Diamela Eltit, Fuerzas especiales; Periférica, Cáceres, 2015.
Leamos el fragmento final de la
contracubierta de Fuerzas especiales,
de Diamela Eltit: “Pero a pesar de que los desheredados de la tierra siempre lo
serán, [las hermanas] tratan también de sobrevivir dignamente (y de un modo
muchas veces emocionante) en medio de un mundo con armas cada vez más
sofisticadas, con nuevas formas de matar. Conviven entre sí, se superponen a su
destino, nunca son indiferentes. Es más, según avanza la novela, e inteligencia
y la lucidez de la protagonista nos hacen albergar alguna esperanza”. Y ahora,
leamos a Eagleton en su último libro, Esperanza
sin optimismo: “Incluso en nuestros desencantados días, los autores de los
textos de contracubierta de los libros con frecuencia intentan discernir
atisbos de esperanza en las ficciones más sombrías, probablemente porque se
supone que un pesimismo excesivo es demasiado desmoralizador”[1].
Esta tensión entre optimismo y desesperanza es quizá la mejor forma de
adentrarnos en la última novela de Eltit, y no sé si exagerar y decir en toda
su narrativa.
La novela está presidida por esa
tensión, en efecto. El conjunto de bloques donde vive la protagonista anónima
con su familia anónima -una constante en la narrativa de Eltit este uso de
personajes anónimos, funcionales, privados hasta del nombre propio-, está
rodeado de varias unidades de tiras
(agentes al servicio del Estado) y pacos
(policías), que los vigilan, monitorizan y puntualmente castigan y detienen. La
vida se reduce, espacialmente, a esos bloques de los que nunca han salido: “La
guatona Pepa está decaída, al igual que todo el bloque. Reconozco en ella la
misma estela de desesperanza que advierto cuando subo las escaleras y escucho
los gritos o los llantos o me envuelve un silencio sospechoso, un silencio
curioso que dirige mis pasos hacia el cuarto piso, mientras la guatona se queda
en el tercero, su piso, en el mismo bloque que ha enmarcado toda nuestra vida”
(p. 38). La situación de partida es mala y conforme avanza la historia sólo
hace que empeorar, lo que lleva a alguno de los personajes a la desesperanza:
“Cuando el Omar va a mi bloque reconozco en su mirada la desolación. Un vacío
que le clausura cualquier forma de optimismo” (p. 62), pero esa casi rendición
no llega nunca a dominar a la narradora. Incluso en la parte final, cuando el
antiguo cerco se convierte en asedio, se cortan las comunicaciones y el sitio
se hace casi militar, la protagonista no se rinde en ningún momento: “(…) yo me
esfuerzo por mantenerme cordial o entusiasta” (p. 98); llegando incluso a su
punto álgido al final de la novela: “Pero entiendo con un optimismo demente que
tenemos otra oportunidad” (p. 170). Luego intentaremos crear un horizonte de sentido
a esta irredenta esperanza de la narradora.
La
violencia
La violencia impregna todos los
estratos de la novela, se extiende a todos los espacios y tiempos. La familia
protagonista, así como todo el barrio, sufren el acoso de la violencia
institucional o estatal, pero también reproducen a escala barrial (“como un
decorado fónico que se suma a las peleas, los gritos, la música y los golpes
que contienen los bloques”, p. 122) o a pequeña escala familiar las mismas
tensiones, controles y violencia sostenida: “Pude presagiar los gritos, los insultos,
los golpes y el desconsuelo de mi papá ante su caja de vino vacía, las
explicaciones de mi madre y los balbuceos confusos de mi hermana. Había diez
mil pistolas Asg Combat Master Airsoft 6 mm. (…) Subí velozmente las escaleras.
