Ensayos
a la intemperie, 1. La deforestación del ecosistema literario.
Porque si así no fuese, muy pocos escribirían para uno
solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser
recompensados no con dineros, mas con que vean y lean sus obras, y, si hay de
qué, se las alaben.
Anónimo, Lazarillo
de Tormes
Decid (si algún filósofo lo advierte)
¿qué desatinos son de la Fortuna
hambre en la vida y mármol en la muerte?
Lope de Vega, Rimas
de Tomé de Burguillos
Halléme obligado a decir que [Cervantes] era viejo,
soldado, hidalgo y pobre, a que uno respondió estas formales palabras: “Pues ¿a
tal hombre no le tiene España muy rico y sustentado del erario público?”.
Acudió otro de aquellos caballeros con este pensamiento y con mucha agudeza, y
dijo: “Si necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia,
para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo”.
Licenciado Márquez Torres (Cervantes, según Mayans i
Siscar), “Aprobación”, Quijote, II.
.
El rival más débil
En un interesante reportaje de Nuria
Azancot, titulado “Duelos, quebrantos y esperanzas del mundo editorial”[1],
publicado en El Cultural, la
periodista reflexionaba sobre los azares del sector del libro, y pedía opinión
a cuatro personas: los editores y críticos Pilar Adón y Gonzalo Pontón, el
crítico y editor Ignacio Echevarría y el librero Antonio Ramírez. Cada uno de
ellos, como indudables expertos que son en sus respectivos campos, desgranaba
su parecer sobre la situación de estancamiento del sector tras estos largos
años de crisis económica. Son opiniones inteligentes e informadas, nada que
oponer. Pero hay un momento, increíblemente significativo, en el que Azancot
les pregunta sobre cuál es, a su juicio, el escalón o eslabón más frágil de la
cadena del libro. Y asisto, un poco sorprendido, a sus respuestas: para Gonzalo
Pontón es punto más débil es el lector; Echevarría denuncia con justicia “el
cada vez más malpagado y sobrexplotado proletariado editorial, constituido por
informantes, correctores, traductores, compositores, impresores, editores de
mesa”; Pilar Adón pone el énfasis sobre las librerías, “la columna sobre la que
descansa el comercio del libro”, y
Antonio
Ramírez detecta algo más grave, una grieta que recorre el sistema editorial
español de punta a punta y que parece ensancharse cada vez más: “la fragilidad
de casi todos los oficios de intermediación que componen la cadena editorial”.
Y recuerda a traductores, correctores, maquetadores, ilustradores, críticos y
libreros y sus trabajos “en condiciones de extrema precariedad […]”
Esas respuestas no están en absoluto
desorientadas, son justas y exactas en lo que muestran, pero me resultan extrañas
por lo que dejan en sombra.
En lo que
sigue me gustaría romper una lanza por un “pequeño” elemento del mundo del
libro, que, a mi seguramente interesado juicio, es el punto más frágil y más
precario de toda la cadena, y en el que nadie en ese artículo
—significativamente— ha reparado. Porque ese frágil elemento de la cadena ya no
ocupa ningún lugar en la economía, ni siquiera en la economía de la atención.
La
situación del escritor en el engranaje editorial
Escribir libros, a menos que uno sea un gran genio (¡incluso
en ese caso!), es el peor camino para hacer fortuna. Creo que la buena
literatura ya no da dinero.
Henry James, Los
papeles de Aspern (1888)
Vladimir: Debieras haber sido poeta.
Estragon: Lo he sido. (Señala sus harapos) ¿No se nota?
Samuel Beckett, Esperando
a Godot (1952)
Más que por el fuego, su carácter asustadizo temblaba
ante la decisión de su hermano de hacerse escritor, lo que para él era igual a
un voto voluntario y profesional de pobreza.
Andrés Ospina[2]
Por todas partes oímos hablar de la muerte de
la literatura. Es un tema viejo, claro que sí, y llevamos oyendo siglos esas
voces, por supuesto. Ya hemos apuntado en otros lugares que, en realidad, nunca
como ahora se había leído tanto. Otra cuestión, y esta sí puede ser pertinente
planteársela, es si leemos igual y,
sobre todo, si leemos lo mismo que
antaño. En este sentido, los penúltimos sollozos parecen estar dirigidos a la
“calidad” de lo que leemos, y a la progresiva desaparición de la “alta cultura”
tradicional y, paralelamente, de la alta literatura.
