martes, 29 de diciembre de 2009

Perlas sobre poesía y poetas

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El literato inglés Porson, al escuchar a alguien que decía que ciertos poetas modernos serían leídos y admirados cuando Homero y Virgilio estuvieran olvidados, contestó: “Y no hasta entonces”.

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¿En qué momento la poesía se convirtió en una repostería deliciosa, en un manjar? ¿Se han vuelto las lecturas de poesía la forma canónica de la animación de fiestitas infantiles? ¿Será ése su nuevo lugar? ¿Será que la suerte del poeta ya no se juega en el texto, sino en integrar elemento estable de la festividad? ¿Acaso se equivocan los diarios cuando cada seis meses publican una nota llamada “La movida de la poesía”? Que cada semana haya en Buenos Aires decenas de lecturas de poesía, ¿es estimulante o simplemente una desgracia? ¿No tiene el poeta joven que va de lectura en lectura algo en común con el visitador médico que va de consultorio en consultorio? Al menos al visitador le cabe la figura del explotado, en cambio el aspirante a poeta del momento parece adherir al discurso de la servidumbre voluntaria.

Damián Tabarovsky, Autobiografía médica (2007)

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¿Dante?, aventuró Plotzbach sin demasiada ilusión de haber disimulado su ignorancia. No, D’Annunzio, dijo el capitán. Y añadió: Créame, amigo Plotzbach, nunca confíe en un pueblo capaz de dar al mundo tan buenos poetas.

Ignacio Padilla, La Gruta del Toscano (2006)

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(…) y me encaminé hacia la literatura inglesa, a la que tantos poetas frustrados acababan dedicándose como profesores vestidos de tweed con la pipa en los labios.

Vladimir Nabokov, Lolita (1955)

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Debe ser horrible ser un poeta aceptado por la sociedad.

Augusto Monterroso, La letra e (1987)

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Nicolás Faret (1596-1646), a pesar de dedicar sus días a la escritura, ha pasado a la historia por otro motivo mucho más peculiar: su apellido. En su obra El hombre honesto confiesa su desagrado por la jocosa broma del destino: “No sé cómo ha ocurrido que mi nombre por desgracia rime con Cabaret tan adecuadamente, de manera que buenos y malos poetas, amigos y desconocidos, se han valido de esta rima que encuentran tan cómoda”.

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Los escritores mediocres y los malos poetas son felices, porque carecen de sentido crítico y siempre tienen algún pariente, alguna tía tuerta en la vecindad o algún abuelo bondadoso que los adora como seres geniales.

Ramón J. Sender, entrevista en Cuadernos para el diálogo (1976)

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Las palomas andan un poco confundidas porque no distinguen a los poetas pobres de los heroinómanos.

Ismael Grasa, De Madrid al cielo (1994)

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Esto es lo que ocurre en los versos de Dehmel: por más que el poeta quiere meter en ellos a Dios y al mundo, ellos se niegan a entrar.

Franz Blei, El gran bestiario (1924)

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lunes, 21 de diciembre de 2009

Pasadizos en libro electrónico

Acaba de aparecer en formato digital mi ensayo Pasadizos. Espacios simbólicos entre arte y literatura. Me hace mucha ilusión verme por primera vez en formato electrónico, y también el hecho de que cualquier persona en cualquier lugar del mundo pueda tener acceso al libro.

El precio es menor que el del libro original, sólo 9.90 euros, oiga. Si alguien quiere ver el índice del libro, y más información sobre el mismo, por favor pulse aquí.

Lugar para hacerse con él: http://www.e-libro.net/generos/libro.asp?id_libro=2442

Saludos.

domingo, 13 de diciembre de 2009

El narrador como interface

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A partir de una crónica de Eduardo Izquierdo para 13 Newsletter (un newsletter muy recomendable, si queréis daros de alta id a www.13nl.es), he tenido noticia de Multitouch-Barcelona, un grupo de ingenieros-artistas que están investigando sobre nuevas tecnologías y relación con el usuario. Su fantástica página web, por la que conviene perderse, es http://www.multitouch-barcelona.com/, donde podréis ver varios vídeos con sugestivos proyectos. Entre ellos hay uno que me ha interesado mucho, el simpático e ingenioso “Human Interface”, que personifica la interface de los ordenadores y que intentaremos relacionar con la literatura que viene, o que podría venir.



