miércoles, 27 de julio de 2011

Dos libros poco convencionales

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Marina Perezagua, Criaturas abisales; Los Libros del Lince, Barcelona, 2011

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Deseo recomendar vivamente este libro de relatos con el que Marina Perezagua (1978) le da un nuevo impulso al género fantástico, tratándolo de un modo inquietantemente realista, como ya hiciesen –de diferente forma– cierto Cortázar, cierto Walser o cierto Kafka. El singular modo de contar de Perezagua nos presenta historias muy diferentes donde lo abstracto y lo corpóreo se unen en rara armonía, completándose. Quitando algún puntual momento de cursilería, la mayoría de piezas de este libro son excelentes, y un par de ellas son abrumadoras maravillas, como “Caza de muñecas”; un extraño homenaje a Ibsen que ha pasado a formar parte de mis terrores nocturnos desde que lo leí. No se pierdan este libro.

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Luis Gámez, El libro de las transformaciones; Editorial Aristas Martínez, Badajoz, 2011


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¿Y si me pareciese adulador por tu parte que me robases lo que es mío? El robo es el mayor cumplido que se le puede hacer a cualquier cosa.

Vladimir Nabokov, Desesperación

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¿Y si el I Ching, el libro de las transformaciones más conocido, no estuviese dirigido a explicar los cambios de las cosas, sino los de la persona que lo lee? Yendo aún más allá: ¿Y si el I Ching estuviese destinado a explicar las transformaciones del propio libro en cuanto texto? Uno de los efectos colaterales de la lectura de El libro de las transformaciones, de Luis Gámez (Córdoba, 1981), completado con ilustraciones de Miguel Gómez Losada, es que el lector comienza a hacerse este tipo de preguntas.

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No me ha gustado nunca el conocido adagio “ser original es regresar al origen”, ya que casi nunca es cierto, aunque su lección podría ser válida para este valiente primer poemario de Gámez. El libro de las transformaciones, como el Art Brut, la arquitectura de Louis Kahn o cierta poesía experimental española de los setenta (Millán, Castillejo, Ferrando, Ullán) es un intento de retroceder para tomar impulso; un reencuentro con el principio para saber, desde allí, cuál es la dirección idónea del viaje estético a emprender. Un trayecto poco frecuente en nuestra literatura última, cuyo antecedente próximo podría ser “La grieta”, primera parte de la novela de Javier Fernández Cero absoluto (2007), que también intenta un buceo en la parte más atávica de nuestra psique como especie. La Ur-poesía de Gámez “vuelve a un primitivismo seco, ruidoso y monótono” (p. 18), lleno de brillantez porque no persigue la respuesta, sino la pregunta. El objetivo de remontarse al origen lleva al autor a reformular de nuevo, como si fuera la primera vez, la pregunta de qué es poesía y su diferencia con la prosa. Ello le conduce a un hallazgo exquisito, que resulta de unir al contrastar las partes I y II de los dos primeros poemas del libro, y que no quiero desvelar porque se privaría al lector del efecto de sorpresa que todo lo nuevo –que todo lo arcaico– produce. Eso sí, no me resisto a apuntar al menos que Gámez ha escrito un Poema en sentido parmenídeo, presocrático. El que acceda a los versos entenderá lo que intento decir. También, desde otra perspectiva, El libro de las transformaciones es un libro primitivista en tanto en cuanto el plagio es otra forma de volver al origen (al origen textual, en todo caso). Sobre este tema no quiero extenderme, porque prefiero centrarme en otros aspectos del texto que me parecen más interesantes.

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A partir de la parte V el libro va aún más allá y, sufriendo una de las transformaciones aludidas en el título, penetra con más profundidad en el arjé de lo poético, su elemento primordial originario. Siguiendo el ejemplo dadaísta, Gámez aparca cuidadosamente la palabra (portadora ya de idealismos y abstracciones como unidad de sentido) y se centra en la letra como elemento mínimo, atómico, capaz de proyectar y anunciar lo que puede acontecer. Pongámonos algo heideggerianos –disculpen- y sentenciemos que Gámez deja a la poesía ante el umbral justo de la construcción poética; no presenta ruinas, sino bocetos o esbozos. Los poemas de las páginas 62 y siguientes son los mismos textos de 17 y siguientes aliviados de consonantes, sostenidos por las vocales como forma básica, infantil, de pronunciación. De ahí que el poeta, o más bien su avatar elocutorio, le diga a su tú / amada / anticlímax narrativo: “empezaremos de nuevo / aprenderemos a hablar. / Aprenderemos a hablar” (p. 55). Después, las pp. 41 y siguientes aparecen reproducidas en 79 y siguientes sólo con las consonantes. El resultado genera un extrañamiento total, donde el sentido se diluye por completo en ruido y la retórica en disonancia. El libro oscila, por ello, entre el balbuceo y la cacofonía.