Entré con toda mi violencia y me sumé” (p. 58). No sólo entre los miembros de
la familia; la violencia física y verbal, también se administra por uno mismo
hacia su cuerpo, como hace la hermana golpeándose la cabeza contra la pared en
la página 31: “con la frente rota por los golpes mientras que mi madre las
emprendía en contra de este pleno ayudara por la sangre que estaba allí para
humedecer y reafirmar el rígido peinado”. El cuerpo se rebela y se habla
incluso de “violencia muscular” (p. 141) por el desorden nervioso facial surgido
tras la desaparición del padre. También la narradora incorpora la violencia
gratuitamente a su tiempo libre: “Pago la media hora estipulada y un fragmento
de desajuste me impide separarme de la última imagen de mi hermana mientras
muevo el cursor para abrir uno de los sitios más conflictivos que visito. Las
imágenes son tremendas, increíbles” (p. 37), lo que nos deja estupefactos
porque para que la chica viese imágenes conflictivas e increíbles bastaría con
que mirarse a través de la ventana. O incluso sería suficiente dirigir la mirada
hacia abajo, para comprobar cómo los hombres del cíber donde se prostituye
entran en su propio cuerpo: “dejo que me metan el lulo o los dedos adentro,
hasta donde puedan” (p. 12). La violencia comienza en el Estado chileno, llega
hasta el barrio, entra en las casas, entra en su cuerpo y entra en sus ojos. No
hay resquicio libre. La única diferencia es que la violencia que contempla en
el ordenador es pacífica y tranquilizadora porque
no es directa, porque no sucede en la realidad próxima, sino en forma de imaginario: “Yo venero la neutralidad de
mi computadora que me protege hasta de los crujidos de mí misma: el cursor, el
levísimo sonido del disco duro, la pantalla es completamente indescriptible y
su borde, un poco maltratado, no me desanima porque su prestigio salta a
borbotones en medio de una luz titilante” (p. 14).
Pero no es ése el único imaginario
presente, desde luego. La otra violencia, la de la dictadura de Pinochet, está
bien presente en la novela. Aunque la obra no está localizada en un lugar
concreto -sabemos que es Chile por los localismos del lenguaje- ni en una
época, la represión policial, la alusión a los “tiras” (colaboradores con el
Estado represor), y las menciones a los desaparecidos por las fuerzas del orden
(p. 140) nos colocan inmediatamente mediados los años 70 del siglo pasado, y en
los sucesos de los meses y años posteriores a la toma del Palacio de la Moneda.
Además,
y desde una perspectiva de género, tenemos que pensar en la aludida violencia
de la prostitución forzada para mantener a una familia disfuncional donde los
progenitores han abdicado de sus responsabilidades de cuidado. Y en esa
sustitución de los padres, sobre todo del padre, se abre una cuestión esencial
de la narrativa de Eltit, que ya viera en su momento Julio Ortega para Lumpérica, la primera novela de la
autora:
¿Cómo, en efecto, reemplazar al padre, cuya autoridad
sostiene el reino simbólico con la palabra del yo y de la ley? Porque,
justamente, el riesgo está en que la mujer suele confirmar el poder represivo
masculino en los mismos gestos con que los confronta. (Dicho de otro modo, no
se trata de reemplazar a Pedro Páramo con la Mamá Grande, sino de subvertir el
poder que los iguala). Reemplazar el patriarcado con el matriarcado sólo
confirma las jerarquías. Se trata, por lo tanto, de poner en crisis el sistema
mismo de la representación, la lógica que divide y define lo masculino y lo
femenino como destino biológico, roles sociales, economías discursivas, fábulas
de la identidad y verificaciones del poder.[2]
Y
el mismo Ortega describe más adelante algunos elementos de la novela que
podrían extrapolarse, mutatis mutandi,
a Fuerzas especiales:
La sección "Estacas en las esquinas, alambradas"
es de una sola página (69) pero no en vano está señalizada: plantea el
conflicto entre las fuerzas policiales de ocupación de la sociedad civil y las
fuerzas marginales, cuya estrategia es el control de su espacio (los eriales);
espacio sin salida, enclaustrado, pero donde se reafirma la objetividad
(enunciación, notación, testimonio) de un nuevo discurso sobre la gesta
popular. La secuencia siguiente, "El cerco, el delirio, el cerco",
replantea el origen de esta nueva épica en la interacción de la hija y la madre
(Ibíd.)
