jueves, 31 de mayo de 2007

Afterpop

Eloy Fernández Porta
Afterpop. La literatura de la implosión mediática; Berenice, 2007


Ésa es otra de las razones para someter el nuevo paisaje al análisis (…) tradicional: que sea aceptado por el establishment. No pueden aprender del pop hasta que el Pop entre en las academias.

Denise Scott Brown, Aprendiendo del pop (1971)



En las últimas semanas la actividad editorial parece haber seguido el consejo de Lawrence Ferlinguetti en su Manifiesto populista: “Poetas, abandonad vuestros armarios, / abrid vuestras ventanas, abrid vuestras puertas, / habéis estado demasiado tiempo enterrados / en vuestros mundos de clausura”. Las novedades se abren al mundo y ven con ojos de anuncio; se acaba de inaugurar en Gijón, dentro del Centro de Arte y Creación Industrial, el primer museo del videojuego, y no hace mucho leíamos unas interesantes declaraciones sobre la importancia de la cultura popular a cargo de Carl Goodman, Subdirector del Museum of the Moving Image de Nueva York (El País 05/04/2007, p. 39); a su juicio “La cultura popular, los videojuegos, más el videoarte, están siendo el motor del avance tecnológico. Están provocando un debate publico y una toma de conciencia sobre la propia tecnología”. En efecto, la presión de la audiencia y los gustos del público son los verdaderos motores (en tanto mercado al que vender determinados productos) de la evolución de prácticas e incluso técnicas electrónicas e industriales. El mayor esfuerzo de los programadores y diseñadores de software o aplicaciones para instrumentos electrónicos viene de las llamadas interfaces o mecanismos de relación entre el aparato y el consumidor. La interface es el “rostro entre”, la cara humanoide que la tecnología nos presenta a la hora de relacionarnos con el hardware. Lo que demandamos, por tanto, precipita la fabricación de lo que se nos ofrecerá. Si queremos sistemas de manejo más sencillo, se nos darán; lo común, incluso, es que se piense por nosotros y se adelante el producto a nuestros deseos. En muchas ocasiones, he deseado un ordenador portátil con el que pudiera escribir en mi cama, sin necesidad de tener la luz encendida: no sé si pensando en mí, los últimos modelos de los MacIntosh de Apple tienen un teclado que se enciende automáticamente por debajo, al advertir un sensor que no hay luz suficiente en la habitación. Eso no va a hacer que me pase a los Mac, pero me motiva a pensar que las marcas de PC deberían ponerse las pilas –fácil, perdón– para satisfacerme. Quizá esa “necesidad” de los usuarios lleve al descubrimiento de un tipo de luz o de lámpara que pueda dirigirse a los ojos sin molestarlos, no lo sabemos, pero sí que una investigación sobre otra cosa llevó, casualmente, al descubrimiento de la penicilina.

El público mueve. No nos cabe duda. Pero no seamos ingenuos, no hay nada democrático detrás, su poder no es político, sino económico, por más que todo lo económico acabe siendo, en algún momento, político. Pero la política del público consumidor no es activa, no es un poder que ejerza, sino que sufre. Las normas, ridículas y logradas tras años de esfuerzos y demandas, a favor de los consumidores y usuarios no son conquistas jurídicas, sino meras legítimas defensas ante el omnímodo poder de los empresarios disfrazadas de victorias democráticas. Hechas estas precisiones, volvamos al principio: el público mueve. Esto también lo saben los escritores. Y, conscientes de ello, manejan al articular sus estructuras, sus narraciones, mecanismos que puedan interesar al público para decidirse por su producto.

Es justo aquí donde comienza el debate sobre el pop, sobre la cultura popular, sobre el efecto de las masas en la creación literaria; un debate a medias entre lo sociológico y la teoría de la literatura que no ha tenido –como casi ningún debate, salvo el del canon y el compromiso de los escritores– apenas tradición o seguimiento en este país, caracterizado por el discurso monologuista y terco de la inmensa mayoría de sus críticos (de los que tienen discurso propio, que son los menos). Ese debate se alimenta ahora con una novedad importante, el primer ensayo del prosista y profesor Eloy Fernández Porta, Afterpop. La literatura de la implosión mediática (Berenice, 2007). Un libro denso, ambicioso y sugerente, que añade a la profundidad y conocimiento del tema de su autor dos cualidades escasamente difundidas en nuestro panorama crítico: el sentido del humor y una sanísima mirada a tradiciones culturales ajenas a la nuestra (en este caso, a la norteamericana).


