Erika Martínez, Chocar con algo; Pre-Textos, Valencia,
2017
El libro de Martínez comienza descolocándonos desde el
primer verso; esperamos -mal hecho- que abra los textos una voz femenina, un yo
elocutorio de mujer, y nos topamos con un “Estoy convencido de que se
escribe siempre desde algún lugar, aunque no se escriba en absoluto sobre él”
(p. 11). Los que chocamos con algo, con nuestros propios prejuicios lectores,
somos nosotros. No obstante, Martínez, que tiene una voz femenina con hondas
demandas de género, rápidamente recupera la mirada de mujer para iluminar con
ella los objetos de su estudio, mitad emocional, mitad analítico. Martínez
disecciona con el escalpelo del lenguaje poético trabajado a fondo muchos
interrogantes de nuestra época, a la vez que examina la respuesta emocional -no
necesariamente la suya- que generan.
Es una constante en Chocar con
algo, quizá una de las polisemias del título, el debate entre lo
intelectual (Martínez, cuando firma también con su segundo apellido, Cabrera,
se transforma en una brava exégeta de literatura hispanoamericana) y lo
pasional, entre una mirada que critica en marcha la sociedad actual y otra a la
que “los silogismos se me caen de las manos” (p. 13). Su lírica no siente
miedo, o, mejor dicho y mejor hecho, siente pavor, pero le da igual: “Escribir
da tanto miedo como hundir el tenedor en algo que te sostiene la mirada” (p.
17). El ir hacia delante con todas las consecuencias -léxicas, disléxicas, lenguarazmente
vigoréxicas- es una de las características de Martínez. En todo caso, es
peligroso confundir -siempre, pero en
Martínez aún más- el yo poético elocutorio presente en los poemas con la figura
autorial, de lo que la autora nos precave mediante un impresionante arsenal de imágenes
afortunadas y de apuntes irracionales de notable belleza. Parte de esta utilería
había sido usada en libros anteriores como Lenguaraz
(2011) y Falso techo (2013), pero
Martínez crece, avanza y alcanza en este libro su más contundente calidad, que
la convierte en una de las voces poéticas a tener más presentes.
José Daniel García, Noir; La
Isla de Siltolá, Sevilla, 2017.
Los títulos de las obras de José Daniel García suelen
resumir el espíritu, no demasiado optimista, de sus propuestas, que,
paradójicamente, suelen ser luminosas y del mayor interés. García posee un
estilo propio, donde la crudeza de algunas imágenes no está reñida con una
profunda delicadeza a la hora de percibirlas. El lenguaje se ajusta como un
guante (de boxeo) a lo que se quiere transmitir, con alguna excepción
(“añoranza” o “borborigmo”, por ejemplo, que suenan algo fuera de lugar), y las
palabras están especialmente afiladas para
mostrar su lado más cortante. García retoma en Noir un tema que estaba presente tanto en El sueño del monóxido (2006) como en Coma (2008), el de las “flores terribles”; si en su primer libro
rescataba las inquietantes flores aparecidas en lugares donde habían sucedido
hechos ominosos, y en Coma se nos
recordaba que “el miedo es un payaso que os apunta / con una flor de plástico”,
en Noir leemos “Una flor sin raíces,
/ orientada a los vientos más favorables. // Una rosa caníbal, / con el tono
engañoso de una pupa, / que aturde a quien la huele”. Esta variante
baudeleriana de García defiende que lo natural no sólo no esconde la
corrupción, sino que es una de sus formas (tanto en lo humano como en lo
vegetal y mineral, parece decirnos el poeta), dentro de una negra cosmovisión
que asevera que “este planeta es una trampa húmeda”, como decía un memorable
verso de Coma. García es un poeta sin
concesiones, duro y dotado de una visión desangelada de la existencia que
contrasta, a veces, con cierta emoción opacada, con una humanidad presente a
pesar de la aparente voluntad del poeta de evitarla; pero, como decía Juan
Goytisolo, “la ternura es subterránea”, y la obra de José Daniel García es un
buen ejemplo de ello.
Maurizio Medo, Cuando el destino
dejó de ser víspera (Poesía reunida 2005-2015); Ediciones Liliputienses,
Cáceres, 2015.
