libresca del Quijote - evidencie un claro terror al contacto:

“Imaginose el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían: que real y verdaderamente él no era como los otros hombres, que todo era de vidrio de pies a cabeza”.

Cuando alguien trataba entonces de abrazarlo, para demostrarle que nada ocurría, el loco se tiraba al suelo gritando y se desmayaba. Una vez recuperado el sentido, imploraba que le hablasen desde lejos y que le preguntaran cualquier cosa, porque él respondería con mayor inteligencia, al estar hecho de vidrio y no de carne:

“Decía que le hablasen desde lejos y le preguntasen lo que quisiesen, porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de carne, que por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con más prontitud y eficacia que por la del cuerpo, pesada y terrestre. (…) le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio; cosa que causó la admiración a los más letrados de la universidad y a los profesores de la medicina y filosofía…”

De manera que el loco habla siempre como desde un cerco de protección, una ilusoria rueda de vacío cuyos radios están hechos de “palabras y razones concertadas”. Aún más: la fama de ingenio agudo de Vidriera se sostiene fundamentalmente en su dominio del lenguaje: sus respuestas enigmáticas y sus latigazos oraculares están construidos con continuos juegos de palabras, retruécanos y calambures. Obligan desde luego al interlocutor a un trabajo de desciframiento en donde la verdad de la respuesta sólo se alcanza si uno es capaz de entrar en el juego o el espíritu de la letra[6].  La lección parece clara, ejemplar incluso, cartesiana: el espacio de la invención lingüística, o su cumplimiento de máxima intensidad - la mayor creatividad del saber o del pensamiento- sólo se consigue obliterando las funciones del cuerpo; dominando y controlando con justeza, rigor y claridad la dimensión pasional y orgánica de un sujeto que ha de ser transparente como el cristal al ejercicio de su mente. Incluso virginal como lo es, en la imaginería mariana, la metáfora del vaso, jarra o envase traspasado por la luz.



Roger van der Weyden, Anunciación, panel central, 1440.


Finalmente, cuando Tomás llegue al patio de Consejos de Valladolid y curado vea cómo “le acabaron de circundar cuantos con él estaban. Él viéndose con  tanta turba a la redonda, alzo la voz y dijo: - Señores, yo soy el licenciado Vidriera, pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda”. Extrañísima negación, más compleja aún que la declaración del propio Quijote cuando afirma: “Yo sé quien soy”. Rueda alega ser otro del que es, y del que era. Es Vidriera, pero ahora es Rueda. Y esa rueda, que antes congregaba en torno muchedumbres en la plaza, pide ahora, sin embargo, romper su cerco y acoger en su casa a los que se maravillaban de su afamada palabra pública. “Por las cosas que dicen que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo”. Ya es tarde, pues ahora es el contorno quien lo rechaza: no atiende ya a sus sermones y nadie lo sigue. Será finalmente este vacío el que, en definitiva, como el propio licenciado avisa, lo conducirá a la muerte.

Ocurre como si hubiese en Cervantes una clara desconfianza platónica hacia los libros. Por más que, como sabemos por el propio Quijote (capítulo IX, 1ª parte) sea Cervantes mismo un “aficionado a leer”, tanto, que lee hasta los “papeles rotos”, de esos que – dice también – andan, se arrastran por la calle. ¿Acaso no sugiere este detalle mucho más que una natural inclinación? Bien podría achacar Cervantes los males de su destino a esta tendencia lectora que lo llevó por caminos de pobreza y desventuras. De hecho, en el propio Quijote (capítulo VI, 1ª parte), cuando el Cura y el Barbero están expurgando la biblioteca del ingenioso hidalgo, y ante la aparición en sus estanterías de La Galatea, Cervantes hace hablar al Cura así: “Muchos año ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos”. 

Las letras, en todo caso, van unidas a las desdichas. Todavía más, la desconfianza hacia las letras se vuelve ciertamente sarcástica si comprendemos que, en realidad, Rodaja alcanza el don de la palabra gracias precisamente a la locura. Es sólo entonces cuando es escuchado y requerido, y su palabra y espíritu de agudeza reconocidos. La licenciatura, en verdad, sólo la ejerce durante su trastorno, a través de los juicios críticos que realiza. Esto es: cuando el licenciado pierde la razón es cuando demuestra y lleva a la práctica sus estudios y su saber. De hecho, como ha apuntado algún comentador, “en la vida práctica, Tomás se vuelve completamente loco, mientras que, enunciativamente, alcanza el máximo de sabiduría”. (Cesare Segre[7]).

