Nere Basabe, El límite inferior; Salto de Página, Madrid, 2015.
Samanta Schweblin, Distancia de
rescate; Random House, Barcelona, 2015.
Paula Lapido, Horror vacui;
Salto de Página, Madrid, 2015.
Aixa de la Cruz, De música ligera;
451 Editores, Madrid, 2009.
Aixa de la Cruz, Modelos animales;
Salto de Página, Madrid, 2015.
Cristina Morales, Los combatientes;
Caballo de Troya, Madrid, 2013.
Cristina Morales, Malas palabras; Lumen, Barcelona, 2015.
Marta Sanz, No tan incendiario;
Periférica, Madrid, 2014.
Mar Gómez Glez, La edad ganada;
Caballo de Troya, Madrid, 2015
Noelia Pena, El agua que falta;
Caballo de Troya, Madrid, 2014.
Belén Gopegui, El comité de la
noche; Random House, Barcelona, 2014.
Sònia Hernández, Los Pissimboni; Acantilado, Barcelona, 2015.
Borges decía de las obras de O’Neill (puede que no
fuera O’Neill, hablo de memoria) que en ellas no se sabe bien lo que pasa, pero
lo que pasa es terrible. Algo parecido sucede en Distancia de rescate
(2015), de Samantha Schweblin, que puede leerse de un modo lógico -y resulta
entonces inquietante- o de un modo irracional -y en tal caso el resultado es
pavoroso-. Gracias a una endiablada habilidad narrativa la autora logra
introducirnos en una atmósfera subyugante en la que se trenzan tres tiempos
superpuestos -en alguna ocasión, más de tres-, con sus respectivos diálogos,
sin que el lector pierda el hilo más que allí donde Schweblin quiere
confundirle, porque confusa está la voz femenina que, entre titubeos, cuenta
agónicamente los hechos. El resultado es un texto de extrema originalidad y un
ejercicio de precisión y afinado; una experiencia brutal de lectura que
demuestra que el necesario puñetazo al lector también puede darse a cámara
lenta.
*
Aixa de la Cruz me parece una escritora excelente, fina
y dotada, a la que seguiremos de cerca. En De música ligera, siendo obra
claramente primeriza, me interesaron
dos cosas: el loable desparpajo con que aparecía la autora para crear la parte
metanovelesca de la narración, y su habilidad para describir personajes con un
fogonazo, como cuando queda palmaria la diferencia entre los dos protagonistas,
Julia y Dylan, por la manera en que cuentan hasta cinco (pp. 66-67; la protagonista
escindida de “Doble”, en Modelos animales, queda retratada contando hasta tres, p.
57). Eran gestos que revelaban sin ambages a una narradora en ciernes, que ahora
despliega todas sus posibilidades en Modelos animales, conjunto de
relatos que reúnen ambientes verosímiles donde los caracteres encajan como
pueden sus complejidades psicológicas, gracias a un dominio de la técnica
narrativa que en algunos lugares se vuelve virtuosismo. Y no me refiero tanto a
“Doble”, un relato donde la bifurcación identitaria divide en dos la página, algo
que puede venir de El curandero de su
honra (1926), de Ramón Pérez de Ayala, y que ya hemos visto hace poco en Fuera de la jaula (2014) de Fernanda
García Lao y en new mYnd (2014) de
Colectivo Juan de Madre (y en algún otro lugar que debo callar), sino que me
refiero a los hábiles modos de vertebrar relatos como “Modelos animales”, en
los que la complejidad textual se pone al servicio de la historia para
enriquecer sus matices y no para opacarlos. O al modo en que De la Cruz siembra
ideas y motivos para recogerlos con elegancia después. O al modo en que sus
textos nos incomodan, como los de Belén Gopegui, a pesar de las diferencias
entre ambas; o al modo en que entremezcla discursos; o al modo en que va
demoliendo expectativas para proponer mejores soluciones. Leyendo a Aixa de la
Cruz se tiene la sensación de que cuando la autora divisa algún edificio o
objeto estético que le gusta, piensa “qué interesante” para, acto seguido,
derrumbarlo con una apisonadora y volver a levantarlo de nuevo más firme y
audaz, más convincente, más a su gusto. Y también al nuestro.
