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Entre estética y literatura: metodologías para leer el continuo
textovisual de las obras literarias en la era digital
El creciente numeral de
obras literarias con elementos «textovisuales»
En 1980, el poeta y ensayista
francés Bernard Noël imaginaba territorios expresivos caracterizados por la
hibridación de discursos, en los cuales la imagen estaría muy presente: «a partir
del aparato fotográfico, se pueden imaginar otras muchas máquinas; por ejemplo,
una conjunción de la cámara y del ordenador que nos permitiría escribir
visualmente con todas las imágenes del mundo; tanto las de la cultura como las
de la realidad, al modo en que las fusiona inseparablemente nuestra memoria»
(2015: 75). En esa línea, como si hubieran querido desarrollar las
posibilidades sugeridas por al poeta francés, en los últimos tiempos numerosas
prácticas literarias han adquirido el hábito de incluir imágenes en el texto,
como forma «textovisual» (Mora, 2012) de expresión discursiva. De hecho, en los
últimos tiempos han visto la luz varios libros que tienen en común haber
elegido la textovisualidad como forma, frente a la modalidad de texto simple
con la que hace algún tiempo se habrían formulado; por poner algunos ejemplos,
citaríamos la crónica Cuaderno de Cuba (2016) de Lapin; los ensayos La rue del Percebe de la
cultura y la niebla de la cultura digital (2015) de Mery Cuesta; Qué vemos cuando leemos, de Peter
Mendelsund (2014); Una entre muchas (2016), de Una; o el Manifiesto
incierto (2016), de Frédéric Pajak[1],
con siete tomos publicados entre 2012 y 2018. También contaríamos entre estas
formas la crónica-cómic Los vagabundos de la chatarra (2014), de Jorge
Carrión y Sagar, la tesis doctoral Unflattening (2015) de Nick Sousanis,
o el «cuentómic» de Carlos Frontera, «Conquistar
más cotas», incluido en su libro de relatos Andar sin ruido (2017).
Luego hay otro tipo de trabajos, donde el uso de imágenes es más esperable,
como en la poesía visual, la poesía digital (Molina, Mora y Peñalta, 2019), la
hipernarrativa o las obras virtuales entre imagen y literatura —pensemos en LSD
Ejercicios de incomprensión (https://ejerciciosdeincomprension.wordpress.com/) de Quique Fernández Pastor, entre muchos ejemplos posibles—. El
resultado es un continuo de formas textovisuales que nos hemos propuesto ir
ejemplificando y catalogando lentamente, mediante una herramienta digital
creada al efecto.
En narrativa y poesía, sobre todo en esta última,
hay una larga tradición histórica productora de textos con imágenes u organizados
tipográficamente como tales. Una recapitulación breve de ejemplos, incluso
dentro de la literatura canónica, ocuparía el espacio de un artículo como éste,
pero el fenómeno a examinar es paralelo al que acabamos de ver para el ensayo y
la crónica: el motivo por el cual se ha multiplicado exponencialmente el número
de textos literarios con imágenes y, sobre todo, cómo leerlos e
interpretarlos, pues parece obvio que el estatuto discursivo de un texto
enriquecido icónicamente requiere de nosotros un tipo de lectura diferente del
habitual.
Son varios los factores que han podido impulsar
este incremento de formas textovisuales. El primero, sobradamente estudiado,
hace referencia a las posibilidades informáticas de los procesadores de textos
para enriquecer los originales con imágenes, maquetaciones o disposiciones
tipográficas alternativas, de un modo sencillo y sin necesidad de los saberes
expertos de los antiguos impresores. Otro factor, en el caso de la narrativa,
es la reciente moda editorial de obras publicadas bajo el marbete de «no
ficción» —ya sean narrativas «docuficcionales» (Martínez Rubio), libros de
viajes, crónicas entre el periodismo y la narrativa confesional o autoficciones—,
pues en este tipo de libros es muy frecuente la introducción de imágenes o
ilustraciones, a causa de su voluntad testimonial: las fotos prueban la
documentación realizada, atestiguan los hechos narrados y a veces dan fe del
propio proceso creativo o investigador, del viaje realizado —véanse los casos
de Alexander Kluge y W. G. Sebald analizados por Anderson (2008)—, o del
archivo visitado —hay todo un movimiento de estudio archivístico, sobre todo
relacionado con el registro de acontecimientos sociales traumáticos, en la
literatura hispanoamericana—. Aunque se produce un paradójico efecto ficticio,
fruto de la compleja naturaleza de los textos de no ficción (Mora, 2019a:
94-97), preñados siempre de elementos ficcionales: «In a paradoxical movement,
photographs, when taken out of their original contexts and included in a fictional
narrative, become fictional themselves»
(Hortskotte y Pedri, 2008: 8). Las imágenes, incluso dentro de ese estatuto
ambiguo, están presentes en los textos de no ficción para dar cuenta de los
trabajos de autor perdidos, pero también de los procesos de recapitulación,
relectura, interpretación y reescritura de lo vivido, investigado o archivado.