El eterno problema de las jerarquías

La mayoría de las personas, incluso de cultura alta, siguen cerrilmente el diagnóstico pedagógico y reductivo por el cual el pop se ve a sí mismo como arte menor, como crítica del arte elevado. Denise Scott Brown, en un libro de 1971 que acaba de reeditarse, Aprendiendo del pop (Gustavo Gili, 2007), establecía la cuestión como más compleja: “la afición por toda la cultura pop es tan irracional como odiarla en su conjunto, y puede dar lugar a un subirse al carro del pop generalizado e indiscriminado, donde todo vale y en lugar de postergar el juicio, se lo abandona” (p. 28). Oponiéndose también a esa reducción, y analizando un espectro mucho más vasto, Fernández Porta aporta una idea que me parece valiosa: la distinción entre una cultura Alta y una Baja que incluiría el pop es insostenible. A su juicio, “el resultado ha sido una resituación de la jerarquía alto/bajo en el marco de la cultura pop. Existe, en efecto, una alta cultura pop, con una pátina respetable, y una baja cultura pop” (p. 25). A lo largo del libro se expone el modo en que esa tensión entre el tratamiento del pop como elemento y como campo de juegos se reproduce en varias artes actuales, de la música experimental al cine pasando por el cómic, para llegar a la literatura y explorar los caminos de relación entre pop y libros; a la altura de la página 158 Porta da las claves del auténtico conflicto: cómo verter la “cultura popular auténtica” a unas formas, como las del poema o la novela con vocación de exquisitez estilística, tradicionalmente consideradas como el no va más de la alta cultura, sin perder viveza. El cine, nos dice Porta, tiene más posibilidades, pero el escritor, ese “director de cine sin medios” (p. 160) tiene que lidiar con una contradicción casi estructural; el modo particular de resolverla, a juicio de Porta, denota la grandeza y valía de cada escritor.

La cuestión es que, como señala muchas páginas atrás, “el Pop es muy afectuoso: sólo hay que ver cómo regala espacios de popularidad a cualquier proyecto artístico que se preste” (p. 225); el pop es inclusivo y comprensivo, y acaba viendo aspectos poppys hasta en las cosas y tendencias más inverosímiles. Por ello es muy difícil para la crítica literaria saber dónde hay que poner el punto de mira, señalar cuándo se está trasvasando la política de lo culturalmente exigente para caer en la hipervaloración de lo degradado por la cultura de masas. Este debate, aún sin cerrar, tuvo uno de sus puntos álgidos en los planteamientos del crítico Leslie Fielder:

Esta tendencia igualitaria antijerárquica está quizá mejor ilustrada en la reciente crítica de Leslie Fiedler, uno de los profetas del posmodernismo, que defiende la extraña idea de que la crítica debería hacerse pop. Aunque ese celo es quizá el del nuevo converso, su propuesta es muy sintomática, especialmente cuando escribe que cada vez está más interesado en la “clase de libros que nadie se congratula de haber leído” (por ejemplo, novelas del oeste, best-sellers baratos, novelas pornográficas y esos otros tipos de libros representativos de la literatura popular contemporánea). En cierto punto, Fiedler establece una clara distinción entre “el exilio elitista” del autor con poca audiencia y el “mundo del best-sellers” como una forma de comunicación con el gran público vía pop (no se profundiza en el hecho de que los best-sellers no son seleccionados por el público sino impuestos a él por la manipulación comercial del mercado publicitario).[1]