*
Aunque Marta Sanz, más valiosa como narradora que como
ensayista o poeta, vindica constantemente en No tan incendiario la necesidad de un pensamiento propio,
la verdad es que la mayoría de lo leído en su libro nos suena a ya visto en
otras partes (en Brecht, en Gramsci, en Benjamin, en Bértolo, en Reig).
Conjunto disperso de artículos y colaboraciones repescadas sin un claro
criterio recolector, la autora reclama en No
tan incendiario la necesidad de un pensamiento político original que luego
no aparece demasiado, o que es demasiado dependiente de las reconocibles
consignas sobre las que los textos se van montando. Sí hay alguna excepción de
mérito en la valiente defensa de cierta cultura popular, equivocadamente
malentendida a veces como folclorismo, y que Sanz se ocupa de situar en su
debido contexto. Por desgracia, el resto del libro es más predecible (me
desquité de su lectura con El frío,
de 1995, la primera novela de Sanz, que tenía pendiente, en la que detecto, a
pesar de su condición debutante, un estilo ya reconocible y otros elementos
clave de la obra posterior de la autora).
En cambio, Noelia Pena sí es capaz de articular en El
agua que falta un pensamiento
propio, no tanto por la semántica –que ya podríamos ver reflejada en ciertos
ensayos de Belén Gopegui o Isaac Rosa– sino por la forma, ya que su libro sí es
orgánico, a pesar de la dispersión: aforismos, microensayos, estampas
autobiográficas y poemas crean una escritura singular y personalísma, cuyo
fragmentarismo moderno y antiposmoderno persigue todavía el sueño de la unidad
–no del sujeto, sino del pensamiento–. Es un libro diferente El agua que falta, valeroso, discutidor
de su propio lenguaje y del lenguaje en general, una obra que vale la pena
leer, porque consigue presentar de una forma no trillada ideas de necesario
recuerdo.
*
Hay algunos pasadizos entre los dos
libros de Aixa de la Cruz que he leído: la música, sobre todo, pero hay más:
a/ “Se vio a sí misma, con todo lujo de
detalles, en un espectáculo teatral improvisado en su mente: las escenas iban a
cámara lenta y podía detenerse a evaluar el jersey verde con el que anunciaba
la noticia”; Aixa de la Cruz, De música
ligera, p. 125.
b/ “es decir, hice un zoom off y me observé a mí
misma como parte actuante de la escena”; Aixa de la Cruz, Modelos animales, p. 12.
a/ “metió la mano en el tórax del animal y
sintió la suavidad viscosa”; Aixa de la Cruz, De música ligera, p. 109.
b/ “Sí fue impactante,
en cambio, contemplar el encéfalo del gato, aquella misma noche, contenido con
holgura en la palma de mi mano.”; Aixa
de la Cruz, Modelos animales, p. 37.