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Este vídeo me lleva a reflexionar brevemente sobre la proximidad de la idea de la interface (como sistema operativo que media o intermedia entre el hombre y la máquina) y el narrador (omnisciente, omnisciente limitado, falible, homodiegético, heterodiegético, etc.) de una novela o un cuento. El símil es hacedero por cuanto las novelas son máquinas de narrar, como expusimos en su momento. El narrador es quien media entre el lector y el libro, el que nos abre las puertas de la historia. Y todo mediador es una piel, escribe Linda Marie Walker, en un interesante ensayo titulado “Surface to Surface, Ashes to Ashes (Reporting to U)”[1], de ahí que la relación entre la interface y la piel haya sido vista desde distintas estéticas, incluida la arquitectónica: “Las tensiones entre los espacios o entre los objetos se registran sobre las superficies, sobre los interfaces[2], escribía hace tiempo el arquitecto Jean Nouvel[3]. El narrador de un libro visto como interface puede ser ahora mismo una metáfora, salvo en hipertextos y libros digitales, pero pronto habrá que acostumbrarse, conforme los escritores comencemos a sacarle partido al libro electrónico, que debe ir mucho más allá de ser la versión electrónica del libro en papel. Hablo aquí como autor, y no como crítico, y por eso he dicho debe y no puede: desperdiciar las nuevas posibilidades para contar historias es tan desafortunado como aprovecharlas mal. Gregory L. Ulmer decía en 1989 que las interfaces computacionales funcionan más efectivamente haciendo, reconociendo o generando modelos. Esto supone que en aquellas fases, aún primarias, de la ergonomía informática, la interface operaba agrupando conductas posibles hasta establecer patrones de las mismas, y la máquina se guiaba por esos patrones. Los modelos de control del narrador son similares: el escritor predice cómo va a leer el lector determinada escena o descripción, y elimina algunas partes para ser sutil o añade otras si piensa que el argumento es demasiado complejo y requiere clarificaciones. La literatura hipermedia convierte esas predicciones abstractas en pragmática, mediante las posibilidades tecnológicas de la interactividad. Practicantes de la misma, como Jacques Servin, apelaban al describir sus obras a la posibilidad del lector de dirigir la lectura; así describía el novelista y programador su obra Beast (TM), presentada en Skopje en 1997: “en vez de saltar de texto a texto, el lector puede dirigir el desarrollo de un texto suelto mediante la interacción con el mismo texto y con las ilustraciones que flotan mediante un aparente sistema de 3D (…) permitiendo al ojo ser un máquina de hipertexto mucho más sofisticada que cualquiera otra que pueda inventarse”[4]. Las posibilidades que nos abre el libro electrónico serán en poco tiempo casi infinitas. Amén de las ya conocidas de añadir imagen, vídeo y sonido a los textos que los requieran o que las permitan (siquiera para explicar visualmente algunos conceptos o para poder escuchar alguna canción citada en el texto cuya letra o tono contribuya a explicar por qué aparece la narración), la capacidad de los nuevos libros electrónicos para conectarse a la red convierte naturalmente a cualquier novela en una potencial hipernovela, a poco que el autor sepa sacarle partido a esas posibilidades. El lector tradicional no tiene que verse amenazado por estos adelantos: no está obligado a seguir los enlaces, ni a abrir los vídeos ni a escuchar las piezas, simplemente ahora podría hacerlo si quisiera. El texto es el mismo que el de la versión en papel, pero la obra es o puede (o debe) ser más compleja. En una versión en papel, el texto se limita a ser ecfrástico, a describir una secuencia de una película, por ejemplo; en la versión electrónica, el lector puede tener acceso inmediato a esa secuencia a través de un enlace desde el lector digital a YouTube. Si se puede desde el punto de vista técnico, éste sería el camino de mi próxima novela.

Y es que el camino de la narrativa contemporánea consiste en ir siendo consciente de sus posibilidades narratológicas (posibilidades, insisto, no obligaciones) como interface, como medio de interlocución entre la historia que quiere contar y los diversos procedimientos actuales de comunicación que pueden hacerla llegar al lector. El lector “analógico” no se ve afectado, puede leer en papel o leer de forma secuencial el mismo texto en un soporte digital. Pero el lector 2.0 recibirá complacido una obra cuyos límites pueden ser sólo los de la imaginación del escritor para permitir y los del propio lector para imaginar y/o completar la experiencia de lectura. En manos de cada autor está el modo en que organizar esa interface técnica que puede suplir al narrador omnisciente tradicional o sus posteriores derivados (el que yo plantearé en mi novela lo mantengo en secreto, de momento).