Giro icónico y textos iluminados
Por insatisfactoria que puntualmente pueda
parecernos la teoría de la imagen de William John Thomas Mitchell, y su
hipótesis sobre el «pictorial turn» o giro icónico —véase también Boehm (2011);
Benéitez recuerda la tesis del «ocularcentrismo» de Martin Jay (2019: 67)— de
la cultura contemporánea —un giro que en rigor, parafraseando a Roland Barthes,
han tenido todas las sucesivas civilizaciones humanas, algo de lo que es
consciente el propio autor—, la
teoría de Mitchell tiene una virtud esencial, y es el énfasis en la
interdisciplinariedad de cualquier acercamiento a la imagen, un término éste tan
poliédrico, metamorfoseante y tratado en tantas ramas de la teoría del arte, la
literatura, la filosofía, la comunicación y la ciencia, que una simple
aproximación a los distintos conceptos de imagen podría ocupar un congreso
entero. Utilizaremos ese lecho de Procusto conceptual porque este texto quiere
abordar un aspecto concreto y limitadísimo de la imagen: cómo podemos los
investigadores leer e interpretar las imágenes incluidas en un libro de
creación literaria, especialmente novelas y libros de poemas, y cómo hacer
sentido de la organización textual o textovisual
resultante de una maquetación alternativa a la utilizada tradicionalmente
por impresores y editores desde el siglo XV. A estos textos, retomando y
variando un ápice la terminología de los manuscritos iluminados medievales, los
llamaremos textos iluminados, rúbrica
bajo la que nos referiremos a los textos donde la expresividad verbal se ve
completada con elementos discursivos visuales. No se trata, por tanto, de usar
definiciones más amplias de texto,
como las de Iuri Lotman o
Donald McKenzie,
o las procedentes de la semiótica, sino de tratar específicamente una cuestión
precisa: en qué difieren aquellos textos —pues todos son textos— compuestos
sólo por elementos verbales, de los textos iluminados. Y es aquí donde conviene
volver a William J. T. Mitchell.
El antiguo crítico literario devenido historiador
o pensador de arte, según él mismo reconoce en las primeras páginas de Image Science (2015), estableció en Iconology un concepto, el de «image-text»,
que luego ha recibido diversas reelaboraciones, como la de Lilian Louvel o la nuestra
en El lectoespectador (2012) bajo la
noción de «textovisualidad». Los traductores de Mitchell al castellano se
encuentran, y así suelen avisarlo a los lectores, con un grave problema al
intentar verter al español las palabras image
y picture, términos cuya
distinción es capital para entender el trabajo de este pionero de los llamados
Visual Studies. Mientras que image tendría
una dimensión inmaterial, como contemplar la imagen de un amanecer o «hacerse
una imagen» de algo, la palabra picture es
una concreción, dotada de un sentido principalmente material, aunque no sólo: «En
su sentido más extendido, entonces, una picture
se refiere a la situación completa en que una imagen ha hecho su aparición»
(Mitchell, 2017: 14), sobre todo cuando se materializa en algo concreto o sobre
una superficie. Algunas traductoras, como Isabel Mellén, optan por mantener el
término picture en inglés, para
marcar la distinción; otras, como Yaiza Hernández, se inclinan siempre por «imagen»,
aclarando las inflexiones en las notas al pie. Sin cuestionar en absoluto las
decisiones de estas traductoras, me gustaría que observásemos las cuatro
acepciones que el DRAE da a la palabra «icono»:
1. m. Representación religiosa
de pincel o relieve, usada en las Iglesias cristianas orientales.
2. m. Tabla pintada con técnica
bizantina.
3. m. Signo que mantiene una
relación de semejanza con el objeto representado; p. ej., las señales de cruce,
badén o curva en las carreteras.
4. m. Inform. Símbolo gráfico
que aparece en la pantalla de una computadora u otro dispositivo electrónico y
que representa un programa, un sistema operativo.
A nuestros efectos, la apelación en las cuatro
acepciones de «icono» a
realidades físicas o matéricas comprobables, sin olvidar su condición de
representación simbólica, configuran ese término como especialmente útil a la
hora de expresar la imagen que aparece incrustada en un libro, o para analizar los
momentos en que un texto literario —pese a estar compuesto exclusivamente por
palabras, como en la poesía visual— se vuelve significativo o simbólico desde
el punto de vista icónico. Es decir: esos momentos en que el texto deja de
significar y nos recuerda que es un texto.
Los textos iluminados rompen el continuo lector
o el fenómeno de la abstracción, ese proceso de acostumbramiento a la lectura
que logra «que todo ese vasto trabajo que se concentra en lo que llamamos la “letra”
desaparezca y, por lo tanto, lo que aparece es, solamente, “lo que se dice”»
(Jitrik, 1982: 38). O, en palabras de Antonio Basanta, «la conexión entre los
rasgos alfabéticos y sus correspondientes sonidos se produce de manera casi
automática, al tiempo que se abre la secuencia semántica, con todas sus
múltiples posibilidades» (2017: 27). La textovisualidad quiebra esa abstracción
y nos devuelve a la página —término que, etimológicamente, alude a un lugar—,
a la letra, a la imagen impresa. La súbita presencia del icono textual nos saca
del argumento y la trama y nos recuerda que estamos recorriendo un libro y que pasamos
la vista sobre la superficie de un objeto. Si Barthes decía que bajo toda
representación hay una forma de «resurrección» (citado en Mitchell, 2017: 32),
la imagen textovisual resucita la dimensión matérica del texto y su
organización espacial. De la «secuencia semántica» se pasa a la secuencia
formal. Las ilustraciones, maquetaciones o diagramaciones revelan de nuevo la
materialidad de la escritura al lector, que la había olvidado en pos de la
abstracción de la lectura. Como Sherlock Holmes ante la escena de un crimen, el
lector se hace consciente de que hay más códigos que descifrar, mensajes más o
menos latentes que precisan extricación, para poder continuar la lectura o para
recontextualizarla.
