Estos dos libros reúnen toda la poesía de Olvido García Valdés, según
su propio parecer, puesto que dentro del animal la voz (Antología 1982-2012),
editada por Miguel Ángel Lama y por mí, contiene la versión definitiva de lo
que la autora considera su corpus esencial hasta su último libro.
Hasta ahora no había tenido la tranquilidad necesaria para leer Confía
en la gracia (Tusquets, 2020), un libro que contiene aportes que me han
sorprendido, pero que -como es natural en una poeta de trayectoria ya
consolidada-, es fiel a unas coordenadas que Miguel Ángel y yo hemos tratado de
delinear -y no es fácil, créannos-. Desde esa perspectiva, en Confía en la
gracia encontramos poemas de tres líneas diferentes, pero características
de la obra de Olvido:
1) El poema breve, de carácter perceptivo-intuitivo, donde dos o más
elementos discursivos, correspondientes al menos uno de ellos a un entorno
natural inmediato, se entretejen, aliviados de algunas conexiones sintácticas o
estructurales, creando un continuo basado en la yuxtaposición.
2) El poema de supuesta contemplación directa, donde la voz elocutoria
observa con detalle a una persona concreta (una camarera, un albañil que
trabaja en una casa en construcción), pero cuya discursividad trasluce, en el
fondo, otra serie de preocupaciones (teóricas, sociales, lingüísticas), que son
activadas por la acción contemplada.
3) El poema largo (único o dividido en secciones, a veces en prosa),
reflexivo, que supone la síntesis de alguna meditación de largo alcance de la
autora, de corte filosófico (o filosófico-artístico, como el dedicado a Louise
Bourgeois), y que son los más difíciles de entender a causa de todas sus
numerosas complejidades internas.
En todo caso, espero que la larga introducción que hemos preparado
Miguel Ángel y yo para dentro del animal la voz, donde abordamos con
todo el rigor a nuestro alcance asuntos como "La voz", "Una
lectura cognitiva. El yo y la conciencia", "Escribir a secas",
"Género y cuerpo" o "Literatura y arte", pueda serviros de
orientación en esta hermosísima selva sólo a medias oscura, que es la poesía de
Olvido García Valdés.
1. En su primer disco, Let love rule (1989), Lenny Kravitz
utilizó técnicas de grabación de los años 70, para dar mayor autenticidad a la
música. Quería que sonara real, sin
interferencias electrónicas ni sampleados, para lo cual se encerró en un
estudio de Hoboken (New Jersey) utilizando equipos antiguos, amplificadores de
válvula de veinte años de antigüedad e instrumentos setenteros. El resultado
fue notable:
Veinte
años después, EMI lo reeditó con mucho material añadido y una remasterización. Aquí cuenta Kravitz, en
una entrevista con Rolling Stone,
cómo escribió la letra de “Let love rule” en una pared y un día, al entrar a la
casa y verla, entendió que allí estaba todo: escribir en la pared, tocar como en los setenta.