Estamos en un momento a la vez histórico y crítico, a las puertas de un nuevo modo de concebir qué será la literatura en el siglo que acabamos de comenzar. Los problemas que Michael Joyce veía en 2000 para encontrar una “true electronic form”[5] literaria podrían estar a punto de superarse: el modo es que la interactividad del lector actúe entre diversas formas electrónicas propuestas por un mismo autor o amparadas por la cada vez más estrecha noción de espacio público electrónico: todo lo que es aún accesible gratuitamente a través de Internet. Al fondo de toda esa arboleda de medios, de todas esas redes de historias, estarían la creatividad artística del autor y la creatividad lectora del receptor. Esa es la gran lección del vídeo de Multitouch-Barcelona: dentro de las máquinas, la inteligencia sigue siendo humana. Las nuevas tecnologías sólo son la misma humanidad por otros medios. No todos sabios, de acuerdo, pero tampoco todos errados. Hay que seleccionar los que valen, y creo que hay un puñado de ellos válidos para contar de otras formas, de formas extendidas, las historias del siglo 21, sin cambiar una sola coma del texto.

Esto ya no es el futuro. Es el puro presente. Y si media el talento los límites, por fortuna, no existen.




[1] Incluido en Darren Tofts y Lisa Gye, Illogic of Sense: the Gregory L. Ulmer Remix; Altx Press, Boulder (CO), 2007, p. 30.

[2] Jean Nouvel en El croquis, “Jean Nouvel 1987-1994”, nº 65-66, Madrid, p. 32.

[3] Véase también María Teresa Aguilar García, “La piel del espacio. Postestructuralismo y cibercepción”, Debats nº 84, “Lo virtual”, Valencia, primavera 2004, pp. 75ss.

[4] Citado en Mark Amerika, “Sur-Sample-Manipulate”, META/DATA. A Digital Poetics; MIT Press, Massachussets, 2007, p. 335.

[5] M. Joyce, Othermindness. The Emergence of Network Culture; The University of Michigan Press, Michigan, 2001, p. 182.

martes, 8 de diciembre de 2009

martes, 1 de diciembre de 2009

Distancia

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Me voy, me voy, me voy, pero me quedo

pero me voy, desierto y sin arena

Miguel Hernández

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Once upon a time there was a man who loved reading and being alone.

Douglas Coupland, Generation A

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El deber de un hombre solo es estar aún más solo.

Cioran

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La literatura mutante está llegando a su momento de esplendor. El momento más indicado para distanciarse de ella.

No quiero esperar a la llegada de su decadencia (que puede no producirse nunca, quién sabe) para alejarme. Es ahora, cuando los mutantes (o los nocilleros, o los afterpop, según gustos), gozan de plena atención, cuando son reclamados por las grandes editoriales, cuando comienzan a aflorar los lectores y el interés extranjero por sus propuestas, el tiempo que entiendo propicio para quedarme al margen, siguiendo un deseo interno que comencé a advertir antes del verano y que no había comentado a nadie hasta hoy.

¿Cuáles son las razones que me mueven? Para mí es difícil explicarlas, pero las resumiría en dos. La primera es que me he dado cuenta de que no soy agrupable, de que me resulta muy difícil como creador (y como crítico) mantenerme dentro de una relación grupal. Es un defecto mío, una incapacidad, pero soy así y me temo que me he estado engañando al respecto.

