Javier Adrada
de la Torre, Ensayo sobre una cebolla infinita. Valencia: Pre-Textos,
2024.
Monos, complejidad,
IA, Shakespeare y poesía
Goats and monkeys!
Shakespeare, Othello, 4, 1
Are they
laughing at us–these creatures? " said Hewet after a time, as the cries of
monkeys rang near by.
Virginia Woolf, Melymbrosia
Van a
permitirme que antes de entrar en el análisis de este libro les recuerde un par
de cosas sobre el algorithmic information content (AIC), término bajo el
que se describe la complejidad algorítmica. Una de las propiedades del AIC es
que su complejidad es menos cuantitativa de lo que a primera vista podríamos
pensar. Es decir: no por introducir más variables obtenemos necesariamente un
resultado más complejo. Un posible ejemplo es el de los fractales: su
discutible cualidad infinita no los vuelve más complejos, pues en realidad son
el mismo patrón repetido, lo que implica escasa complejidad. Lo que suele
causar el exceso de variables introducido en un sistema es su colapso, como se
ha descubierto recientemente
en el ámbito de la inteligencia artificial. En cambio, unos pocos elementos
combinados con sabiduría y buen hacer pueden tener una complejidad fuera del
alcance de las variaciones y las permutaciones. ¿Por ejemplo?
El ejemplo que
se suele poner en estos casos son las obras de Shakespeare. Lo explicaba muy
bien Murray Gell-Mann, quien fuera uno de los fundadores del Santa Fe
Institute, un centro de ciencia de los sistemas complejos:
This property of
AIC, which leads to its being called, on occasion, "algorithmic
randomness,” reveals the unsuitability of the quantity as a measure of
complexity, since the works of Shakespeare have a Lower AIC than random
gibberish of the same length that would typically be typed by the proverbial
roomful of monkeys.
Esta propiedad del AIC, que lo ha llevado a
denominarlo, en alguna ocasión, “azar algorítmico”, revela la inadecuación de
la cantidad como medida de complejidad, de la misma forma que las obras de
Shakespeare tienen un nivel más bajo de AIC que el azaroso guirigay de la misma
extensión que sería normalmente tecleado por la proverbial habitación llena de
monos.
Pero… ¿qué habitación
es esa? Para dar el siguiente paso, necesitamos otra traducción, en este caso
de un artículo sobre probabilidad matemática del científico francés Émile
Borel:
Concevons qu'on ait
dressé un million de singes à frapper au hasard sur les touches d'une machine à
écrire et que […] ces singes dactylographes travaillent avec ardeur dix heures
par jour avec un million de machines à écrire de types variés. […] Au bout d'un
an, [leurs] volumes se trouveraient renfermer la copie exacte des livres de
toute nature et de toutes langues conservées dans les plus riches bibliothèques
du monde.
Imaginemos que se ha entrenado a un millón de
monos para que golpeen al azar las teclas de una máquina de escribir y que
[...] estos monos mecanógrafos trabajen con ahínco diez horas al día con un
millón de máquinas de escribir de distintos tipos. [...] Al cabo de un año,
[sus] volúmenes contendrían la copia exacta de los libros de toda naturaleza y
de todos los idiomas conservados en las bibliotecas más ricas del mundo.
Jorge Luis
Borges recoge una idea parecida para teorizar acerca de cómo reunir una
Biblioteca Total, partiendo de un relato de Kurd Lasswitz, “La biblioteca
universal”, aunque había visto algún antecedente en este pasaje del tratado de
Cicerón Sobre la naturaleza de los dioses:
No entiendo cómo quien estima que esto ha
podido ocurrir no piensa también que, si se reunieran en alguna parte
innumerables réplicas de nuestras veintiuna letras —de oro o como quiera que
fuesen—, podrían formarse con ellas, al ser arrojadas a tierra, los Anales
de Enio, de modo que pudieran leerse de seguido... Y es que no sé si la suerte
podría ser tan eficaz ni siquiera en el caso de un solo verso.