Eloy Fernández Porta es una muestra, quizá la primera en nuestro país, de esa crítica que se ha hecho pop, desde luego en un sentido alto o noble del estilo, no en el más degradado, del que serían muestra las reseñas literarias de las revistas de tendencias o las notas sobre libros en las revistas de moda. Frente a otros modelos supuestamente más elevados, categorizables ya sólo de modernos por anacronía, y frente a otros de perspectiva cultural ínfima, la propuesta de Fernández Porta es una de las escasas que puede realizar una lectura semiótica de un producto cultural de nuestro tiempo y sublimar su discurso, interpretándolo desde una diagonal que reconoce sus valores populares pero, a la vez, es capaz de contextualizarla en un discurso alto-cultural que muestra su efectiva aportación. De hecho, lo realmente valioso de Afterpop es la capacidad de Porta de entrar en los sucesivos niveles de lectura de los libros mencionados en el ensayo, consiguiendo destripar los elementos de cada texto de modo que vemos cuáles son las reales influencias y modelos de escritura, más allá de las sobrelecturas (término de Eco que Porta admite y utiliza) que sobre esos textos concretos suelen hacerse. Denise Scott Brown ponía justamente ahí la clave de la cuestión: a su juicio, el análisis de la forma es determinante para la creación, ya que la forma influye sobre los creadores (Aprendiendo del pop, p. 19). Así que para entender zonas de lo real arquitectónico o de lo real literario hay que desmenuzar también las nuevas formas del pop y cómo éste construye la forma de los mensajes.

Esa es la clave, en efecto, y ese es el gran mérito de Fernández Porta, que sabe cómo llevar el método a la práctica. Por ejemplo, hablando de un libro presuntamente perteneciente a la alta cultura o alta literatura, Cuando fui mortal (1986), de Javier Marías, escribe Porta: “Tal es la razón definitiva que hace de [él] un libro realmente pop: los referentes, los temas y el lenguaje, por sí solos, no nos daban una respuesta definitiva, pero la indicación inequívoca que nos da el narrador acerca de cómo debemos –en calidad de público masivo pero sagaz– procesar e interpretar esos elementos es el dato fundamental” (Afterpop, p. 19). A ello habría que añadir su habilidad para incorporar otros elementos poco populares en la crítica literaria española al uso (la semiótica, el psicoanálisis, la teoría de la imagen), lo que le convierte en una sugestiva rara avis del análisis literario, cuyo trabajo hay que seguir de cerca, y con el que se podrá o no estar de acuerdo, pero sin obviarlo: hoy por hoy, hacer como si Fernández Porta no existiera es otra de las formas de evasión crítica, de estar fuera del mundo.

Por si ello fuera poco, hay que apuntar que Porta consigue hacer un libro agudo e ingenioso, con momentos de gran humor. Es desternillante el capítulo titulado “Premisa: pegatina hallada en un paquete de ferlosios”, y dedicado a quien Porta llama Doctor No, Doctor NastiDePlastix o Doctor Nadie-nunca-nada-no, el pensador Rafael Sánchez Ferlosio, cuyos excesos moralistas (e hipotácticos) pone en solfa Porta con una retórica –sorpresa– megapoppy en parte heredada del maestro. Sí, junto al Ferlosio cura hay un terrorista de dibujos animados que nuestro crítico utiliza en contra del primero, en varias páginas de humor de mortífera puntería. Del músico Jim Zorn se dice que su obra abarca varios géneros; “ninguno sale con vida”, sentencia Porta. También hay que apuntar la sagacidad sociológica del autor: el ensayo sobre la droga es excelente, y un anuncio televisivo posterior a la publicación del libro da la razón a Porta cuando sentencia que la publicidad de hoy se basa, sustancialmente, en los valores adictivos del producto y a la imagen del drogadicto como consumidor perfecto:

http://www.applesfera.com/2007/04/27-soy-un-adicto-la-nueva-publicidad-de-nike-para-el-binomio-nikeipod