*
Aunque La edad ganada, segunda novela de
Mar Gómez Glez, no sea una ficción del todo lograda, es una obra valiente y
singular, creada a través de un procedimiento constructivo tan interesante como
valioso: en vez de elaborar, o reelaborar más bien, una vida entera, la autora
hace varias calas en la experiencia vital (cuya relación con la propia de la
autora no queda clara -ni falta que hace,
nos imaginamos diciendo a la protagonista-), escoge varios hitos -identificados
por la edad que la protagonista tenía en ellos-, y cuenta una anécdota concreta
de ese periodo, pretiriendo, desechando u obliterando los demás. En estos
tiempos de escrituras autobiográficas marcadas por el a ver quién la tiene más traumática (la vida, me refiero), con
total despreocupación por el modo (y el estilo) de narrar las experiencias, La edad ganada demuestra una sana pulsión
crítica y autocrítica de cuestionar el modelo autoficcional existente, en aras
de una forma distinta, original y propia de
contar las cosas, que se inserta más en la tradición novelesca que en la
autoficcional. El comienzo, por ejemplo, nos trae a la mente el principio de A Portrait of the Artist as a Young Man,
lo que no está nada mal; como en el libro de Joyce, con todas las diferencias
que se puedan y quieran ver, se persigue la construcción literaria de una identidad (no su refrito en libro, a lo que últimamente nos han acostumbrado). “Lo
que llamamos yo”, decía Félix de Azúa
en Autobiografía sin vida, “no es
sino el laberinto de torrenteras abiertas desde el nacimiento y que constituyen
un mapa de nuestra memoria, ya que la memoria es sólo ese mapa”. La edad ganada, que podría haberse
titulado Vida sin autobiografía, es
una investigación sobre la experiencia y, sobre todo, una elegante indagación acerca
de cómo columbrar y reconstruir una experiencia a través de la narrativa, que
convierte al libro en un ejercicio serio, profundo y (auto)consciente con
momentos excelentes, algún error léxico (“infringiendo”, p. 39, por “infligiendo”;
“encima”, p. 81, por “enzima”) y otros lugares más mecánicos, aunque siempre
dentro de una solvente calidad narrativa. Queremos más.
*
Es
realmente costoso entrar en las primeras páginas de Los Pissimboni (2015) de
Sònia Hernández; el texto genera una especie de resistencia a la lectura, y
creo que el motivo es la escasa plasticidad de la prosa, que cuenta los hechos
sin que podamos verlos. Casi al final
de la novela, adonde merece la pena llegar, descubrimos que esta abstracción es
deliberada (p. 99), pero no puede negarse que la elección de Hernández es
peligrosa y puede expeler a no pocos lectores. Por ejemplo, la casa de los
Pissimboni está cubierta de hiedra, pero eso es lo único que sabemos, que está cubierta
de hiedra. No hay una descripción de colores, no la vemos, y lo que en
otras manos sería un hallazgo descriptivo se queda en bosquejo. No distinguimos
los rostros de los personajes, ni los lugares donde pasan las horas, nominados
de forma genérica: biblioteca, cocina, cuartucho, Casa del Pueblo. Los
personajes son intercambiables, pues de la mayoría de ellos sólo conocemos su
melancolía y su “talante especulativo” (p. 16), y creo que ese es uno de los
mayores fallos de la novela, su talante especulativo (no en el sentido
intelectual, sino en el de divagar
inconcreto). Si añadimos a ello el narrador omnisciente en tercera persona,
la linealidad de la trama y la falta de penetración descriptiva, el resultado
es casi como el relato que alguien le cuenta oralmente a otro. En la publicidad editorial se nos dice que Los Pissimboni tiene “tintes kafkianos”
pero Kafka, en realidad, era un maestro de la visibilización. Como recordaba
Andrés Ibáñez (gran visualizador él mismo en su prosa), en un fantástico texto escrito
a partir de un solo párrafo de Kafka y titulado, no por casualidad, “Pequeño curso de literatura”, ese párrafo kafkiano de
“El cazador Graco” resulta ser “magistral porque cada una de las frases, casi
cada palabra, crea imágenes”, según Ibáñez. En cambio, la novela de Hernández
crea abstracciones. Centrémonos en un detalle clave: en la página 26 se detalla
cómo el personaje Yago, en un bar del pueblo próximo al hogar de los
Pissamboni, fija su atención en un hombre; “después de haberle observado con detenimiento,
Yago pensó que se trataba de un hombre bastante ordinario, y le sorprendió su
propio pensamiento”. Analizando su sorpresa, “Yago lo miró detenidamente
tratando de detectar cuáles eran los rasgos que le hacían tan despreciable.
Nunca había observado a nadie con tanto detalle” (p. 27). Es razonable esperar
que veamos, por tanto, los rastros de ese escrutinio, de ese minuciosísimo
examen visual que Yago sometió a aquella persona. Pues bien: ninguno. Es decir:
se da por supuesto que los personajes miran,
pero la narración no lo hace. Nos quedamos sin ver aquello que obsesivamente
miraba Yago.