Imaginemos, por un momento, y sólo a título
hipotético, que esos lamentos tienen razón. Incluso en tal caso, cabría preguntarse
si en el reciente declive de la literatura seria
tradicional no habría tenido gran parte de culpa una de sus virtudes, que es su
anti-institucionalismo. Me explico. Examinando el manido tema de la “muerte del
arte”, que se arrastra desde Hegel, el profesor Juan Martín Prada escribe que
“deberíamos admitir, al menos, que la extensiva proliferación de instituciones
artísticas en todas partes a lo largo de las cuatro últimas décadas –bienales,
museos, centros de arte, etc.,– o, en otras palabras, la intensificación de la
vida institucional del arte, puede que sea correlativa a una cierta ‘muerte’
del arte actual, como ámbito cada vez más desintensificado y marginal en
relación a su papel en las sociedades actuales”[3]. Pero, en realidad, esa
dependencia constante de la institución y los presupuestos públicos que
comporta (pues son los estados, y en España es desde luego el Ministerio de
Cultura el que tradicionalmente ha pagado los museos, buena parte de las ferias
y no pocas participaciones en el “pabellón español” de varias bienales) ha
contribuido a garantizar la
existencia del arte contemporáneo y cierta salud en el mismo, pues esos museos
de arte contemporáneo que abundan, por no decir proliferan, en nuestras
ciudades, también han adquirido obra de los artistas para constituir sus fondos.
Quizá han “matado” cierta rebeldía en el arte contemporáneo, desde luego, pero
no cabe duda de que lo han mantenido vivo (aunque sea en estado vegetativo,
según algunos críticos de arte).
Lo que conviene retener es que mientras la
institucionalización ha sido palpable en el arte, y no digamos en el cine, la
participación pública en la literatura no llegaba a semejantes índices de
institucionalización. La industria editorial, según datos de 2015, es la
industria artística española menos subvencionada: sólo el 1% de la producción
total[4].
Una de las formas más relevantes de aportación
estatal que incidía de forma real en el “tejido” industrial literario y que,
oblicuamente, podía generar algún beneficio a los escritores, era la compra de
libros para las bibliotecas públicas. Cancelada casi por entero esta
posibilidad por culpa de la crisis económica, puede decirse sin temor a
exagerar que la literatura es la única rama importante de las artes que el
Estado ha abandonado casi por completo. Los escritores son los únicos artistas
abandonados a su suerte (si esto es del todo malo o no, inclinándose un
servidor unos días por el sí y otros por el no, es otro tema). La caída de las
ventas ha provocado que tampoco encuentren ayuda económica, como antes, desde
el sector privado. Los anticipos se han limitado al máximo o han desaparecido.
Los escritores pueden publicar, sea en papel o en Internet, pero ya no es
posible cobrar por el trabajo, condenando al autor al “régimen de la doble
jornada laboral”, en palabras de Vivian Abenshushan[5]. La escritora Blanca
Riestra declaraba a un periódico estas frases lapidarias: “escribir [...] es
una de las profesiones más duras, económicamente es desastrosa, los resultados
son poco visibles y vives en la perpetua insatisfacción, y más en este país
donde la cultura importa un bledo”[6]. Un año antes, Ignacio
Martínez de Pisón había sido aún más específico:
La profesionalización
que habíamos conquistado ha desaparecido. Volvemos a la situación en que muy
pocos escritores van a poder vivir de sus libros; volveremos al escritor de fin de semana, trabajador de lunes a
viernes”, señala. Esa situación provocará unos destrozos irreparables, porque afectará a la calidad de los libros. Y
dibuja una metáfora para que entendamos que si no puede entregarse en cuerpo y
alma a su tarea como escritor, las
novelas no serán tan buenas: “Si queremos que un nadador esté en la
final de los Juegos Olímpicos tiene que entrenarse todo el tiempo. Si sólo
puede hacerlo los fines de semana… no podrá ni clasificarse”.[7]
La
cuestión de si la escritura “de fin de semana” es o no perjudicial para la
calidad sería bastante discutible. Recordamos muchos casos de escritores que
han tenido trabajos convencionales y que escribían cuando les era posible,
incluso de madrugada, como Kafka. Pero algo está claro: mientras que los
narradores estadounidenses, alemanes o nórdicos tienen la posibilidad de
dedicarse plenamente a la escritura, en los países donde la deforestación
editorial deja sin recursos a los escritores, como en España, también les
acorta su tiempo de lectura y creación. Eso no tiene por qué suponer un mal
insuperable, pero, desde luego, ayudar no ayuda.
La
deforestación del anticipo
Mi fuerza
laboral había empezado a emanciparse de sus objetivos materiales: trabajaba
cada vez por menos. Gratis es la forma cristalina, me decía, más pura del
trabajo.