“El
cerco, el delirio, el cerco”, podría ser un título alternativo para Fuerzas especiales, amén de una exacta
descripción de su trama. Además, podríamos poner esta dimensión de la novela en
relación con el trabajo que la propia Eltit desarrolló en “Zona de dolor, su performance en un burdel en la calle Maipú,
filmada por Lotty Rosenfeld (…) en Zona de dolor, Eltit protagoniza una performance
en la cual lee, con brazos cicatrizados, un capítulo de su libro Lumpérica
en un burdel en la calle Maipú, y termina por limpiar la acera en frente
del burdel mientras que se proyecta una imagen de su cara contra la pared”[3];
para Wittern, tanto esta performance como la novela de Eltit Padre mío, “al introducir la literatura
dentro de zonas olvidadas o ‘invisibles’ por y para la elite cultural de la
ciudad, (…) expanden el concepto del “anillo letrado” que Rama nos había
señalado” (op. cit., p. 10). En efecto, la visibilización del conflicto de las
zonas olvidadas de la geografía urbana, de las banlieu donde se refugian quienes sólo tienen cosas que perder y
nada que ganar, es un elemento presente en Fuerzas
especiales y en alguna otra novela actual (Los amigos soviéticos de Juan Terranova, Mujeres que dicen adiós con la mano, de Diego Doncel, Los hemisferios de Mario Cuenca, etc.),
debido a la importancia social creciente que tienen estas zonas periurbanas,
siempre relacionadas con la violencia, la droga o las semillas del terrorismo.
La
violencia textual
Los
comentarios de los especialistas que trabajan en las redes aluden a los
peligros de la repetición y a la estela de la frustración que provoca. Eso nos
salva, dice el Omar.
Eltit, Fuerzas especiales (p. 79)
El problema con que se encuentra Eltit
a la hora de definir estilísticamente la novela, problema que nos acucia a
muchos narradores preocupados por el “decoro poético” a la hora de dar voz a
personajes, es cómo dar estilo narrativo
a una voz en primera persona de alguien que presumiblemente tiene un nivel
cultural bajo y un discurso pobre. El hábil procedimiento que utiliza la autora
chilena es utilizar frases secas y cortantes, que reproducen la “economía de
guerra” en la que vive la protagonista mediante la economía del discurso, y
utilizar el que es, junto a la aliteración, el único tropo o figura retórica
que puede estar presente en un discurso de estas características: la
repetición, en especial bajo la forma de anáfora. Los personajes tartamudean en
sus discursos, seguramente porque tienen una y otra vez los mismos pensamientos,
encerrados y predeterminados, como sus cuerpos. Volver en frases breves y
repetitivas sobre el mismo acto violento consigue hacer asfixiante la lectura
(p. 73), como si la historia no pudiese salir de la agresión constante. Como si
la Historia no pudiese salir de la agresión constante.
La insistencia textual en el mismo
recurso reproduce la sensación de claustrofobia,
de forma que las frases parecen personas atrapadas en un cubículo estrecho,
golpeándose contra las paredes. Los sueños de libertad de la narradora chocan
con el cerco policial, y sus ansias expresivas se topan contra los mantras
violentos. La repetición, a modo de mantra, de un elemento constante, va
articulando el discurso, introduciendo una y otra vez en el texto una idea
concreta: la de violencia, a partir de un mantra anafórico que va
interrumpiendo el discurso (esto es, que ejerce
la violencia contra el mismo, rompiendo su fluidez). Pero no acaba ahí la
inteligencia narrativa de Eltit. Ese mantra que aparece en todas las páginas de la novela es un mantra que, en sí mismo, reproduce la violencia, pues es un
recuento de todas las armas -y de sus tipos y marcas- que tiene el aparato
represor estatal: “Había cuarenta y seis pistolas Airsoft ASG CZ 75d Compact 6
mm.”, p. 50; “Había mil revólveres Taurus 85 Ultra Life” (p. 51); “Había siete
mil trescientos revólveres Luger LCR cañón de 1.875 pulgadas” (p. 52); “Había
trescientos rifles Stoeger Double Defense 20-GA 3” (p. 53), y así, repito, una
de estas frases descontextualizadas de su entorno próximo, pero configuradoras del entorno global de la novela, interrumpen la
narración en todas y cada una de las páginas de la misma, evidenciando que la
violencia en esta obra de Eltit es también textual. De hecho, la violencia, por
estar, está presente hasta en el propio título de la obra Fuerzas especiales.