Un fragmento
que parece un “precursor” borgiano, desde luego. Y luego el argentino añade que
Thomas Henry “Huxley […] dice que media docena de monos, provistos de máquinas
de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos los libros que
contiene el British Museum [bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal]”. Es una atribución falsa,
que Borges recoge de una cadena de transmisiones erróneas, puesto que en la
época en que Thomas Henry Huxley escribió sobre la posibilidad de que unos
monos reescribiesen el salmo 23 no había máquinas de escribir. Parece que el autor de esa frase concreta es en
realidad el A. S. Eddington de The Nature of the Physical World (1929): “If
an army of monkeys were strumming on typewriters they might write all
the books in the British Museum”.
[El último
párrafo de ese artículo de Borges, por cierto, pasará casi literalmente a su
relato “La biblioteca de Babel”; comparemos los dos fragmentos:
Yo he procurado rescatar del olvido un horror
subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de
libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman,
lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira. (“La biblioteca
total”, 1939)
[los impíos] Hablan (lo sé) de “la
Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de
cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira”. (“La biblioteca de Babel”, Ficciones, 1944)]
El efecto
acrisolador de cualquier texto de Borges hace que se olvide que la acuñación
reconocible del problema de los monos mecanógrafos más precisa es la arriba
apuntada de Émile Borel. En cualquier caso el teorema simiesco ha tenido un
gran éxito de difusión tanto en la bibliografía matemática, como en la filosófica
y literaria. Y este largo preámbulo tiene como motivo presentar su última
encarnación hasta la fecha, el interesante y valiente libro de poemas de Javier
Adrada de la Torre, Ensayo sobre una cebolla infinita (2024, aunque en
la cubierta hay un juego textual con los nombres del título y del autor, como
pueden ver en la imagen, en el ISBN ese es el título oficialmente registrado).
El libro de
poemas de Adrada de la Torre, aunque trata sobre varios asuntos, tiene como
elemento nuclear un suceso real: el experimento llevado a cabo en 2002 en el
Poington Zoo de Devon, Inglaterra, por el cual unos estudiantes de la
Universidad de Plymouth pusieron a prueba el experimento de los primates mecanógrafos,
y pusieron en las manos de Elmo, Gum, Heather, Holly, Mistletoe y Rowan,
seis monos del zoo, sendas máquinas de escribir. Su objetivo era comprobar si
los macacos tecleaban algo de Shakespeare o, en su defecto, de Murakami. Los
resultados fueron los predecibles: tras aporrear algunas letras sueltas, los
monos defecaron y orinaron sobre las máquinas y Rowan destrozó la suya con una piedra,
actos que quizá podrían ser vistos como algún tipo de metáfora sobre la
literatura.
Bromas aparte,
este teorema de los monos shakespearianos tiene desarrollos conceptuales
potencialmente sólidos sobre diversas cuestiones (entre otras, la conciencia,
la probabilidad, el lenguaje y la imaginación creativa) y Javier Adrada de la
Torre extrae un notable jugo de la paradoja. Y lo hace porque tiene la
formación precisa para ello. Hace un par de semanas expuse en un curso de
verano de la Universidad de Valencia sobre poesía actual que una de sus líneas
más interesantes es precisamente lo que llamo “poesía teórica”, que está
escrita por personas con formación mayoritariamente procedente de la teoría de
la literatura, de la filología, o de la teoría del arte (María do Cebreiro, Ángel
Cerviño, Juanpe Sánchez López, Berta García Faet, José Alcaraz, Julio César Galán, Juan Gallego
Benot, Fernando Soriano, Ruth Llana, María Salgado, Juan de Beatriz, Mayte
Gómez Molina, Javier García Rodríguez, Erika Martínez, Pol Guasch, Marta del
Pozo, Juan F. Rivero, Francisco Jota-Pérez, María García Díaz y varios
nombres más), aunque también de la científica (Agustín Fernández Mallo, Javier
Moreno, Juanjo de Tierra o, años atrás, el astrofísico Carlos Briones) que
desarrollan una línea similar de escritura con temas o retórica textual teóricos,
en la línea de la narrativa de teoría-ficción estudiada por David Viñas Piquer (y
su grupo de investigación), Javier García Rodríguez y Cristina Gutiérrez
Valencia, línea de la que ya hemos hablado aquí (y sobre la cual habrá más
noticias en unos meses). A este numeral creciente de creadores que encuentran
en la teoría un modo de analizar la realidad desde una perspectiva en las
antípodas del realismo ingenuo dominante en la poesía española de finales del
XX y principios del XXI se suma Adrada con su Ensayo sobre una cebolla
infinita (de hecho, Adrada desmonta el paradigma realista ingenuo de un
plumazo: “no se contempla la realidad / se crea realidad al contemplar”, p. 12)
aunque, en su caso, abunda la guasa sobre algunas búsquedas postuladas como científicas.