Acercamientos metodológicos al fenómeno textovisual
Los acercamientos
teóricos inciden de diferente manera en estas cuestiones. Desde 1970, como
recuerdan Hortskotte y Pedri (2008: 2), autores como el Roland Barthes de S/Z (1970) o la Mieke Bal
de Reading «Rembrandt»: Beyond the
Word-Image Opposition (1991) vienen aludiendo a la necesidad de auspiciar
un territorio crítico propio para la relación entre texto e imagen, pero el
problema es que las metodologías no terminan de ser concluyentes. Por ejemplo,
la temprana obra de Gérard Genette, Mimologiques. Voyage en Cratylie (1976), válida
para cuestiones metalingüísticas de la poesía (Mora, 2019b), tiene el problema
de que, ya desde el título, Mimologiques,
hace demasiado hincapié en la idea de mímesis que preside la caligramática más
antigua y limitada, impidiendo un análisis general. Norman Bryson, en «Intertextuality
and Visual Poetics» (1988), establecía que el vínculo entre poesía e imagen no
es tan natural como parece, invocando al principio un método —el del Laocoonte (1766) de Lessing— que
impediría por completo cualquier relación. Los Visual Studies, ejemplo de la
interdisciplinariedad propuesta por Bal, parecían bien orientados
metodológicamente para solucionar los problemas interdisciplinares, pero, como
comenta Johana Drucker, hablan mucho de política, pero no tanto de visualidad:
Visual studies was its own thing, a
rejection of art history’s hegemonic attachment to high art, an attempt to
expand the social and cultural parameters of what was allowed to be looked at
and how. But visual studies, perversely, was little concerned with visuality,
and very concerned with politics, social practices, economics, ideology and so
on. This
left visual epistemology undeveloped. (2016: 65)
Y el problema que surge es que hay
que escoger metodologías flexibles, que no ignoren una importante cuestión de
fondo, señalada por Óscar García López, la de que la incorporación de la imagen
parece alterar radicalmente el estatuto semiótico tradicional del texto:
En
una novela se podrán intercalar fotografías, o acompañar el texto con
ilustraciones, pero ese tipo de estrategias no permiten acceder directamente al
nivel esencial de su discurso. Las frases que línea tras línea van componiendo
la narración no toleran que una imagen sustituya a una palabra sin que las
características de ese discurso se alteren radicalmente. […] Pero dentro de un
texto no podremos hallar otra cosa que no sean letras sin que el procedimiento
de lectura cambie de tal modo que sea inevitable pensar que nos encontramos
frente a algo modalmente distinto. (García López, 2016: 39)
Algo
similar indica Chartier cuando explicita que la inclusión de ilustraciones en
un texto «constituye un protocolo de lectura para el texto al que acompaña»
(1993: 47). Del mismo modo que, como decía Magritte, «vemos de otro modo las
imágenes y las palabras en un cuadro» (en
Foucault, 2004: 58), también podríamos sostener que en un libro
vemos las imágenes diferentes, en cierta manera no son las imágenes que
podemos ver fuera del libro, en un cuadro o en una pantalla, porque se han
insertado en el continuo textovisual, donde adquieren nuevas propiedades. Por
este motivo, incluso para autores tan singulares como Paul de Man, la postura
semiótica parecía una buena idea[8],
y Bal y Bryson (1991) también defienden su pertinencia en este campo, por su
voluntad de «integrar elementos textuales y extratextuales» (Domínguez Caparrós,
2019: 33). Pero es por todos conocida la progresiva crisis en que ha parecido
sumirse la semiótica, pese a la defensa que de ella hacen algunos teóricos
actuales de la comunicación, como Carlos Scolari o Alejandro Piscitelli. A sus
problemas propios se suma la difícil cohonestación de la metodología semiótica
con las formas literarias y narrativas procedentes de la digitalidad,
incompatibilidad señalada por Espen Aarseth en Cybertext (1997); estas dificultades han puesto en cuarentena la
semiótica como única vía explicativa de lo textovisual, aunque alguna de sus
herramientas sigue siendo válida y Gonzalo Abril, en un artículo titulado «¿Se
puede hacer semiótica y no morir de inmanentismo?», defendía la vigencia de la
semiótica y su pertinencia para el análisis de la cultura popular actual, «a
condición de que se entienda como una metodología transdisciplinar y no
constreñida por el principio de inmanentismo» (2009: 127). Pensemos, por ejemplo, en esta definición del
texto visual a cargo de Carlos Lomas, y veremos que varias de sus
características son aplicables al desafío de leer una obra literaria
textovisual:
El
texto es por tanto un conjunto de procedimientos y estrategias que constituye
un discurso de carácter pragmático, y en consecuencia el texto visual será una
mediación sintácticosemántica de naturaleza gráfica que connota y denota
significaciones a través de un plano expresivo o significante integrado por
signos básicos no verbales (punto, línea, contorno, dirección, luz, tono o
contraste, textura, color, movimiento, dimensión, escala, plano...) y de una
sintaxis precisa que los articula. (Lomas, 1991: 18)
La
continuidad entre lo verbal y lo icónico, como ya apuntase Iuri Lotman, sigue
siendo la clave de «la producción de nuevos lenguajes y textos artísticos en el
seno de la semiosfera» (Gil González, 2012: 31). Y existe un problema de
lenguaje crítico para aproximarnos a esta cuestión. Por ejemplo, Eva Mª