Maurizio Medo, Y un tren lento
apareció por la curva; Ay del Seis, Madrid, 2017.
En uno de los poemas de
la serie Transtierros, dentro de la
notable edición que Liliputienses hizo en 2015 de su poesía reunida, el poeta
peruano Maurizio Medo incluye un poema que creo una especie de muestra a escala
de su proceder estético, “Torres”. En una de sus partes leemos:
Miserables torrecitas Sin quién vislumbre
el fúlgido alboreo- que construyo
(Calibán frente al espejo) cuando no hipo
hambriento de frejol
La imagen del shakespeariano Calibán frente al espejo, vertebrando
poco a poco su lenguaje, me parece representativa de cierta tendencia de la
poesía latinoamericana en general y peruana en particular (sobre todo por el
inmenso influjo gravitatorio de César Vallejo) a repensar el lenguaje poético
antes, mientras y después de utilizarlo. Dentro de los “antiguos amanuenses”
cita Medo a Vallejo y Eielson, y su estirpe es evidentemente inconformista y
cuestionadora, tanto poética como socialmente. Medo no se para en barras ante
ningún presupuesto estético o norma convencional, y elabora sus recursos
expresivos tomando a su antojo elementos diversos y genealogías inopinadas; lo
mismo apela a Darío que a los eslóganes de las calles, igual introduce en el
poema una locución indígena que una
cita culta, con naturalidad siembra el poema de ecos vocálicos que de mimologías (Genette) textovisuales,
tejiendo el discurso de abajo arriba, sin importarle la posible caída porque,
como dice el poema antes citado: “Y acrofóbicos los poetas temen la cumbre //
Alguien viene de pronto / y tala el árbol” (Cuando
el destino dejó de ser víspera, p. 119). Si entiendo bien la poesía de
Medo, aunque no es una poesía hecha para ser entendida, sino más bien experimentada; me corrijo, por tanto,
cambio el enfoque: si he experimentado bien estos libros de Medo, veo en ellos a
un sujeto que anuda su experiencia personal a la crítica de raíz respecto al
modo de enunciarla. Medo se cuestiona -no se acepta, ni se canta, ni se pone
estupendo al hablar de sí mismo- y lo hace a través de un cuestionamiento del
discurso autocrítico. Enuncia y denuncia, presentadas al mismo tiempo. Como
Calibán, se siente extraño no sólo ante la imagen del espejo, sino ante la
lengua que brota de su garganta para acusar el extrañamiento.
Ay del Seis, una de las nuevas editoriales españolas de
poesía a las que, junto a Ultramarinos e Isla de Siltola, más hay que tener en
cuenta, publica Y un tren lento apareció
por la curva, un ejercicio de escritura en tiempo real de Medo, donde la
anécdota biográfica se ve sacudida hasta los tuétanos por la desaparición de la
madre del poeta. Lejos de convertirse en un libro confesional o patético (en el
buen y original sentido de ligado al pathos),
sus versos aprecian el cambio de marco que
la pérdida de la raíz afectiva opera sobre el lenguaje de quien sufre la
experiencia. Diríamos que Medo, frente a otros ejemplos de canto poético a la
madre o al padre muertos -abundantes, como es natural y comprensible-, llega a
la hoja en blanco con el dolor amarrado y atento a su función, que es más la de
expresar las palabras de la pérdida que la de acusar la pérdida de las
palabras.
Fermín Herrero,
Sin ir más y lejos y Endechas del consuelo
Estos dos libros de Herrero son interesantes, pero, a pesar
de que Sin ir más lejos (Hiperión, 2016) ha obtenido
premios importantes, me siento más afín como lector a Endechas del consuelo (Junta
de Castilla y León, 2006). Los temas de ambos libros son similares (la
vida retirada en el pueblo, la contemplación, la naturaleza como paisaje y como
reflejo de las interioridades, la estoicidad), pero la forma elegida en las Endechas es bastante rígida (poemas de
diez versos, salvo alguna excepción, con versos dominantes de 13 sílabas
combinados con otros de 11 y 16), y eso fuerza
a Herrero a domar la expresión y conferirle la tensión característica de
toda disciplina versal. En Sin ir más
lejos las ideas están derramadas, rebosan su continente sin tanta fuerza
(salvo algunas piezas, magníficas); en Endechas
del consuelo la tensión se mantiene a lo largo de todo el libro y lo
aherroja, conteniendo la contención, dándole al libro un tono especial, de notable
altura. Herrero es uno de los nombres singulares de la poesía española, y en Un lugar habitable (2000) fue uno de los
primeros tratadistas de un espacio lírico poco predecible: ese largo margen de
huertas, solares, acequias, casas a medio construir y avenidas trazadas que
hacen indistinguible la separación entre la ciudad y el campo.