Erika
Martínez, “La trabajadora”, Chocar con algo
Si estudiamos estos fenómenos es porque
tienen más importancia para entender la cultura y la literatura de lo que a
primera vista parece; ya explicó en su momento Raymond Williams la poca pertinencia
de estudiar lo económico, lo cultural y lo político como si fueran esferas
separadas. Por ello, continuamos con un ojo puesto en cada una. Hace algún
tiempo se suscitó un debate en España sobre el tema de la deforestación
editorial, a raíz de un artículo de Gonzalo Pontón, titulado “Ojalá que se
extingan los escritores”[8] y publicado en El País en agosto de 2013. En él defendía
el editor que la textualidad electrónica produce cambios respecto a la
escritura tradicional (lo cual es cierto, pero no tiene que ser necesariamente
dañino), y sobre la memoria de los mismos. Su conclusión es que la digitalidad
“nos convertirá en seres intelectualmente más indigentes” por la mutación de
nuestro contacto físico con el objeto de lectura. A su juicio, en un par de
generaciones de nativos digitales el libro en papel habrá desaparecido; no así
la literatura, que aparecerá en otras formas, “sobre todo si hay provecho
económico en perspectiva”. Y de ahí pasa, en la última parte de su artículo (la
que más polémica levantó) a sentenciar a muerte la figura del escritor
tradicional, precisamente porque su quehacer ya no recibe, ni recibirá, las
compensaciones monetarias de antaño. A su juicio, la desaparición del “escritor
profesional” tendrá beneficios, porque limitará la escritura a sus verdaderos valedores, a aquellos que la
llevan en la sangre, e incluso adelanta el nacimiento de otro tipo de
escritura: “es posible que sobre el pudridero de sus restos florezca una
escritura más desasida y necesaria, no tan trivial, con mucho menos ruido y
furia”.
El artículo, interesante por la
cantidad y variedad de ideas, con independencia de que se esté de acuerdo o no,
generó notable conversación y fue muy comentado en redes sociales. Una de las
respuestas más directas y completas que recibió fue la del narrador Juan
Bonilla, quien respondió
en su blog al artículo de Pontón, en los siguientes términos:
Como los jóvenes escritores van a ver enseguida que no pueden esperar
cobrar una peseta por lo que escriben, sólo escribirán los mejores, parece esperar
Pontón, confundiendo tenacidad con talento y volviendo al supurado asunto de
que escribir tiene que ser una necesidad del alma, que no sé cómo se ha elevado
a lugar común. Escribir puede ser una necesidad o un pasatiempo: no hay nada
que previamente indique que la tormentosa angustia que padece un viudo al que
se le han suicidado sus ocho hijos vaya a producir un artefacto literario más
convincente que las invenciones de una dama que, por librarse del calor, se
pone a fantasear con robots pornográficas.[9]
En otro
lugar de su post, agrega Bonilla con agudeza: “Según la tesis de Pontón, la
literatura que se hace en Mauritania, donde no hay un solo escritor que cobre
un céntimo por lo que escribe, es muy superior –dada su pureza no contaminada
por el dinero– a la que se hace en los Estados Unidos, donde no hay un solo escritor
que no espere cobrar por lo que escribe”. Y acaba apuntando, creo que con
razón, que será la demanda –sea ésta cual sea– la
que decida quién es o no profesional, ya publique en digital o en libros
tradicionales; y que puede que la queja del editor Pontón venga del hecho de
que hasta ahora esa determinación, la de quién es o no escritor profesional, la
hacían de forma exclusiva los editores[10].
Retomamos aquí lo que decíamos al establecer la analogía con el arte: aquí
también se producirá el acuerdo consensual y será el público el que decida
quién será el profesional que pueda
vivir de la escritura.
El asunto siguió de actualidad en
los meses siguientes; en diciembre de ese mismo 2013 Jesús Ferrero publicó un
artículo titulado “El descrédito de un escritor”, donde imaginaba una especie
de ONG futura para defender a los escritores, convertidos en menesterosos[11].
En enero de 2014, Javier Reverte publicaba en ABC un artículo titulado “El fin de literatura”[12]
en una dirección próxima a la de Gonzalo Pontón. En él aludía a otro artículo
de Javier Marías, donde Marías explicaba las cantidades que dejaría de cobrar
en caso de pirateo de sus libros, y añadía: “yo sólo cobro si a los lectores
les da la gana de leer lo que escribo. Si se la da, pero muchos no pagan nada
por ello, ya me dirán qué clase de tonto sería si continuara atado a la silla,
devanándome mis pocos sesos para llenar, línea a línea, 500 páginas
supuestamente interesantes o turbadoras o placenteras. Uno no debería estar
dispuesto a que lo perjudiquen quienes lo aprecian”[13].