De modo que, como sucedía en el caso de don Quijote, vemos cómo el autor sana al protagonista, pero para acabar presentando el estado de salud como un empobrecimiento fatal respecto al período precedente. No será esta una de las menores ironías del enigmático escrito cervantino, que está plagado de ellas; connotándolo con un carácter diabólicamente tortuoso y, al mismo tiempo, inocente y amargo, casi angélico, como si de uno de los últimos extraños cuentos de Melville se tratase; incluso de Kafka - pienso, por ejemplo, en El artista del hambre-. En todo caso, la ejemplaridad, de haberla, es desde luego sibilinamente despiadada, y muy triste. No sólo con el personaje: para con todos. Comenzando por esa sociedad hipócrita e inhumana que se complace en escuchar las diatribas violentas de los discursos de Vidriera, porque en el fondo dice las verdades que nadie se atreve a exteriorizar – y que sólo a un loco estarían quizás permitidas- ; pero le da la espalda a ese mismo espíritu cuando éste retoma la cordura. Como si el mundo, entonces, sólo quisiese apreciar el espectáculo del conocimiento cuando se muestra justamente en tanto que un espectáculo, tan hiriente como histriónico, en buena medida sustentado  – y degradado -  por la distancia que hay entre el contenido notable de la enunciación y el carácter desfachatado del sujeto que la comunica. Y como de Vidriera a Rueda lo que se ha perdido es ese componente espectacular y mordaz, la población no dudará en darle la espalda. Hasta empujarlo, de hambre, a la emigración y a la milicia, donde morirá, se dice que con valentía.

Esta oposición armas-letras, que es característica del universo cervantino – en todos los sentidos- está sugerida desde el inicio del relato: Tomás coquetea con los tercios, viaja a Italia con el capitán Diego de Valdivia, igual que Cervantes, por cierto, lo hizo en la compañía del capitán Diego Urbina. Lleva además consigo el libro de Garcilaso, el máximo ejemplo logrado del poeta-soldado. He ahí un ideal que se volverá inalcanzable para todos, para Tomás, para Cervantes – cuerpo definitivamente quebrado tras Lepanto-, para la patria incluso. Pero Tomás, como hemos dicho, no tiene el cuerpo para las armas – que piden por cierto cuerpos dóciles, fuertes y sanos, hechos para ser rotos y atropellados en batalla, como el de Cervantes-, sino para las letras, para su mal. Por eso en su loco proceso de espiritualización, o de cristalización, se nos dice que ha reducido su dieta a agua y fruta, mientras que “carne ni pescado, no lo quería”. En realidad, tal polaridad de armas y letras no es más que la variante de la gran oposición entre cuerpo y saber, como también lo es la de la carne frente al vidrio. Y está presente hasta el final mismo de la novela, cuando el Licenciado Rueda, “viéndose morir de hambre” – notémoslo- vuelve a Flandes, a “valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio”. ¿No es este, por lo demás, parecido destino al del pobre Cervantes?

Morirá al fin en batalla el soldado ¿Rueda? como valiente guerrero. Alcanzando mediante las armas y el sacrificio entero de su cuerpo el reconocimiento y fama que no había logrado por las letras- último sarcasmo del destino y de la historia -: “la vida que había comenzado a eternizar por las letras – termina con aire lánguido y sobriedad melancólica el cuento- la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado”.

Finalmente: el cristal, y la melancolía. Todo parece indicar que Cervantes inventa su personaje a partir de la lectura del diálogo del médico vallisoletano Alonso de Santa Cruz titulado Dignotio et cura affectuum melancholicorum, conocido como Sobre la melancolía[8].