Grabando
la familia
Otro de los elementos interesantes de
la novela es su reflexión sobre la tecnología de la imagen, tanto más pertinente
por cuanto no es ni tecnófoba ni tecnófila: simplemente, Eltit se limita a
darle sentido para enmarcar algunos
aspectos representativos de los personajes. A la narradora le gusta fotografiar
o grabar a su familia, justo en los momentos de más tensión: “Más adelante,
mucho más adelante, después que se habían tragado la ira, mi madre y mi hermana
se fundían en un abrazo tan estilizado y entrañable que yo no podía sino fotografiarlas
con mi celular. (…) Yo fotografiaba el abrazo que sellaba el amor desesperado
que se tenían o la frente de mi hermana contra la pared o sencillamente la
registraba tapándose la cara ante el espejo. (…) Mi hermana, sangrante,
abrazada a mi mamá, pálidas las dos porque ellas siempre se han amado con un
tipo de pasión escalofriante” (p. 32). Sin embargo, esa grabación no es inocua, surte efectos en las personas
retratadas o grabadas, que cambian o
reaccionan al sentirse en trance de ser convertidas en imágenes: “Después yo me
iba porque cuando descubrían el enmarque en el celular, se volvían en mi contra
de una manera que me aterraba. Mi madre entonces me odiaba, pero mi hermana no,
ella odiaba las fotos, odiaba el espejo y odiaba la composición de los rostros”
(32-33). La voluntad de la narradora de grabar algunos momentos familiares
tensos nos hace tender algunos pasadizos. Podríamos lanzarlos hacia Mantra (2001), de Rodrigo Fresán, pero
quizá sea más adecuado hacerlo con la obra de otro argentino, Tomás Sánchez
Bellochio, y en concreto hacia su relato “Familias de cereal”, que da título a
su primer libro de cuentos, publicado el año pasado en Candaya. En este
inteligentísimo y atinado relato, Marco, un joven aprendiz de publicidad, suele
estar grabando casi todo el tiempo (como el Martín Mantra de Fresán), y una
noche sabe por casualidad “del poder real de mi cámara”[4],
al grabar sin querer una discusión de sus padres:
-Esta es la vida que soñé en mis peores
pesadillas.
La frase salió de la boca de Ernesto,
pero en esas circunstancias era intercambiable. Un vaso se hizo trizas cerca de
mi cabeza y se mencionó el nombre de una mujer desconocida. Cuando por fin
notaron la lucecita roja en la oscuridad, dejaron de gritar y tirarse cosas.
Parecían liebres encandiladas en medio de la ruta. Marta se llevó una mano a la
boca, como arrepintiéndose de lo que había dicho. Lentamente resbalaron en el
sillón y empezaron a darse palmadas uno al otro, con una sonrisa nerviosa. Sus
gestos eran tensos, sobreactuados, y revelaban una impostura infinita.
De vuelta en mi cuarto, repasé la
escena no menos de treinta veces. Ellos nunca habían dejado de pelear en mi
presencia. (…)
Esto se repitió otras noches de esa
semana y la siguiente. Empezaba casi siempre igual. A veces, en la cocina, en
su cuarto o en las escaleras. Me acomodaba en un rincón, lo más lejos posible
de ellos, para no interferir. (…) Ellos continuarían hasta notar la lucecita
roja. Entonces se detenían, se congelaban en el gesto de furia y en unas
décimas de segundo podían convertirse en otras personas. Tomaban aire,
relajaban sus músculos, se alisaban la ropa. Después de un minuto o dos de
silencio, interpelados por la cámara, empezaban a dar excusas o proponían temas
neutrales de conversación (pp. 16-17)
Lo que conviene retener de este
fragmento es que la aparición de la cámara, de la grabación, cambia y pacifica a los personajes. Sabedores de que dejan de ser personas
para ser personajes, actores, se incorporan a la grabación reproduciendo los
roles paternos que suponen que les corresponden.