Si esto significa, como parece, que Marías no está dispuesto a escribir si no
hay dinero por medio, lo cierto es que prefiero alinearme en la línea de
Bonilla. O en la línea de Patricio Pron, que ha declarado que “los escritores
posiblemente no podrán vivir de sus libros como tampoco lo hicieron en el
pasado. No conozco a ninguno de calidad que haya podido hacerlo, sólo los que
han propuesto fórmulas muy vinculadas al mercado, que son los que menos me
interesan”[14].
Al menos yo voy a seguir escribiendo, cobre o no cobre por hacerlo, y he
recibido remuneración por seis de mis veinte libros publicados, con lo que
tengo argumentos de peso para dar credibilidad a mi postura, pues sé bien lo
que es escribir gratis (sobre las consecuencias sociopolíticas de publicar sin
cobrar es interesante el post
de Jorge Téllez, “El llamado del escritor”[15]).
Además, como apunté antes, entre la crisis económica, la progresiva
desaparición de columnistas pagados en los periódicos y la deriva editorial de
los últimos años (recorte drástico de los anticipos, caída en las ventas de
libros), no sé si el presente es un debate que
volveremos a tener alguna vez en España. Es casi seguro que cuando la
situación económica mejore el mercado editorial haya cambiado tanto que ya no
sea posible regresar a la coyuntura de principios de siglo, o sólo sea posible
para unos pocos.
Pero
incluso cuando era posible vivir de la literatura y sus aledaños era el que abordamos un tema difícil de
esclarecer. Porque desde luego es difícil de entender “la absurda paradoja de
que del libro viven todos: impresores, libreros, editores, distribuidores,
traductores… Menos los autores”, como ya apuntó tajante y sensatamente Nicolás
Mellini[16].
O, en palabras de 2007 de César Aira, “Yo había escrito el libro, mi función
era la única irremplazable en toda la cadena, y por eso mismo estaba fuera de
la cadena”[17],
y Piglia anotaba en Prisión perpetua (1998) que, si la literatura no existiese, se
inventaría todo su engranaje pero no
“la práctica arcaica, precaria, antieconómica que sostiene la estructura”[18].
Todo viene de no entender el modelo de “esclavitud neoliberal” (Ehrenhaus[19])
que utilizan algunos editores para sacar sus negocios adelante, a expensas de
los escritores que regalan su talento. Mi experiencia personal me dice que
trabajar en otra labor para garantizarte libertad en la escritura garantiza
libertad, sí, pero no necesariamente mejor escritura. En los escasísimos
periodos de mi vida dedicados por completo a escribir he escrito mejor, por la
sencilla razón de que tenía mejores posibilidades de lograr una concentración
profunda (algo indispensable para la poesía y la novela y difícil de lograr con
el teléfono sonando de continuo y 300 correos en la bandeja de entrada) y,
sobre todo, gozaba de más tiempo para repensar, corregir, pulir y revisar lo
escrito. Y, por desgracia, esa posibilidad, en estos tiempos, es una especie de
lujo asiático. Incluso en Estados Unidos los ingresos de los escritores han
reducido a límites de precariado, por
debajo del umbral de la pobreza[20],
y una reciente encuesta en Francia revela que la mitad de los escritores
asociados está pensando dejar la práctica literaria[21].
La escritora austríaca Marlene Streeruwitz ha apuntado en uno de sus extraños
textos, a medias entre el relato y el ensayo, que
la dificultad para los
y las artistas es que tienen que ganar dinero para vivir. Una dificultad más es
que el arte no convive con otra ocupación; entonces se tiene que ganar dinero
con las obras de arte. El dilema es que el y la artista sólo tienen a su
disposición para su trabajo el tiempo de su vida lineal, mientras que el dinero
tiene a su disposición un incremento anormal por los intereses y los intereses
de los intereses. Entonces, el dinero funciona bajo otras leyes del tiempo.[22]
En efecto,
la obligación de producir está ahí por norma constitucional (“se reconoce la
libertad de empresa en el marco de la economía de mercado”, artículo 38), y lo
que hay que intentar es que los esclavos de la economía de mercado sea nuestra
fuerza de trabajo y no nuestra literatura, nuestro cuerpo y no nuestra mente.
Esto no tiene nada que ver con ganar dinero o no, pues es más que lícito ganar
dinero con el trabajo, sino con evitar la escritura de una obra cuyo fin exclusivo sea plegarse a los gustos
del mercado y los lectores.