La segunda razón sería una creciente incomodidad. De un tiempo a esta parte tengo la sensación de llevar puesto un uniforme muy ajustado, un traje que me aprieta en exceso. El overol mutante no me permite ejecutar movimientos que antes me resultaban fáciles. Hace cinco años, al comenzar este blog, a nadie extrañaba que en él se dedicara un post a Joseph Conrad y otro a un narrador o poeta de actualidad. Esa es mi forma de ser natural, mi modo intelectual de respirar. Ignoro lo que ha ocurrido, pero de pronto advertí en 2008 cómo algunas personas comenzaban a extrañarse de que pudiese hablar de literatura mutante y acto seguido publicar un largo ensayo sobre Mallarmé. Cuando estas opiniones comenzaron a aparecer me sorprendían y me molestaban. Deduje que algunos no querían entender, deseando presentarme de forma metonímica, tomando la parte por el todo. A mi juicio su intención aviesa era convertirme en un crítico posmodernete que defiende a sus colegas, a pesar de las incontables pruebas documentales que tanto en este blog como en otras publicaciones dan testimonio de la diversidad y pluralidad de mis intereses y, sobre todo, de mis muchas y muy distintas apuestas por narradores no mutantes. Quizá en parte tenía yo razón; es harto probable que muchos de los anónimos y no anónimos que recibía, en comentarios y mails, viniesen de espíritus ciegos y rencorosos. Pero desde hace tiempo vienen llegando también advertencias y consejos de amigos, de lectores atentos y de personas que considero inteligentes. La incomodidad citada más arriba y estos comentarios bienintencionados me han hecho recapacitar al respecto, para darme cuenta de que acaso había algunos que no querían entender, pero también sucedía que yo no me he sabido explicar con la claridad debida. Desde hace meses soy consciente de que algo está fallando. De que no basta con ser plural, hay que demostrarlo. De que no basta con ser honesto, hay que parecerlo.

He cometido otro error más; uno que no me ha señalado nadie, pero que yo solo me apunto: VLM, el autor de dos libros que llevan la palabra “singularidades” en el título, el perenne defensor de la literatura de las excepciones, el paladín de las obras fuertes conformadoras del espíritu cultural de una época, va y se mete en un grupo. Hay matices en este hecho, sí: es innegable que el de los mutantes es un grupo de singularidades y de estéticas muy personales y diferentes entre ellas, pero había una paradoja en el fondo que ha terminado por situarme en una situación angustiosa. Una situación en la que he visto cuestionada mi independencia, aquella que me granjeó el escaso prestigio que ostento. Una situación difícil para mí porque, a pesar de tener buena relación con los mutantes (y en algunos casos afecto personal), comenzaba a sentir un rechazo hacia el grupo, no por culpa de ellos, sino por una pulsión interior, construida a base de intuiciones, dudas y pequeños desacuerdos. Una situación surrealista para mí, que ha tenido su clímax humorístico cuando, después darle vueltas a la idea de abandonar el grupo desde mayo, me encuentro este noviembre con un destacado en el diario Público (27-11-2009, pág. 38), referente al encuentro realizado la Casa Encendida, que reza: “Vicente Luis Mora (…) la cabeza parlante de todo esto”. Para mí queda lo que sentí al leer esa frase, que ha sido uno de los precipitantes de la decisión, aunque no el único. Los otros me los reservo para mí.

Quiero dejar claras algunas cosas: 1) tengo y espero seguir teniendo buena o cordial relación con todos los miembros del grupo. No se ha producido ningún distanciamiento personal que haya motivado mi decisión. 2) Sigo teniendo interés crítico en las muy individuales y diversas obras literarias mutantes; unas me gustan más y otras menos, eso sí. Hay libros de los mutantes que admiro y libros que no me gustan. Creo que es normal. También me sucede con Miguel de Cervantes. 3) Creo que la aparición del grupo mutante ha sido muy positiva para la narrativa española actual, y en cierta forma ha sido necesaria (lo que no era imprescindible era mi participación total; luego explico qué significa esto). A mi modesto juicio, estos autores han conseguido varias cosas relevantes: amén de un puñado de buenas obras, lo que no es poco, han sabido defender una literatura de riesgo (unas veces más acertada, otras menos), han ampliado el campo de batalla, han hecho regresar el debate estético sobre escritura narrativa, han atraído a lectores muy jóvenes (como pudo verse este fin de semana en Madrid), y han vuelto a poner la teoría y la innovación sobre el tapete de la actualidad. Han traído aire fresco, en resumen, a un panorama muy viciado, del que se salvaban sólo las pertinentes e innegables excepciones (a las cuales he dedicado espacio en este blog pero quizá, siendo autocrítico, no el espacio suficiente).