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En consecuencia, el poeta pone un extremado cuidado en el descuido; se raciona la escasez. Curiosa paradoja: concebido como un homenaje a lo irracional, a lo originario y a los poetas dadá; sostenido sobre una poética del sinsentido explicitada en los ensayos finales, El libro de las transformaciones acaba siendo uno de los poemarios más meditados, premeditados, racionalistas, calculados, significantes, rigurosos, sopesados y medidos que ha leído este crítico en mucho tiempo. Los dos últimos textos, teóricos y profundos, en los que Gámez presenta epistemológicamente su propuesta y la define como “una crítica de lo que podemos denominar de forma general la percepción estructural” (p. 89), plantea un escenario donde el autor parece haber programado la recepción crítica de la obra. Trampa de la que sólo puede salvarse el lector crítico cuando es consciente de las limitaciones del estructuralismo y sabe sortearlas a tiempo.

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Esperemos haberlo conseguido.

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[Relación del crítico con los autores reseñados: con Marina Perezagua, ninguna; con Luis Gámez, amistad. Relación con las editoriales: ninguna]


sábado, 16 de julio de 2011

Karl Kraus, la desmesura necesaria

Karl Kraus, La antorcha; Acantilado, Barcelona, 2011

Sandra Santana, El laberinto de la palabra. Karl Kraus en la Viena de fin de siglo; Acantilado, Barcelona, 2011.


Hay hombres cuya descripción no precisa tipologías psicológicas sino, por el tamaño de su figura en su época, de retratos complejos, colectivos; pocos son los casos pero el escritor austríaco Karl Kraus (1874-1936) fue uno de ellos. Kraus fue uno de los intelectuales más conocidos, respetados e influyentes de su tiempo, y su peso específico fue directamente proporcional a su gran personalidad. Sus contundentes opiniones tenían inmediata influencia popular e intelectual, y por sí solas creaban tendencia. La editorial El Acantilado ha tenido la gentileza de poner a nuestra disposición dos libros que pueden ayudar al lector a conocer y entender la importancia de Kraus. Uno de ellos, La antorcha, es precisamente una selección de textos de la publicación homónima (Die Fackel) del austríaco, en esmerada traducción de Adan Kovacsics. El otro es un clarificador ensayo de Sandra Santana, El laberinto de la palabra, que tiene a Kraus en su centro, aunque su propósito es más bien hacer un fresco o retrato de la Austria de finales del XIX y principios del XX, colocando al problema del lenguaje y a Kraus como ejes vertebradores del panóptico.

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Para hacernos una idea de la singularidad de Kraus, recordemos con palabras de Josep Casals que: “Kraus ejerce su magisterio a través de una doble vía: la palabra escrita de Die Fackel y la palabra hablada de las Vorlesungen (veladas de lectura: setecientas en unos treinta años). En ambos casos está igualmente solo. Si en un principio Die Fackel acogía colaboraciones de personas afines como Wedekind, Strindberg, Schönberg o Loos, a partir de 1911 se convierte en obra única y exclusiva de Kraus”[1]. En efecto, es la soledad de Kraus, el hecho de que su volcánica palabra y la diversidad y profundidad de sus ideas fuesen obra de un solo hombre, lo que nos sigue asombrando todavía. Kraus comienza a publicar Die Fackel en 1899, llevando la voz cantante debido a que era él quien financiaba la publicación. Doce años después se lanza a un arrebato de poligrafía en solitario sostenido durante largo tiempo, hasta llegar a 922 números. Un impulso, todo hay que decirlo, que no era extraño a la época: en 1874, Mallarmé comienza a redactar a solas números de su revista de moda La dernière mode; en 1892 y como recuerda Sandra Santana, M. Harden lanza Die Zukunft, en un empeño de idéntica desmesura a la de Kraus, aunque de menor calidad. Como es lógico, una personalidad de este calibre, a la que asistía además una clarividente inteligencia y dotes para la sátira, no era una figura que pudiese concitar solamente reverencias. Uno de los muchos problemas de Kraus, del que fue plenamente consciente, era la incomodidad de su lugar dentro del mundo intelectual vienés: “para los políticos soy un esteta y para los estetas, un político” (La antorcha, p. 111), dice con cierta amargura en un ácido artículo de resumen cuando Die Fackel cumple diez años.

