Pero dejemos de
dar vueltas y vayamos al grano: en este libro se toma el lenguaje como campo de
batalla y se desactivan en parte sus procesos de construcción, desregulándose
la sintaxis y reorganizándose la logomaquia de un nuevo modo. Eso supone —ya lo
saben— una deconstrucción de libro, algo singular tratándose de un libro sobre la
construcción. El editor, en su excelente prólogo, sostiene que ese discurso
poético sujeto a nuevas leyes permite decir más a la autora. Desde el respeto
intelectual a Unai Velasco, discrepo de su opinión. No, no es necesario que así
sea. La autora de este libro “sólo” dice las cosas de un modo diferente. Pero,
¿acaso eso es poco? ¿Cuándo ha dejado de valer un mundo enunciar la totalidad
con un lenguaje propio, libre, reformulado? ¿Acaso no deberíamos salir desnudos
a las calles, tirándonos de los pelos, hundiendo los dedos en los mofletes de nuestros
paisanos, ebrios de alegría porque hay una poeta joven que está escribiendo el
mundo de otra forma, que mira la tierra con otros ojos y desde otra voz? ¿No es
eso ya milagro suficiente? Para mí lo es. Y además la autora añade materiales
mal vistos en la poesía figurativa dominante dentro y fuera de las redes:
ideas, referencias artísticas, yuxtaposiciones discursivas, disonancias. ¡Disonancias!
Recuerden que los poetas de Instagram ni siquiera saben lo que es una
disonancia. Pero la autora conoce los materiales con los que trabaja: “[…] fue
necesario reescribir el lenguaje para saber que el lenguaje podía ser escrito,
pero no medido pero no pintado pero no dicho” (p. 45). El lenguaje se abandona,
para llegar al estado de naturaleza de un Kaspar Hauser, para pasarlo desde ahí,
como en Kaspar Hauser, por el tamiz de lo inhumano: “Ya no se trataba de
aprender de nuevo a manejarlo, se trataba de reconocer un cuerpo nuevo como un
animal” (p. 47) —aprovecho este inciso para decir que en ocasiones he visto
elementos de diálogo entre la autora y la poética de Olvido García Valdés—.
Estas
páginas no suenan como algo nuevo, son algo nuevo, y bien construido, y
bien deconstruido, y eso en nuestro panorama toma los tintes de un
acontecimiento. Se me ha olvidado decir que estoy hablando de La primavera
del saguaro (Ultramarinos, 2021) de Ruth Llana, un libro (del) que (se)
hablará, creo, durante años.
Perder
naturaleza (Trea, 2021), de Pablo López Carballo, es un libro amplio, con
varias partes y distintos registros, que merecen un comentario más extenso que esta
pobre cata en uno de sus diversos veneros. Por destacar un aspecto, nuclear,
diría que Perder naturaleza elabora una visión de la temporalidad que,
si bien apuntada en algún poema anterior de López Carballo, ahora cobra unas
dimensiones propias y de considerable importancia —no sólo en su obra—. Si en La
dictadura de la perspectiva (2016), leíamos:
Dimos vueltas,
de un lado a otro,
huimos hacia el
norte. Después,
a destiempo,
hacia el pasado
pero no supimos
cómo regresar.
En Perder naturaleza encontramos
que el tiempo, como apuntase Shakespeare, is out of joint, desencajado o
destiempado, si me permiten el palabro con el que quiero apuntar a esa
condición de la cronología como algo que sucede a destiempo. La parte central
del libro no respeta la temporalidad, la dinamita, la distorsiona en el seno de
la duración. Los acontecimientos suceden una y otra vez, como el disparo
telúrico y recurrente que se oye en Volverás a Región, de Juan Benet.
Esta alteración temporal tiene la ventaja de mostrar lo perdurable, lo que no
puede devenir ruina (asunto al que López Carballo dedicó parte de Sobre
unas ruinas encontradas, La Garúa, 2010). El poeta ahonda en esa estrecha
parte del pasado que coincide con el futuro, porque es parte de la composición
estructural de las cosas. Hay un mirar hacia delante que es indistinguible del
recuerdo, si se afina el punto de vista.
Perder naturaleza es un tipo de libro infrecuente, ingrávido y
sólido al mismo tiempo, nutricio. Hay poemas espléndidos, por ejemplo “Como si
no fuéramos nosotros”. Más que recomendable.
En Sacrificio (Bartleby,
2021), Marta Agudo vuelve a algunos de los motivos recurrentes de los últimos
libros: la relación platónica —cratiliana— entre identidad y nombre, la corporeidad del
dolor o la rotura expresiva (más canalizada ahora en la yuxtaposición
sintáctica que en la fragmentación), pero también aporta otros asuntos
novedosos. Entre ellos, parece haber una investigación sobre el principio,
sobre el arjé, fijando la mirada en los compuestos elementales, en las proteínas
y elementos químicos, en lo paleolítico, en la “verdad mineral” (p. 58). Sacrificio
muestra una poesía hasta cierto punto presocrática, con rasgos míticos,
donde lo esencial (la vida) se examina desde lo elemental (las condiciones indispensables
de la existencia), y ese movimiento hacia lo menor delata la potencia de lo
mayor, de lo importante.