En un sentido similar, y aunque la
cámara cambia y enfada a la familia de la narradora de Fuerzas especiales, la pantalla -el otro lado del canal de la imagen- calma o pacifica a la narradora.
Siempre tiene la pantalla encendida de su ordenador en el cíber mientras se
prostituye, de forma que se concentra en las imágenes para huir del coito. A veces elige imágenes dulces para mirar, como las
de una mariposa amarilla, en otras ocasiones le basta con cualquier otra
imagen: “Tengo que olvidarme del bloque, de los niños, de los dientes, de los
cascos. Tengo que olvidarme de mí misma para entregarme en cuerpo y alma a la
transparencia que irradia la pantalla” (p. 40). La ficción de la pantalla la
salva del horror de lo inmediato, del sexo consentido pero alienante, de la
degradación.
Por ese motivo, seguramente, las
pantallas del cíber serán, al final de la novela, la forma de materialización
de la resistencia: Omar, Lucho y la narradora se unen para crear un videojuego,
Pakos Kuliaos (policías cabrones),
que es la única forma que tienen los personajes de ganar, de alguna forma, la
guerra contra el aparato represor, de garantizarse un espacio de lucha que admita
la victoria. La realidad virtual construida en unos ordenadores obsoletos,
dentro de un cibercafé que se cae a pedazos, es la forma -ficcional- de
resistencia hasta los últimos límites, hasta las últimas fuerzas. La pantalla
sigue siendo el refugio de los personajes, porque tras la ventana sólo hay
devastación y desesperanza. La ficción del videojuego es la única forma de no
rendirse, de no claudicar ante la violencia.
El
post-trauma
Si
se involucran en esta teoría desatinada va a haber muertos, dijiste. Ya hay
muertos, te contesté.
Diamela Eltit, Jamás
el fuego nunca[5]
La profesora Francisca Noguerol ha
expresado en alguna intervención pública que en los últimos años han aparecido
una serie de distopías en las que parece advertirse, un poco a la contra del sentido
original del género distópico, una resistencia “resiliente”, manifestada en
forma de esperanza. Estoy de acuerdo con ella y, por ese motivo, el segundo
pasadizo de esta tarde unirá esta novela con la trilogía Las huellas, de Jorge Carrión, quien ha desarrollado una lectura del trauma histórico que podría
valernos para leer también a Eltit. Reproduzco, ligeramente alterados, algunos
párrafos de la reseña que publiqué sobre Los
turistas, última entrega de la trilogía:
Si
en Los muertos, primera novela de la
trilogía de Carrión, el tema del
duelo se vivía a través de los personajes de ficción, en Los huérfanos la ficción y el duelo se traspasan a los seres
humanos reales a través de la “Reanimación Histórica”, que crea las condiciones
para que las personas puedan vivir el
sufrimiento de otras en su propia piel mediante el rescate de la memoria y la personificación de un papel[6].