Por eso no
es casual que, entre los autores de cierta edad, técnicamente jóvenes como
novelistas, aunque talludos como personas, el modelo de escritor profesional se
haya restringido al máximo, y casi no se cuente entre su horizonte de
expectativas[23].
María Alcantarilla habla de los freeter en
su novela Un acto solitario (2017), donde
aclara que es una palabra compuesta por free
y arbeiter (trabajador en
alemán), y que el término “se refiere a la situación de un cierto grupo de
jóvenes que, tras terminar sus estudios, trabaja en empleos breves o,
simplemente, permanecen desocupados, a menudo viviendo aún en la casa paterna”[24],
algo muy frecuente si su ámbito de ocupación es el cultural, como la propia
obra denuncia algo más adelante: “A veces no sé cómo decirle a los ejércitos de
personas que me piden alguna colaboración, que no tengo suficiente para la luz
o el agua [...] Es curioso. Ahora hablan del paro o la miseria pero excluyen a
ciertos grupos como si fueran intocables. Como si cultura y sueldo no
estuviesen reñidos.” (p. 36). Alberto Olmos ha escrito sobre el particular:
Hablamos de una
generación (la de los 70) que ya se ha acostumbrado a escribir sin compensación
económica, no sólo en sus blogs personales o en revistas on line, sino en los propios medios tradicionales en papel, que
solicitan artículos de actualidad entendiendo que airear una firma es ya una
justa retribución. Hablamos de que los escritores de los 50 llegaban a cobrar
mil euros por un artículo. Hablamos de que la crisis económica iniciada en 2008
ha inhabilitado a un escritor, no para ganarse la vida con sus libros, sino
para ganársela siquiera con su pluma. Una de las pocas revistas digitales de
nuevo cuño que ha tenido la decencia de pagar a sus colaboradores abona por
artículo o entrevista treinta euros, y con ese magro estipendio ya colaboran en
ella todos los autores relevantes de la generación de los 70, desde Ricardo
Menéndez Salmón a Javier Calvo.[25]
En su blog, el propio Olmos apuntaba en
noviembre de 2013 que la aparición de los datos de ventas reales de Nielsen ha
producido un efecto contrario al esperado sobre la retribución de los escritores:
lejos de constituirse, como era su esperanza, en el modo de saber lo
efectivamente vendido y no estar a merced de los editores, se ha convertido en
el modo de éstos de saber lo que vende un escritor concreto, para rebajar hasta
el máximo (o eliminar) la posibilidad de anticipos (en sentido similar se ha
expresado Pablo Sánchez[26]). Ya explicó Sennett en
su momento cómo la posibilidad de que los ejecutivos tuvieran a mano todos los
datos a la hora de tomar las decisiones gracias a los avances tecnológicos era
una de las claves de la globalización económica[27]. Pero hay otros factores
donde lo macroeconómico se ha vuelto micro:
Los escritores de cierto nivel se ven sometidos, como explica Marta Sanz en Clavícula (2017) a un ritmo
estajanovista de trabajo y a la obligación de no negarse a ninguna petición u
oferta de artículo o acto público[28]. La caída de ventas ha
producido que grandes figuras que hace diez años vendían 40.000 ejemplares
ahora vendan 4.000, y se oye que ya hay algún premio Planeta que no ha superado
los 50.000 volúmenes vendidos, cuando lo habitual era el medio millón. Como
apuntó el librero Aldo García, las fajas de los libros dejaron de hacer
referencia, como antaño, al número de ejemplares vendidos o de reediciones[29]. Recordemos con Sergi
Vila-Sanjuán cómo eran las cosas a principios de siglo: “la tirada media normal
de una novela en España es de unos 3.000 ejemplares [...] Si supera los 20.000
ejemplares de venta se considera que va muy bien. Y si se pone por encima de
los 100.000 ejemplares vendidos puede hablarse ya de auténtico best-seller”[30]; hoy estos datos
despiertan la mayor de las nostalgias entre los profesionales de la imprenta.
La conclusión es que, como apunta Pontón en su artículo, va a ser imposible en
breve plazo vivir de la escritura en España, al menos si se hace de la
tradicional forma seria. Por ello,
quizá podría proponerse un pequeño cambio en la redacción del artículo 35,
apartado 1, de la Constitución Española, cuyo tenor pasaría a ser el que sigue:
Todos los españoles tienen el deber de
trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a
la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para
satisfacer sus necesidades y las de su familia, salvo que sean escritores o
individuos de similar inutilidad social, sin que en ningún caso pueda hacerse
discriminación por razón de sexo.
Si hablo del peligro de extinción del
escritor tradicional no es porque no haya literatos con talento, que los hay;
ni porque la novela haya fenecido, lo cual no es cierto; mis motivos son otros.