No fue publicado hasta 1622 por su hijo, Antonio Ponce de Santa Cruz, amigo del escritor y médico de Felipe III, pero se sabe que circulaba el texto manuscrito desde mucho antes en los círculos allegados a los Santa Cruz. En este escrito, el autor repasa y clasifica muchos tipos de melancolía, sus causas, síntomas y terapias. Entre los casos que el texto proporciona está el de un melancólico que se creía de vidrio. También Robert Burton, en su The Anatomy of Melancholy de 1621 menciona ese trastorno, y hasta René Descartes lo cita en sus Meditaciones como ejemplo de cierta clase de locos cuya percepción del mundo difiere de la mayoría, pues, ofuscados sus cerebros por un pertinaz vapor “meláncolico”, se creen reyes siendo en realidad pobres, o que están vestidos de púrpura estando desnudos, o que tienen la cabeza de barro, o son enteramente unas calabazas, o están hechos de cristal[9].  Hay, por cierto, algo de Vidriera en Descartes, filósofo de salud quebradiza. Su obsesión con la salud llegó a tal punto que fue denunciado por sus vecinos, en los últimos años de su vida, porque algunos pisos que había alquilado olían literalmente a muerto. Sucedía que en ellos conservaba cadáveres, que abría, y en los que quería encontrar, mirando en su interior como si todo fuese transparente o visible, dónde radicaba el origen de la vida. El mismo Spinoza conoció a un doctor Vidriera, en su entorno intelectual de Ámsterdam. Se llamaba Gaspar van Baerle, y era – para variar- profesor de Filosofía.


También Erasmo, quien según algunos es un referente para el espíritu humanista cervantino, se sirve, para hablar de sí mismo, de la expresión homuncio vitreus, en la carta-prólogo que precede a una edición de la Historia Natural de Plinio el Viejo. Pero hay casos verdaderamente curiosos; por ejemplo, en 1582 Lorenzo Selva, en Della metamorphosi cioê transformazione del virtuoso, cuenta de un hombre que creía ser un vaso de cristal, y Tommaso Garzoni, en Teatro de vari e diversi cervelli mondani (1583) habla de uno que, creyendo que se había vuelto de vidrio fue a Murano para que le dieran forma de garrafa. Otro loco famoso es aquél que, cuenta el padre Nieremberg unos quince años después de la segunda parte del Quijote, se negaba a andar porque tenía los pies de cristal[10].



Domenico Fetti, La melancolía, 1622


Bien parece que la época de Cervantes es el momento de esta rara enfermedad. Lo cierto es que el diagnóstico de este síntoma fue tan abundante en la Europa del momento que llegó a adquirir tintes de epidemia. Podía afectar a partes aisladas como nalgas, cabeza, corazón, pecho o extenderse a todo el cuerpo, como padeció Vidriera. Pero la tradición viene de más lejos. Gill Speak ha estudiado con detenimiento muchos de estos ejemplos de lo que se ha denominado glass delusion[11]. El caso más conocido y antiguo es el del rey de Francia Carlos VI (1369-1422) quien, por creerse de vidrio, requería de una armadura especial que protegiese su cuerpo. También el de Boccaccio, a quien un amigo llama uomo di vetro, en la medida en que el escritor parece que se había tornado dramáticamente consciente de la poquedad y fragilidad humana,  y por eso – le recordaba el amigo- todos estamos expuestos a innumerables peligros e “per piccola sospinta siamo rotti e torniamo in nulla”[12].







Jorge Molder, De la serie Desconhecemento Imediato, 2005


El hombre de vidrio es equiparable, entonces, - y aun más si es efecto de la acción del soplado- al homo bulla, el hombre burbuja que ya la tradición latina mencionaba por su fragilidad e inconsistencia. El Renacimiento, con la inestimable ayuda de Erasmo, volvió a poner esta metáfora en circulación, junto con toda la sintomatología del melancólico, cuyo carácter o patología procede justamente de asumir tal vulnerabilidad, o la fracturabilidad, junto con  la impotencia[13]. Sólo que, en este tiempo – tiempo, diríamos, de “duelos y quebrantos”- dicha condición etérea, quebradiza y volátil puede incluso abarcar el mundo entero, de forma que, en ocasiones, el orbe se compara con una esfera de vidrio. Un tapiz anónimo del siglo XVI titulado Las tribulaciones de la vida humana nos muestra, así, al mundo como una gran bola de cristal que realiza una alegórica travesía por un mar lleno de peligros.