2. Robert
Coover, El príncipe encantado (Pálido Fuego, 2020). Aparecida como
relato largo en The Evergreen Review en 2017, publicada como novela cort(ísim)a
en 2018, The Enchanted Prince pertenece a la vez a dos líneas de trabajo
de Coover: la reescritura de cuentos clásicos infantiles (a la que
pertenecerían también Zarzarrosa, “The Frog Prince”o, desde otra
perspectiva, la rabelesiana -según Anthony Burguess, nada menos- Pinnochio in Venice), y,
como apuntó Edwin Turner cuando apareció El príncipe encantado, al “horny
postmodernism” de A Night at the Movie’s (1987). Las operaciones
metarreferenciales de esta nouvelle de Coover son de tres tipos,
entonces:
1) las
de la obra respecto a sí misma,
2) los
guiños a la situación del propio trabajo de Coover dentro de la narrativa de su
tiempo, paralelo de las que el cineasta protagonista del libro sufre respecto a
su arte, y
3) las
capas de remakes sobre remakes (pantalla sobre pantalla) que
describe El príncipe encantado. Resumir el libro es imposible, pese a su
brevedad, así que ni lo intento, pero a los efectos de lo que aquí quiero decir
sintetizo alguna cosa: un director en su declive artístico y vital recupera a
su actriz fetiche y antigua amante para protagonizar un enfermizo remake de
la película El príncipe encantado —siendo, claro está, tanto la
“primera” película, como la misma novela de Coover, sendos remakes o
adaptaciones también de la historia tradicional—. Pero lo mejor es que,
hablando del hipotexto, el cuento popular “El príncipe encantado”… no hay historia
original, es una historia de copias, adaptaciones, versiones y remakes que se
remonta siglos atrás, según Belén García Abad:
[…] la obra de los
hermanos Grimm recoge varias versiones de este tipo de narraciones, tales como
"El rey sapo o Heinrich el Inflexible" (Grimm, 1984, págs. 143-148) o
"El burrito" (ídem, págs. 160-165). E igualmente hallamos documentado
este tema en la Antigüedad clásica. Apuleyo, en su novela El asno de oro,
incluye un relato, "el cuento de Psique y Eros" (Apuleyo, 1985, págs.
128-172), que representa la versión culta de "El príncipe encantado"
(Caro Baroja, J ., 1944). [artículo de Belén García Abad
disponible aquí]
Seguramente
Coover lo sabe —porque sabe mucho—, y en consecuencia encadena una capa de
películas sobre películas, entre ellas alguna realizada por el director
ensartando tomas abandonadas, otras veces reciclando material disperso de
internet (Kenneth Goldsmith’s style), otras veces haciendo remakes diferentes
de El príncipe encantado (la película imaginaria) con el mismo actor y
actrices cada vez más jóvenes (007 o Mission Impossible’s style),
y, sobre todo y al final, un metaremake meta-metaficcional que no quiero
desvelar aquí al lector, pero que es una marca de clase (y marca de la casa) de
Coover, haciendo reventar todos los niveles diegéticos y demostrando por qué
una novela complejísima no tiene por qué ser extensa.
Uno de
los aspectos más interesantes: para el director, el pasado es una forma de
materia. Todas las películas ya hechas, propias e incluso ajenas, son
materiales de acarreo para las películas por hacer. Toda escena, cualquier
plano, son la semilla de una posible obra del mañana.
3. El
Museo de historia de Ningbóo,de Wang Shu (Ningbóo, China, 2008).
El
arquitecto Wang Shu
recibió el Premio Pritzker de arquitectura por varias de sus obras, aunque una
de las más relevantes es este museo. Según el texto de la exposición Architecture
as Resistance. Wang Shu - Amateur Architecture (Palais des Beaux-Arts de
Bruselas, 2009-2010), el trabajo del estudio que Shu y Lu Wenyu abrieron hace
más de una década “se focalise également sur la réinterprétation de
l’architecture traditionnelle locale par le recyclage", reciclaje que no
hay que entender sólo en el sentido de reutilizar ideas, sino también de reciclar
edificioso materiales antiguos. Éste es el caso del Museo, elaborado
parcialmente con materiales realmente antiguos, pero que Shu entendía
esenciales para materializar un auténtico museo de Historia.
Imagen tomada de WikiArquitectura_4
A
juicio de Shu, las torres características de la arquitectura contemporánea
destruyen el paisaje horizontal de las ciudades, ciegan y no son
antropométricas. Su otra obsesión es la de incorporar la historia al edificio,
como forma de absoluto respeto a la tradición. El resultado es antiguo y
exquisitamente novedoso.
Imagen tomada de WikiArquitectura_4
La idea
de la acumulación material y de apilado de estratos puede verse, de manera
fractal, en el inteligente detalle de la agrupación de tejas situadas de canto
dentro de los muros.
