“Es
más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, Fredric
Jameson.
*
Juan Carlos Márquez, Los últimos; Salto de Página, Madrid,
2014.
Tras
el libro de cuentos hilados Tangram (2011)
y el experimento narrativo-fotográfico Lobos
que reclaman la noche (2012), el narrador Juan Carlos Márquez continúa su
camino en las distancias menos cortas con una nouvelle contenida y enmarcable en el género de la ciencia-ficción,
un género que hace décadas que dejó de ser un subgénero para devenir una
posibilidad estética más, muy apreciada por las últimas hornadas de narradores.
Con ciertas reminiscencias, a mi juicio, del Plop de Rafael Pinedo (el tema postapocalíptico, el tono duro y nihilista,
la fragmentación constructiva, la precisión cortante), Márquez presenta un
relato distópico dividido en dos partes, una terrestre y otra marciana, muy
bien escrito y trabado. Frente a la sequedad estilística de Pinedo, Márquez
ofrece un tono algo más retórico, con un estilo puesto exquisitamente al
servicio de la trama, sin obliterarla y realzando sus contornos con algunos
destellos líricos. Otra diferencia con el escritor argentino sería el fuerte
humanismo de fondo –volcado sobre todo en el omnipresente tema de la
paternidad–, frente a la brutal deshumanización de los personajes de Pinedo,
enmarcados en unas coordenadas sociopolíticas de las que huye Márquez. Se
advierte algún pequeño error (la distancia de la Tierra a Marte no son “50.000
millones de kilómetros” –p. 102–, sino diez veces menos, 55 millones
aproximadamente), que no afecta a la trama.
La
historia de Los últimos se desarrolla
en un in crescendo pavoroso resuelto
con soltura, donde nada sobra y todo está al servicio del sentido, salvo un par
de sueños que sirven al autor para darle contexto onírico al deseo y a la culpa
(algo muy habitual en la narrativa española última, por cierto). El final
abierto nos deja ante una vuelta de tuerca que puede ser vista, como diría José
Ángel Valente, a modo de esperanza.
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“Esto
no es una historia. Es una profecía”
[Gonzalo
Torrente Ballester, Fragmentos de
apocalipsis; Destino, Barcelona, 1982, p. 83.]
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A
lo largo de los últimos años he ido apuntando en mis ensayos o reseñando en mi
blog libros recientes que abordan el tema postapocalíptico o que son definibles
como distópicos. Los han escrito autores franceses (Jean-Claude Rufin,
Houellebecq), alemanes (Julie Zeh, El
método), neozelandeses (Bernard Beckett, Génesis), británicos (Never
let me go, 2005, de Kazio Ishiguro),
estadounidenses (Jonatham Lethem, Dave Eggers, Ken Kalfus, George Saunders, Cormac
McCarthy), y no pocos escritores hispánicos: Mike Wilson, Zombi; Ariel Dorfman, Terapia;
Javier Fernández, Cero absoluto;
Doménico Chiappe, Entrevista a Mailer
Daemon; César Aira, Marcelo Cohen, Eloy Tizón, J. P. Zooey, Cristian
Crusat, Rafael Pinedo, Gabriel Peveroni, Pablo Manzano, Juan Francisco Ferré,
David Monteagudo, Robert-Juan Cantavella, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Pedro
Mairal, Germán Sierra, Paolo Bacigalupi, David Miklos (No tendrás rostro, 2013), Jorge Carrión (Los muertos, 2009, Los
huérfanos, 2014), María Perezagua (“Homo coitus ocularis”, relato incluido
en Leche, 2013), Anna Kazumi Stahl (Catástrofes
naturales), Manuel Darriba (El bosque
es grande y profundo, 2013), el citado Juan Carlos Márquez (Los últimos), Manuel Moyano (El imperio de Yegorov), los autores incluidos en
la antología Mañana todavía. Doce
distopías para el siglo XXI (Fantascy Libros, 2014), editada por Ricard
Ruiz Garzón y, por último, Mario Martín Gijón, en su novela Un día en la vida del inmortal Mathieu (2013),
de la que hablaremos a continuación.