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Con no poco tremendismo, Kraus acomete una acción intelectual que en muchos casos era ética: la de comprometerse con el progreso de Austria identificando como enemigos del mismo a los corruptos, los funcionarios incapaz de realizar su labor a la luz de los tiempos, y en general contra aquellas personas que sostienen criterios irracionalistas. Entre otros frentes, el autor ataca a los políticos ineptos, pero también a los periodistas, a quienes hizo continuo blanco de sus invectivas. Así, Kraus convierte la crónica de los tribunales austríacos (como más tarde hiciese Thomas Bernhard) en símbolo de las disfunciones burocráticas del antiguo imperio: bajo la apariencia de justicia se cometen las mayores barbaridades, sustentadas en criterios morales (de moralidad desfasada) y no jurídicos. La igualdad, parece concluir Kraus, se acaba cuando la persona procesada es mujer y joven, y no digamos si además es bella o se ha dejado ver en alguna fiesta. La oposición de Kraus al monstruo burocrático es frontal, dando incluso nombres y apellidos de los jueces incapaces de hacer justicia. La sensación de Kraus también antecede a la de Bernhard: “he de confesar que en mí se despertó más el sentimiento de vergüenza que el de pertenencia a una patria” (p. 46), palabras que podrían firmar el autor de Tala o incluso Elfriede Jellinek. Pero no termina Kraus ahí en sus denuncias: si él se encarga de hacer la crónica de tribunales es porque el nivel intelectual del periodismo especializado es “paupérrimo” (p. 73), y no será esa la única andanada de Kraus, que considera a los malos practicantes de esta profesión una especie de plaga, causante del peor de los males: deformar la opinión pública, mantener la inteligencia social anclada en valores esclerotizados e inoperantes, sea por maldad, ignorancia o ambas cosas.

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Santana hace gran hincapié en la cuestión del lenguaje en Kraus, en una brillante introducción y en un profundo primer capítulo de su ensayo. Y es que es un tema capital en el vienés, para quien la lengua es un gran campo de batalla del que todos intentan obtener las zonas más estratégicas. Canetti recordaba que era imposible encontrar errores o imprecisiones lingüísticas en un texto de Kraus, y éste se queja en varios lugares de La antorcha de que el problema de la literatura es que, como cualquier persona puede hacer suya la lengua, puede pensar después que la cultura y el arte son suyos por el mero hecho compartir su código. Como dice Santana, “al igual que El hombre sin atributos de Musil, La Antorcha de Karl Kraus—compuesta de retazos, de citas tomadas de periódicos y de anuncios publicitarios—encuentra su unidad, más allá de la forma, en la coherencia del programa vital de quien la produce. Toda su obra es lenguaje: el lenguaje hablando de sí mismo, de su capacidad creadora, de su capacidad opresora y de sus límites. Éstos son, más allá de las tapas de cartón que limitan las páginas donde podemos leer sus textos, la contención que hace de su obra un producto unitario” (p. 35). La autora además penetra en un asunto que ocupa un lugar central en el pensamiento de Kraus, el de la condición de materna de la lengua alemana, y a las consecuencias que este hecho tiene en la conformación de su vasta obra.

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Por si hiciesen falta más acicates, otro de los atractivos de Kraus es su penetrante sentido del humor. Su don le procura momentos memorables, como cuando explica cómo logró colar al Neue Freie Presse un delirante artículo firmado como si fuera un experto sismólogo (pp. 84-85), o la respuesta que envió a un periódico soviético que le pedía una síntesis de la cultura rusa después de la revolución (p. 417).