Julián Cañizares, Navajazo; La
Isla de Siltolá, Sevilla, 2017.
Aunque este
libro de Cañizares no me ha gustado tanto como otros suyos comentados aquí, como
Sustituir estar (2009) y La lealtadmantenimiento (2015), hay que
reconocer a Navajazo varias virtudes:
la primera, la restricción oulipiana de incluir la palabra navaja (y el correspondiente imaginario albaceteño, con todas sus
reminiscencias de infancia y origen geográfico para el autor) en todos los
poemas; la segunda, la voluntad de (vivi)sección que lleva a cabo en los textos,
concebidos como piezas mecánicas para que un léxico previamente acotado (véanse
sus explicaciones al respecto en este blog sobre el libro), y un uso cada vez más exacto y
preciso del mismo corten el sentido
de las palabras y esos cortes permitan al sujeto, cual lecho de Procusto, caber, tener cabida, en la existencia. El lenguaje, en estas condiciones, se vuelve
-permítanme el atrevimiento- metafísico,
una forma de pervivencia más allá de lo tangible. Trascendencia dentro de lo
inmanente. Les dejo con una de mis piezas favoritas, “La inmensa alegría en la
plaza”.
Pilar Adón, La vida sumergida.
Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2017.
Trece relatos escritos con el tono justo, un vocabulario
rico -pero siempre pertinente-, un estilo sometido al argumento, pero capaz de
destilar elegancia en todo instante. Todas las piezas responden a un corte clásico,
sí; son lineales, también, pero uno querría que todo lo tradicional que debe leer
tuviera esta factura fría y distinguida: Adón, no sólo en este sentido, es la
más rusa de nuestras narradoras. Su forma y su semántica no parecen separables,
lo que es un arte difícil cuando se da con naturalidad. Sus argumentos pueden
leerse a veces de más de una forma (véase, como clara muestra, “La primera casa
de la aldea”), lo que demuestra el dominio de la técnica de la alusión, que
según Barthes permite más lecturas que la simbólica.
La mayoría de los relatos de este libro muestran a
personajes, por lo común mujeres, recluidas en sus casas o atrapadas en
residencias. Cada frase que reproduzco pertenece a un cuento distinto: “hizo
que se viera de nuevo en su casa y, a la vez, tan apartada” (p. 41); “Y allí
estaría ella, encerrada” (p. 58); “dado que era él quien estaba en un espacio
al que no pertenecía, pensó que debía adaptarse y transigir” (p. 83); “La
imposibilidad de dar un paso y realmente salir” (p. 105); “aquellas certezas
sobre lo imposible de acercarse a la civilización, sobre lo aislada que estaba”
(p. 117); “Vivir con esta encerrada sencillez” (p. 137); “demandando auxilio en
el sótano abovedado en el que le había encerrado” (p. 144). Otro relato se titula
“Las jaulas”. Sus personajes están encerrados, sí, o sumergidos y carentes de aire, como adelanta el angustioso título,
pero su encierro foucaultiano en pequeños espacios es en realidad trasunto de
sus obsesiones recurrentes como laberintos, o de la cortedad de miras mental
que muchas veces atenaza sus existencias, siempre en tránsito entre la libertad
y la cárcel elegida, entre las infinitas posibilidades y la elección de aquella
que parece más recomendable y acaba siendo la más limitadora. Imaginen a una
persona que decide hacer restricciones oulipianas, no con su obra literaria,
sino con su vida: seguramente sea un personaje de Adón.
[Relaciones con los autores citados: amistad con José Daniel García, ninguna o cordial con los demás. Relación con las editoriales: Pre-Textos e Isla de Siltolá publicaron mis últimos libros de poesía y aforismo. Ninguna relación con las otras]