Martínez-Moreno propone, para leer las obras de la vanguardia de principios del
xx,
combinar
los presupuestos de la Estética de la Recepción y su relación con la psicología
de la percepción de Gombrich y el pensamiento visual de Arnheim, así como con
la fenomenología y la gestalt fijándonos
además en su cognitivismo no analizado y sumar la contribución de algunos
aspectos válidos de la Estilística y la Semiótica. (2016: 137)
En su artículo, Martínez-Moreno pone
el énfasis en una dirección interesante, la de la consideración compleja de los
textos analizados, muchos de ellos textovisuales, cuya especificidad no reside
ni en la pura expresión verbal, ni en su dimensión visual, sino en un
entendimiento diferente, basado en «la apreciable simultaneidad de las esferas
visible e inteligible» (2016: 137), que requiere un «sensolector», «un receptor
activo que experimente dicha vivencia en el sentido husserliano de fusionar
visiones y pensamientos (Erlebnis)» (Martínez-Moreno,
2016: 142) capaz de apreciar holística y cognitivamente las obras. Sin embargo,
hay que ser prudentes a la hora de analizar vivencialmente un texto, puesto que
el énfasis en las vivencias del autor puede hacer caer el análisis en la
falacia biográfica, peligro que Martínez-Moreno evita en el suyo. Dos años
antes, la investigadora y poeta María Salgado había publicado su tesis
doctoral, El momento analírico (2014),
que entra de lleno en la problemática que generan las cuestiones de «visualidad»
en la poesía, por cuanto igualan prácticas en principio muy diferentes entre
sí. Por ejemplo, tras sostener que «la poesía visual no es visual», lo
argumenta de este modo:
A
la imitación mecánica y acrítica del efecto caligramático bien podría llamarse,
a pesar del pobre Guillaume, «el mal de Apollinaire», y bien podría oponerse, a
su vez, a la diseminación de Mallarmé. Por cierto que en este punto es
crucial apuntar que Mallarmé no empleó ni el término ni la terminología «visual»
para describir el hallazgo de Un coup de dés sino otra, otra de la
otra, que como «poema expandido» o «ritmo total» señala aspectos de
cualidad más conceptual que plástica, más vinculados al problema compositivo
del verso libre que al de cualquier representación pictórica – de parte de un
autor que, por época, situación geográfica y afinidades, no se hallaba
precisamente lejos del arte de la pintura. (2014: 43)
El problema, a su juicio, es
mantener términos como «significado», «visual» o «representación» sin aclarar
antes qué significan. Parte de ese trabajo ya lo hemos hecho anteriormente,
pero el estudio de Salgado es muy sugestivo porque muestra el ingente camino
por recorrer. Salgado utiliza a Derrida para usar una terminología que expanda
las posibilidades de comprensión, evitando el cierre taxonómico gracias a
sintagmas como «escritura expandida» o «archiescritura» (2014: 45), y podría
ser una posibilidad, aunque se topa con las resistencias
que genera el pensamiento derrideano, que a veces produce el extraño efecto
de invitar a una admisión o inadmisión totales, sin matices. Pero la
consecuencia de utilizarlo bien, al modo de Salgado, es que los textos
comienzan a verse, y oírse, de otra
manera:
Considerar
que tachones, tipografías, diptongos u onomatopeyas son más visuales o sonoros
es considerar que un poema aparentemente neutro carece de todo esto; es
considerar que la lengua puede acontecer antes y afuera de la memoria aural, el
intercambio oral, la inscripción gráfica o el gesto diferenciador que es en sí
la operación de escritura. (Salgado, 2014: 49)
Otro
problema que surge al estudiar los textos iluminados es que existen varios
tipos de relación entre la palabra y la imagen. La más conocida, tanto que apenas
nos detendremos en ella, es la écfrasis o descripción verbal de una imagen. Un
escritor contando un cuadro, como hace Proust con una obra de Vermeer en su En busca del tiempo perdido,
es el ejemplo canónico. Sin embargo, existen otras formas de diálogo
interartístico, además de la reproducción explícita de una obra, rastreables
dentro de una larga tradición, tanto teórica como pragmática[9].
Liliane Louvel ha esclarecido la cuestión, en relación con la imagen pictórica,
con su libro Poetics of the Iconotext (2011), donde presenta varias
figuras, a las que incluye dentro de una especie de sensorio pragmático,
dirigido a la producción de efectos inmersivos en el lector:
Let us posit that since hypotyposis
differs from ekphrasis in the fact
that hypotyposis does not concern an art object identified as such, but rather
evokes a painting indirectly, thus producing a ‘painting-effect’, it forces the
critic to establish rigourous criteria which will enable him to spot in the
text the pictorial markers without succumbing to easy analogies. The role of
hypotyposis and ekphrasis cannot
simply be reduced to ornamentation, as people thought for a long time, in
particular in classical times. We shall have the opportunity to see its
pragmatic impact on the reader, but also on the narrator thanks to its
expressive force, in the etymological sense of the term ‘to bring out of’. From
hypotyposis, which suggests a pictorial analogy, to ekphrasis, where the art object is present, via all the
intermediary forms presented above, ‘pictorial description’ shall enable us to
lay the foundation of a poetics of iconotext (2011: 51).