Pero
entonces, señor crítico, ¿por qué leer este libro? Porque tiene otras, y no
pocas, virtudes. Ahondemos. La novela, como El
castillo de Kafka, está organizada geográficamente por dos espacios, uno
más o menos real (el villorrio, dominado por la Casa del Pueblo) y otro más o
menos simbólico, situado en lo alto (la casa de la hiedra), si bien no hay esa
oposición vertical de poderes consustancial a la novela del checo. La
psicogeografía es otra: la casa de la hiedra y la Casa del Pueblo son especulares y la historia los carga de
significación porque, como se dice en algún momento, “reconocer los lugares no
es otra cosa que reconocerse a uno mismo” (p. 96). Hay que entender, y en eso
sí es kafkiana la obra de Hernández, que no hablamos de espacios, sino de imaginarios localizados (de la misma
forma que los borrosos Pissimboni son
imaginarios subjetivos y no personas). El aburrimiento inherente a ambos
lugares es intercambiable y, sobre todo, la falta de libertad en las dos casas
es idéntica y simétrica, esclavizados sus respectivos moradores por normas tan
férreas como inexplicables (cf. p. 20 y 86). Se genera una duplicidad
existencial (p. 53), que tiene su trasunto textual en dos planos narrativos separados
por una distancia onírica (“cuyas
palabras le llegaban como si entre ambos se extendiera una distancia insalvable
o como si le hablara desde un sueño”, p. 60). Yago, el personaje central, está
escindido, viajando de una prisión a otra (y de un plano existencial al otro)
en busca de su identidad, aunque en algún momento de la novela se explica que
el regreso a la casa de la hiedra es el “fin” que habrá de liberarle (p. 101).
No puedo continuar la explicación sin descubrir el desenlace del libro, así que
no lo haré, pero sí apunto que el final de la novela (poco después de que,
significativamente, la voz narrativa cambie de pasado a presente en la página
98) abre otro nivel de interpretación de Los
Pissimboni, que es al que merece la pena llegar, descubriendo una obra
interesante, fina e inteligente, a la que sólo reprochamos algunas decisiones
estéticas que –a nuestro particular y quizá equivocado juicio– empecen o
dificultan la lectura. Eso sí, una vez terminada ésta, no puede evitar el
lector volver atrás y releer párrafos o páginas que construyen esa otra novela estimulante
y compleja de planos paralelos que Los
Pissimboni guarda en su interior, intranovela
que –esta sí– se ve a la perfección y
se disfruta sin tasa.
*
Todo texto es
la absorción o transformación de otro texto.
Julia
Kristeva
He leído dos novelas de Cristina
Morales: Los combatientes y Malas palabras. Los combatientes tiene a su favor algunos valores y en
su contra algunas características criticables. Entre los primeros podríamos
contar su arrojo y el hecho de que el conflicto no sólo regule la relación
entre los personajes, sino también la relación entre el texto y el
lectoespectador (utilizo el término porque hay mucho teatro en Los combatientes y porque la narración
se vuelve en ocasiones textovisual). Entendemos que la autora propone una
interacción o entreverado entre literatura y realidad más radical que los habituales,
para lo cual llega a utilizar personas reales con su propio nombre, incluidas
en la novela en situaciones comprometidas. La incomodidad que genera este
choque brusco con lo real es deliberada, por supuesto, así como la proveniente
de colar de rondón antiguos discursos falangistas en un entorno post-15M, pero
entendemos que la persecución de la inquietud es parte de la poética de agitación natural de la
autora. En la parte mejorable situaríamos la ausencia de más ambición narrativa
y la excesiva dependencia de textos ajenos (discursos, canciones, refranes o
dichos, etcétera) que convierte en la novela en ocasiones en una especie de sampleo o de centón que pone en
entredicho su carga de originalidad. Leer Los
combatientes puede ser una experiencia frustrante a ratos, pero conviene no
olvidar que la inquietud y la frustración son dos efectos cuidadosamente
buscados y provocados por la autora.
