jueves, 26 de febrero de 2015

Recensiones y recomendaciones




Antes de las reseñas, me gustaría hacer un par de recomendaciones; la primera es una nouvelle de Maxim Biller, titulada En la cabeza de Bruno Schulz, recién publicada por Editorial Minúscula, con elegante traducción de Paula Kuffer. Bajo este extraño título aguarda al lector una breve joya de tono kafkiano cuyas nimias evoluciones presagian todo el horror que viviría el escritor polaco Bruno Schulz, quien murió a manos de los nazis y cuya obra merecería más atención editorial. Ojalá que el libro de Biller la impulse. La segunda recomendación es una novela del ruso Gaito Gazdánov, El espectro de Aleksandr Wolf (Acantilado, 2015), con una excelente traslación a cargo de María García Barris. La novela de Gazdánov, que podría leerse como una variación exótica de Los duelistas de Joseph Conrad, se recorre con avidez y agrado. Si tuviera que destacar una sola cosa de ella subrayaría la habilidad del autor para construir varias historias de la más humana y sensible de las formas. Hacía tiempo que no leía una novela con tanta sabiduría vital, fruto quizá de la ajetreada y variopinta experiencia del autor, huido de Rusia en 1923, acogido por Francia y que trabajó durante mucho tiempo en Alemania. Todo ese trasiego en una época tan palpitante (la novela fue publicada en 1948) y todo el bagaje espiritual que debió acumular Gazdánov están lustrosa y compasivamente trasvasados a sus personajes. El espectro de Aleksandr Wolf es una de esas novelas breves que requieren de la sosegada destilación de varias décadas de vida para ser escritas.



Frédéric Martel, Smart. Internet(s): la investigación; Taurus, Madrid, 2014.

Este exhaustivo texto de Martel es interesante si se mira como radiografía o fotografía, más que como ensayo de calado, de algunos cambios sociopolíticos y económicos que están teniendo lugar en la actualidad y que han de implicar profundos cambios en el futuro. Smart, como libro, es un cruce entre un trabajo sociológico y una crónica periodística –se basa, de hecho, en entrevistas–, pero retrata tendencias que no podemos dejar de lado si buscamos una imagen clara del mundo que están construyendo para nosotros (o por nosotros). Aunque la tesis medular de Smart es que Internet es cada vez más local y que “ni disuelve las identidades culturales, ni allana las diferencias lingüísticas, sino que las consagra” (p. 21), ofrece otras líneas de corte geopolítico. Por ejemplo, una de las conclusiones a las que llega Martel, vía uno de sus entrevistados, John Sujit es que China está construyendo la mayoría del hardware tecnológico de nuestro tiempo e India el software (p. 100), y que se trata una tendencia creciente, cuyos efectos globales veremos en los próximos años. Pensemos dónde deja eso a la antigua primacía occidental, que todavía controla las marcas que ponen en marcha ese funcionamiento (o parte de ellas, porque China ya tiene empresas tecnológicas de mayor tamaño que Amazon), pero que está deslocalizando la operativa en Asia y encuentra allí profesionales mejor formados en cuestiones informáticas (los indios) y mano de obra infinitamente más barata y competitiva.

Como hemos avanzado, la tesis central del ensayo, probada sobradamente a través de las entrevistas con responsables de medios de comunicación (televisivos, digitales, etcétera) de todo el orbe, es que Internet se localiza a la vez que se globaliza (una tendencia que ya sabíamos desde al menos 1998, cuando se publica Local y global de Jordi Borja y Manuel Castells), pero que parece crecer en los últimos años, mediante el aumento de la localización territorial de los contenidos:

China confirma paradójicamente que la televisión continúa estando muy territorializada, a pesar de que bascule hacia Internet. La social TV, la televisión conectada y los intermediarios del tipo Netflix no hacen más que acentuar esos fenómenos de regionalización y a veces de relocalización. Al convertirse en algo nuevo, más complejo, y tal vez más interesante, al liberarse del receptor tradicional y de los varios hijos de misión, la televisión se transforma al tiempo que permanece anclada en un territorio. Y aunque el hermoso slogan de Youki sea The world is watching, a fin de cuentas, y paradójicamente, el mundo no mira. (p. 309).