Sin globalizar, poniendo sólo como ejemplo a Rodrigo Fresán (es curioso, como se verá en La luz nueva también para mí Fresán ejemplifica un entero estado de cosas), señala Porta que la actitud literaria Afterpop implica una superación de la actitud pop de los comienzos, y “se define por una ironía inestable y reconocida que se pone de manifiesto en una serie de continuos deslizamientos entre distintas maneras de abordar el permisivo caos de años de la cultura de consumo. En algunos casos se trata de una actitud retro (…) en otros, encontramos un gesto engagé” (p. 63). Ese deslizamiento caracteriza, según el autor, a todo un grupo de autores que han visto las ruinas de los primeros años del pop y las utilizan como un elemento más, sea para reivindicar la excelencia del consumo o para combatirla. Creo que no va Porta desencaminado: en efecto, idéntica postura afterpop tienen el Manuel Vilas que defiende la cultura consumista en sus poemas y el Jorge Riechmann que la critica furibundamente: ambos han entendido que, en cualquier caso, e incluso desde perspectivas contrapuestas, ése es el tema de nuestro tiempo. Aunque a mi juicio, y creo que Porta coincidirá conmigo, el ejemplo más representativo es el de Mercedes Cebrián, capaz de asumir en su literatura inclasificable ambas líneas de fuga: la cultura pop como clásico muerto al que uno puede respetar por igual llorándola o riéndose de ella
[2]. Ameno, complejo, apabullante por la vastedad de sus conocimientos y referencias, Afterpop se coloca en un lugar inaugural de la crítica literaria española del XXI: es uno de los escasos críticos capaces de entender qué proponen los nuevos escritores, porque las referencias y lecturas que utiliza son las mismas que ellos utilizan en sus obras. La nueva narrativa en castellano tiene ya su crítico de cabecera.

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Notas
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[1] Matei Calinescu, Cinco caras de la modernidad, Tecnos, Madrid, 1991, p. 132.
[2] Chesterton decía que “la prueba universal para saber si una obra es verdaderamente popular, del pueblo, consiste en inquirir si pone en juego sin vacilaciones esos dos extremos de lo trágico y lo cómico”.
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jueves, 24 de mayo de 2007

Elvira Navarro y el desasosiego


Elvira Navarro
La ciudad en invierno; Caballo de Troya, Madrid, 2006

El primer libro de relatos de Elvira Navarro (1978) viene a situarse en una especialísima categoría, la de los libros encantadores por raros. Deliberadamente raros, como El forastero misterioso, de Mark Twain, o el Viaje alrededor de mi cuarto, de Xavier de Maistre, a los que me recuerda por la utilización maléfica de la salida de la infancia, en el primer caso, como vía de conocimiento al mundo, y por la descripción de los espacios (claustrofóbica de los grandes, y de gran angular en los entornos pequeños) que caracteriza al segundo. Esa extrañeza es deliberada, como todo lo que aparece en este libro formado por cuatro textos inquietantes, cuatro relatos enlazados tonal, geográfica y a veces temáticamente, y protagonizados por Clara, una niña que en unos cuentos tiene doce y en otros catorce años y, en todos, una considerable dosis de mala leche.

En un libro así, la existencia de una sola cita, y además de corte técnico, de Piglia, debe tener un papel revelador o ser una táctica de despiste, algo que tampoco sería extraño en un libro donde todo lo es. La cita comienza así: “para descifrar un enigma hay dos alternativas: la acumulación infinita de datos diferentes o la utilización infinita de un mismo dato. Se puede tomar una serie…”. Creo que lo más significativo de la cita no es la exposición de la dicotomía entre dos procedimientos narrativos (de los cuales la autora habría optado por el segundo, elegir un solo motivo, que a mi juicio vendría constituido por la voluntad de Clara de vivir al límite la dimensión de su miedo o del miedo al miedo), sino una palabra que aparece casi disfrazada en el tono profesoral de la cita: el enigma. En efecto, La ciudad en invierno es un libro enigmático, que habla de casi todo menos de una ciudad invernal, y donde lo narrado, según la teoría del iceberg de Hemingway o la de los “dos cuentos” del propio Piglia, es mucho menos importante que lo sugerido, que el otro cuento paralelo que apenas aparece tras las líneas de Navarro, y que es el auténticamente desasosegador. Un relato constituido en enigmas, a veces desvelados, y a veces sólo sugeridos: “ya no podrá jugar normal, ni mirar normal, ni hacer nada normal, hasta que no deje de sentir eso en las sienes y en el centro del estómago” (p. 18). La ciudad en invierno está configurado sobre ese eso y su objetivo narrativo último es poner en duda al lector sobre si ha entendido su sentido. El editor pone el acento en la cercanía del libro con un cuento de Cristina Fernández Cubas, pero a mi juicio el cuento de esta autora con el que Navarro más se relaciona es “El ángulo del horror”, y con su concepción de lo equívoco.