Imagen tomada de Diedrica Blog
No el
pasado en el presente, sino el pasado-presente, con ánimo —arriesgado, pero qué
seríamos sin riesgo— de lograr la intemporalidad.
4.Black Dynamite (2008), de Scott
Sanders, se planteó como una parodia deliberada de las películas de blaxplotation de los años 70. Lejos del
rescate de Tarantino en Jackie Brown (1997),
donde se intentaba partir de Pam Grier —una de las heroínas del blaxplotation y de la época— para hacer
un homenaje oblicuo y elegante, Black
Dynamite es una inmensa broma, que utiliza el mismo ritmo, los mismos
encuadres y el mismo tipo de celuloide que aquellas cintas. Algo así intentaba
Tarantino en las escenas de entrenamiento de la protagonista de Kill Bill, pero en su caso había más
homenaje a las películas de Bruce Lee que chanza o parodia. Sanders fue más
allá; intentlo nada menos que hacer en
2008 la última película del género, a costa de la carga kitsch; la ironía
la convierte en un producto hiperconsciente, posmoderno, donde la burla no es
tanto sobre el género huésped como sobre
la película misma:
5.
Miquel Barceló
presentó en 2002 en la Galería de Arte Moderno de Roma una amplia
retrospectiva, entre cuyas piezas se contaban algunas cerámicas hechas con
materiales de la época pompeyana, y, además, a imitación de las mismas. El
artista declaró: “es un sitio magnífico, y lo mejor es que tengo a disposición
los materiales que usaron los artistas de Pompeya hace dos mil años, la arcilla
y los pigmentos antiguos, como el negro de manganeso”. Aquí el anacronismo es
insalvable. Se produce algo que nace más muerto
que la propia ciudad revisitada.
6.Andrea Alzati, Animal
doméstico. Cáceres: Liliputienses, 2020, p. 53:
7. Gillian
Wearing, Album (2003-2004). El reconocimiento crítico le llegó a la fotógrafa
británica Gilliam Wearing cuando realizó una serie de instantáneas donde se
proponía encontrarse a sí misma a través de fotografías antiguas, tanto suyas
como del resto de su familia. Y, mediante máscaras de látex, se autorretrató
caracterizada como ellos y como sus yoes antiguos.
Como explica Óscar Colorado
Nates, “Gillian nos ha llevado de la mano por los rostros, etapas y apariencias
de los Wearing, una auténtica congregación de arquetipos, dejando
permanentemente abierta una narrativa en la que se trasfunden presente, pasado
y futuro, interioridad y exterioridad. Revela lo que Jeff Berryman
califica de las ‘capas escondidas de la expresión humana’”
Otra
forma de mirar estas imágenes es pensarlas dentro de la idea de “ruina auténtica”
que para Huyssen constituye uno de los ejes de chirriado del Modernismo
después de la posmodernidad (2010).
8. Sky Captain and the World of Tomorrow (2004), de Kerry Cornan, es
el colmo del oxímoron; al “mundo del mañana” se llega mediante la revisitación
estética de Metrópolis (1926), y por
lo tanto a partir de un deliberado viaje al pasado. Es dudoso si el anacronismo
buscado gira en torno al kitsch o más bien a la idea de una distopía
clasicista; pero en cualquier caso la resurrección digital de Laurence Olivier
en la película (similar a la que Natalie Cole perpetró con su padre, Nat King
Cole, en Unforgettable),
la dota de un ambiente espectral. Hay reciclaje, pero no vida, es pura nostalgia
fabricada. Muy lejos de la hábil nostalgia recuperada de Adolfo
Bioy Casares en La invención de Morel (1940), donde la técnica alarga la
existencia sin cancelarla. No hay en Sky Captain un más allá del tiempo,
sino un tiempo paralelo, inexistente,
irreal, creado por la ficción del lenguaje cinematográfico pervirtiendo —sin
ironía, con una helada convicción— las pautas de la lógica del rescate. Quizá
eso explica cómo, a pesar de su calidad visual, pasó rápidamente al olvido:
El presente
como forma de pasado impostado. Eso nos hace recordar a Eloy Fernández Porta
cuando, hablando en términos generales, sentenciaba: “De este modo, el momento
de la calidad cedía paso al momento nostálgico donde todas las producciones
artísticas tenían su segunda ocasión”(€®O$.