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La
novela de Mario Martín Gijón imagina un día bloomiano
del futuro próximo a 2072, con estructura narrativa de “tiempo reducido”, en el
que un psicólogo intenta comprender un catastrófico atentado acaecido el día
anterior y calmar la angustia de sus pacientes producida por el ataque. Un día en la vida del inmortal Mathieu (Ediciones
Irreverentes, Madrid, 2013) recrea un mundo regido por el liderazgo de China,
en el que la insostenible situación socioeconómica global ha obligado a la
prohibición de la natalidad. A modo de compensación por la imposibilidad
genésica, los seres humanos alcanzan la condición de inmortales gracias al
elevado desarrollo de la tecnología, que permite la gradual sustitución de las
partes del cuerpo por prótesis biónicas (un tema, siempre lo recordamos, ya
magistralmente desarrollado en 1952 en la novela Limbo de Bernard Wolfe). Pese a las buenas intenciones de Martín
Gijón, lamento decir que su prosa narrativa no está a la altura de su poesía, y
si hace algún tiempo alabábamos su excelente poemario Rendicción (2013), no podemos hacer lo mismo con esta novela,
lastrada por algunas decisiones desafortunadas: el uso de la técnica del
manuscrito encontrado o editado, que por manido debe ser utilizado con algo más
de malicia; la sensación de que su estilo narrativo, siendo bueno, es menos singular
y trabajado que su estilo poético; algún momento de inoportuno melodramatismo
(p. 54); la planitud de casi todos los personajes; detalles chocantes como que
un psicólogo francés cite de continuo a Unamuno y Cernuda; y, más en general,
la sensación de que el libro se ha escrito no tanto para calibrar las
posibilidades de la inteligencia artificial o de la cibernética o para
columbrar las sociedades resultantes de su aplicación generalizada, sino para
ajustar algunas cuentas con nuestra actualidad. Es cierto que toda distopía es,
en cierto modo, una proyección de la sociedad del tiempo en que se escribe y
una crítica de la misma –por eso es un género esencialmente político–, pero su
éxito como proyecto narrativo pasa
por dotar de verosimilitud narrativa y ambiental al mundo futuro imaginado, algo
que Un día en la vida del inmortal
Mathieu no llega a conseguir, entregándonos sólo algunas estampas de ese
porvenir que no terminan de formar una imagen coherente y reconocible. Por ese
motivo, algunas de las reflexiones más poderosas y plásticas aparecen cuando el
protagonista rememora los primeros años del siglo XXI (entre otras, véanse pp.
71-72), es decir, nuestro presente, y critica algunos fenómenos hoy en marcha. Como
valores de la novela destacaríamos la voz en primera persona de Mathieu, causante
de muchos males que intenta justificar(se), así como la indudable imaginación
de Martín Gijón y el hábil modo en que los problemas humanos seculares, el “miedo
primigenio” (p. 158) y las cuestiones de identidad son capaces de sortear los
cables y las prótesis hasta dejar a los personajes desnudos ante sí mismos.
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“Convivimos con
el Apocalipsis. Hace ya mucho tiempo que esa idea nos acompaña. Ha ido
variando, se ha ido transformando a lo largo del tiempo, siendo primero una
sombra, luego una posibilidad tangible y después una realidad evidente.
Mientras existió la posibilidad tangible, era imposible ver en las películas
imágenes de la destrucción real. Pero en cuanto cayó el Muro de Berlín la gente
empezó a atreverse a manejar la idea de. Supongo que estábamos más que
preparados, me dijo Víctor. No sólo somos la generación que más ha pensado en
el Apocalipsis, somos la generación que más lo tiene presente, la generación
que más lo necesita para pensar en sí misma. Un la idea del Apocalipsis, del
fin del mundo, parece ser el último resto del que disponemos para seguir
creyendo en algo parecido a la identidad. Sólo hay que fijarse en la cantidad
de novelas y de películas que han ido apareciendo desde los años 90 en las que
estallan bombas atómicas, algo impensable 10 años atrás, o se destruye la
tierra, poniendo a los seres humanos al borde de la extinción. Bombas atómicas
por un lado, extraterrestres por otro, asteroides gigantescos o fenómenos
naturales tipo cambio climático. ¿No te has parado a pensar en ello?, Me
preguntó. ¿Cuál es el hueco que intentamos llenar con semejante dosis de
destrucción? ¿Qué clase de culpa tenemos que expiar para que nos veamos en la
necesidad de un de imaginar la extinción de la raza humana y la destrucción de
nuestro planeta una y otra vez? ¿Cómo es posible que coloquemos nuestra última
esperanza de existencia como individuos en la idea de la destrucción del mundo
conocido? ¿Por qué esa obsesión con hacer tabla rasa y empezar de nuevo?”
[Juan Trejo, La máquina del porvenir; Tusquets,
Barcelona, 2014, p. 56.]
[Relación con Juan Carlos Márquez: no le conozco personalmente, somos contactos en Facebook. Relación con Mario Martín Gijón: cordial. Relación con las editoriales: ninguna].