jueves, 25 de mayo de 2017

Entrevista por Ernesto Castro


El joven filósofo Ernesto Castro me ha realizado una extensa entrevista, en la que aborda casi todos los libros que he escrito -trabajo ímprobo a estas alturas, y que le agradezco- y los comenta y me hace preguntas al respecto. Además, hablamos de crítica literaria, me animo a plantear las líneas estéticas de fuga de la literatura actual, intento buscar lo que serían actualmente en literatura modelos similares al "conceptual institucional" de un Haacke, me pregunta sobre cuestiones de campo, expongo los mecanismos de la "institucionalización inversa" en que puede caer un crítico de la cultura, comentamos fenómenos de inmigración y globalización cultural, Ernesto me pregunta por la nueva poesía, y, lo que es más difícil aún, sobre el futuro.


domingo, 7 de mayo de 2017

Nota sobre Hologramas y la narrativa española actual











Teresa Gómez Trueba, y Carmen Morán Rodríguez, Hologramas. Realidad y relato del siglo XXI; Trea, Gijón, 2017.


No me es posible reseñarla, pero al menos quiero dejar constancia de la salida de esta importante monografía, que resume con bastante acierto varias de las líneas de fuga de la narrativa española de lo que va de siglo. Las autoras, que suman cada una sus propias preocupaciones y enfoques, a veces claramente detectables, también logran un tercer discurso, superador o sintético de sus posiciones, que constituye una de las mayores riquezas del volumen. Su propósito es claro y Hologramas se ajusta a él: “aunque muy diferentes entre sí, todas las novelas de las que hablaremos […] se hallan incardinadas en una corriente de sospecha ante la realidad y su enunciación” (p. 56). Y así es, y una de las virtudes del volumen es demostrar que esa corriente de sospecha -no “frankfurtiana”, salvo excepciones puntuales- es mucho más extendida de lo que pudiera pensarse, y quizá es hija de estos tiempos de espectáculo, simulacro y postverdad en los que nos encontramos.

Entre los puntos fuertes de la monografía, las autoras entran al trapo del uso y el abuso de lo metaficcional; examinan -con alguna reserva, pero, en general, con demasiada benevolencia- en la epidemia de autoficcionalidad o “hibridez”, como ellas prefieren denominar al fenómeno; prefieren hábilmente hablar de la distinción entre discurso y realidad, en vez de distinguir entre ficción y no-ficción, para apreciar la “creciente fluidez entre compartimentos” (p. 156); hacen una excelente lectura de las relaciones de la literatura actual con la tecnología, la televisión y la fotografía, y llevan a cabo una necesaria recuperación de la figura del novelista Mariano Antolín Rato como antecesor necesario en el XX de algunos fenómenos literarios del XXI. En efecto, antes de Loriga y Casavella, Antolín Rato había llevado a cabo un claro movimiento de apertura a otras realidades literarias, y está por estudiar su huella en los contemporáneos y en las añadas siguientes.

Como reparo, pondría la excesiva presencia de Javier Cercas en el volumen, inversamente proporcional a sus méritos literarios -a mi juicio, por supuesto-. Para una segunda edición sugeriría a las autoras una referencia a los complejos juegos metaficcionales con los cuatro narradores que Ramón Buenaventura en NWTY (2013, que a su vez traen causa de los narradores de su novela El año que viene en Tánger), añadir a la parte de “falsos documentales” una referencia a La fórmula Miralbes (2016) de Braulio Ortiz Poole, y a Los últimos días de Adelaida García Morales (2016) de Elvira Navarro (imagino que el volumen se cerró antes de la aparición de estos libros), y sería conveniente rectificar el apellido de Rafael Pérez Estrada, llamado “López Estrada” en la p. 241.

En suma, es el de Gómez Trueba y Morán Rodríguez un manual más que útil para entender lo que ha cambiado y crecido en este siglo la narrativa española actual.

lunes, 1 de mayo de 2017

Luis Rodríguez, cuando uno y uno no son dos




Luis Rodríguez, El retablo de no; Tropo, Barcelona, 2017.



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Luis Rodríguez es uno de los narradores más excéntricos, en todos los sentidos, que tenemos en España. Lo cual no es bueno, ni malo, es excéntrico.



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Su novela anterior, La herida se mueve, tenía partes y detalles incomprensibles. Aníbal, uno de sus personajes, se desliza subrepticiamente en El retablo de no.



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El personaje central de El retablo de no, un director de teatro llamado José Ángel, puede viajar por su pasado como nosotros viajamos hacia nuestro futuro, sin saber qué va a encontrar allí.