El libro se permite algunas facilidades, como es jugar con un personaje a lo Lolita que descubre sus impulsos sexuales, en una época donde el sexo prepúber es algo satanizado; también se acoge a fórmulas de hiperviolencia infantil que ya estaban en Niños muertos (1976) de Amis, o en el Running Wild de Ballard (1988), con idéntica vocación de alerta sobre la decadencia de un modo occidental de entender la educación y los peligros del acceso a todo tipo de excitantes antes de tiempo. Quitando esas facilidades, lo interesante de Elvira Navarro es su capacidad de contar el cuento oculto desde el visto, despojando de hojarasca el estilo (demasiado, en ocasiones) y construyendo la anécdota de un modo muy similar a la fabricación infantil de la experiencia: dando vueltas a lo mismo, despistada y desprejuiciadamente, profundizando sin preocuparse, jugando con el rostro serio, como apuntó un poeta. También tiene interés su sentido del humor, nada evidente (una muestra es llamar Clara a la niña más oscura y compleja de nuestra literatura última), y su visión de la crueldad social y familiar, descritas a la perfección. Estamos ante un buen comienzo, que nos invita a estar pendientes de la evolución futura de la autora.
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martes, 22 de mayo de 2007

La luz nueva


Se acerca...



http://www.eldiadecordoba.com/94421_ESN_HTML.htm




3 de junio...

miércoles, 16 de mayo de 2007

Firma digital invitada: Ángel Zapata


[El relatista y ensayista Ángel Zapata, autor del recomendable La vida ausente (Páginas de Espuma, 2006) me envía este texto, que no puedo más que suscribir, lógicamente]


Ideas sobre la literatura
Ángel Zapata

En las circunstancias actuales no hay nada que esperar de la literatura. La literatura es una mercancía como cualquier otra, sujeta al modo de producción, distribución y consumo impuesto por la industria capitalista, y dotada —desde los dispositivos de la Institución literaria— con ese “aura” de excelencia que tiene la función de un valor añadido dentro de los circuitos de intercambio.
A esta situación responde la bagatela conformista que hace furor en los últimos años (esa literatura insulsa, apática, escrita por buenos chicos, complaciente con todo y con todos: una literatura sin esperanza). Pero también desde aquí cabe abogar a partir de ahora no exactamente por una literatura del afuera, como por la escritura misma en tanto afuera de la literatura. Es decir: una escritura que la Institución literaria tenga que expulsar de sí, igual que el organismo expulsa un cuerpo extraño.

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Lowry perseguía la iluminación.
Proust, la rama dorada del tiempo.
Dostoievsky consumió su vida en la defensa militante de una quimera absurda a la que él denominaba “el Cristo ruso”...
El Grial que persiguen los escritores de hoy puede nombrarse con sólo dos palabras: fama y dinero. Su deseo es un deseo cutre, de tonadillera o de paleto; y da la medida exacta de la riqueza y la profundidad de su experiencia, como también —sobra decirlo— de su lamentable catadura moral.

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Hoy la nómina de los escritores está compuesta mayoritariamente —y a partes iguales— por imbéciles y por canallas, sin que haya que excluir en absoluto que estas dos notas definitorias puedan darse a la vez en un mismo sujeto.