Ahora que lo pienso, quizá el problema no era participar en el grupo como crítico, sino hacerlo como crítico y autor –condición que me ha traído notables problemas añadidos, incluso internos–. Profesores, escritores y críticos que merecen todo mi respeto han defendido al grupo y/o han apostado por muchos de los autores, de modo que no he estado solo en mi apoyo teórico; pero quizá debí quedarme fuera como autor. No digo que sea inmoral ser juez y parte de un grupo literario; varios miembros del grupo del 27, del grupo de Bloomsbury, del grupo del Black Mountain Collegue, de la poesía del silencio o de la “escuela de Barcelona” lo fueron; digo que en mi caso la esquizofrenia me ha producido daños colaterales muy destructivos. No pasa nada. Todo el mundo puede equivocarse. Yo marro mucho porque arriesgo mucho, pero entiendo que en las contadas ocasiones en que acierto mi acierto será también contundente. Lo que sería imperdonable por mi parte es perseverar en el error. Opto por la tremenda: ya no seré ni escritor ni crítico del grupo. Necesito distancia. Necesito tiempo a solas. Esto no quiere decir que no vuelva a escribir sobre estos autores; simplemente escribiré de ellos uno por uno, como hice al principio, alternándolos con otros prosistas de edad similar a la mía que también valoro mucho y en cuya compañía podría estar como autor igualmente cómodo.

De un año para acá han pasado cosas en el grupo que han ido despertando mis alarmas. Todos los colectivos tienen “sus cosas”, claro, pero se han producido detalles, gestos, que han alertado mi sentido “arácnido” y me han ido poniendo cada vez más tenso e incómodo. Hechos que no me gustan nada y que nunca sabrá nadie, ni siquiera los miembros del grupo, porque los sentimientos privados son eso, privados, y ahora mi voluntad es de distanciamiento pero de alejamiento cordial y tranquilo. Nada tengo que reprochar a nadie, es una cuestión de elecciones personales. Al principio achaqué mi incomodidad a mi carácter quisquilloso; luego me he dado cuenta de que en cualquier grupo me sucedería lo mismo, al tratarse de una radical incapacidad por mi parte para compartir aventuras creativas en grupo, que acarrean algo que no sospechaba al principio: la aparición de una política grupal común, como la Unión Europea hizo aparecer de la nada una política exterior común europea. Y entonces se roza un terreno, el de la ética literaria, que siempre ha sido esencial y muy sensible para mí, y que he intentado llevar de una manera digna. Puedo haber cometido errores éticos, porque nadie es perfecto, pero he intentado honestamente localizarlos, corregirlos y compensarlos. La ética perfecta es para los santos; para las personas normales la ética es una actitud constante de búsqueda, una infatigable persecución. Me he dado cuenta de que esta incapacidad mía de externalizar parte de mi ética a un colectivo limita mi ámbito de colaboración con otros escritores. La única persona con la que puedo crear de forma sostenida es Javier Fernández, con quien escribí una obra de teatro y con quien desarrollo la work in progress El ansia de felicidad desde 1999, una obra de la que van saliendo “teselas” en todos nuestros respectivos libros y en algunas revistas. A pesar de ser también muy diferentes nuestras obras y nuestras psiques, hay un espacio estético común en el que Javier y yo nos entendemos a la perfección desde hace ya una década. Más allá me resulta imposible, según he advertido con dolor, hacer aventuras creativas grupales. Eso ha hecho que de manera progresiva –y en un angustioso silencio- me sintiera cada vez más extraño dentro del grupo de mutantes. Mis sensaciones me recordaban a las del personaje del poema “Ajeno” de Claudio Rodríguez, que supuestamente llega a su hogar pero sabe que “nunca habitará su casa”.

De modo que creo que ahora mi deber es salirme por la tangente. No salir en la foto. Escapar por la ventana ahora que al grupo se le abren todas las puertas de par en par. Puede que me arrepienta de hacerlo. Puede que no.