No puede haber mejor emblema para ilustrar que el melancólico enflaquece su razón, o hasta la pierde, porque, aun dotado de gran sabiduría, se ve incapaz de gobernar y gobernarse en el mundo. Tienen así los sujetos de melancolía un cuerpo y un ánima de irrisión o de dolor ante la realidad, y por eso construyen, como los místicos – de nuevo Santa Teresa- castillos de cristal en sus adentros o con sus adentros, hasta que su cuerpo languidece y enferma y se torna de cristal él mismo. La enfermedad o el síntoma de un mundo que ha engendrado la propia concepción del sujeto moderno no puede al cabo ser otra que la sospecha de que toda forma de interioridad – y por tanto la constitución del propio sujeto- es hueca, un vacío cuya misma transitoriedad o evanescencia resulta siempre el producto de movimientos del afuera. Porque, en definitiva, el sujeto moderno es el cuerpo como pura abstracción, por eso nunca es efectivo, no tiene ni lugar, ni actualidad. No es sustancial, no impone por sí mismo cualidad alguna sino, más bien al contrario, funciona solamente bajo la condición de un vaciamiento sustancial. Y es por ello también que el sujeto siempre limita a un extremo con la angustia y al otro con la culpa: la angustia de la impotencia o del cuerpo imposible y la culpa de la responsabilidad: impotencia para hacer cuerpo, para ser cuerpo…y culpa, de pertenecer a uno que no se desea, culpa como contención del deseo de fuga, culpa pues del cuerpo indeseable. En ese quicio problemático hemos de situar el gran proyecto de la subjetividad moderna.

Sólo que, como es sabido desde Aristóteles, los condenados a melancolía también están sometidos a los vapores más intensos de la inspiración y a la propia fuerza imaginativa. El médico Huarte de San Juan, autor del celebérrimo Examen de ingenios[14], vuelve de hecho a recordar, en la España cervantina y vía Erasmo, esta capacidad fantástica del melancólico – que, por otra parte, ya Durero parecía reivindicar en su famoso grabado, tal como ha demostrado Giorgo Agamben[15]-. Vis imaginativa que le permite al médico navarro trazar toda una defensa del melancólico que, indudablemente, alcanza nuestra lectura de El Licenciado Vidriera.
Durero, Melancolía, 1514


La melancolía, sostiene Huarte, produce una lesión que dispara la capacidad imaginante y que, en consecuencia, es causa o evidencia de una verdadera lozanía del entendimiento. Algo parecido comenta Alonso de Santa Cruz en su tratado: de todos los humores del cuerpo, el producido por la bilis negra se caracteriza – como el vidrio, por cierto- por su sequedad y frialdad, por lo tanto parece entrar en contradicción con la vida, que siempre exige humedad y calor. Pero esta atrabilis posee a la vez una fuerza incitadora de diversas funciones, entre ellas aguzar el ingenio en el cerebro, por eso los individuos melancólicos son inteligentes, vivaces, con destellos de genialidad, aunque por lo mismo pueden resultar inestables y desconcertantes. Es aquí donde encontramos el carácter ingenioso o agudo, y a veces violento o lleno de acritud, tanto de Vidriera como del Quijote: en ambos la locura ha disparado su aguda inteligencia y desbocado, por decir así, su fértil imaginación. 
Hay un grabado de Alberto Durero, nuevamente, titulado San Jerónimo en su Estudio, que puede representar muy bien este estado que podemos llamar de melancolía inspirada, por utilizar una expresión de Cornelio Agrippa.


Durero, San Jerónimo en su estudio, 1514

En ella, según Agrippa, “el intelecto se convierte en morada de los espíritus superiores y sublimes” y el melancólico “no sujeto ya a los impedimentos del cuerpo recibe más fácilmente la luz de la revelación”[16].
Con lógica demoledora nos cuenta el narrador de Cervantes que Vidriera fue curado por un monje de la orden de San Jerónimo, que “tomó a su cargo de curar a Vidriera, movido de caridad, y le curó y sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso. Y así como le vio sano, le vistió como letrado y le hizo volver a la Corte”. Notemos, otra vez, el asunto del hábito, que, en este mundo plenamente apariencial del barroco, parece que hace definitivamente al monje. Y decimos que no deja de haber aquí una solución lógica porque, si algún santo tiene que ver con la melancolía, ése no es otro que este padre de las Escrituras. A menudo hemos visto al monje erudito rodeado de libros, o en su cueva anacorética despreciando el mundo y la mitra de Roma, selvático penitente acompañado de sus anteojos y su león. Por momentos no parece tampoco muy lejos del trastorno.