Sostengo que el escritor, tal y como lo hemos conocido hasta ahora, peligra
porque su ecosistema –al menos el del
escritor español, y me imagino que algo similar estará pasando en Grecia, en
Italia, en Irlanda y otros países acuciados por la crisis– está siendo
desmantelado desde diversos frentes, quizá para siempre. Y, como ha apuntado
con sensatez Juan María Rodríguez, la “visibilidad” proporcionada por las redes
sólo da eso, visibilidad, pero casi nunca rendimiento económico, no es sembrar sino regalar[31]. Para Boris Groys,
“cientos de millones de [...] ‘productores de contenidos’ cuelgan sus
contenidos en Internet sin recibir ningún tipo de compensación”, en términos de
“proletarización y explotación” por las “corporaciones que controlan los medios
materiales de producción virtual”[32], algo que también
denuncia desde hace años Jaron Lanier. Para Mery Cuesta, “la baratura –no nos engañemos– es muchas veces la máscara amistosa de la
precariedad profesional”[33]. La estructura social de
trabajadores autónomos que estamos convirtiendo en típica del freelance cultural, cantada y retratada
a la perfección por Sergio Fanjul en los poemas de Pertinaz freelance (2016) es, en realidad, una desestructura, por una sencilla razón, ya explicada por Sennett
hace más de diez años: mientras que “vigorosas y extensas cadenas de redes
humanas permiten vivir en el presente a quienes ocupan los niveles sociales más
altos”, puesto que “lo que importa es la relación cara a cara” con los
contactos familiares y de amistad entre personas importantes, “la gente que
trabaja desde su casa, sólo conectada a la oficina a través del ordenador,
queda con tanta fuera de las reuniones informales de discusión y toma de
decisiones”[34].
Por eso es más importante quedar a tomar un café con el editor que llamarle; es
más útil visitar al director de una revista que escribirle un correo; en
resumen: es preferible estar presente en La
cena de los notables (como se llamaba el ensayo de Constantino Bértolo),
donde se deciden las cosas de la literatura, a tomar fotos de tu cena solitaria
en casa y subirla a Instagram. En el primer caso, al menos, trabajas para ti
mismo; en el segundo, trabajas –gratis– para Instagram. Así que hay cada vez menos
espacio donde respirar. Aunque con estos ensayos a la intemperie también
demostremos que hay una parte positiva en un arte desinteresado, no podemos
olvidar hasta qué punto esa generosidad repartida sin fin puede volverse contra
la legítima aspiración del trabajador-escritor para vivir del fruto de su
trabajo.
[La entrega número 2 de estos ensayos puede leerse aquí: https://vicenteluismora.blogspot.com/2018/05/de-la-crisis-como-tema-la-crisis-como.html
Y la tercera y última, aquí: https://vicenteluismora.blogspot.com/2018/05/ensayos-la-intemperie-3.html]
Y la tercera y última, aquí: https://vicenteluismora.blogspot.com/2018/05/ensayos-la-intemperie-3.html]
[1] En El Cultural, 20/04/2018, accesible en
http://www.elcultural.com/revista/letras/Duelos-quebrantos-y-esperanzas-del-mundo-editorial/40931.
[2] Andrés Ospina, Ximénez; Laguna Libros, Bogotá, 2013, p.
90.
[3] Juan Martín Prada, Otro tiempo para el arte. Cuestiones y
comentarios sobre el arte actual; Sendemà Editorial, Valencia, 2012, p.
117-18.
[4] Winston Manrique
Sabogal, “Los editores españoles lanzan un SOS”, El País, 05/02/2015, accesible en
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/02/04/actualidad/1423081388_427463.html
[5] V. Abenshushan, “La
jornada de la escritora”, en su blog Escritos
de desocupados, 16/11/2013, http://escritosdesocupados.com/sitio/?post_type=work&p=125
[6] Entrevista en La Voz de Galicia, 21/02/2014, accesible
en mayo de 2014 en
http://www.lavozdegalicia.es/noticia/ocioycultura/2014/02/21/blanca-riestra-pienso-menudo-dejar-escribir/0003_201402G21P39993.htm
[7] Peio H. Riaño, “La
muerte del escritor de clase media”, El confidencial,
13/04/2014,
http://www.elconfidencial.com/cultura/2013/04/13/la-muerte-del-escritor-de-clase-media--118788
[8] G. Pontón, “Ojalá que
se extingan los escritores”, Babelia de
El País, 10/08/2013, p. 19.