Al
efecto de hacer una tipología de los modos de reproducción de la imagen, Louvel
extrapola las categorías de cita de Gérard Genette en Palimpsets (1982),
sustituyendo la transtextualidad de
Genette para hablar de transpictoriality
(2011: 55, con una terminología que la propia autora considera insatisfactoria)
y añadir luego otras formas de convivencia textovisual. Louvel, por supuesto,
emplea algunas terminologías e ideas que proceden de autores anteriores a ella,
como la metapicture, aludida por
Mitchell en su Iconology (1986); pero
algunas de las que propone parecen interesantes, como los hipoiconos, término que
alude a las pinturas que pueden estar detrás de descripciones
literarias: por ejemplo, recoge una descripción del magistrado de Esperando a los bárbaros (1982) de
Coetzee que parece estar escrita bajo el imaginario de uno de los óleos de
Rembrandt (Louvel, 2011: 58-59), añadiendo que este modo de operar es muy
frecuente en novelas posmodernas, como en Hawksmoor
(1985), de Peter Ackroyd.
Describe también la archpictoriality cuando
un texto está escrito como un estilo
artístico o una técnica pictórica, por ejemplo un texto deliberadamente
manierista, o una construcción que recuerde al trompe-l’oeil (2011: 64). También
explora el modo en que las imágenes pueden imponer un ritmo en el libro: «the
image can create a rhythm in the text, as is the case in Peter Ackroyd’s English Music, in which in every other
chapter, nine illustrations punctuate and interrupt the flow of a text which
oscillates between past and present, dream and reality» (2011: 67). Las de
Louvel son soluciones puntuales, pero también pueden servir como herramienta de
análisis para obras concretas. Sin embargo, habría que ir más allá.
A
mi juicio, y como he expresado en otros lugares, una sana convivencia práctica
y una plena connivencia teórica de la teoría literaria con el arte y la teoría
del arte es lo que puede conducirnos a mejores resultados, para leer los textos
iluminados. No sólo por la especialización secular de los expertos en estética
con las artes visuales, sino porque también hay numerosas formas artísticas que
utilizan los mensajes verbales como parte de la obra, e incluso formas
artísticas que sólo utilizan la palabra —por ejemplo el arte conceptual, cuando
limita la obra a la descripción escrita u oral de la misma—, demostrando la
flexibilidad de los límites entre todas estas manifestaciones. Así, después de
comparar diversas iniciativas del mundo del arte que trabajan sobre o a partir
de la palabra y los textos (Rollins, Ruscha, Graham, Art & Language), José
Luis Brea señala:
Toda
esta línea de trabajo de construcción –en realidad, de deconstrucción– de un
espacio fronterizo de encuentro entre escritura y pintura como problematización
de la legibilidad tiene […] su precedente claro en el trabajo duchampiano:
hasta el punto de que alguna de estas, las más ‘novedosas’ propuestas de
problematización de la legibilidad remiten, de modo evidente, a trabajos por él
realizados (por ejemplo, Un bruit secret).
En cierta forma, en efecto, el resto
que en la superficie asolada, desertizada,
del texto flota apunta a la presentida necesidad de su reamueblamiento. (1991: 54)
Esa
reorganización del mobiliario textual tiene su correlato en otro movimiento
teórico, como venimos insistiendo, dentro de lo estético. Laura Borrás ha
propuesto el término Lit[art]ure como
integrador, precisamente, de todo lo literario con lo artístico a través de la «dramaturgia
de la imagen» (2008: 26; véase también 2005: 23-80). Somos, como recordaba
Román Gubern, animales visuales[10],
y lo visual es también un lenguaje[11]. Esto
no quiere decir que el lenguaje verbal «se rinda» ante el icónico, sino que,
más bien, lo critica a la vez que lo asume o lo remeda; como recuerda Azucena
Castro para el caso de las imágenes en Santa
Evita de Tomás Eloy Martínez, «la fotografía es traída bajo la mirada del
lector-espectador con el fin que describe Hutcheon: ser usada en contra de sí
misma para refutar su autoridad y poder con el fin de deconstruir su estrategia
representativa» (2002: 43). Esta tendencia icónica y visual, que no sólo afecta
a la literatura[12],
se asienta cada vez con mayor preeminencia –y vocación de exclusividad–. Como
señalaba Fernando R. de la Flor, es un hecho «la desvertebración íntima que
puede producir en nosotros esa retirada progresiva de las palabras y esa
sobreexistencia paralela de la imagen en la secuencia de nuestros días» (1995:
161); quizá el texto deba tomar capciosamente apariencia de imagen para
defenderse de ella, para conjurar su poder al explicitarlo.
En
aras de seguir añadiendo elementos para una teoría de la lectura de la imagen,
recordamos que el profesor de estética Víctor del Río ha apuntado la «factografía»
como método de organización y lectura de materiales visuales y textuales dentro
de un mismo conjunto documental[13].
