Pablo García Casado
Dinero; DVD, Barcelona, 2007
“El dinero, cuya significación metafísica quizás no ha sido aún calculada (...), al corromper la voluntad por la potencia que le ofrece, es el término medio por excelencia. Mantiene a los individuos fuera de la totalidad, ya que disponen de él, y, al mismo tiempo, los engloba en la totalidad, ya que en el comercio y la transacción el hombre mismo es vendido y comprado: el dinero siempre es salario en un determinado grado”[1]. Esta asombrosa frase del filósofo Emanuel Levinas pone sobre el tapete la complejidad de un tema que, aun contando a sus espaldas con nutrida tradición novelística, en términos poéticos suele ser rozado sólo de pasada, o abordado apenas satíricamente, desde Quevedo o Villon a Tony Harrison. El dinero es una preocupación universal, “existe desde que existen los garbanzos, y andará por el mundo hasta que dejen de crecer” (Max Aub, Espejo de avaricia), y no hay día en que nuestro presuntamente irrebasable modelo económico ultracapitalista no nos recuerde que sin él no hay salud, no hay crédito (social ni financiero), no hay felicidad y no hay un buen puñado de cosas. Pero lo peor es que, como nos enseña el poemario de Pablo García Casado, sin dinero no hay dinero. Esa aparente tautología esconde la verdadera metafísica del tema, hace visible de pronto su terrible omnipresencia en nuestras vidas. No se deben mezclar en las reseñas anotaciones personales, pero como estoy en los agradecimientos de este poemario (p. 55) y por lo tanto mi lectura no es, no puede ser pura y es justo que ustedes lo sepan, creo que una anécdota personal puede esclarecerles algo la comprensión del poemario, mucho más que una lectura aséptica. Un día estaba hablando por teléfono con Pablo García Casado. Me comentó que había comenzado a leer La conquista del aire, de Belén Gopegui, pero que tuvo que dejar la novela, porque la angustia y tensión constantes producidas por el dinero en los personajes era tan descarnada, y se vivía tan íntimamente, que no pudo soportar una dosis tan fuerte de realidad crujiente. De metafísica, diríamos nosotros, porque el dinero se hunde en las condiciones de existencia del ser, las materiales –ya lo vio Marx– y las espirituales –ya lo vio Derrida, de modo negativo, al estudiar el don, lo donado gratuitamente–. Levinas lo dice claramente, el dinero es un estado intermedio, es un tercer estado de la existencia, entre el material y el espiritual, es la puerta a los dos mundos. Con razón dice Jon Kortázar en un trabajo aún inédito sobre Dinero que “bien podría haberse titulado Alma”. De hecho, como señala el crítico vasco, las referencias o resonancias bíblicas o religiosas están presentes a lo largo de todo el poemario. También en la Biblia, claro es, abundan por doquier las referencias al óbolo, a los ricos fariseos, al camello por el ojo de la aguja, a la necesidad de ganar el pan con el sudor de la frente, a los denarios, al humilde establo, a las treinta monedas. “Potencia de mi día, sangre / de lo ecuménico, dinero, / te acato reverencialmente”, escribía Ramón de Basterra en Vírulo. Mediodía, y para un personaje de González Sainz el dinero es una de las formas de Dios[2]. El dinero es supraterrenal, es metafísico, porque establece un orden ontológico: tienes = existes. No tienes = no existes. Tienes más = eres visible. No tienes = perteneces al grupo de los invisibles, estás más allá de las pantallas. Cambia nuestro modo de ser, habla por nosotros[3], nos enfrenta siempre a nuestras miserias y a lo peor de nosotros mismos: recordemos que en Robinson Crusoe, el náufrago se queda con unas monedas que encuentra, aunque cree estar solo en la isla y sabe que no hay posibilidad de intercambio. Un modelo de intercambio imposible, que diría Baudrillard.