Pieter Coeke van Aest el viejo, San Jerónimo en su estudio, 1530




Y es que ya lo dijo San Pablo a los Corintios, y lo recordaba precisamente Erasmo en su Elogio de la locura: “El que de vosotros se crea sabio, vuélvase estulto para encontrar la verdadera sabiduría”[17]. Estamos aquí en la conclusión de lo que ya apuntara el romanticismo alemán, por boca de F. Schlegel: “El sabio  debe ser al mismo tiempo loco, santo y malvado, exaltado e ingenioso. De otra forma no comprende todo”[18].Si bien, como demostró Foucault, no se trata tanto de que la locura sea sabia, o viceversa: la sabiduría loca, que es lo que a menudo escuchamos. Sino que en la problemática articulación entre entendimiento y locura es donde se alimenta el saber, en una tensión cuyo jugo melancólico, por tanto, no se extingue nunca.  Lacan lo dijo muy claramente: “Locura, no eres ya objeto del elogio ambiguo en que el sabio dispuso la guardia inexpugnable de su temor. Si, después de todo, no está tan mal alojada allí, es porque el agente supremo que cava desde siempre sus galerías y su dédalo, sirve en realidad a la razón misma, al mismo logos”[19].



Anónimo, El mundo bajo la máscara de un loco, 1600



El vidrio, apuntó también Walter Benjamin, es frío y sombrío. La predilección por el cristal – ese elemento que nunca se descompone y donde, como dijimos, no es posible dejar huellas- remitía, a juicio del pensador alemán, al deseo de liberarse de toda experiencia y, en un ímpetu algo apocalíptico, alcanzar una especie de tabula rasa existencial: propiciar un “empezar de nuevo”, como “desde el principio”. Es ahí, por ejemplo, donde debemos situar la metafórica del cristal ya en los inicios de la Modernidad, con la dióptrica de Descartes y las lentes de Spinoza, pero también en los arquitectos de las vanguardias, como Bruno Taut, con su utopía de un imaginario perfecto y transparente,  traslúcido: inmaculado, liberado por el cristal, precisamente.

Acaso también este saber tremendamente desengañado de Vidriera, saber de hombre frágil y letrado, desventurado pero – o por- imaginativo, saber que toca la verdad más honda, inspirada y triste y peligrosa, sea el mismo que el del escritor Miguel de Cervantes, soldado y decepcionado y hasta desesperado, menesteroso del espíritu, el cuerpo y la corte. Alguien que, en definitiva, vertió en el vaso o recipiente de dos cuerpos locos toda su ironía desesperanzada, y su fracaso. Las almas rotas abundan, como los cuerpos rotos o colisionados, en las narraciones cervantinas. Y todo ello sin embargo contemplado con la distancia que se le concede a quien siente que está ya en los márgenes. Cervantes es y no es Vidriera, por eso deja en boca de un individuo que delira de pureza angélica y cristalina los denuestos más mordaces para con su sociedad. 

Quizás, en el sarcasmo cínico y a veces brutal de Vidriera, eso que provoca la admiración del vulgo, debemos ver el desahogo de la frustración del escritor, igual que lo sentimos en sus apreciaciones – perspicaces- de contenido metaliterario y estético.  Pero también hemos de intuirlo en la inseguridad ontológica, la fragilidad y, al cabo, la vergüenza propia y ajena del Licenciado, donde está el Cervantes humanista que no encuentra, finalmente, su lugar en el Imperio. Notemos que cuando las noticias de la locura de Vidriera se extendieron por toda Castilla y llegaron a oídos de un príncipe que estaba en la corte, éste pidió que enviasen por él. Llegando a Salamanca le dijeron al loco que un gran caballero de la capital del reino deseaba verlo, a lo que Vidriera respondió: “Vuesa merced me excuse con ese señor; que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y no sé lisonjear”. Tal vez lo mismo pensase Cervantes.