La persona que utiliza ese método en su vida cotidiana, aceptando de forma
natural la presentación habitual de la información, es lo que hemos llamado,
continuando la terminología semiótica, un «lectoespectador». Denominación que
alude tanto a receptores de las obras de arte como a los ejecutores de las
mismas, por compartir ambos la misma Weltanschauung
audiovisual. En similar sentido, Víctor del Río escribe que en el media art «la utilización de medios de
reproducción de imágenes se consolida como forma artística por analogía con los
medios de comunicación y en relación dialéctica con ellos, tanto para
afirmarlos como para negarlos» (Río, 2010: 215). Es decir, que la recepción de
la tecnología no tiene por qué ser complaciente con ella, sino que el uso puede
ponerla en cuestión –y a menudo sucede de este modo–, y puede criticarse desde dentro, o con sus mismas armas,
demostrando sus carencias o sus peligros. Sería por tanto, muy preciso y
oportuno decir que buena parte de la literatura actual dialoga con la tecnología, sin que ello implique un sometimiento o
una rendición ante su espectacularidad sino, muy al contrario, una reflexión
crítica en marcha sobre su omnipresencia y su poder económico y simbólico en
nuestro tiempo, tal y como ha reclamado Néstor García Canclini para el arte:
El
riesgo de olvidar el pasaje de los hechos a los imaginarios, como suelen hacer
los medios en los reality shows y en
noticieros que informan ficcionalizando, debe ser evitado por un arte que
concibe de otro modo los pactos de verosimilitud y el trabajo crítico. (2013:
18-19)
Esta
simbiosis entre literatura e imagen no sólo ha sido posible con origen en
esfuerzos desde el lado de las letras. También el mundo de la imagen ha
entendido que la narratividad es una
de las claves persuasivas para atrapar el interés de los lectoespectadores, y
por ello no sólo el cine, sino otros géneros como el videojuego o las series de
televisión han acabado por reforzar sus guiones, hasta límites de afinado casi
desconocidos hasta ahora. Videojuegos como Alan
Wake o GTA4, o series como The Wire, Boss o The Sopranos han desarrollado tales niveles de profundidad
argumental y cuidado en los diálogos que han sido emparentados con los dramas
de Shakespeare (Teleshakespeare se
llama significativamente un ensayo de Jorge Carrión sobre series televisivas) o
las novelas de Dostoievski, aunque son reflexiones algo exageradas, en cuyo
análisis no podemos entrar ahora. El filósofo José Luis Molinuevo ha escrito al
respecto que
[…]
las teleseries son ahora una de tantas respuestas a la inquietud de si se puede
continuar una ilustración sin la
unidad de los conocimientos, pero desde la mezcla e hibridación de los mismos, desde la disociación estética de los
trascendentales, lo verdadero, lo bello y lo bueno, unidos más que nunca en la
propaganda y la publicidad (2011: 14-15).
A
su juicio, la estética de la complejidad que
presentan algunas de estas series las configuran como uno de los fenómenos
artísticos más interesantes de nuestro tiempo, a pesar de que su origen estaría
vinculado en principio a la cultura mediática, antes considerada como «baja
cultura». Uno de los principales efectos que ha tenido esta irrupción de series
y videojuegos de dignidad creativa es, precisamente, difuminar de nuevo esa
antigua y ya feble barrera entre la baja y alta cultura, creando un tertius genus, una «alta cultura pop»,
que Eloy Fernández Porta ha denominado Afterpop
en su conocido ensayo publicado en 2007. Queramos o no, la teoría y la
crítica deben lidiar con estos fenómenos interdisciplinarios, so pena de
quedarse obsoletas[14];
fenómenos que a veces permanecen sólo en el ámbito de la literatura y que las más de las veces la desbordan.
Por
este motivo, creemos que debe construirse un sistema lector de estos
dispositivos de creación que superan lo verbal, tomando elementos metodológicos
de cuantas ramas de la ciencia y del arte puedan valernos para ello, sobre todo
las de la teoría del arte. En Image
Science (2015), el libro donde Mitchell explica y aclara su trayectoria
intelectual, aclara que su paso desde la crítica literaria a los estudios
artísticos se vio impulsado por la necesidad de acrecentar sus herramientas de
análisis para acercarse a la obra de William Blake, «a painter, poet, and
engraver whose composite art of “illuminated printing” made it necessary to
think across the boundaries between word and image, literature and arts» (2015:
6). En efecto, The Book of Urizen (1794), por ejemplo, es un conjunto
inseparable de poesía y pintura cuyo estudio aislado puede arrojar pistas de
interpretación, pero que se pierde lo más esencial, justo aquella
interpenetración o interrelación artística que llevó a Blake a hacerlo justo de
esa forma y no de otro modo. La herencia de la Estética, en la línea de
Litvak (1985) o del comparatismo de Lecercle (1999), puede ayudarnos en la
consolidación de esa Literatecnia, facilitándonos el acarreo de herramientas
conceptuales con las que observar de un modo más complejo e interrelacionado
los fenómenos literarios contemporáneos.