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El retablo de no es un libro reversible -no es el primero, ni mucho menos-, con dos portadas; una de las partes reproduce una versión de la novela de 20.000 palabras; la otra, una versión de 10.000. 





Una nota editorial de la benemérita Tropo nos dice que una de las dos es la versión penúltima de la novela, y la otra es la redacción definitiva. Es decir, que el volumen contiene la novela y el borrador previo de la novela.



Por lo poco que conocemos de Luis Rodríguez (lo que le hemos leído, pues no lo conocemos en persona), eso tiene pinta de ser perfectamente falso.



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Pero es casi más divertido aceptar que sí, que nos lo creemos, que las dos versiones recogidas son el borrador y el original definitivo. Porque entonces eso implicaría que el libro recoge un viaje en el tiempo, el que lleva desde la versión a medio hacer a la versión definitiva.



Una es el pasado de la otra.



Ergo, como su personaje, la novela El retablo de no viaja también hacia atrás o hacia delante -dependiendo por qué versión comencemos, y no sabemos cuál es la definitiva-, sin saber los detalles su identidad. Estamos embarcados como lectores en un viaje temporal cuya característica nuclear es la ausencia de puntos de referencia fiables. No es que no sepamos dónde vamos, es que ignoramos sobre qué suelo camina la lectura.



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A ciertos lectores, la falta de referencias le produce angustia; quieren saber a toda costa dónde están y quiénes son los personajes, qué hacen, cuándo existen, etcétera; se reconoce fácilmente a esos lectores, son los que se desmayan tras 20 páginas de El innombrable de Beckett.



El comercio no es país para ciegos.



Creo que Luis Rodríguez teje en sus cuatro libros (cinco, si entendemos que El retablo de no reúne dos libros) una metáfora: la existencia consiste en atravesar lugares inseguros y borrosos, rodeados de gente que no conocemos en absoluto, sin tener muy claro quiénes somos, “desenfocados en la intensidad” (p. 80), movidos por una especie de energía cárnica que nos impulsa hacia un ahí delante que ignoramos. Pero ni de eso estoy seguro. Tampoco me importa.



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Leer una novela de Luis Rodríguez es leer una novela de Luis Rodríguez. Sus páginas son uno de los pocos espacios del mundo donde puede suceder literalmente cualquier cosa, incluso ninguna.



Sus personajes comienzan una conversación en un bar con un conocido y se descubren pensando en asesinarlo, mientras asienten gentilmente a sus palabras. A nosotros nos pasa igual con el autor, bendito sea. Le deseamos el mal por volatilizar las parcas presunciones que hemos cogitado sobre nuestro lugar en el mundo.



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El retablo de no tiene una característica que lo hace precioso: no hay sentido ni sinsentido en él, no hay razón para pronunciar palabras como irracionalismo o verosimilitud; estamos ante un tercer estado de la materia mental, donde la narración nos convierte en puro flujo lector, un dejarse hacer carente de preguntas. Somos el espejo donde aparecen los personajes.



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El retablo de no tiene páginas como ésta:



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El retablo de no es una obra sobre la identidad. Sobre los problemas de reconocerse, de no discernir cuándo interpretamos un papel. Por eso está ambientada -más o menos- en el mundo del teatro. Porque, como decía Erving Goffman en Presentation of Self in Every Day Life (1959), los dramáticos son los recursos con los que nos presentamos ante los demás en el día a día. Cuando en la página 45 Rodríguez habla de un personaje que actuaba “como si interpretara diversos papeles, pero en la calle, con los amigos, en su casa”, no está refiriéndose a un caso patológico, sino a todos nosotros.



También la novela duda de su identidad, por eso la pregunta con la que se cierra apela a un personaje secundario de La herida se mueve, otra novela de Rodríguez. Porque la obra duda de sí misma, porque tiene trazas esquizoides, se cree otra.



Por eso es la suma de una versión de 10.000 y otra de 20.000 palabras, porque El retablo de no es una novela con doble, se publica junto a su Doppelgänger.



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Yo no necesito mucho más. Tampoco necesito jerarquizar a Luis Rodríguez, ni ubicarlo con exactitud en un panorama narrativo lleno de obras que se parecen entre sí o que recuerdan a otras, salvo las excepciones que vamos comentando en este blog y en los ensayos que vamos editando.



Sé que Rodríguez, por fortuna, está aislado, pero no está solo; en España hay otros narradores tan raros y excéntricos como él: Javier Avilés, Colectivo Juan de Madre, Rubén Martín Giráldez, Cristina Morales.



No se parecen a nadie, ni a ellos mismos, cambian en cada libro.



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Aquí siempre tendrán su casa.





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[Relación con el autor: correspondencia sobre su obra, no le conozco en persona. Relación con la editorial: ninguna]