William T. Vollmann, 2017, El atlas. Málaga: Pálido Fuego,
traducción de José Luis Amores.
Aquel libro
era el atlas. El atlas contenía la lluvia de México sobre los pechos de ella.
Contenía mapas de nubes, el inventario de toda el agua del mundo.
W. T.
Vollmann, El atlas
Hay dos formas de leer este libro. Una es leerlo de corrido, en varias
sentadas, sin mezclarlo con ningún otro. El segundo es leerlo poco a poco,
aprovechando su estructura fragmentaria, alternándolo con otras lecturas, con
las que no colisiona por su singularidad temática y tonal —lectura que me parece
más apropiada para El atlas—. En el
primer caso, la lectura continua nos sumirá en la sima densa, eléctricamente
cargada y oscura de novelas de Vollmann como La
familia real o su
celebrada Europa
Central. En el segundo caso, la lectura episódica producirá sus
efectos, menos intensivos pero quizá más inquietantes, de ruido de fondo. El
mundo que nos cuenta Vollmann, en realidad, es un mundo cercano, próximo, por
más que algunas de sus referencias sean geográficamente exóticas. Las
costumbres y algunas palabras pueden parecer extranjeras, pero el dolor, la
violencia explícita o soterrada, la sordidez, el dinero del deseo y el deseo
del dinero suenan tristemente cercanos, como de la puerta de al lado. Leer a
Vollmann produce la desasosegante sensación de que está escribiendo sobre
nuestros vecinos. Y que nuestros vecinos son bestias con una leve cobertura de
animal superior.
Todas las obsesiones de Vollmann están en este libro. Los conflictos
bélicos, la dificultad para encontrar una persona afín, el poder, la
imperfección congénita, la prostitución, las armas, la animalidad, la escabrosa
relación entre soledad y deseo, la hostilidad de la naturaleza, la frustración
de los anhelos nunca logrados, el recuerdo de la hermana muerta, las drogas, los
viajes a lugares peligrosos y al corazón de las tinieblas. Y todo ello con la
característica desmesura de Vollmann, con su discurso torrencial dotado de una
imaginación portentosa, inacabable, capaz de recrear sus temas y anécdotas de
siempre de las maneras, ubicaciones y formas más inverosímiles. Historias realistas
e historias irracionales se mezclan en una turbamulta que leemos con pasmo y
admiración por su capacidad de llegar a lo peor y lo mejor del ser humano. “Por
supuesto también podría decirse que hay algo deprimente y hasta degradante en
la moderación; cuán revelador que uno de los sinónimos de medio sea mediocre” (p.
64). Con Vollmann no hay todo o nada,
en su literatura sólo hay todo.
Las secciones “Casas” (123-135) y casi todas las piezas ambientadas en
la antigua Yugoslavia alcanzan una altura estremecedora. “Bajo la hierba”,
“Último día en la panadería” y “Como animales” son bellísimos desgarros. “El
atlas”, la sección central, es una especie de largo poema en prosa que a hace
las veces de modelo a escala del libro, y donde ritornelos y resonancias crean agujeros de gusano entre sus tiempos,
lugares y temas. Vollmann no es un escritor, es un género literario. Es una
excepción desaforada y loca que no debería existir, que es imposible, pero ahí
le tenemos, sin dejar de escribir desatada y excesivamente. Hay pocas cosas que
puedan hacerse al respecto. Quizá algunos opten por vivir al margen de esta
barbaridad, de esta perenne multiplicación de personajes, historias y universos
donde tirita muerta de frío la última fibra de la especie humana, y elijan
seguir con su vida como si Vollmann no estuviera sucediendo.
Allá ellos.
Joan Bodon, El libro de los finales. Barcelona: Club
Editor, 2018, traducción de Edgardo Dobry.
Él va eligiendo nuevas lenguas para callar.
Elías Canetti, Hampstead
Engaña al principio este libro de Joan Bodon (Jean Boudou para los
franceses), que parece escrito en sus primeras páginas con cierta ligereza
impropia, llena de molestos puntos suspensivos. Pero no caiga el lector en la
trampa, pues en esta novela lo único vacilante y ligero es el pensamiento del
protagonista, hábilmente administrado por un Bodon manipulador, que nos ofrece
un personaje central y anónimo que llega por casualidad a la ciudad gala de
Clarmont, donde pasará sus últimos tres meses de vida. Esa sentencia de muerte,
dictada por una enfermedad, se anuda a la experiencia terminal de su lengua, el
occitano o provenzal, cuna de la poesía europea y que el protagonista (o quizá
el propio Bodon, que escribió en la lengua de Oc esta novela de 1964,
originalmente titulada Lo Libre dels
Grans Jorns) siente desfallecer, al término de su periplo vital y muy lejos
de sus siglos de esplendor. En el libro lengua y cuerpo se anudan en un
ejercicio casi místico, donde la extinción de una supone la del otro, a modo de
condena del dualismo; denuncia intelectual y denuncia sociológica sostenidas a
la vez y con la elegancia de cualquier abandono deliberado del panfleto. Una vindicación
de la literatura menor (nada que ver
con inferior literatura) explicada
por Deleuze y Guattari, con todas las consecuencias artísticas y políticas que
ellos analizaron. A este original planteamiento de muerte somalingüística se unen una panoplia de símbolos pertinentes e
imaginativos: fuentes petrificantes, comunas ideológicas que terminan en distópicos
proyectos de alargamiento artificial de la vida —que recuerdan un poco o
anticipan el argumento de La posibilidad
de una isla, de Houellebecq—, y hondas resonancias literarias, apuntadas en
su excelente epílogo por el traductor, Edgardo Dobry. Todo ello convierte a
esta breve novela en un desasosegante canto cultural del cisne, por un lado
emparentable con la novela existencialista francesa coetánea a su publicación
(como señaló Jordi Galves cuando Club Editor publicó en 2009 Lo libre de Catoia, la otra gran novela
elegíaca de Bodon) y, por otro, encuadrable, como bien apunta Dobry, en una
tradición centroeuropea que llevaría desde Kafka a Bruno Schulz, donde los
sinsentidos sociales o sociohistóricos se mezclan, profunda e irremisiblemente,
con los demonios internos y la disolución terminal de la psique arrinconada
contra el fin del tiempo. Una rareza, ésta de Joan Bodon, más que recomendable.
[Relación con autores y editoriales: ninguna.]