Los ejemplos que incorpora Martel son numerosísimos y de su lectura salimos con la impresión de que le asisten las razones y los hechos. Una coincidencia viene a apuntalar su hipótesis: leyendo el prólogo que la escritora chilena Claudia Apablaza escribe para Voces -30, la antología que ha realizado de autores latinoamericanos jóvenes, describe su propósito abarcador y confiesa: “La distancia y las dificultades de distribución por las que pasa el mundo editorial determinan esa variable, aunque sí, está internet, pero me parecía que incluso en internet lo que se volvía más latente eran los narradores chilenos y a mi vista, los que tenía más cerca”[1]. La antóloga se vio forzada a hacer un esfuerzo activo para encontrar en la propia red un margen de investigación más amplio y comprensivo.


En ocasiones, no obstante, Martel lleva demasiado lejos el argumento forzando su sentido, como cuando sostiene que el uso por Facebook y Google de algunas lenguas, como el portugués  (p. 83), implica una voluntad territorial, cuando no es más que una política habitual de cualquier multinacional –algo que implica su propio nombre–. Facebook no se ha hecho más brasileño porque admita el portugués, sino que una parte de la sociedad brasileña se ha globalizado o glocalizado gracias a Facebook, lo cual es algo distinto a lo que Martel argumenta.

            En cualquier caso, estos excesos puntuales de Martel no deben restar importancia a su obra, pues este vastísimo caudal de entrevistas, comentarios e impresiones, provenientes de numerosos representantes y agentes del mundo digital, constituyen un esfuerzo de investigación que resiste pocas comparaciones, y que deviene casi obligatorio para los estudiosos de la comunicación, de Internet o de la televisión. En realidad es un instrumento útil para cualquier investigador que pretenda estar al tanto de cómo suceden las cosas en nuestros días, y, sobre todo, de cómo se cuentan esas cosas y de quién decide el modo en que se cuentan.



Julián Cañizares, La lealtadmantenimiento; La isla de Siltolá, Sevilla, 2015.

Sigo desde sus comienzos la trayectoria poética de Julián Cañizares (Albacete, 1972), caracterizada por una mirada metafísica que forja su asiento en un lenguaje poético singular, tan acerado como contenido. Sin embargo, aquella mirada postromántica de Sustituir estar (2009) o de Lugar esquema (2013) ha sufrido cambios notables en La lealtadmantenimiento, para ahondar en la expresividad, de forma que la preocupación esencial de ese lenguaje poético es ahora el lenguaje en sí mismo, con el propósito de encontrar, como apunta Cañizares al final del libro, “un lenguaje propio, que actúe como espejo, reflejo del yo” (p. 63). Con este objetivo, uno de los más propios del quehacer poético (pues la poesía es “una crítica del lenguaje”[2], según Meschonic, y “cuanto más densa es la textura del lenguaje del poema, más se convierte en una cosa en sí misma, pero más puede gesticular más allá de sí misma”[3], a juicio de Terry Eagleton), emprende Cañizares un arriesgado ejercicio de reconstrucción lingüística, que podría recordar a ciertos experimentos de Oliverio Girondo, Lewis Carroll, Julio Cortázar o Raymond Roussel, dirigidos a lograr esa expresividad del sí mismo mediante la dislocación, desplazamiento o retorsión del lenguaje:

La vida rasa es el corazón
de lo llegadoreo y sentir,
de lo que mespera siendo sí,
yo, estructura de almatodo. (p. 31)