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La literatura, en sus momentos más afortunados, era un campo de expresión y de conocimiento de lo humano, así como una exploración de sus posibilidades y de sus modos de experiencia inéditos. Para que esto pueda ser así, obviamente, resulta imprescindible que haya una sociedad que lo necesite y lo reclame… Y estaría de más recordar que el capitalismo de guerra funciona precisamente sobre el trasfondo de la represión sistemática y el “docto” desconocimiento de lo humano (consumados por el discurso de la ciencia y la invasión totalitaria de los dispositivos de la “comunicación”), como también sobre el cierre programado de cualquier horizonte de posibilidad, y el control y la monitorización crecientes de las formas de la experiencia.
A fecha de hoy, pues, este panorama de pesadilla orweliana se traduce en un estado de narcosis generalizada (apuntalado sobre lo que la psiquiatría de Janet denominaba un “descenso del nivel mental”); con lo cual todo llamamiento a la responsabilidad y la transformación por parte de la conciencia artística no puede sino hundirse en ese territorio profundamente gelatinoso de la opacidad social.
Esta sociedad, en suma, no es sólo que no necesite ni reclame el núcleo excesivo —pasional, crítico y/o utópico— que cierta literatura vehiculaba en el pasado, sino que se defiende positivamente de él, a través de la represión (en todos sus modos), la asimilación (cuando le es posible), la producción y difusión masiva de falsificaciones y sucedáneos, la indiferencia y el silencio.

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El divorcio entre escritura y sensibilidad, escritura y experiencia, escritura y saber ha alcanzado tal grado de acuidad, que cuando los autores de hoy intentan escapar a la rúbrica del “entretenimiento” ponen en boca de sus narradores el tipo de sutilezas filosóficas que se puede leer/escuchar en los artículos de los dominicales, los programas de radio de medianoche, los magazines de divulgación científica o los telefilmes de corte dramático.
Ahora bien: denunciar esto es perfectamente inútil, puesto que no se trata tanto de que la Institución literaria no lo sepa como de que no lo quiere saber, o —lo que es lo mismo— de que es precisamente la legitimación a gran escala de esta impostura lo que avala su status de privilegio en la trama de la dominación.

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La estrategia más frecuente entre los intelectuales colaboracionistas consiste hoy en un mecanismo de defensa que Zizek, tras las huellas de Lacan, ha llamado “atenuación”. Se explica muy sencillamente: la atenuación se basa en constatar un hecho de la realidad, y acto seguido disociar esta misma constatación de cualquier posible consecuencia en el plano de la conducta práctica. Su fórmula sería: “Sé perfectamente que esto es así… (pero me sigo comportando del mismo modo que si no lo supiera en absoluto)”. Ni que decir tiene que no hay que apresurarse a asimilar la atenuación a las prolijas justificaciones del cobarde o al intrincado fariseísmo del trepa. La atenuación no se sitúa exactamente en el plano de la labilidad moral. Su dimensión propia es aún más profunda, pues con ella, con el acto de disociación que la funda —y en el que se evaden la culpa subjetiva y el displacer de la contradicción—, es el propio sujeto lo que resulta disociado, son en realidad áreas enteras de percepción y sensibilidad las que terminan secuestradas, devastadas, por esta forma tan contemporánea de la conciencia sierva.
Es la atenuación la que hace posible que en los últimos tiempos estemos escuchando a los escritores “de éxito” hablar contra la mercantilización de la literatura, o viendo cómo algunos escritores que se reclaman “de izquierdas” firman contratos —sin que se les mueva un músculo de la cara— con los más reputados “padrinos” del medio, o con las más voraces y destructoras multinacionales de la edición. Por efecto de la atenuación, la necesidad de ser consecuente se olvida, se forcluye; un corte, un hiato se desliza entre mi saber, por una parte, y mi coherencia y mi responsabilidad como sujeto por otra… con lo que quedo convertido —irremisiblemente— en rehén del Amo que desea por mí, en objeto entregado al deseo del Otro. Los traidores, los lacayos, los vendidos de siempre, son figuras casi entrañables puestos al lado de esta nueva inconsecuencia abismal, de esta denegación de todo efecto vinculado a lo Simbólico, de esta anulación/extinción de sí que tiene un pie hundido en el cinismo, y el otro pie en las puertas de la psicosis.