En Malas palabras también nos
topamos con la dependencia de un texto anterior, el Libro de la vida de Teresa de Cepeda y Ahumada, pero esta relación
es estructural, puesto que el libro de Morales parte de un encargo de la
editorial Lumen para reescribir la confesión de la santa. Es decir; a
diferencia de Los combatientes, donde
las reminiscencias son de llegada, en Malas
palabras son de partida, y como tal hemos de juzgarlas. He leído en
paralelo los textos de Morales y de Teresa de Jesús, con el fin de evaluar
debidamente la transformación, y creo que Morales ha hecho bien en desarrollar
y privilegiar la trama detectable pero invisible en el Libro de la vida; es decir: narrar la intrahistoria de la religiosa,
de su familia y de las mujeres de la época, y realizar las obvias denuncias de
falta de habitación propia (p. 95), desde una primera persona tan problemática
como plausible por ser muy moderna,
pero eso es justamente lo que –supongo– se le había pedido que hiciera:
actualizar y revitalizar la obra teresiana desde una perspectiva de género. De
hecho, Malas palabras puede leerse
como un ejemplo imperfecto de las narrativas
oposicionales que Ross Chambers [Room
for Maneuver: Reading (the) Oppositional (in) Narrative, 1991] vindicaba
para resaltar el machismo de los discursos masculinos tradicionales (por eso
digo que es un ejemplo imperfecto, ya que el texto de Teresa de Jesús es
femenino y no masculino, si bien partía de un encargo de su confesor). En
cualquier caso, podríamos decir que Morales visibiliza por completo, incluso
por exceso, lo que el texto teresiano está solo sugerido.
Para lograrlo, Morales toma algunos elementos del Libro de la vida que dejan el rastro de
cierta rabia (y que suenan modernos,
también: vgr., “fue grande el desprecio que me quedó de todo lo de acá:
parecíame basura”, escribe Teresa), y afronta desde esa actitud combativa la reescritura
de la historia: “Si he de escribir para edificar, ¿cómo voy a levantar ningún
edificio sobre el suelo del lector sin antes echar abajo el edificio que ya
está ruinoso? Escribir para dar gusto, ¿no es echar más escombros sobre las
ruinas, o es quizá limpiarlas y recolocarlas, haciendo como que se construye,
cuando en realidad no hay edificio sino una ordenada montaña de basura?” (Malas palabras, p. 43). El resultado no
me parece literariamente fascinante, pero me ha interesado, está bien escrito,
su estilo no trae causa del de la religiosa, sino que es una reelaboración
personal, y además le veo otro valor característico de la Morales de Los combatientes: la certeza de
hallarnos ante una dinamitera que cuestiona todo sin pararse en barras y que pone
en el envite su propia concepción de la literatura y no sólo la nuestra. En
términos agustinianos, ya que de religión hablamos, Morales practica el agere contra y el primer cuerpo puesto
contra las cuerdas es el suyo. Intento decir que Cristina Morales está rozando
el acierto y que cuando llegue a él será un acierto brutal y con pocos
parangones, porque escasos son los autores que están poniendo en su literatura
tanto riesgo como ella. “Escribo con libertad”, deja caer Teresa; “a fuerza de
no escuchar a los prudentes, cada vez escribo mejor” responde Morales (Malas palabras, p. 86). Y es cierto.
*
Horror vacui, el debut novelístico
de Paula Lapido (Madrid, 1975) no resulta redondo pero apunta buenas maneras;
la autora demuestra tener ambición para urdir una trama compleja, buena mano
para crear personajes (si acaso demasiado dependientes de aspectos físicos en
detrimento de los más necesarios colores psicológicos,
no siempre bien resueltos), y notables dotes para la construcción de atmósferas
y de detalles inquietantes (un maravilloso columpio autómata, por ejemplo),
cuya simetría fractal parece a veces aludir a los juegos gráficos de Maurits
Cornelis Escher (“siempre es posible mirar desde más cerca. Advertir detalles
cada vez más pequeños a medida que los ojos se aproximan al objeto observado”
(p. 79), detalle no baladí si tenemos en cuenta que uno de los personajes
centrales se llama Maurice Cornelius, círculo que termina de cerrar la página de
Pinterest de la autora.
