domingo, 3 de diciembre de 2006

Crónicas de la FIL de Guadalajara (México)


De regreso

30 de noviembre, jueves

Al despertar, en el cielo mexicano, dos líneas en el cielo, dos estelas de avión supersónico, dibujando una carretera hacia el infinito en el desierto añil.

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El jueves intervine de nuevo, esta vez en acto organizado por la Junta, con Braulio Ortiz Poole y José Ramón Navarro. Había bastante público y un escándalo tremendo, porque un grupo mexicano para niñas llamado “Plástico” estaba en la FIL. Todos los escritores estábamos acomplejados: todas esas colegialas gritando e intentando tocarles. Recordé un párrafo de Fresán en Esperanto: ningún escritor se sentirá nunca, ni por un momento, como un guitarrista de rock cuando se sube a un escenario y arranca un riff a una Telecaster. Es cierto. Pero ningún roquero sabe gobernar el silencio; nosotros, algo, sí. El acto fue ruidoso, pero yo escribo siempre con la ventana abierta, y me sentía como en casa.

Lo mejor del jueves venía de la mano de Fresán: una conversación moderada por él, entre Robert Coover, Patrick McGrath, Jonathan Lethem y Peter Hobbs. Una auténtica delicia, un lujo. Una razón para venir, para estar. Coover tuvo una intervención, a partir de una pregunta de Fresán sobre qué hacer con los lectores del Código da Vinci y Harry Potter, que es uno de los textos (orales, en este caso) más impresionantes que he le(o)ído en mi vida. No pude ni tomar nota, lo siento, demasiado grande para parafrasear. Sí apunté esto de Lethem, uno de mis prosistas favoritos: “los escritores deben ser pesadillas críticas, las olas que surgen en un sembrado, moscas en un ungüento, la pesadilla en un sueño colectivo demasiado plácido”. Ahí queda eso.

Fresán les preguntó a los dos ingleses qué novela norteamericana preferían, y a los dos norteamericanos, la inglesa. Hobbs dijo Moby Dick. McGarth lo mismo, pero como se siente un norteamericano (vive en Manhattan, a dos manzanas de la Zona Cero), habló de Cumbres borrascosas. Lethem apuntó a Dickens, a Greene, e hizo una apasionada defensa de Iris Murdoch. Coover apuntó a Sterne, a Beckett, a Joyce, a O’Brien. Y también, supongo que para sorpresa de muchos, a la novela hispanoamericana.

Si tuviera que destacar algo de estos autores, de esta mesa redonda, fue la humildad que todos los escritores mostraron en todo momento. Algo para reflexionar. Por cierto, los únicos escritores españoles que estábamos allí éramos Jorge Herralde y yo, si no miré mal, y creo que no.

También para reflexionar, creo.



29 de noviembre, miércoles

Influencia. Recorría Guadalajara en taxi, y me daba la impresión de estar en un suburbio a las afueras de Los Ángeles. Recordaba Viaje al fin del paraíso, de Eduardo Subirats, a quien conocería el día siguiente, y me daba cuenta de hasta qué punto la exportación iconológica que los Estados Unidos hacen de su way of life es evidente en la arquitectura, en la señalética, en la iconosfera mexicanas; es clara la influencia sobre su idioma, la copia mexicana de la concepción USA del espacio rodado, de sus sueños. “Gripe” en México se dice influencia, trascripción casi directa, y muy simbólica, de la “influenza” del inglés.

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Ayer volví a escuchar a Jorge Volpi, esta vez en una mesa titulada “Literatura y poder”, con Santiago Roncagliolo y el escritor canadiense Yann Martel, moderados inteligente y discretamente por Seatiel Alatriste. Roncagliolo expuso cómo él escribe sobre lo que le afecta, y la política le afecta (como a todos), directamente. Contó su pasado de hijo de exiliado político: “pertenezco a una generación a la que se le han caído todas las creencias”. La literatura de los 90, dijo, era una literatura del optimismo, que ha pasado actualmente al pesimismo, en todas partes. Dijo Roncagliolo que en Europa nadie quiere que hable de política al referirse a sus libros, que aquí gustamos de verlos como thrillers, mientras que cuando vuelve a Hispanoamérica, lo que le interesa a los lectores es la trama política, más o menos clara, de todos sus libros. En su opinión, el mayor riesgo que se corre al hacer novela política es que la ideología del autor contamine a alguno de los personajes.