De su estrecha radicación en nuestra vida cotidiana es de lo que habla Dinero, de su forma de marcarnos el tiempo. El extracto de la cuenta corriente era para Agustín Fernández Mallo “el diario contemporáneo”[4], y esa temporalidad diaria y constante es una de las líneas de trabajo del poemario de García Casado. Nuestro sistema económico elimina la piedad, los cálculos de hipotecas los hacen los ordenadores, y ya no son necesarios los hombres vestidos de frac, ni los cobradores: con una simple factura impagada se abre, mecánicamente, un proceso monitorio que puede dar en el embargo preventivo de los bienes del mal pagador. Se elimina lo personal, es el sistema es que deja caer todo su peso sobre el económicamente débil, sobre el discapacitado pecuniario, en plazos judiciales breves, en un proceso dirigido a que “tenga protección rápida y eficaz el crédito dinerario líquido de muchos justiciables y, en especial, de profesionales y empresarios medianos y pequeños”, según la Exposición de Motivos de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil. Las citas legales son importantes en las críticas literarias, cuando quiere demostrarse que una idea expuesta en un poema tiene aplicación real en la vida, y por tanto garantiza que el autor ha sabido huir del realismo ingenuo tan habitual en cierto sector de la poesía española actual. Ahora leamos el poema de Pablo García Casado “Trampas”, para ver si ha captado que en la caída del Sistema sobre el discapacitado económico no hay nada personal: “Lleva dos meses fuera, le he dejado mensajes al móvil, pero no responde. Los niños preguntan por su padre (…) y yo no sé qué decirles. Todo eso está muy bien, señora, pero ahora hablemos de dinero” (p. 34). Parece que sí.
Mucho se ha discutido sobre el género de este libro, sobre si es poesía, o poema en prosa, o microcuentos, o narración poética… Jon Kortázar habla de narracines, y Luis García Jambrina, en una excelente reseña, ha defendido la esencialidad poética de la expresión poética de Dinero. Hace poco leía una opinión de Fernando Aramburu que me parece aplicable a este libro. Aramburu la expresaba en el prólogo a otro libro reciente de poemas en prosa, El hombre intermitente (Hiperión, 2007) de Francisco Javier Irazoki: “El autor, que antaño lo era sobre todo de versos, se ha desdoblado a la hora de crear Los hombres intermitentes en un narrador y un lírico. El primero se ejercita en la concadenación de retazos autobiográficos que aquí y allá componen secuencias de relato breve; el segundo ha puesto las imágenes, así como una especial intensidad en la expresión”[5]. Me parece entender que Aramburu se refiere a una alternancia entre esas dos voces en los poemas de Irazoki. Yo creo que en Dinero se dan las dos, superpuestas, al mismo tiempo, en el mismo espacio textual. Casi prefiero hablar de textos que de poemas o de narraciones, porque el propósito de las piezas de Dinero es llegar al fondo del lector, apelar a su propia situación ante el problema metafísico del dinero, dejarle desnudo ante su situación en el engranaje capitalista. El género del medio no es tan importante como el hecho de que el medio se haya despojado de retóricas (entre ellas, quizá, las genéricas) para convertirse en un instrumento literario puro, refinado, exquisito, dirigido como un misil a la consecución de su objetivo. Los textos de Dinero duelen, porque aluden, nos aluden, en tanto que alienados ciudadanos necesitados de vil metal para llegar a fin de mes.
Frente a la visualidad de El mapa de América, que se apoyaba, incluso constructivamente, en técnicas del lenguaje narrativo y cinematográfico, creo que Dinero se sustenta más bien en el oído. En casi todos los textos, y destacados en cursiva, leemos las voces de los protagonistas, frases que hemos oído muchas veces y que ahora, colocadas en el contexto de relaciones con dinero por medio, se vuelven más descarnadas. García Casado demuestra ser un eficaz ladrón de oído, capaz de sublimar conversaciones sólo en apariencia intrascendentes, muletillas telefónicas, frases hechas, para cargarlas de significación emocional o sociológica. Dinero es un libro que se oye, aunque sigue siendo notable la capacidad del autor para que veamos de un fogonazo, apenas con un detalle, a la persona que pronuncia esas palabras, como el vendedor que conduce con una gorra de Ferrari, o la mujer va los domingos a un guardamuebles en las afueras, con una bolsa llena de productos de limpieza. Hay menos imágenes que en otros libros anteriores, pero son más logradas y su papel ya no es decisivo, sino descriptivo: ponen la escena donde los actores declaman sus cortos pero demoledores diálogos. Diálogos de poder, como los de Kafka, donde una de las partes ostenta siempre la posición fuerte: la que debe recibir el dinero, y la otra, siempre la débil, aquella que lo debe. Con evidente acierto, García Casado ahorra titubeos y ternurismos; quienes oponen las excusas saben de antemano que no están siendo escuchadas, que son parte del protocolo, como la referencia al buen tiempo en los ascensores o a la garantía en las compras. El lenguaje es realista porque no genera énfasis innecesarios: el lector sabe perfectamente que las cosas son como son, y no se dan rodeos retóricos para llegar a la almendra de las situaciones. Muchos de estos diálogos pueden oírse en cualquier calle, y estamos seguros que de ahí es de donde vienen. Por ello el proceso de revitalización de la lengua popular, algo que muchos incluyen en su poética pero sólo a beneficio de inventario, sí tiene un lugar en la poesía de Pablo García Casado, que hace eso que todas las renovaciones literarias, de Wordsworth a Eliot, intentan hacer, escribir poesía con el lenguaje de la calle, casi siempre sin conseguirlo. Y sin embargo, y ahí está el milagro, sin salirse un momento de la exquisitez constructiva, de la complejidad superior que supone haber exprimido todos los medios visuales y verbales de expresión hasta llegar a esa “pureza”, a esa economía del lenguaje.