Los dos mayores reparos que cabe ponerle a Horror vacui serían, por un lado, su
recurrencia a lo que he denominado en otro lugar tentación psiquiátrica de cierta narrativa española, que parte de
manuales de psiquiatría o psicopatología para construir un personaje; por otro
lado, la recreación de un TOC (transtorno obsesivo compulsivo) en la prosa para
remedar el que sufre el personaje, algo quizá preciso si la historia se contara
en primera persona desde el punto de vista de quien sufre el TOC, pero
innecesario (por no decir impropio) para un narrador omnisciente limitado que
asiste en tercera persona al desarrollo de los acontecimientos. Esta abundancia
en la repetición de las manías compulsivas de Isaac, el protagonista, hace que
la lectura sea en ocasiones algo tediosa, sensación que he contrastado con
otros lectores de la novela. Sin embargo, Lapido tiene un don para sembrar
inquietud, y gracias a él la novela mantiene el interés; cuando la trama finalmente avanza, cada diez o quince páginas, el
lector agradece que ocurra algo fuera de la repetitiva cabeza de Isaac y prosigue
con la lectura. Quizá para futuras obras la autora tenga presente que el estilo
se construye, en parte, gracias a la repetición (lo dijo Kermode sobre Hamlet, entre otros), pero no mediante el
hartazgo. Horror vacui satisfará a
lectores de diversos géneros (detectivesco, de thriller, de fantasía), y
también debe interesar a un lector de gusto más general, que hubiera finalizado
feliz la narración si se le hubieran ahorrado cincuenta páginas de peces
imaginarios.
*
La segunda novela de Nere Basabe
(Bilbao, 1978), El límite inferior, descubre una narradora valiosa y cuya
trayectoria conviene seguir en el futuro. La novela se desarrolla con soltura,
quizá con demasiada linealidad y poca ambición argumental, pero esa debilidad
es compensada por una honda expresividad plástica y por las dotes de la autora
para dibujar personajes que despliegan poco a poco matices y sugerencias. Con
algún detalle mejorable, como la presencia puntual de un anacrónico narrador
moralista galdosiano que juzga a sus criaturas, Basabe tiene a su favor ser
especialista en crear originales microclimas narrativos en lugares manidos y
asolados por la narrativa como hoteles o bares, donde nos parece que ya no
queda nada nuevo por decir: es muy significativo de sus dotes que ella sepa cómo
hacerlo. También debe encomiarse su prurito documentalista, del que ponemos un
ejemplo: los complejos cálculos de cimentación de estructuras descritos en la
p. 164 son reales y están bien explicados (para saberlo hemos tenido que
documentarnos, claro está); esto podría parecer un hecho anecdótico, y hasta
cierto punto lo es, pero revela algo presente a lo largo de toda la novela: la
pretensión inquebrantable de la autora de hacerlo todo de la mejor manera
posible. En ocasiones este perfeccionismo eleva el tono de la novela mientras
que en otras lo satura y paraliza, echándose de menos más rupturas de la
secuencialidad y de la horizontalidad espacial del relato; no obstante, el
resultado adquiere consistencia al avanzar y la parte final es simplemente
brillante y repleta de hallazgos, realzando con brío unas historias personales
que en otras manos no hubieran ofrecido más que costumbrismo.