Volpi se colocó dentro de una generación que no tuvo nunca desencanto frente a lo político porque nunca se sintió encantado con la política. Sus compañeros mexicanos y él crecieron en una época, aún no muy lejana, donde parecía que el PRI iba a gobernar el país siempre. Esa perspectiva de continuismo eterno y sus estudios de doctorado le llevaron a considerar el país como una obsesión constante. Algo con lo que tomó contacto real cuando fue nombrado agregado cultural de México en París, experiencia que le demostró que en su país la ley y la justicia parecen operar como una ficción. Entre unas cosas y otras, la dialéctica focaultiana saber/poder le ocupó varios años y una tesis doctoral sobre la relación entre los intelectuales y el poder. En ese diálogo tienen lugar varios libros suyos, como La guerra y las palabras, dedicado al conflicto zapatista, o La paz de los sepulcros, una novela que pronto será reeditada. En relación con esta última, recordó que un político le dijo una vez: “Volpi, en política siempre ganan los malos”. Cuenta en esa novela el asesinato de un candidato electoral, y fue publicada tres semanas antes de la muerte del candidato Luis Donaldo Colosio. A juicio de Volpi, los intelectuales (en general, no sólo los de su país) están fascinados por el poder, por los modos de ficción del poder, aunque las experiencias de contacto directo, como la suya, suelen acabar mal. Hoy, más que guiar al público, Volpi piensa que el papel del intelectual es informar a la opinión pública.

Yann Martel, a quien no he tenido el gusto de leer, comenzó diciendo que no ha leído en Canadá ninguna novela política porque, a su juicio, este tipo de novelas se escriben en aquellos lugares donde el sistema político no funciona. A su juicio, cuando en Canadá a un escritor no le gusta algo no muestra su indignación escribiendo, sino votando. A mí me dio cierta envidia: qué suerte vivir en un país donde las cosas cambian con los cambios de gobierno. Para Martel, las novelas demasiado comprometidas se quedan con los años en un relato con un mero interés sociológico e histórico, pero no literario: citó al efecto La cabaña del tío Tom. Él prefiere pensar que los cuatro años de trabajo que dedica a cada novela se invierten en algo que no pierde de vista lo eterno, lo no perecedero.

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La complicada situación política mexicana es de una omnipresencia terrible, silenciosa. Ellos no hablan. Nos escuchan a nosotros hablando de lo que ocurre en su país, sin añadir, sin corregir, sin estar de acuerdo ni en contra. Los taxistas miran al frente y callan. Son demasiados años de silencio, supongo. O quizá piensan para qué hablar, si ya está todo hablado. Hablado y bien hablado.

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Ayer, día 28, segunda parte de la mesa redonda sobre narrativa e invención. Julio Ortega, el moderador, comienza con una frase a tener en cuenta: “la novela es inventiva porque inventa un modo de leer”. Sigue Ortega con el Quijote, que también será hoy protagonista y que ha sido el libro de fondo de la conversación de estas mesas. Para él, don Quijote tiene la intención de alfabetizar a Sancho, de pasarlo “de lo oral literal al camino de las representaciones”, del mismo modo que Rubén Darío enseñó a escribir a Francisca Sánchez, su mujer.

Carmen Velasco comenzó su intervención centrándose en el espacio de la literatura femenina, de la que es teórica, reivindicando un canon alternativo de la narrativa de la innovación centrándose en nombres como Dinesen, Archer, Woolf o Jellinek, y explicando su concepto de orfandad de la literatura femenina. A pesar de sus evidentes nervios, supo apuntar alguna idea hermosa: a su juicio, lo real inaprensible, en sentido lacaniano, es como un mar al que intenta, como narradora, arrancarle espacios de tierra firme. Frente al resto de los participantes de la mesa, que centraron su ponencia en los modos de recuperación del pasado, Velasco explicó que su obra tiende al futuro, dentro del ámbito narrativo de la ciencia-ficción, y busca la superación de géneros (en ambos sentidos).