Por
ejemplo, y centrándonos en lo textovisual, podrían ser de mucha ayuda los «principios
básicos de diseño» del arquitecto Francis Ching, muy conocidos entre los
estudiantes de arquitectura de todo el mundo. Ching (2015) explica los
elementos fundamentales de ordenación que podemos extrapolar a casi cualquier
obra artística visual:
·
la línea
·
el plano y volumen dominantes
·
la forma
·
el color
·
la textura
·
la dimensión
·
el espacio
·
la antropometría
·
la escala
·
la proporción
·
la proxémica
Elementos
todos ellos trasvasables a la lectura de textos iluminados, con los debidos
ajustes debidos al soporte y a la práctica literaria. En segundo lugar, Ching plantea
los «principios ordenadores de la composición», entre los que cita la
estructura (circular, difusa, cuadrangular, espiral, etc.), la modulación, el
equilibrio y el ritmo. Con ellos se hacen las cinco organizaciones básicas de
la forma arquitectónica: central, lineal, radial, macla (asociación de dos o
más cristales gemelos, orientados simétricamente respecto a un eje o un plano) y
trama. A estos principios se añaden otros, los principios relacionadores (Ching, 2015:
320ss), que son aquellos que rigen la lectura del continuo textovisual. Aparte
de los propuestos por Ching, nosotros añadiríamos los siguientes principios
relacionadores:
1.
Simetría: estructuras paralelas,
especulares o simétricas de cualquier otra forma.
2.
Antagonía: relación opositiva, contradictoria
o dialéctica entre los elementos textovisuales.
3.
Paralaje: La
paralaje es la diferencia entre las posiciones aparentes que en la bóveda
celeste tiene un astro, según el punto desde donde se supone observado. En un
entorno textovisual, supone un trastorno de percepción ocasionado por la
localización de elementos, como sucede al leer las páginas más visuales del Big
Bang (1985) de Severo Sarduy.
4.
Disposición
en myse en abyme: es lo
que Dällenbach llama «estructura especular» en su libro La estructura especular, no coincidente con la especularidad
simétrica a la que nos hemos referido antes. Suele explicarse con la imagen de
las muñecas rusas idénticas, pero de diferentes escalas, que encajan unas
dentro de otras.
5.
Mimología o
imitación de elementos naturales o artificiales existentes, en la órbita de las
Mimologiques de Genette. Para
establecer el grado de iconicidad y de lejanía o proximidad respecto al
referente, se puede aplicar una variante del “principio de la distancia” del
lingüista cognitivo Haiman (1985), al objeto de valorar la distancia conceptual
entre lo textovisualizado y lo descrito. Así, un caligrama de Apollinaire
estaría a corta distancia conceptual del objeto poetizado, mientras que poemas
visuales como «Elevación» o «Jaqueca» (1923) de Alberto Hidalgo, o «País» (1986)
de Joan Brossa estarían más distanciados, por apelar sólo simbólica o
metafóricamente a un significado.
6.
Continuidad: tomado
de la Gestalt; en palabras de
Martínez-Moreno, referido al axioma gestaltista según el cual el todo es más
que la suma de las partes, pues «la imagen vanguardista», según su explicación,
se presenta como una cadena de instantáneas «con unidad, aunque den la
impresión de interrupciones. Durante la lectura, el receptor debe atender a las
asociaciones que las organizan para alcanzar ese sentido global» (Martínez-Moreno,
2016: 142-43).
7.
Ruptura: En un
artículo reciente, Mora (2018) amplía las categorías expuestas por Túa Blesa en
su seminal Logofagias (1998), se exponen
las diversas posibilidades de ruptura o discontinuidad visual; aunque están
centradas para el caso de la poesía, valen para el caso de la narrativa:
saturación, desaparición del texto (con varias modalidades: troquelado,
aclarado parcial o borrado total, caso último llamado por Blesa «leucós»),
deconstrucción, ilustración, uso de elementos «ergódicos» (Aarseth, 1997),
objetualización, reordenación alfabética, reorganización gráfica alternativa,
intermedialidad.
Todos
estos elementos pueden usarse de forma cruzada y compleja para realizar un
análisis clarificador de la obra. Así, parafraseando al arquitecto Manuel De
Prada, dicen los profesores Gamonal Arroyo y García que «Las lecturas del
discurso retórico y visual son distintas», pues el mensaje gráfico «no se lee
siguiendo la tradición occidental de izquierda a derecha y de arriba a abajo,
sino que se interpreta según las leyes perceptivas formuladas por la psicología
de la forma: proximidad, semejanza, simetría, continuidad, destino común y
cierre» (2015: 16). Y el neurocientífico Pierre Changeux (2010: 123-125) expone
que los principios que hacen que una obra tenga eficacia artística son el consensus
partium (una buena composición) y la parsimonia, en un sentido científico
(sencillez eficaz de elementos para expresar una idea o imagen, que no caiga en
la simplicidad). Además, no sería improcedente leer estas fórmulas, en tanto
que muestras de expresividad discursiva, a la luz de los «esquemas de imagen»
descritos por Mark Johnson (1987) dentro de sus estudios de lingüística
cognitiva, pues algunos de esos esquemas pueden añadir capas de sentido al uso
de unas formas u otras.
De esta forma, el crítico literario
o investigador que se acerquen a un texto literario no convencional —esto es,
que en narrativa no respete la «caja» tipográfica tradicional, o que en poesía
se salga de la disposición en versos alineados a la izquierda característica
del 99% de la lírica occidental moderna—, debería realizar las siguientes
operaciones:
- Determinar
y hacer explícito el empleo de la textovisualidad, en cuanto unión inseparable y significativa de
elementos verbales y visuales.
- Esclarecer
si la textovisualidad afecta únicamente a la forma o disposición del texto en la página, o si, a la vez o
además, existe una incrustación de «imágenes» en el sentido tradicional
del término.