La superproducción de los afectos,
Anagrama, 2010, p. 79).
Un caso
muy diferente es el de La antena (Esteban
Sapir, 2007), una original película
argentina, cuyas recuperaciones estéticas no sólo hacen brindis a la fantasía,
sino también al humor, a la crítica política, a la estética publicitaria y a la
inteligencia narrativa:
La
autoconciencia paródica del kitsch dificulta una crítica negativa, dejando la cuestión
en las tranquilas aguas de las opciones personales del gusto, lo que no es
poco.
11. Bruno
Galindo, Remake. En la historia del cine hay numerosos casos de escenas
copiadas o reconstruidas, plano por plano, de películas anteriores. A veces son
puros casos de plagio, como el duelo de Por un puñado de dólares (1964),
robada del Yojimbo (1961) de Mifune, o la escena del autobús original de
Danko (1988), que termina literalmente incrustada en Tipo duro (2012).
Otras veces son homenajes fallidos, como La asesina (Badham, 1993) respecto
a La femme Nikita (1990) de Luc Besson, donde algunas escenas, como la
de la escalera que sube descalza la asesina, está calcada en ritmo y detalles.
Luego está el caso de Tarantino, más vinculado a la cinefilia obsesiva, que hay
que examinar aparte.
En la
novela de Bruno Galindo, Remake (Aristas Martínez, 2020), a la que nos
hemos referido ya aquí
para comentar otra de sus reconstrucciones, hay una línea del argumento ligada
a la regrabación, plano por plano, de otra secuencia mítica: la de la escalera
de Odessa, en El acorazado Potemkin (1925) de Sergei M. Eisenstein. Una
escena que también tiene, por supuesto, su propia estela
de homenajes cinematográficos y televisivos. En la novela de Galindo, que es también
un ensayo sobre la idea de repetición entendida como “ritual, muerte y resurrección”
(p. 42), y el simulacro como técnica para conseguirlo, un remake de la escena
de Eisenstein escenificado por un misterioso grupo contestatario acaba, tras
derivaciones delirantes de la trama, constituyendo la base de un proyecto fílmico
para representar una “revolución nihilista” (p. 166) de la clase media. Es
decir, estamos ante la historia de un cineasta acabado que intenta filmar su
propio vacío creador, algo que la emparenta con El príncipe encantado de
Coover —además de la recuperación en ambas novelas de la actriz/fetiche/examante,
por parte del director—. Por las fechas de composición de las dos novelas
creemos más en la poligénesis que en la influencia directa, aunque dejamos
apuntados los parecidos.
Pero Remake
es también una metarreflexión sobre la idea de remake, una de sus irisaciones
más interesantes; reflexión autorreferencial que además se traslada, en un valiente
gesto compositivo, a la propia estructura de la novela. El resultado es una estimable
investigación sobre nuestra manía persecutoria del pasado como emoción recreada
una y mil veces en el presente, más como escapatoria que como verdadera meditación
metafísica.
*
Coover
escribe en El príncipe encantado:“El plan de los productores era
recontar la historia colocando las escenas y entrevistas de las exprincesas
siguiendo el orden de la trama del film original” (p. 19). Hay una especie de
fascinación en el rescate, como si de verdad pudiéramos devolver la existencia
a lo fallecido, en una pulsión quizá de imitación de lo divino. El artista,
considerado como dios (una idea de reminiscencias románticas y tardorrománticas),
que revisita su creación, o que cree salvar con su mano de oro la obra ajena,
mediante su recuperación salvífica. En este caso no hay nostalgia (“la
nostalgia era para él un anatema, un insulto”, El príncipe encantado, p.
26), sino la operación artística considerada como una intervención radical sobre
el orden del tiempo.