Esto nos lleva a uno de los grandes temas de la trilogía, la investigación
sobre el trauma tanto en sentido
individual como colectivo o histórico, presente en los tres libros y encarnado
en Los turistas en la “mujer de la
multitud”. La historiadora del arte Griselda Pollock ha hecho del estudio de la
huella del Holocausto en nuestros días un tema central de su trabajo; cuando
Anna Guasch le pregunta el porqué de ese interés, contesta: “en la actualidad
hay tres poderosísimas razones por las que el Holocausto no es un tema superado
y de hecho vivimos un después pero no un más allá de Auschwitz. En primer lugar,
asistimos desde el plano psicoanalítico, el filosófico, el ético, pero también
el filmográfico (…) o el museográfico (…) a un renovado interés por lo que fue
el mayor episodio de intolerancia y barbarie del siglo XX. En segundo lugar
existen junto a los testigos, los ‘hijos de los supervivientes’, los
ciudadanos, pero también los artistas que en la década de los noventa
retornaron a un ‘transmitido trauma’. Y finalmente episodios como el 11 de
septiembre en Nueva York, el 11 de marzo en Madrid, y otros muchos, como los
relacionados con el genocidio de Bosnia o Ruanda nos hacen cobrar conciencia de
que vivimos una era llena de peligros”[7]. Eso explica por qué Carrión, como crítico,
ha mostrado interés por el drama argentino de los hijos de los desaparecidos,
leyendo con mucha atención a escritores como Félix Bruzzone, por ejemplo. Para
el Carrión de la trilogía, el trauma sociohistórico es un elemento capital que
aparece unido a otro muy vinculado con él: cómo
se cuenta ese trauma, como se materializa discursivamente el dolor. Y ello
porque, como dice Malabou[8],
el sujeto “postraumático” es uno de los más comunes de nuestro tiempo,
frustrado por traumas violentos que le superan (véanse J. M. Coetzee, Desgracia; Juan Villoro, 8.8: el miedo en el espejo; Sergio del
Molino, La hora violeta; Mark Oliver
Everett, Cosas que los nietos deberían
saber, entre otros), hechos imborrables como los que han podido ocasionar
el 11/S, Fukushima, los tsunamis, los terremotos, el terrorismo, etc. Zizek y
Malabou se mantienen en el estudio del trauma, mientras Carrión intenta ir más
allá y entiende que la ficción es uno de los medios de terapia de grupo. Evidentemente, en el caso de Eltit, el suceso
traumático, que compartió con millones de compatriotas, fue la dictadura de
Pinochet y su sangrienta represión, violencia que está detrás de sus novelas y
también de Fuerzas especiales, por
supuesto.
En algunos estudios psicopatológicos
sobre el trauma se señala que el proceso traumático puede tener síntomas
similares a la psicosis, y que puede definirse al trauma como “un encuentro con
el vacío, en el sentido del vacío psicótico y el desamparo, con su grupo de
ansiedad disolvente, desintegración psíquica, despersonalización…”[9].
Son elementos éstos, ansiedad disolvente, desintegración psíquica,
despersonalización, que pueden identificar sin dificultad a algunos personajes
de Eltit. Los mismos expertos recomiendan, en las técnicas de choque contra las
situaciones post-traumáticas, la necesidad de verbalizar la experiencia como
una de las principales medidas. ¿Y qué mejor forma de verbalizar que escribirla
narrándola, contándola como historia? Observemos esta declaración de Terry
Eagleton: “¿Por qué se considera con tanta frecuencia que la literatura es una
especie de prótesis emocional o forma de experiencia vicaria? Una razón está
relacionada con el drástico empobrecimiento de la experiencia en las
civilizaciones modernas. Los ideólogos literarios de la Inglaterra victoriana
consideraban prudente animar a los hombres y mujeres de clase trabajadora a
extender sus simpatías más allá de su propia situación mediante la lectura (…)
podría distraerles de indagar demasiado quejumbrosamente en las causas de sus
privaciones. No sería demasiado afirmar que para estos comisarios culturales la
lectura era una alternativa a la revolución. La imaginación con empatía no es
tan inocente desde el punto de vista político como pueda parecer”[10]. En este caso, y dando una vuelta de tuerca sobre
la desesperanza de sus obras anteriores, como Mano de obra, el retrato sombrío de Eltit sí admite algún hueco
para el optimismo, una salida mental que permite entender la recuperación del
color colectivo mediante el relato como un ejercicio de catarsis, al modo
tradicional de la tragedia griega.
Conclusiones
Como dice Eagleton, “Mientras se pueda
dar voz a la desgracia, esta deja de ser la última palabra”[11].