*

Eso que amo apasionadamente en la literatura (es decir: lo que en la práctica institucionalizada de la escritura aún conseguía sobrevivir —contra viento y marea— de la poesía y del mito), ni tiene modo de alojarse ya en los recientes productos editoriales, ni puede articularse —de no ser como estorbo y anomalía— con las nuevas condiciones de producción y reproducción de lo social.
La literatura nació con el ascenso de la burguesía y morirá con ella, ahogada en una misma espiral de agotamiento, banalidad, zafiedad, delirio narcisista, indecencia y mentira.
La poesía y el mito, en cambio, son —mucho más allá de lo que nombraría la palabra “actividades”— modos de lo humano.

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La práctica consolidada por la burguesía del siglo XVII bajo el nombre de “Bellas Letras”, “Literatura”, etc., era ya una acomodación de la fecundidad poética y mítica (de la relación esencial de esta misma espontaneidad con el desbordamiento y el gasto) a las condiciones de producción intensiva, reglada, sometida a control, económica y acumulativa que el capitalismo en auge empezaba a proyectar sobre el conjunto de la existencia social. De ahí que a medio plazo comportara —bajo el nombre de “realismo”— la promoción al rango de paradigma de las formas de percepción y representación del mundo de los nuevos amos o, dicho de otra manera: una idealización de la sensibilidad que distingue a los funcionarios de abastos, los dentistas y los tenderos.

Esto hace que la muerte de la literatura —a la que estamos asistiendo en los últimos años— no sea sino el advenimiento final de un origen, la realización de una latencia; y tenga mucho menos de “traición” o “fracaso” que de consumación de un proyecto, a saber: el de la transformación de la poesía y el mito en un dispositivo de producción (asistido por las “técnicas” que le son propias), el de la expropiación de lo humano en cualquiera de sus formas de surgimiento, para su conversión en beneficio.

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La literatura, pues, se realiza hoy abiertamente como una instancia más del beneficio (y se dedica a apuntalar con todos los recursos a su alcance la preeminencia mítica del capital); con lo cual es este mismo cumplimiento de su proyecto histórico —el advenimiento de su verdad última—, lo que vuelve a dejar en franquía su núcleo “traumático”, excesivo, a-histórico (aquello que en la obra literaria era siempre más y otra cosa que “literatura”)… a condición de que la poesía y el mito no intenten realojarse en los salones de una casa en ruinas, a condición de que acierten a dotarse, por si mismos, de nuevos territorios y nuevas vías de realización.
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martes, 15 de mayo de 2007

Second Life y la literatura




Alguien me preguntaba aquí hace algún tiempo por las formas embrionarias de literatura en Second Life. De momento no he podido examinarlas, ya habrá tiempo. Lo que desconocía era su posible origen literario, que ayer me desveló Juan Bonilla. Bonilla me comentó dos posibles antecedentes novelescos de Secondlife.com. Uno sería la novela de Josep María Andrés, Buena suerte en Mundoclon.com:

http://www.noticiasdot.com/wp2/2007/05/07/¿se-inspiro-second-life-en-una-novela-espanola/

El otro sería una novela titulada Snow Crash, de Neal Stephenson. Si alguien la ha leído que nos cuente el argumento, por favor.



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Comentarios:

Alberto Santamaría me ha dejado el siguente comentario en mi correo, parece que ha problemas hoy en Blogger para colgarlos. Aquí lo tenéis (gracias, Alberto):