*
LOS
CLONADORES
Ni dos
caras iguales ni dos nubes
exactas.
Ten por cierto que la naturaleza
jamás
se fotocopia, sólo el hombre, con sus aires
metafísicos,
siempre en sus trece. Con una manta
encima,
en el arcén, hay alguien que eligió
el azar
o el destino. Fue. Bien pudo
no
haber sido: la nada nos precede, la nada
nos
acecha. Los dioses nos descubren, a veces
nos
encubren, la eternidad nos tienta, pero
es la
repetición, en definitiva, lo que nos delata.
[Fermín
Herrero, La sequedad, las nubes (2002), incluido en Alrededores.
Valladolid: Fundación Jorge Guillén, 2019, p. 122].
*
Distintas
formas de proyectarse hacia el
pasado. Pero casi nunca de lanzarse hacia el futuro. En algunas de las
películas antes citadas se ronda siempre el kitsch, sea en la acepción
tardorromántica de “velo rosado arrojado sobre lo real (…), mal estético supremo” (Milan Kundera, El telón. Ensayo en siete partes; Tusquets, 2005, p. 67), o en el sentido —anterior
al de Kundera, pero acaso más moderno—
de Gillo Dorfles. Escribía Dorfles en Nuevos
ritos, nuevos mitos (Lumen, 1969) que el kitsch tiene dos dimensiones, una
de mitificación y otra de fetichismo (a la que habría que sumar la histórica,
estudiada con profundidad por Matei Calinescu). Creo que una obra de arte va
mejor orientada cuando pone más énfasis en el mito que en el fetiche. Ése es el
caso de Kravitz, cuya obsesión era cierto
sonido y no la antigüedad de los instrumentos y equipos utilizados para
conseguirlo. Sky Captain, en cambio,se deja llevar por el fetiche; la aparición
virtual, posthumana, de Olivier, responde a un deseo de reactivación forzada,
innecesaria, que parece sugerir: si
Olivier viviera, le hubiera gustado formar parte del elenco. Lo dudo, la
cinta deviene pura ruina inauténtica, en los términos de Huyssen, o un fallido neo-retro,
como diría Fernández Porta. Incidir en el aspecto mitificador hubiera implicado
dejar la efigie inmóvil de Olivier como icono —como el rostro del Big Brother
en 1984—, o elegir a un buen actor actual y hacerle interpretar a
Olivier, algo que no casaba en la lógica de la película, pero sí en la lógica
del mito. Sky Captain se queda, por
tanto, a medio camino.
Los
regresos al pasado con reciclaje de elementos tienen más sentido cuando pretender
crear una ironía con destellos de inteligencia crítica (La antena, Black Dynamite), o cuando se plantean
como el medio instrumental de recuperar algo valioso perdido, o en peligro de
extinción. Sólo en esos casos aportan algo
al tiempo real, y dejan de ser una simple reverberación forzada del tiempo
aniquilado.
*
Al
final, es una cuestión de entender el pasado como material (reciclable) o
como emoción, como medio de expresar una nostalgia recuperada o, en el peor de
los casos, como una nostalgia fabricada. Es decir: transformar el antiguo mainstream
en nostalgia vendible, en mero producto, según explicábamos en las páginas
finales de La huida de la imaginación (2019). En el caso de la nostalgia
fabricada (pensemos en Super 8, 2011, de J. J. Abrams), la caída en el
kitsch comercial es casi inevitable; en el caso de la nostalgia recuperada, el
estropicio es probable, pero no seguro; y en los casos de uso del pasado como
material, puede hacerse de una manera respetuosa y más o menos admirable (Proust,
Shu, Tarantino), de forma malograda (como esas películas que elaboran homenajes
inocuos, convertidos en citas aspiracionales o guiños condescendientes al lectoespectador),
o puede tomarse como un inteligente tema o asunto a desarrollar, como hacen las
vibrantes y sofisticadas novelas de Coover y Galindo.