Shannon Cartier Lucy, Day at the Library, 2018
Una
tarde del pasado agosto estaba viendo los mundiales de atletismo. Amodorrado mi
entendimiento y más espesa aún mi mente que de costumbre, en una poza química
de sus circunvoluciones se formó la siguiente pregunta: “¿Podría yo correr los
cien metros lisos en menos de nueve segundos?”. En otra región de mis obtusas meninges
resonó un poderoso “no” por respuesta, al que no requerí argumentos, ni
demostración, porque los hechos eran y son notorios. Es así. No podré correr
los cien metros en menos de nueve o diez segundos. Por mucho que adelgace y me entrene.
Aunque me dope. Reparé en otro hecho incontestable: es que nunca hubiera
podido lograrlo. La única vez que me cronometraron en el colegio, de adolescente,
obtuve un resultado tan vergonzoso que mi memoria ha borrado sus dígitos. Nunca
pensé que se tardase tanto en cubrir cien metros a la carrera; aquello no
acababa nunca, y eso que he sido siempre deportista —y lo sigo siendo—. Nunca
he tenido la menor oportunidad de bajar de los tiempos de Sha’Carri Richardson,
Usain Bolt, Carl Lewis o Florence Griffith. Es sencillamente imposible. Carezco
de
la genética precisa para obtener ese desarrollo prodigioso, con la que solo
cuentan muy contados atletas, e incluso ellos no doblegan el cronómetro si no
es en plenitud de facultades y en la cúspide de su carrera, gracias a
entrenamientos exhaustivos y bajo un estricto control médico. Las demás
personas no podemos. Como una piedra no puede dar una conferencia de astrofísica,
ni un estornino operar a corazón abierto una cardiopatía congénita.
Según
el artículo 281.4 de la Ley de Enjuiciamiento Civil española, están excluidos
de la necesidad de prueba judicial los hechos que gocen de notoriedad absoluta
y general. La jurisprudencia, a la hora de interpretar este dictum, ha
establecido (sentencia de la Sala 1ª del Tribunal Supremo de 3 de febrero de
2016, RJ 2016/1), que para saber cuándo son notorios unos hechos resulta
suficiente que “el tribunal los conozca y tenga la convicción de que tal
conocimiento es compartido y está generalizado, en el momento de formular el
juicio de hecho”. El Derecho suele tener sentido común —su aplicación por los
jueces es ya harina de otro costal—, y conocer algunos de sus rudimentos ayuda
a moverse por el mundo. Y por las ideas.
Por
eso quiero hoy poner en cuestión esa frase que leo de cuando en cuando,
especialmente cuando se concede algún premio literario mediático y surgen los
comentarios críticos tras la noticia, semanas antes de que se publique la obra
en cuestión: “no se puede juzgar un libro sin haberlo leído”. ¿De verdad?
Bueno, creo que depende de las circunstancias. En algunos casos —en bastantes,
de hecho—, sí que puede juzgarse un futuro libro sin el menor miedo a equivocarse.
Creo
que mi argumento es irreprochable, porque se basa en hechos notorios. Pero vamos
a exponerlo al revés, comenzando por ejemplos negativos, aquellos donde mi
hipótesis no se cumple.
En
bastantes casos, aquellos que involucran a personas con genética literaria, no
es recomendable opinar con antelación, porque a lo largo de la historia
literaria hemos visto todo tipo de ejemplos y excepciones a cualesquiera reglas.
Por más que nos sintamos tentados a apostar que los próximos libros de Anne
Carson o Thomas Pynchon serán excelentes o valiosos, podrían suceder
accidentes: declive intelectual a causa de la edad, exceso de confianza, quedar
empestillado el libro en una idea desafortunada, etc. Es poco probable, sí,
pero no descartable por completo. Y si eso pasa con los grandes nombres, conforme
descendemos en el escalafón el asunto se complica todavía más. Con un enorme
número de autoras y escritores el juicio previo será inviable, porque a veces
atinan y a veces no. Pero, por desgracia, autores excelentes hay pocos, y buenos
autores no hay tantos como pensamos. De hecho, no son más que varias docenas
por país. Otra cosa son los autores “dignos”, categoría lábil y numerosa donde
es complicado moverse. Pero incluso ahí, en nombres ya casi de medio pelo, mi
argumento no tiene validez: sería arriesgado vaticinar que un futuro libro va a
ser malo, o bueno, porque pueden y suelen producirse sorpresas, positivas —las
menos— o negativas.
Hasta
aquí no tengo razón, lo concedo. Pero ahora llegamos al meollo del asunto: al oceánico
resto de personas que se autodenominan novelistas, poetas o cuentistas, o a las
que sus editoriales publican como tales. Entre ellas se encuentran quienes
ganan premios de relumbrón, mediáticos, vergonzosos, pero también esos
innúmeros escritores aficionados, que son incapaces durante décadas de publicar
en una editorial mínimamente decente (o que lo han hecho por nepotismo, o por
premio que debía haberse declarado desierto). Un mar aspiracional, un cosmos de
mentes sin talento. Pues en ese piélago mi argumento comienza a ganar peso, así
que voy a exponerlo: una persona que haya desarrollado una constante
actividad literaria (luego se verá por qué hago esta precisión), si llegada
cierta edad no ha dado jamás muestras de calidad, ya no va a alcanzarla
nunca, porque carece del don, porque no tiene genética literaria. Si alguien
que lleva enviando versos a premios, amigos y editores desde los 17 años,
cuando alcanza digamos 40 años no ha conseguido publicar un solo poema decente
en una revista o en un libro, ni siquiera en sus redes sociales, es que no está
llamado para esto. Si un narrador da la brasa a discreción desde su
adolescencia y a los —digamos— 45 años no se le conoce un solo cuento valioso,
aunque lo haya repartido en fotocopias, no tiene opción alguna de llegar a escribirlo.