[9] J. Bonilla, “La
extinción del escritor”, en el blog Biblioteca
en llamas, 27/08/2013,
http://www.elmundo.es/blogs/elmundo/bibliotecaenllamas/2013/08/27/la-extincion-del-escritor.html
[10]
“Puestos en la lógica del mercado, me temo que ni siquiera la figura de
escritor profesional va a extinguirse -no se extinguirán las ballenas: se
sustituirán por ballenas sintéticas llegado el caso-, sólo que será el mercado
quien dicte quién es profesional o no (antes eso podían dictarlo los editores,
confiando en que autores cuyas ventas quedaban lejos de cubrir sus
adelantos, despegaran comercialmente en algún momento, o dándose por
satisfechos por tenerlos en sus catálogos para lucirlos como autores de
culto)”; J. Bonilla, en el mismo lugar.
[11] Jesús Ferrero, “El descrédito de un escritor”, El País, 23/11/2013, accesible
en http://elpais.com/elpais/2013/10/29/opinion/1383068310_196080.html.
[12] Publicado en ABC el 19/01/2014, accesible en
http://www.almendron.com/tribuna/el-fin-de-la-literatura/.
[13] J.
Marías, “Las bandas de la banda ancha”, El
País Semanal, 22/12/2013,
http://elpais.com/elpais/2013/12/19/eps/1387465128_839474.html
[14]
Patricio Pron, entrevista con Fede Durán para Huelva información, “No conozco a un solo escritor de calidad que
haya vivido de sus libros”, 26/07/2014, http://www.huelvainformacion.es/article/entrevistas/1823239/no/conozco/solo/escritor/calidad/haya/vivido/sus/libros.html
[15] En su blog de Letras Libres, 03/06/2015,
http://www.letraslibres.com/blogs/las-reglas-del-arte/el-llamado-del-escritor.
[16] Nicolás Mellini,
“Sobre la subsistencia de los escritores”, 22/01/2011, en http://sugherir.blogspot.com.es/2011/01/los-que-escriben.html. El mismo argumento
lo expone Pedro A. González Moreno, La
musa a la deriva; Junta de Castilla y León,
Consejería de Cultura y Turismo, Salamanca, 2016, p. 188.
[17]
César Aira, La vida nueva; Mansalva,
Buenos Aires, 2007, p. 24.
[18] Ricardo
Piglia, Prisión perpetua; Anagrama, Buenos
Aires, 2009, p. 21.
[19] Merece la pena leer
todo el artículo de Andrés Ehrenhaus, “El tamaño de mis derechos”, en el blog Club de traductores literarios de Buenos
Aires, 19/06/2017, accesible en
http://clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com.es/2017/06/un-modelo-de-neoesclavismo-liberal-que.html.
[20] Cf. Rachel
Deahl, “New Guild Survey Reveals Majority of Authors Earn Below Poverty Line”, Publishers Weekly, 11/09/2015,
accessible en
http://www.publishersweekly.com/pw/by-topic/industry-news/publisher-news/article/68008-new-guild-survey-reveals-majority-of-authors-earn-below-poverty-line.html.
[21] Maximiliano Tomas,
“Escritores deprimidos del mundo, uníos”, La
Nación, 24/03/2016, http://www.lanacion.com.ar/1883015-escritores-deprimidos-del-mundo-unios.
[22] Marlene Streeruwitz,
“Moneda. O. Vida. Una novela de una vida micro”, en Herwig Weber (ed.), Historia del espejo. Narrativa austriaca
poskafkiana; Conaculta, México D.F., 2012, p. 157 (traducción de Herwig
Weber).
[23] A principios de 2014
(03/01) se publica en El País un
reportaje de Víctor Núñez Jaime, titulado “¿Generación precaria de
escritores?”, centrado en narradores jóvenes; la cuestión es que el título
podría abarcar a cualquier generación de
escritores españoles, teniendo en cuenta que el precariado pronto alcanzará a
prácticamente todos.
[24] María Alcantarilla, Un acto solitario; La Isla de Siltolá,
Sevilla, 2017, p. 35.
[25] A.
Olmos, “Las expectativas”, en Alberto Olmos (ed.), Última temporada. Nuevos narradores españoles 1980-1989; Lengua de
Trapo, Madrid, 2013, p. 14. Ricardo Menéndez Salmón ha declarado recientemente:
“A pesar de que Niños en el tiempo es un libro sólido, insólito y audaz, en
el que el autor experimenta y no se duerme en los laureles, creo que no es el
libro que muchos esperaban. Esta es una obra nacida de la necesidad práctica de publicar y de tener unos
ingresos humildes para sobrevivir otro año más. Ahora mismo tengo que
plantearme así la literatura [...] He barajado la posibilidad de aceptar libros
de encargo. Si me dieran 30.000 euros por escribir la biografía de Messi, la escribo y que luego la firme
el padre de Messi”; Peio H. Riaño, “Si me pagaran 30.000 euros por escribir la
biografía de Messi, la haría”, El Confidencial, 14/01/2014, acc. en
http://www.elconfidencial.com/cultura/2014-01-14/si-me-pagaran-30-000-euros-por-escribir-la-biografia-de-messi-la-haria_75803/.