*
Leer a Gopegui es un ejercicio de
alto riesgo, una especie de deporte extremo en términos literarios. La razón
reside en que es una de esas pocas voces actuales tras cuya lectura el lector
ha cambiado. No es que haya dejado de ser quien era, por supuesto; pero se ha
producido, necesariamente, una pequeña transformación durante la lectura,
puesto que las peripecias de sus personajes nos obligan a asomarnos al mayor
abismo concebible: quiénes somos y qué
hacemos. Qué hacemos por nosotros, qué hacemos por nuestro entorno y que
hacemos por los demás. Son muy pocos los escritores capaces de deslizar
subrepticia y hábilmente esa pregunta de la mente del personaje a la mente del
lector, pero Gopegui, con una refinadísima técnica disfrazada de falsa
simplicidad de thriller, o novela de suspense o incluso de
acción (discutible rúbrica bajo la que podrían acogerse sin dificultad Acceso no autorizado o El comité de la noche, novelas cuya
etiqueta descriptiva es lo menos importante), traslada esas preguntas
existenciales a quien penetra en los libros. Nos pone ante los ojos lo que no
queremos ver porque, como dice uno de sus personajes, Carla, “escribir es traer
de vuelta a los expulsados del presente” (p. 78). En la primera página de El
comité de la noche alguien presenta las dos partes siguientes como
documentos a punto de activarse. Pero es una añagaza de la autora, una trampa
retórica: los que vamos a ser activados somos nosotros.
De los muchos aspectos técnicos que
podrían abordarse al hablar de El comité
de la noche (y los literarios son sólo una pequeña parte de los aspectos
reseñables), me ha interesado especialmente uno. No quiero desvelar la trama,
pero en las últimas páginas da la impresión de que se descorre el velo que ha
propiciado la suspensión de la credulidad
del lector (no puedo ser más explícito sin reventar la novela, y quien la
lea lo entenderá). La cuestión es que esa, final, es otra trampa técnica de
Gopegui, que cada vez sofistica más sus elementos constructivos; en realidad
esa crisis de la ficcionalidad, esa posición limítrofe entre relato y
testimonio ya venía quebrada por la intervención de un personaje interesante,
el “escritor fantasma” contratado por Carla para contar su historia. Es un
personaje que me ha recordado mucho al detective de La soledad era esto (1990) de Juan José Millás. El motivo es claro:
ambos protagonistas son personajes masculinos a los que una mujer que no
conocen les encarga la redacción de un texto sobre ellas (un informe, un
relato), con la condición de que introduzcan en él vivencias personales del
redactor y el mayor grado de subjetividad posible. Es decir, son dos hombres
solitarios y concienzudamente objetivos
a quienes dos mujeres pagan para que dejen de serlo, a través de un texto
escrito. Tanto en aquella novela de Millás como en esta de Gopegui el recurso
funciona a la perfección; en ambas obras el relato subjetivizado se convierte
en el punto de giro de la novela hacia otra cosa (el cambio de perspectiva
intimista en aquélla, la crisis de la ficcionalidad en ésta), y en los dos
casos las mejora y eleva, convirtiéndolas en piezas de relojería donde ambos
narradores demuestran, en el punto cenital de su carrera (donde Gopegui está
pero Millás hace tiempo, a mi juicio, que dejó de estar), su habilidad para
contar historias con mecanismos creíbles y tan originales como poco
estrambóticos y forzados.
A estos valores hay que añadir
muchos otros: la capacidad de dotar a los personajes de voz propia y singular,
la capacidad de comprensión de las angustias humanas y encarnarlas de forma
literaria, el mejor estilo posible perfectamente acomodado a las posibilidades
expresivas de cada personaje, la facilidad con que se cuenta una historia
compleja, la ética social del cuidado humano transformada en un cuidado de los personajes, evitando
cualquier deshumanización, y un largo etcétera de dones que no sorprenderán a
quien haya seguido la pista a una de las mejores narradoras vivas en
castellano. El comité de la noche se
convierte en el punto más logrado –desde mi personal y discutible punto de
vista– de la trayectoria de Gopegui desde Lo
real (2001), y la obra donde mejor ha logrado esa síntesis exquisita y
terriblemente difícil al conjugar una obra semánticamente cruda, desasosegante,
cívica, valiente y crítica con una potencia literaria demoledora.
[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con Basabe, De la Cruz, Schweblin, Lapido, Gomez Glez, Morales, Sanz, Hernández y Pena, ninguna. Relación con Gopegui: cordial]