Mientras cuenta inextinguiblemente el horror, la narradora de Fuerzas especiales escapa de él, no sólo
porque sobrevive, sino porque lo mantiene a la distancia suficiente para poder
describirlo. Hay un espacio para la huida, la curación, y la esperanza. La
intención de Eltit es generar una imagen literaria
del dolor real que vaya más allá de la simple exposición del trauma histórico
para situarse en lo que Meera Atkinson y Michael Richardson, en el libro Traumatic Affect (2013) han denominado
como afecto traumático, que es aquél
que mueve a personas en principio lejanas a un episodio histórico concreto
sentirse abrumadas o afectadas por él, pese a no haber vivido sus consecuencias[12].
La intención de la autora es crear una experiencia en la que nosotros podamos
sentirnos reflejados y apelados por la narración, hasta el punto de compartir
afectivamente la experiencia que aquellos chilenos sintieron. Es una forma de
mantener viva la Historia y la memoria, compartida entonces con quienes
sufrieron los hechos y ahora con todos los lectores de la novela.
En ese sentido, la novela, que lucha en
todo momento entre el optimismo y la desesperanza, se inclina a favor de un
pensamiento esperanzado, como dijimos antes y queda claro en la página 170. No
sabemos si esa esperanza es utópica, debido a la situación de cul de sac en que parecen quedar los
personajes. Eagleton, en su ensayo sobre el optimismo, escribe: “Tanto los
marxistas como los cristianos son más sombríos sobre la condición presente de
la humanidad que los liberales y los reformistas sociales, aunque tienen mucha
más confianza sobre sus perspectivas futuras. En ambos casos, estas dos
actitudes son las dos caras de la misma moneda. Se tiene fe en el futuro
precisamente porque se intenta encarar el presente con sus aspectos más
abominables (…) es una visión trágica, ajena tanto a los risueños progresistas
como a los adustos Jeremías”[13].
Ahí se debate la esencia de la novela de Eltit, en esa tragicidad, en una lucha
agónica por imponer la esperanza frente a la fatalidad de los hechos. Pero claro,
si la situación no fuera difícil, desesperada, si no estuviera todo casi
perdido, ¿por qué iba a ser tan importante luchar?
[Relación con autora y editorial: ninguna]
[1]
Terry Eagleton, Esperanza sin optimismo;
Taurus, Barcelona, 2016, p. 33.
[2] J.
Ortega, “Diamela Eltit y el imaginario de la virtualidad”, en Juan Carlos
Lertora (ed.), Una poética de literatura
menor: La narrativa de Diamela Eltit; Cuarto propio, 1993, accesible en
http://letras.s5.com/eltit140913.html.
[3]
Daniella Wittern, “Re-escribir la ciudad letrada: El padre mío y Zona de dolor,
o las performances urbanas de Diamela Eltit”, accesible en http://www.iiligeorgetown2010.com/2/pdf/Wittern.pdf.
[4] Tomás Sánchez Bellochio, Familias de cereal; Candaya, Barcelona,
2015, p. 15.
[5]
Diamela Eltit, Jamás el fuego nunca;
Periférica, Cáceres, 2012, p. 107.
[6] J. Carrión, Los huérfanos; Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2014, pp. 20, 53 182,
161.
[7]
Griselda Pollock en Anna Maria
Guasch, La crítica dialogada. Entrevistas
sobre arte y pensamiento actual (2002-2007); Cendeac, Murcia, 2007, pp.
83-84
[8] Citada por Slavoj Zizek en “Descartes and the
post-traumatic subject: on Catherine Malabou's Les nouveaux blesses and other autistic monsters”; Qui Parle, nº 17 (2), 2009, pp. 123-148.
[9] Philippe
Bessoles, “Psicoterapia
post-traumática”, Revista Subjetividad y Procesos Cognitivos,
nº. 9, 2006 (Ejemplar dedicado a: Violencia), pp. 53-68, p. 58.
[10]
Terry Eagleton, El acontecimiento de la
literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 83.
[11] T.
Eagleton, Optimismo sin esperanza,
op. cit., p. 187.
[12] Cf.
Anthony Nuckols, “El afecto como antídoto contra la privatización y
despolitización de la memoria”, -452ºF.
Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, nº 14 (2016) pp.
87-104.
[13]
Terry Eagleton, Esperanza sin optimismo;
Taurus, Barcelona, 2016, p. 23.