Pedro Ángel Palou hizo una intervención extraña, pero en la que, con cierta dificultad expositiva, fue dejando hallazgos. Comenzó con una cita de Faulkner, por la cual escribir una novela es volver a leer; una idea en la línea de la opinión arriba citada de Julio Ortega. “Creo –dijo- en la novela como un ejercicio de conocimiento y, por ende, de descubrimiento”. No le interesa repetir libros, reinventándose a sí mismo en cada entrega. La novela, explicó, es para él un ejercicio de riesgo que implica saltar al vacío. “Creo que la novela, a diferencia de la poesía, que es un género más introspectivo, es más esquizofrénica. El novelista debe su arte o su oficio a la temática que está tratando en su novela”, apuntó. “Una nueva novela mía representa una manera nueva de decir”. Para él (luego fue contestado sibilina e inteligentemente por Alfredo Taján en este punto) el estilo es un amaneramiento, un tipo de pose. Cada libro es una nueva voz, que responde al tema específico que desarrolla.

Isaac Rosa comenzó, como Ortega y Carmen Velasco, hablando del Quijote, gran protagonista, como he dicho, de las mesas. Manifestó su opinión de que los lectores están cansados de cierto tipo de literatura, y que han sido maltratados por algunos autores, aunque no especificó cuáles. Mucha novela actual, dijo (y estoy de acuerdo) parte de una ausencia de lecturas de ciertos clásicos innovadores del XX. Disertó Rosa sobre el poder de la ficción para contar o recontar la historia, y de la importancia de la novela en la reconstrucción del pasado. El resto de su intervención la dedicó a hablar sobre la relación de estas ideas con El vano ayer, su difundida y premiada novela.

Alfredo Taján fue el único que leyó un texto, centrado en La sociedad transatlántica, y sobre su condición viajera, nómada, no de exiliado sino de trasterrado. Hizo una analogía entre la literatura y el viaje, entendida aquélla como desplazamiento inmóvil, según definición de Lezama Lima. Reivindicó el estilo y fue claro al decir: “no me considero experimental, sino exótico, o rara avis”. Su lugar excéntrico en la literatura actual (y en la mesa, donde ejerció un necesario contrapunto) proviene de la tensión del estilo literario, con el que confesó que le gusta “complicarse”.

Jorge Volpi comenzó su intervención con una curiosa diatriba contra el Quijote, no contra el libro sino contra el personaje, que para el narrador argentino no representa en absoluto los verdaderos valores humanos, para apuntar luego un curioso parecido triádico entre el personaje cervantino y el escritor. Para Volpi, los escritores nos parecemos a don Quijote porque nuestra locura deriva del acto de leer, porque “somos locos con límite” (esto es: a medio camino entre la sensatez y el delirio), y porque somos dictatoriales y tiránicos: tenemos una idea del mundo que queremos imponer a los demás. Para Volpi los escritores somos unos crueles impositores que quieren inocular sus ideas como quien difunde virus. Luego extrapoló estos temas a su experiencia personal: al hecho de nunca haberse sentido normal ni cómodo, heredando una cultura italiana casi apócrifa, irreal, de su padre. Siente que llegó a la escritura por la lectura no de libros, sino de mapas. En su infancia intentó hacer una enciclopedia de la medievalidad mexicana (algo inexistente) y realizó estudios alquimistas. Más tarde descubriría que la Literatura era el único modo de no renunciar a ninguna de esas cosas.

En el debate posterior, Palou hizo una observación inteligentísima: la creciente demanda y éxito de libros como Las cenizas de Ángela, de McCourt, y la vindicación de la realidad extrema, el testimonialismo y el biografismo se deben, a su juicio, a una banalización cultural general, por la que la sociedad ha perdido el respeto y la confianza en la ficción y se ha creído que cualquier existencia no sólo merece ser vivida, sino que además merece ser contada.