La relación con Girondo es especialmente clara, puesto que también en el poeta argentino “el cambio se da por necesidad del yo, y no como algo impuesto (…) La palabra deviene así proceso continuo de cambio. Proceso y no fin, dado que no se conoce la última voluntad del yo”[4], como viera Olga Juzyn-Amestoy. Cañizares sigue para ello tres procedimientos: la retorsión o el desplazamiento de palabras conocidas (vgr., “transomitir”, “rectula la curva”, “sufrerior”), la creación e términos de nuevo cuño (“harakirimente”), y la yuxtaposición de “palabras duales”, como el autor las llama, “formadas por dos palabras juntas que hacen que el significado sea más completo, más identificado con un mundo personal” (p. 64), como por ejemplo la “lealtadmantenimiento” del título. Es obvio que los riesgos tomados no siempre están a la altura del ambicioso planteamiento. A veces las elecciones de palabras no son afortunadas o caen en lo naif (“newtérmicos”, p. 27), y en otras la energía del poema parece más centrada en la producción de neologismos que en constituirlo como un texto válido. En estos casos el sentido termina ahogado en las palabras, en vez de impulsarse gracias a ellas. Pero, junto a estas caídas, hay que reconocer bastantes aciertos, pudiendo encontrarse poemas redondos en los que el espíritu de este lenguaje subjetivizado ha dado de lleno en la diana al conciliarse con el sentido del poema, como “Sentisiendo”, “Irvenir”, o “Lugarmento”, todas ellas piezas memorables, plagadas de hallazgos, y que dibujan un espacio exigente y necesario en nuestra poesía actual, donde encontraríamos también el último poemario de Mario Martín Gijón, Rendicción (2013), también comentado en este blog. Cañizares sigue con La lealtadmantenimiento su camino de perfección; al no tratarse de un camino fácil, no podemos exigirle que todos los pasos sean hacia adelante, aunque aquí estaremos pendientes de cada vicisitud, porque nos gustan los autores que se lanzan sin red y porque las voces singulares escasean y merecen leal seguimiento. Cesare Pavese escribió: “Habla poco mi amigo y ese poco es distinto”. Pues eso.


[Relación con los autores: ninguna, salvo con Julián Cañizares, cordial. Relación con las editoriales: ninguna.]
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[1] C. Apablaza, “Prólogo: una estrategia de exilio permanente”, en C. Apablaza (ed.), Voces -30. Nueva narrativa latinoamericana 2014; Ebooks Patagonia, Chile, 2014, [11-21], pp. p. 12.

[2] Henri Meschonic, “Leer la poesía hoy”, La poética como crítica del sentido; Mármol-Izquierdo Editores, Buenos Aires, 2007, p. 155.

[3] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 249.


[4] O. Juzyn-Amestoy, “Girondo o las versiones poéticas del cambio”, Revista Iberoamericana, LVII, n. 155-156, abril-septiembre 1991, [pp. 543-556], pp. 545-46.

domingo, 15 de febrero de 2015

Peter Handke y Juan Trejo



Peter Handke, La Gran Caída; Alianza, Madrid, 2014.


Sobre Peter Handke ya hemos hablado mucho en este blog, pero siempre quedan cosas por decir tratándose de un gran narrador como él. Leyendo La Gran Caída (Der Große Fall, 2011) entiendo dos cosas: la primera, que la virtud por la que antes se reconoce a un escritor eximio es que suele desconcertar nuestra experiencia de lectura; o, en otras palabras: si no entiende qué sucede en La Gran Caída, siga leyendo hasta que tal cosa deje de importarle. La segunda, que la especial riqueza discursiva de la prosa de Handke proviene de la cualidad ambivalente de su mirada: es penetrante unas veces y otras se deja penetrar por las cosas que observa, de forma que hay una perspectiva continua de entrada y salida de lo observado en la obra. Momentos memorables como ese en el que el actor protagonista de La Gran Caída recae en que el estruendo urbano genera una especie de sordera (fruto de la mirada penetrante del escritor sobre las cosas), o la dificultad de aprehender una semilla de limón húmeda, se mezclan con otros instantes donde son las cosas las que entran en la narración, que se vuelve porosa y absorbente (“lo que llegaba hasta él era sólo un asombrarse”, p. 158). Es un milagro narrativo que un autor logre oscilar con esa naturalidad desde el mirar al ser mirado, y que una novela fluya sin tensión ni chirridos entre ambas fuerzas, hechizando al lector con la alternancia. La Gran Caída cuenta la historia de una caminata perceptiva, de una contemplación de corte a veces surrealista, que parte de lo íntimo y llega a lo social (a la destrucción de lo social, para ser exactos), una deriva cuyo ritmo siempre hipnótico puede recordarnos a El paseo (1917), de Robert Walser –con menos sentido del humor y más psicología–, aunque a lo que más recuerda es a otras obras del propio Handke, como la tremenda La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos (2002). No estamos ante una de las mejores obras del autor austríaco, pero tampoco ante una de las menos interesantes, lo que no debe movernos a engaño: Handke, incluso en dosis medias, sigue siendo imprescindible.


Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014


La excelente novela de Juan Trejo La máquina del porvenir (2014) narra la historia de tres generaciones de una familia preñada de secretos, entre ellos la construcción de una máquina para viajar en el tiempo. Sin embargo, la máquina es en esta ocasión casi un pretexto para ahondar en el poder del pasado a la hora de entender el presente de los personajes (“la máquina del porvenir sirve para ver el presente”, p. 378), diluyéndose la parte tecnológica en un recurso al servicio de la trama, y primando el concepto simultaneísta del tiempo, al que los personajes llegan más mediante la meditación trascendental o los paraísos artificiales que mediante la propia máquina. Uno de los aspectos atrayentes de la novela es que su investigación sobre el Tiempo y su efecto sobre las personas no se limita a la semántica, sino que incluye la propia estructura de la novela, algo que la une a algunas obras recientes, como La torre y el jardín de Alberto Chimal, Los hemisferios de Mario Cuenca o, yendo algo más atrás, a El mundo en la era de Varick de Andrés Ibáñez (novelas con las que comparte otros elementos, como la ambición narrativa y el intento de pintar un gran fresco sociocultural). En La máquina del porvenir la estructura temporal se materializa mediante el empleo del agujero narrativo de gusano, trasunto de la hipótesis científica planteada por Hugh Everett III. Estos puntos de engarce entre instantes narrativos son apreciables en algunos lugares, como por ejemplo al comparar las páginas 215 y 406 de la novela, donde los mismos dos personajes se encuentran, en idéntico instante, en dos lugares diferentes, produciéndose un pliegue espacio-temporal que se explicita a nivel narrativo por la repetición del mismo párrafo. Muchas páginas antes se había avanzado la posibilidad: “(…) experimenta la profunda, casi palpable sensación de estar al mismo tiempo en otro interior, casa o piso. Su mente se mueve en dos territorios, como mínimo. (…) Y la sensación tiene que ver con el punto de contacto, con la grieta a través de la cual sus diferentes yoes se ponen en contacto” (p. 101). No es casual que el Doctor Manhattan del cómic Watchmen de Alan Moore vaya a ser una figura recurrente de la novela; esto sucede porque este personaje representa a la perfección el modelo de temporalidad simultánea que Trejo persigue: “(…) según mi actual percepción, en el discurrir de esta historia el pasado, el presente y el futuro se interrelacionan formando una especie de flujo un sin contornos definidos; algo parecido a lo que le ocurre al Doctor Manhattan” (pp. 169-70). También la desintegración atómica del personaje de Moore es símbolo de la los suyos[1].