No vale y punto, como no valgo yo para las matemáticas o la gimnasia rítmica. Otra
cosa —y por eso hacía antes la precisión de haber desarrollado actividad
literaria habitual— son los raros supuestos de vocaciones literarias tardías,
como los de Gesualdo Bufalino o Arseni Tarkovski —el padre del cineasta—, o de
escritores póstumos. En tales casos puede haber una decisión de no publicar (“Me
sonrío cuando me sugiere que tardo en ‘publicar’ –eso es tan ajeno a mi
pensamiento, como lo es el Firmamento a las Aletas–”, escribe Emily Dickinson
en carta a Higginson el 7/6/1862, si bien de su enorme talento tenían cumplida
noticia varias personas), pero nunca hay en estos raros supuestos un
sostenido número previo de pésimas publicaciones: lo poco que publican,
tardía o póstumamente, tiene una excelente calidad media. Se trata de casos
extrañísimos, que prefiero apuntar a que me los apunten.
Hay más indicios que despiertan suspicacia: aquellas personas que
publican un libro y que jamás había mostrado interés por la lectura, ni han
publicado nada de forma amateur, ni han participado en actos literarios, ni
siquiera han asistido a ellos como público, ni mencionaron nunca la lectura o
la escritura a nadie. Si ganan un premio o publican un libro de la nada,
devienen de inmediato sospechosos. Porque para alguien que ama la literatura,
no tiene demasiado sentido evitarla a ultranza, en cualquiera de sus
manifestaciones, como si se la odiase.
Dicho esto, ya podemos formular leyes generales. Por ejemplo, una que
dice que cuando una persona mediática, un periodista o presentadora de
televisión, a quien jamás se le ha conocido interés literario ni cultura
letrada, gana un premio de campanillas amañado, es porque no es escritor y su
libro lo ha escrito un autor fantasma por encargo, por lo que el libro será
malo, y punto. Y si lo ha escrito de su puño y letra, será todavía peor. Porque
eso es precisamente lo que ese premio demanda, un libro malo (antes no era
necesariamente así, pero hoy se cuecen habas diferentes), y el autor o autora
fantasma que redacta esas páginas sabe que debe adecuarlas al prototipo de
productos comerciales, mainstream, de ínfima calidad y ajustado a la
“dictadura del tema” que ya comentamos en su momento Sara Mesa y yo en Cuadernos
Hispanoamericanos. De la misma forma, si una escritora o escritor que
jamás ha escrito nada decente gana un premio, llevando ya bastantes años en
esto, quizá con varios libros publicados, por supuesto que quienes hemos
sufrido sus versos o sus malos cuentos estamos legitimados para decir que su
libro va a ser una basura, porque es notorio que no ha publicado o
emanado más que basura hasta la fecha, y nemo dat quod non habet, nadie
da lo que no tiene (otro principio jurídico, especialmente aplicable al
talento: si no lo tienes, no lo puedes dar). Y no hay ninguna excepción a esto
que digo, jamás en la historia de la humanidad se ha producido ninguna, y si
alguna vez se produce es porque esas páginas las ha escrito otra persona de
talento, porque el talento se tiene o no se tiene. Puede que tarde en afinarse,
pero pasada cierta edad juvenil de tanteos, imitaciones y aprendizajes la
calidad se impone y sus filones son fáciles de percibir, incluso en escritos
tempranos e inseguros.
De la misma forma que la jurisprudencia permite la condena por indicios,
ajustada a ciertos criterios, señalados por el Tribunal Supremo (STS 532/2019,
de 4 de noviembre), en literatura los reiterados indicios de incapacidad
expresiva de una persona son las pruebas en su contra que ella misma acumula, y
que acaban justificando la sentencia condenatoria. Por eso, es imposible que algunas
personas más o menos conocidas o insistentes lleguen a publicar nunca nada
valioso: porque tenemos un indicio por poema, cuento, ensayo o novela. Y da
igual que cambien de género: si una poeta horrible comienza a publicar novelas,
es imposible que acierte, porque si tuviera algo de talento narrativo sus
poemas se hubiesen beneficiado de él. Y al revés: la poesía es la peor pista de
aterrizaje posible para un narrador incapaz; ahí todavía se le notarán más las
costuras, de inviable disimulo fuera del frágil
caparazón del argumento.
En resumen, sí se puede defender en muchos casos que el próximo
libro de una persona va a ser malo de solemnidad, porque su abigarrada carrera
criminal, compuesta de ideas asesinadas, textos muertos y argumentos
torturados, constituye un acarreo de suficientes indicios para sentenciar que
su torpeza literaria es un hecho notorio, exento de la necesidad de prueba.
.