Ensayo sobre
una cebolla infinita destaca por varios elementos: su desparpajo
tonal, su bien urdido sistema de referencias teóricas (que incluye varias de
las mencionadas en el comentario sobre la paradoja de los monos mecanógrafos),
la ausencia de signos de puntuación, los recursos textovisuales (como el “leukós”,
según la terminología de Túa Blesa en Logofagias, entre otras estrategias),
las notas al pie (características de la poesía teórica, como demostramos en la
citada ponencia valenciana) y cierto escepticismo sobre las posibilidades del
conocimiento humano, ligado simbólicamente al comportamiento de los seis monos
ante sus máquinas de escribir. Esta prevención sobre los frutos del intelecto se
extiende al lenguaje y, por supuesto, al lenguaje poético. Para Adrada, “el
texto es un perro callejero / que busca a tientas a su madre / por las calles
de una ciudad en llamas” (p. 9), y hay tres divertidas piezas donde retrata de
forma despiadada al “último poeta romántico de occidente”, definido como “ser
mitológico” (p. 24). Sin embargo, la propia expresión literaria tiene condición
de mal y remedio a la vez, como sabemos por Derrida, y el resultado son piezas
memorables como la que Adrada dedica a John Cage y su interpretación de las 840
Vexations de Erik Satie, que es un modo muy inteligente de regresar a la
obsesión combinatoria y al tema las posibilidades de las mónadas significantes
de crear nuevo sentido, estableciendo un paralelismo entre las teclas del piano
y las de la máquina de escribir:
El libro juega
con citas apócrifas, con juegos textuales (el poema de la p. 44 repite el soneto
CXV de Shakespeare, liberándolo en unos versos de las vocales y en otros de las
consonantes, como si hubiese tecleado por un mono, mostrando que la deliberación
más precisa no resulta muy lejana del azar), con retorsiones de Chat GPT, que
supuestamente habría creado la imagen de “una cebolla infinita / como
representación del / absurdo palimpsesto / de capas / estéticas / que habitamos
mediante el lenguaje” (p. 37), aunque yo prefiero la imagen de Wisława Szymborska,
de la cebolla como entidad cebollísima, sin contradicción en su interior,
sin entrañas: “Ser no contradictorio la cebolla […] / Fuga centrípeta. / Eco
concertado en coro”.
Ambas imágenes, en realidad, son complementarias. El hecho de que Adrada juguetee
con la poesía anacrónica del “último poeta romántico” (o “románico”, como erratea
hábilmente en el delirante poema “Clitoria”), es precisamente un juego de capas
sobre cierta tradición literaria, criticada al tiempo que se la supera, mostrando
que la historia de la literatura es también una estructura cebollosa unas
veces, otras cebollina, que casi siempre se repite. “Esclavos para siempre de
una forma” (p. 43), los monos humanos están obligados a perseverar en el
lenguaje creativo, parece decir Adrada, a medias entre el hallazgo y el
invierno del descontento, aunque aquí la moneda ha caído por la parte de la
cara.
La dicción de Adrada es
bastante despojada, aunque tiene algunos momentos de notable pulso épico, y
quizá se le pueda achacar cierta descoordinación entre la preocupación teórica
por el lenguaje y su acuñación poética, algo normalizada e informativa en
bastantes tiradas de versos. El motivo, supongo, es que Ensayo sobre una
cebolla infinita se propone más como ejercicio conceptual (la palabra “ensayo”
en el título no puede ser casual en un libro donde nada lo es) que como un
desbordamiento lingüístico al uso. No es nada fácil aherrojar ambas
dimensiones, la intelectual y la lírica, y creo que no se le pueda exigir ese
virtuosismo a un autor que presenta como primer libro esta andanada brutal y
bienhumorada a la vez. Tiempo habrá de ver cómo evoluciona Javier Adrada, pero
su futura evolución se presume darwinista, feraz, prometedora.
[Relación con el autor: ninguna. Relación con la editorial: publiqué con ella seis libros.]
Murray Gell-Mann, “What
is complexity?” Complexity, vol.
1, n. 1, 1995.