Alberto Santamaría
Snow Crash (1993, la fecha es importante) es una novela verdaderamente apasionante, pero sobre manera todo un monumento en lo referente a la construcción narrativa y teórica que late tras la novela. Es difícil sintetizar en pocas palabras. El protagonista de la novela es un Hacker llamado Hiro Protagonist (mucho nos dice el nombre) y se presenta así: "Último de los hackers independientes. El mejor espadachín del mundo. Cazadatos, Corporación Central de Inteligencia. Especialista en Intel sobre software (música películas, microcódigo)" Todo esto es Hiro. A diferencia de Case (Neuromante) Hiro no puede desdeñar su cuerpo ya que es un hacker. Y esto es importante porque ¿qué es snow crash? Pues ni más ni menos que una droga. En realidad no es un virus sino un metavirus, y es informático y biológico a la vez: daña programas, destruye hakers transmitiéndose a través del nervio óptico e infecta cerebros. Con el virus que transmite el Snow Crash "El metaverso se ha convertido en un sitio donde se puede morir [...] Las armas de fuego han llegado al paraiso", escribe Stephenson. Pero también es una novela de aventuras, donde se mezcla la tradición oral sumeria, hackers, el factor babel y los avatares. Cada avatar es un reflejo en el metaverso, ese otro lado donde se puede morir. Es difícil resumir. Los personajes son también de lo más interesante: Enki, que era un propagador de virus, un sacerdote sumerio. La cultura oral es también la base. Otro personaje es Rife, un magnate de la televisión que quiere recuperar la base del virus sumerio, tremendamente destructor para, como buen villano, apoderarse del mundo, pero, ¿de qué mundo? Ese doble juego es importante. En fin, es demasiada información para sintetizar. Soy un mal "resumidor" y apasionado de esta novela. Una lectura que no dejará a nadie indiferente, creo. Sobre ella, y humildemente, hablé al final de El idilio americano, pero un análisis importante, amplio, profundo y jugosísimo lo tenéis en Domingo Hernández: "La cultura oral electrónica. Cuerpos, Hackers, y virus", (en el libro Arte, cuerpo, tecnología, Universidad de Salamanca, 2003).

El libro tiene textos como este, donde se nos dice que todos somos recipientes posible para ese virus que transmite el Show Crash:

“Todos somos susceptibles al atractivo de las ideas virales, como la histeria colectiva, o una tonada que se nos mete en la cabeza y que nos pasamos todo el día tarareando hasta que se la pasamos a otras personas. Los chistes. Las leyendas urbanas. Las religiones descabelladas. El fanatismo político. Por listos que seamos en lo más profundo siempre hay una parte irracional que nos convierte en anfitriones en potencia para la información autorreplicante […] Lo único que impide que estas ideas dominen el mundo es el factor Babel.”


Ah, de Stephenson aparte del conocido Criptonomicon, es cojonuda La era del diamante. Manual ilustrado para jovencitas. No sé si habré sido de ayuda.

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miércoles, 9 de mayo de 2007

viernes, 4 de mayo de 2007

Círculos



Tengo pendientes de lectura -entre otros, muchos otros-, tres libros de poemas, de tres mujeres. Por lo común, antes de leer, siempre hojeo u ojeo, que de ambas formas puede decirse. Al echar ese vistazo, he visto esto en común, es curioso.

1.
Gaia Danese:

Desde que mis dedos
se han cruzado con los tuyos
el tiempo se curva
en abrazos
que, como círculos concéntricos,
con leves movimientos ondulantes,
se acercan a lo eterno.



Gaia Danese, Las extremidades frágiles, Juan de Mairena, Lucena, 2007.


2.
Concha García:

CÍRCULO

Cuando llegas, la recuerdas.
Sí, sabes por qué. El gesto de la solitaria
es tenaz y aprieta el contestador automático.
Cuando llegas, bebes
incendias de humo el habitáculo
con ventanas, y no quieres cenar
porque un plato sería la catástrofe.
Ella está allí, en las patatas
en la cebolla macerada en vinagre
durante cuatro días. Y te giras
hacia el televisor. La cortina, el mundo
no es ningún misterio, es tan simple
encontrarla luego en tu pijama
o pegada a un montón de facturas
que ojeas sin interés. Luego buscas
un lleno total. Algo eclipsante,
terrible, oneroso.


Concha García, Si yo fuera otra; Diputación de Málaga, Colección Puerta del Mar, 2005


3.
Chantal Maillard:


EL CÍRCULO


Trazar un cero en la nada.
Indefinidamente.
Trazar la nada en un círculo.
Apresada en el círculo trazando
nada. Ocuparse en el
círculo. Ocuparse.
En nada. En la nada
-¿la nada?- una oquedad.
Ocupar una oquedad.
Una oquedad de sueño, la vigilia.
Entre sueño y sueño. Una oquedad
ocupada, ocupándose
en nada.

La angustia es esa nada
que de pronto florece
en la oquedad.


Chantal Maillard, Hilos, Tusquets, 2007