Porque otra de las claves de la novela es la necesidad de los personajes de superar su dispersión identitaria (véase p. 16), moviéndoles el impulso de hallar algún tipo de unidad o anclaje, aunque en varios momentos sospechen que su fijeza debería consistir, precisamente, en aceptar el desarraigo y la carencia de raíces. Los personajes se sienten nómadas y viajan en pos de alguna revelación o de algún descubrimiento que pueda cambiar sus vidas: México, Argentina, Brasil, Estados Unidos, Barcelona; también la escritura como terapia, ya sea de una obra de teatro (cf. pp. 65 y 245) o del diario de Oscar, simboliza ese ansia de identidad. Los personajes centrales (Óscar, Jorge, Rick) van a toparse en esos lugares con figuras anticlimáticas que les servirán de psicopompós o figuras simbólicas de acompañamiento “al otro lado”: Vilo, Boluda[2], Víctor, don Andrés. Para terminar, la presencia de agua en algunos de esos lugares está vinculada profundamente la revelación o epifanía vital que van a sufrir[3], siendo muy hermoso el tratamiento de las ciudades sumergidas.


[Imagen de Thomas Barbey]



Por eso no es casual que la novela de Trejo participe del Bildungsroman, en cuanto novela de aprendizajes y construcción de personalidad, a la antigua usanza. Es una novela post-romántica que también parece una novela rusa, no sólo por la morosidad de algunos aspectos de la trama y las derivaciones familiares, sino por la utilización de diversos nombres para algunos personajes, como Ryszard, según las circunstancias en las que se encuentren. Pero hay un elemento que la hace singular: en La máquina del porvenir constatamos en todo momento que la identidad dudosa del personaje guarda estrecha relación con el acto de narrar su historia y la de su familia; no me refiero a la obviedad de que la historia de un personaje debe contextualizarse familiarmente, sino a que la propia narración en marcha constituye para Óscar lo identitario: “A partir de ahí, lo narrado señala, en teoría, hacia la búsqueda de la identidad perdida” (p. 345). Necesidad que también acucia a otros personajes: “contar su historia implicaba para Víctor desprenderse de clichés o enfoques heredados y empezar a observar las cosas a través de su propia mirada” (p. 351). En ese sentido, es a la vez Bildungsroman, novela de construcción, pero también construcción de novela, metanovela, en fin, que va contando su propia elaboración. De este modo reparamos en que tanto la forma de la narración como el tiempo de la misma están hábilmente acompasadas a su espíritu, ajuste en el espacio y en el tiempo que es el que intenta hallar, por todos los medios, su personaje principal.

El lector se ve a veces apesadumbrado por la morosidad y lentitud de la historia, por la inacabable reproducción de las sagas familiares y sus pequeñas historias, que además se repiten y forman círculos nietzscheanos de formalización y copia; el lector se siente a veces impaciente ante el relato, como Víctor cuando escucha el interminable discurso de Jorge sobre su propia historia (pp. 336ss), que además el lector ya ha podido leer en su mayor parte al principio de la novela. Jorge le advierte a Víctor que “no voy a correr, lo que tú quieres saber conlleva aceptar toda la historia; mi historia, si prefieres verlo así” (p. 340), y nosotros, como Víctor, aceptamos las condiciones, unas pocas veces con impaciencia y las más con una demorada y redonda sensación de disfrute.


[Relación con los autores reseñados: ninguna. Relación con las editoriales: ninguna.]



[1] “Quítenle un pasado como físico nuclear. Lo que queda se parece a mí: un ser desintegrado que, poco a poco, gracias a un impulso eléctrico de su conciencia, empieza reconstruirse a nivel intrínseco”; Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets, Barcelona, 2014, p. 68.
[2] Como en su novela anterior, El fin de la guerra fría (2008), Trejo utiliza para algunos de sus personajes secundarios nombres irónicos, relacionados con algunos de sus escritores favoritos. Si allí aparecían don de ladrillo aquí comparecen de perfil la gerente de hotel Doctorow (p. 323) o los profesores David F. Wallace y Bellow (pp. 353-54). Incluso, describiendo las clases de ambos profesores, Trejo lleva a cabo una inteligente forma de crítica literaria subterránea (pp. 354-57).
[3] Es significativo, al terminar la novela, volver a la página 17 y leer que “el agua de algo parecido a mi identidad, por turbia que fuese, había sido mi madre”.