Acabo con las últimas y significativas palabras que se conocen del Licenciado, antes de partir para Flandes; son tristes, elegíacas – ya lo apuntamos- como las de un Melville al final del Bartleby: “¡Oh Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes y acortas las de los virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!”

Son palabras escritas en torno a 1613, al final de una vida que se extinguirá tres años después.



Alberto Ruiz de Samaniego es profesor de Estética de la Universidad de Vigo, crítico cultural y comisario de exposiciones. Ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Maurice Blanchot. Una estética de lo neutro (1999), Semillas del tiempo (1999), La inflexión posmoderna: márgenes de la modernidad (2004), Belleza del otro mundo: apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo (2006), Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral (2013) o Las horas bellas. Escritos sobre cine (2015).



[1] Marcel Proust, Sobre la lectura; Pre-Textos, Valencia, 2002, pp, 39-42,

[2] Citamos siempre por la edición de Harry Sieber, Novelas ejemplares II, Ed. Cátedra, col. Letras Hispánicas, Madrid, 1986.

[3] Emil Cioran, Del inconveniente de haber nacido, Taurus, Madrid, 1998, trad. de Esther Seligson, p. 145.

[4] Entre ellos Félix Duque, a quien aquí sigo: “Ácida comicidad. Don Quijote y el héroe invertebrado”, en VV. AA., El yo fracturado. Don Quijote y las figuras del barroco, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, p. 25.

[5] P. Valéry, Monsieur Teste, Ed. Visor, Madrid, 1999, trad. de José Luis Arántegui, p. 46

[6] Erminia Marcola & Adone Brndalise, Psicoanálisis y arte de ingenio. De Cervantes a María Zambrano, Miguel Gómez Ediciones, Málaga, 2004, p. 45.

[7] Cf. Cesare Segre, “La estructura psicológica de El licenciado Vidriera”. Actas del Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas, Anthropos, Barcelona, 1990, pp. 53-62.

[8] Hay edición reciente: Sobre la melancolía. Diagnóstico y curación de los efectos melancólicos, Eunsa, Pamplona, 2005.

[9] Meditación primera 18, 22-19.

[10] Seguimos en todos estos datos, y muchos más, a Sandra Ramos Maldonado, “De hominibus vitreis (I): de Erasmo a El Licenciado Vidriera cervantino y el Phantasiocratumenos sive homo vitreus de Gaspar Ens”, en Miscellanea Latina, pp. 581-588.

[11] Cf. G. Speak. “An odd kind of melancholy: reflections on the glass delusion in Europe (1440-1680)”, History of Psychiatry 1, 1990, Sagepublications, pp. 191-206 (puede consultarse aquí: http://hpy.sagepub.com/content/1/2/191). Y también: G. Speak, “El licenciado Vidriera and the glass men of early modern Europe”, The Modern Language Review, 85, 1994, pp. 850-865.

[12] Cit. por Sandra Ramos Maldonado, loc. cit.

[13] Sobre esto, puede consultarse: Luis Vives-Ferrándiz Sánchez, “Cuerpos de aire: retórica visual de la vanidad”, en Revista Goya, nº 342, Madrid, 2013, págs. 44 y ss.

[14] Hay edición reciente: Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, Cátedra, Madrid, 1989.

[15] Cf. Giorgio Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, Pre-textos, Valencia, 1995.

[16] E. Cornelio Agrippa, La filosofia occulta o la magia, Mediterranee, Roma, 1972, vol. I, pp. 110-111. Cit. por Erminia Marcola & Adone Brndalise, Psicoanálisis y arte de ingenio. De Cervantes a María Zambrano, ed. cit., p. 47.

[17] Erasmo de Rotterdam, Elogio de la locura o encomio de la estulticia, Espasa-Calpe, Madrid, 2008, p. 175.

[18] Cit. por Sebastián Neumeister, en “Don Quijote, caballero grande, liberal y magnífico”, en El yo fracturado…, ed. cit., p. 121, nota 12.


[19] Jacques Lacan, Escritos 1, Siglo XXI editores, México, 1971, 1990 (16 ed.), trad. de Tomás Segovia, p. 211.

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