En realidad, aunque el lenguaje sea realista, el resultado global no lo es, hasta cierto punto, ya que se logra algo más, una poematicidad realista: se incorpora una historia, una experiencia, sin limitarse a una imagen o anécdota concreta. No hay un acontecimiento exento, del que el lector deba esperar o suponer una parábola, sino una historia entera, contada a partir de uno de sus detalles. Por eso algunos de estos textos recuerdan al cine negro, o a la literatura detectivesca (en “Atlantic City” la influencia es clarísima), que trabajan de un modo parecido. En este sentido, hay que hacer notar el acierto de la elección del viajante, del vendedor a domicilio, como protagonista de buena parte de los poemas: el viajante de comercio tiene algo en común con las prostitutas: allí donde llega es otro por dinero, debe transformarse en alguien seductor. Y García Casado sabe sacarle partido a ese extrañamiento, generado por la distancia y por la necesidad de hacer atractivo un producto mil veces visto. El dinero es una tercera mano, decía Toulet, es un tercer estado, según Levinas, pero sabe ponernos también en tercera persona, en alguien capaz de hacer por él lo que no lograríamos sin su necesidad: “Escucho la voz de mi hija a más de cuatrocientos kilómetros de distancia. Brillan los catálogos, es más bello el producto y hay dinero, mucho dinero esperando en cada nave del polígono” (p. 28). El dinero y la fantasía del éxito por venir, de la reinvención del yo. Todo eso, y muchas cosas más, podemos encontrar en este delgado libro que vale por muchos tratados de sociología, por varios ensayos sobre expresión poética, por varias monografías sobre micronarrativa. Un libro que abre una puerta a la poesía española, tan necesitada de aire puro..Notas
[1] Emanuel Levinas, “El yo y la totalidad”,
Entre nosotros, Pre-Textos, Valencia, 1993, p. 50.
[2] Merece la pena la larga cita: “Cosas, objetos, cachivaches, están ahí, nos cercan y abruman, pero es como si no estuvieran, nos pasamos la vida con ellos, nos pasamos la vida tras ellos y por ellos y también para ellos, y sin embargo en realidad ya no están, sólo los necesitamos, nos faltan o avasallan o sentimos su deseo, su número o su operatividad y su precio, sólo son yo y yo es el dinero. Dinero –significado–, nada más que dinero y capacidad de consecución, la forma y el fondo de cada palabra, el nombre de cada palabra y la palabra de cada cosa. Digo casa, y pronuncio el nombre del dinero –me dije–, digo cocina, comedor, el lecho en el que reposo y devaneo, y vuelvo a pronunciar su nombre; digo padre, madre, digo hermano y es lo mismo que decir trabajo, esfuerzo, voluntad, lo mismo que decir descanso y decir domingo u holganza o que deletrear el nombre propio de todos mis amigos y todos mis amores, es como decir también luz o sombra, como decir día o noche (…) y sobre todo es igual que decir tiempo y decir futuro, porque el futuro es la fecha de las monedas que tintinean en mi bolsillo y de los billetes que guardo en mi cartera, de los números que se suman y restan en mi cuenta corriente del Banco de la Plazuela y en los Bonos del Tesoro yo los Fondos de Pensiones de mis padres, es la fecha de nuestro crédito y la fecha de nuestra caducidad porque todo ello es ya igualmente dinero y capacidad de consecución, y es también como decir mi nombre y el nombre de mi esfuerzo, uno más de los nombres o los esfuerzos de Él”; José Ángel González Sainz,
Un mundo exasperado; Anagrama, Barcelona, 1995, p. 201.
[3] “Sin saber por qué, canturrea una vieja canción: ‘No seré yo quien lo niegue / El dinero no tiene voz / Lo escuché hablar una vez / Me dijo adiós’”; Damián Tabarovsky,
Autobiografía médica; Caballo de Troya, 2007, p. 67.
[4] A. Fernández Mallo,
Creta lateral travelling; La Bolsa de Pipas, Esporles, 2004, p. 10.
[5] Fernando Aramburu, “Prólogo” a Francisco Javier Irazoki,
Los hombres intermitentes; Hiperión, Madrid, 2007, p. 14.