[26] “Nielsen es una base
de datos por suscripción con resultados de ventas de libros y, por tanto, el
equivalente literario de los medidores de audiencia televisiva; pero también
es, como me dijo un editor, algo parecido a la lista de morosos de los bancos,
por la que cualquier escritor publicado queda marcado por su nivel de
rentabilidad, es decir, su capacidad de crédito, nuevo concepto
socioliterario. Esa capacidad de crédito es lo que puede determinar su
trayectoria posterior mucho más que los otros supuestos factores del éxito
literario en el neoliberalismo cultural actual.”; Pablo Sánchez, “El nuevo
enemigo de la literatura”, Caja Negra,
07/05/2017, http://cajanegrasanchez.blogspot.com.es/2017/05/el-nuevo-enemigo-de-la-literatura-no-no.html.
[27] Richard Sennett, La cultura del nuevo capitalismo;
Anagrama, Barcelona, 2006, p. 41.
[28] Cf. Marta Sanz, Clavícula; Anagrama, Barcelona, 2017, p.
69.
[29] “Eran otros tiempos. La
realidad se ha transformado en los últimos años y de hecho, como reconoce Aldo
García, de la librería Antonio Machado de Madrid, sólo hace falta recorrer los
puntos de venta para percatarse de que los faldones publicitarios que habitualmente cubren las portadas de
los libros más vendidos, ya no hacen ostentación de ejemplares vendidos, ni de
número de reediciones”; EFE, “Librerías sin best-seller”, El Mundo, 23/12/2013, accesible en
http://www.elmundo.es/cultura/2013/12/23/52b80a9122601db7728b458f.html.
[30] S. Vila-Sanjuán, Pasando página. Autores y editores en la
España democrática; Destino, Barcelona, 2003, p. 109. Interesante recordar
estas palabras de Fernando R. de la Flor en 1997: “sin percibir que viven en el
mejor de los mundos posibles, los escritores españoles de hoy cargan
alegremente sobre las espaldas del Estado protector la cuenta de un déficit y
de una permanente deuda, que la sociedad tendría contraída hacia un trabajo
necesario para mantener su química simbólica”; F. R. de la Flor, Biblioclasmo. Por una práctica crítica de
la lecto-escritura;
Junta de Castilla y León, Salamanca, 1997 op. cit., p. 43.
[31] “hete aquí la mayor
trampa del momento cultural actual. Hoy, la mayoría de ellos ya saben que la
visibilidad es una quimera, una engañifa de un sistema productivo hundido y
caduco para salvar las apariencias a costa de un empeño que no obtiene su
recompensa. Ni la obtendrá [...] Si nadie paga el concierto, el video, la foto,
el poema, la cosa, nadie podrá vivir de esto jamás.”; Juan María Rodríguez,
“Gratis total”, El Mundo, edición
Andalucía, 03/10/2015, accesible en http://www.elmundo.es/andalucia/2015/10/03/560f8ed6268e3e7c108b456c.html.
Véase también Marisol Salanova, “Mujeres explotando mujeres”, Exit, 04/04/2016, en
http://exit-express.com/mujeres-explotando-mujeres/.
[32] B. Groys, Volverse público. Las transformaciones del
arte en el ágora contemporánea; Caja Negra, Buenos aires, 2014, p. 125. Y un poco más adelante,
sentencia el pensador berlinés: “la remoción del control autoral, intencional e
ideológico sobre la escritura no condujo a su liberación. Por el contrario, en
el contexto de Internet, la escritura ha quedado sujeta a un tipo diferente de
control a través del hardware y del software corporativo, a través de las
condiciones materiales de producción y distribución de la escritura. En otras
palabras, al eliminar completamente la posibilidad de trabajo no alienado,
artístico, cultural y autoral, Internet completa el proceso de proletarización
del trabajo que había comenzado en el siglo XIX. El artista se vuelve aquí un
trabajador alienado no muy diferente de cualquier otro en el proceso de producción
contemporáneo” (p. 126).
[33] Mery
Cuesta, La rue del Percebe de la cultura
y la niebla de la cultura digital; Consonni, Bilbao, 2015, p. 19.