Creo que algunos lectores de la
obra de Agudo, de seguro con buena intención, hacen demasiado hincapié en los
elementos biográficos presentes en los poemas, pero esa ligazón puede ir en
demérito de lo realmente valioso: cómo la expresión nunca pierde pie, cómo se
evita la pornografía sentimental —tan abundante en otras poéticas y narrativas
actuales— gracias a una férrea contención formal, cómo se sublima la experiencia
en lo colectivo de la especie, cómo la verdad humana encaja en el poema, y no
al revés. Agudo escoge en Sacrificio el molde textual al que ha dedicado
muchos años de estudiosa y antóloga: el poema en prosa, esa métrica caracterizada
por “la no-violencia de la horizontalidad, por la formulación poética con una oración
que se constituye sin más atributos que su propio significado”, según Agudo escribió
en su momento. Y la decisión parece transmitir una determinación de refugio
formal, de amparo en lo conocido, un modo de anudarse radicalmente —desde la
raíz— a alguna certeza dentro de la tormenta. Parecen cajas de texto, pero
están asombrosamente abiertas y caben dentro las vidas, todas las vidas.
Ernesto Pérez Zúñiga, Lance. Madrid: Ya lo dijo Casimiro Parker,
2021
La idea de disolverse en el otro como centro de la experiencia amorosa
tiene algunos milenios de tradición, es cierto, pero otros temas también y no
por ello dejamos de abordarlos una y otra vez. El narrador y poeta Ernesto Pérez
Zúñiga lo recupera en Lance y lo hace asociando el gesto disolutorio
propio al ajeno, de forma correspectiva: el amor como dos diluciones
representadas mediante la cinta de Moebius o su semejante visual (aunque no simbólico),
el símbolo de infinito. Un epígrafe de apertura bien elegido (“Mas, por ser de
amor el lance, / di un ciego y oscuro salto”, Juan de la Cruz) da pie a una
iconografía algo oriental, plena de transformaciones y transmigraciones
bordadas en un lenguaje bien temperado y de rara eficacia, donde las tres fases
de la experiencia amorosa (“lazo”, “liza” y “lanza”, se denominan las tres
partes del libro) se enlazan de forma grave, alegre, conmovedora.
Athena Farrokhzad, Blanco de blanco. Trad. Lalo Barrubia.
Barcelona: Kriller71, 2021.
“A lo mejor también esta vez no
haré sino buscar mi lección, sin poderla decir, a la par que acompañándome en
una lengua que no es la mía”, escribió Samuel Beckett en El Innombrable (1953), y esa tensión entre la lengua y los sentimientos
de pertenencia rige los versos salvajes e implacables de Blanco de blanco,
escrito en sueco por la iraní de nacimiento y sueca de residencia y
nacionalidad Athena Farrokhzad. Este deslumbrante libro de debut lleva a cabo
una estrategia excepcional para contar todo lo que importa desde la absoluta
alteridad. La voz poética, el sujeto desgajado que cuenta este libro sólo enuncia
el poema de apertura; a partir de ahí, se cede la palabra a los demás miembros
de la familia para que vayan, sin compasión ni límites, explicando su mundo propio
y el común, en el que esa voz enunciativa se niega a explicarse por sí misma. Es
decir, se abandona por completo el yo para que sean las personas próximas
quienes conjuren la experiencia y la conformen a los ojos del lector. El yo es
lo que dicen los demás (“lo que dices de mí me multiplica”, Jesús Aguado). El
movimiento se completa con un inteligente efecto textovisual: la edición de
Kriller71 mantiene la opción original de la autora de que los versos de Blanco
de blanco sean blancos en el interior de una línea negra.
Más allá de evidentes alusiones
raciales y de metáforas de la migración, hay también un empeño en sacudir la expresión
poética, forzando al lector a leer de otro modo, a descubrir trazos de
la experiencia que no suele percibir cuando lee un libro de poemas. Este libro
no gustará a quienes piensan que la poesía es un esteticismo desenraizado de su
origen social. Para Farrokhzad, en cambio, la poesía es una experiencia
integral, devastadora, crítica, que remueve las tripas de su lector al mismo
tiempo que sus neuronas.
Raúl Asencio, Horizonte de
sucesos. Madrid: Ediciones Complutense, 2021.
La del horizonte de sucesos es
una de las teorías de la física conceptual más atractivas y conocidas; implica
la hipótesis —no probada, pero plausible— de una circunferencia o elipse
alrededor de los agujeros negros que configura un límite insuperable para lo
que se adentra más allá; una vez traspasada esa membrana, ni la luz, ni los
cuerpos estelares, pueden volver atrás, lo que impide detectar lo que sucede realmente
en el interior del agujero. La hipótesis ha dado lugar a penosas tramas de
ciencia ficción (la de la película Interestellar, por ejemplo), pero
también suele ser fructífera cuando se aplica con cabeza y talento. Eso ha
logrado Raúl Asencio en este pequeño y contundente libro, merecedor de un premio,
pero, sobre todo, merecedor de lectores. Para Asencio, la posibilidad ontológica
de un yo con centro ausente, en el que traspasado cierto núcleo de interioridad
es inviable la percepción exacta, resulta un trasunto del sujeto poético y de
cualquier operación filosófica. Injertado así en varias de las corrientes
poéticas y de pensamiento más sugerentes de los últimos decenios, sobre las que
escribimos en El sujeto boscoso, la meditación elegante y profunda de
Asencio retrata una sociedad donde personas como agujeros negros muestran su
incapacidad para relacionarse de forma fructífera: “La identidad es fronteriza.
/ Límite entre la otredad propia y la ajena” (p. 12), según escribe con
brillantez. El corredor sin aparente salida se genera por la incertidumbre consustancial
a la propia experiencia de vida, por la imposibilidad categorial de los sujetos
para comprenderse como entidades existentes y comunicarlo. El lenguaje
opuesto al “silencio de la materia” (p. 37). Una voz, la de Asencio, a tener
muy en cuenta.
[Relación con los autores: ninguna con Ruth Llana y Athena Farrokhzad, relación muy cordial o amistad con los demás. Relación con las editoriales: ninguna.]