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El laberinto de la palabra consagra a Santana como una de las intelectuales jóvenes más interesantes. Excelente traductora de poesía alemana (véase su versión de Handke en Bartleby), buena poeta ella misma, este libro demuestra su capacidad para aprehender y narrar una de las épocas y ambientes de la Modernidad que más influiría en el desarrollo del pensamiento occidental. La Viena de finales del XIX y principios del XX sólo puede comparar su legado con el París del mismo período, y es todo un desafío ahondar en esa tradición con una voluntad a medias erudita y a medias accesible al lector medio, desafío del que Santana sale ilesa. En la parte central del ensayo se lleva a cabo un minucioso análisis del pensamiento de Kraus y otras figuras de la época (Mauthner, Musil, Hofmannsthal y su Ein Brief) sobre la cuestión del lenguaje materno y su correspondencias intelectuales, políticas e incluso sexuales (p. 242), de modo que el lenguaje parece ser el hilo conductor de El laberinto de la palabra. Desde otra perspectiva, es muy interesante el modo en el que el ensayo, casi sin proponérselo, va esclareciendo las relaciones de influencia de Kraus sobre otras figuras de su tiempo: la influencia de Kraus sobre otros (Wittgenstein, por ejemplo); la influencia mutua (Kraus – Loos, Kraus – Freud), la influencia difusa de otros (Nietzsche) en él, etc. El resultado es un tapiz intelectual de notable precisión sobre un lugar y momento históricos a los cuales tenemos que volver una y otra vez para comprender por qué pensamos como pensamos.


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[Relación del crítico con los autores: ninguna, obviamente, con Karl Kraus; cordial con Sandra Santana. Relación con la editorial Acantilado: ninguna.]


[1] J. Casals, Afinidades vienesas. Sujeto, lenguaje, arte; Anagrama, Barcelona, 2003, p. 85.

domingo, 10 de julio de 2011

Curiosas coincidencias


- Autonémesis: Otra ley: quien peca en una dirección es castigado con ser precipitado en la dirección opuesta. Heráclito, que consideraba al fuego el primer elemento del mundo, murió hidrópico. Galileo, que quiso escrutar demasiado el cielo, se volvió ciego. Don Juan, después de haber desafiado al infierno, se volvió asceta y casi santo. Napoleón, que soñó con el dominio del mundo, tuvo que morir en una isla pequeñísima. Beethoven, que se esforzó por oír todos los sonidos del universo, se volvió sordo. Nietzsche, que siempre alabó la danza como síntoma de sabiduría liberadora, murió paralítico.

Giovanni Papini, El saco del ogro

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- Hipócrates, aunque curó muchas enfermedades, enfermó y murió. Los caldeos vaticinaron la muerte de muchos y también a ellos les alcanzó el destino. Alejandro, Pompeyo y Cayo César, que arrasaron ciudades y aniquilaron ejércitos, también ellos murieron. Heráclito, después de investigar incansablemente sobre la ignición del mundo, murió hidrópico. Demócrito y Sócrates se agusanaron.

Marco Aurelio, Meditaciones, III,3.

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- La muerte es la más elevada forma de vida.

James Joyce, Ulises (1914)

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- La muerte, la más dulce forma de vida.

Gerhart Hauptmann, Michael Kramer (1900)

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- La antigua sabiduría india dijo: "Es la Maya, es el velo del error que cubre los ojos de los mortales, y que les hace ver un mundo del cual no se puede afirmar la existencia, ni la no existencia, pues es semejante al ensueño a la luz del sol que se refleja en la arena y que el viajero toma desde lejos por agua, o bien una cuerda tirada en el suelo a la que toma por una serpiente" (Estas comparaciones están repetidas en innumerables pasajes de los Vedas y los Puranas).

A. Schopenhauer, Der Welt als Wille und Vorstellung

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- Las cosas están cubiertas, por decirlo así, de un velo que hace que los principales filósofos las consideren incomprensibles, y que incluso a los estoicos les resulten difíciles de comprender.

Marco Aurelio, Meditaciones, V, 10

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- We are such stuff / As dreams are made on, and our little life / is rounded with a sleep. (Somos de la tela / de la que están hechos los sueños, y nuestra breve vida / está rodeada de un ensueño).

W. Shakespeare, The Tempest

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