- En
el primer caso —textovisualidad dispositiva—,
se pasa al análisis armónico del texto, que ahora explicaremos.
- En
el segundo caso —texto iluminado, si hay imágenes incrustadas, texto
iluminado complejo si hay imágenes incrustadas y, además, textovisualidad
dispositiva—, señalar qué tipo de imágenes se han añadido, su régimen
reproductor (analógico o digital) y pasar al análisis armónico del texto.
- El
análisis armónico consiste en la puesta en crisis de las expectativas de
orden del lectoespectador[16]
a causa de los elementos de extrañeza propuestos por el lector, partiendo
del hecho, creo que de sentido común, que la presencia de elementos
textovisuales en una novela, libro de cuentos o poemario impresos supone
todavía, pese a su creciente habitualidad, un recurso dirigido a producir
extrañeza en el lector y una discontinuidad en la lectura. En los textos
digitales, también por su naturaleza gráfica informatizada y dirigida a
presentarse en una pantalla, lo normal será justo lo contrario. En cierto
modo, el análisis armónico es teleológico, intenta escrutar el para qué, en el sentido de cuál ha
sido la posible intentio auctoris a
la hora de introducir el elemento textovisual en la obra.
- Tras
el análisis armónico, aparecen el análisis semántico y el morfológico, que
deben ir unidos, porque no conviene separar lo que el autor ha unido. Para
ello hay que tener en cuenta un elemento natural de la Retórica, cual es
la significatividad de la interfaz gráfica elegida: como dice Inmaculada
Berlanga,
un
diseño nunca se escoge al azar o porque sí. Optar por determinados elementos
gráficos (imágenes, colores, tipografías, etc.) implica transmitir una serie
de valores con esa expresión y tener ciertos objetivos al hacerlo. Los valores
que transmite esa interfaz corresponden a una marca que se identifica con tal
interfaz y con mencionados valores, y lo hace de forma metonímica, metafórica
y simbólica (Berlanga, 2013: 57)
Del
mismo modo, habrá que tener en cuenta las lecciones de la iconografía para
interpretar formas y símbolos[17],
los estudios de Aby Warburg sobre la pathosformel,
las aportaciones de Rudolf Arnheim, Erwin Panofsky, Ernst Gombrich y
cualesquiera otras que nos puedan servir para aclarar el sentido del continuo
textovisual, como recuerda Brian Kim Stefans en Word Toys (2017).
- Por
último, llegaría el análisis cualitativo, que, partiendo de todo lo
anterior, y a la vista de la armonía o inarmonía aparentemente buscadas
por el autor, esclarece la fortuna en el empleo de los principios básicos,
de los principios organizadores y de los principios relacionadores
presentes en la obra textovisual, y, a la luz de la tradición, del corpus del autor y del contexto
socioliterario, plantea la valoración de calidad o excelencia de la obra
analizada.
Esperamos que estas herramientas puedan ayudar a
leer los textos iluminados con la complejidad e interdisciplinariedad que
parecen requerir, para no perder ninguno de los posibles sentidos en juego.
De esta manera, y como proponíamos desde un
principio, las herramientas teóricas procedentes de la teoría del arte pueden
ayudarnos a leer las formas textovisuales, en sintonía con los instrumentos
descriptivos más abiertos creados por la teoría de la literatura durante los
dos últimos siglos. Al ser los textos iluminados un complejo de formas expresivas
(es decir, un dispositivo de dispositivos), es inevitablemente necesario
que su análisis implique también la adición coordinada y dialogante de diversos
sistemas analíticos, en aras de un entendimiento complejo del hecho creador.
Por esa razón, y a la vista de que la teoría estética conecta con las teorías
hermenéuticas (Gadamer, 1988: 217), y estaba históricamente en el origen del
pensamiento sobre las artes, tiene todo el sentido que sus instrumentos, cuya
vigencia nunca ha periclitado, nos acompañen ahora como argamasa, cemento o
cimiento del resto de instrumentos teóricos.
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En cierto momento, Paul de Man se dio
cuenta de las limitaciones que los sistemas tradicionales de lectura de textos
(filología, hermenéutica) procuraban a un entendimiento suficientemente amplio
del hecho literario, concluyendo que «el reemplazo de un modelo hermenéutico
por uno semiótico, de la interpretación por la decodificación, representaría,
en vista de la desconcertante inestabilidad de los significados textuales
(incluidos, por supuesto, los de los textos canónicos), un progreso
considerable. Muchas de las vacilaciones asociadas con la ‘lectura’ podrían así
desaparecer» (Man, 1990: 30).
«En el hombre, que también es un animal visual (suele afirmarse que entre
el 65 y el 90 por ciento de la información que recibimos en la vida diaria
procede del canal visual» (Gubern, 2011: 18-19).
«Un lenguaje es un medio de expresión
cuyo carácter dinámico supone el desarrollo temporal de un sistema cualquiera
de signos, de imágenes o de sonidos, teniendo como objeto la organización de
este sistema expresar o significar ideas, emociones o sentimientos comprendidos
en un pensamiento motor del cual constituyen las modalidades efectivas» (Mitry,
1990: 20).
«A nuanced consideration of the relation
of word, image, and world (something we have been trained to do) is absolutely
necessary if we are to understand where we fit in a world where new forms of
culture, communication, and technology make sensitivity to narrative and
language more important than ever» (Fraser, Larson y Compitello, 2014: 88).