Para mí es el momento de la autocrítica, de la introspección y la soledad. Cuando, a lo largo de mi vida, he sufrido momentos de gran perplejidad y confusión, como el actual, no he encontrado más que un camino, que nunca me ha fallado: recluirme a estudiar. Toca volver al silencio. Amarrarse, como diría Góngora, al duro banco. Releer clásicos, estudiar teoría, fatigar volúmenes filosóficos y estéticos. Eso me ha hecho lo que soy (ya que, por desgracia, he tenido decenas de largos períodos de confusión y perplejidad). Mi hizo singular, para lo bueno y para lo mucho malo. Y nunca debí dejar de ser lo que soy. Es el momento de reflexionar, de reconocer los errores cometidos, de ser honesto con uno mismo para poder serlo con los lectores. Porque para mí los lectores, ustedes, vosotros, son o sois lo único importante, lo que lo mueve todo. Pido perdón por mis posibles equivocaciones, apuntando –eso sí– que siempre estuvieron movidas por la torpeza, no por una mala intención. Espero encontrar el camino que en algún momento dejé atrás.

Durante los próximos tres o cuatro meses en este blog no habrá reseñas de literatura española contemporánea. Sólo habrá posts de pura diversión personal. Tengo que volver a divertirme con esto; de otra forma no merece la pena. Habrá reseñas de otras cosas, de otras lenguas, de otras culturas, de otras artes. Cuando vuelva, seguiré con mi nueva costumbre de aclarar al final de las recensiones mi relación personal con el autor criticado y con la editorial. Creo que es algo sano para la crítica literaria y para que el lector no piense que se le toma el pelo. Pero eso será dentro de unos meses.

Desde que comencé este blog me he limitado a dar lo mejor de mí sin pedir nada a cambio. Por una vez les pido algo: paciencia y que me disculpen si mis errores han molestado a alguien. Gracias y hasta pronto.

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Arquitectura, arqueología, tierra




Ángel Martínez García-Posada, Sueños y polvo. Cuentos de tiempo sobre arte y arquitectura; Lampreave, Madrid, 2009.




Dos líneas paralelas rigen este bello e interesante libro de Martínez García-Posada, profesor de Proyectos Arquitectónicos de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Sevilla; en la primera, asistimos a la relación del arte moderno y contemporáneo con los elementos térreos, desde la piedra al edificio, y las diversas posibilidades de construcción/destrucción de los mismos. En esta primera dimensión destacan sobre todo los tratamientos que hace el autor de la obra del artista Robert Smithson, desde sus enterramientos de casas hasta su famosa Spiral Jetty (1970):







La segunda línea se centra en la obsesión estética sobre el tiempo, recorriendo un muestrario de posibilidades artísticas relacionadas con el tiempo en sus distintas formas: el tiempo en retracción y deterioro de Gran vidrio de Duchamp; el tiempo congelado de la foto de Proust muerto, realizada por Man Ray; el tiempo inmemorial de los obeliscos egipcios; el tiempo detenido primero y frito (literalmente) después en las Photo Fries (1969) de Gordon Matta-Clark; el tiempo arenoso de las ciudades en miniatura construidas por Charles Simonds en Nueva York y abandonadas en cualquier parte, para sumarse simbólicamente como minúsculas ruinas al deterioro urbano del entorno:






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Los dos ejes del libro tienen un punto de encuentro: el arte arqueológico, la estética que se presenta a la vez como vestigio y como hallazgo, como lo viejo y lo nuevo al mismo tiempo, alterada por su sedimentación bajo la tierra (o bajo el agua, como le sucedió a la Spiral Jetty, que emergió del Salt Lake de Utah con sus piedras blanqueadas por efecto de la sal, después de treinta años de haberse sumergido todavía marrón). “La arqueología –escribe Martínez– es la autopsia del suelo, un ejercicio de investigación” (p. 17). En lo arqueológico confluyen las superposiciones estratigráficas, las capas de polvo (como en el Gran vidrio, cuyas pelusas y partículas fueron barnizadas por Duchamp para fijar al cristal el paso del tiempo), el olvido térreo, la historia hecha arena. Algún pensamiento en este sentido es memorable: “la técnica de la reflectografía infrarroja (…) permitía conocer los bocetos iniciales bajo las capas de color definitivas. Se trataba de una investigación casi arqueológica (…) la reflectografía de un cuadro de Pollock sería otro cuatro de Pollock, anteriores estados de salpicación subyacentes” (pp. 104-105).

[Arriba: imagen de la actuación de Joseph Beuys 7000 robles, 1982]


Debemos destacar también la excelente edición de Ricardo S. Lampreave, cuidada en lo textual y exquisita en lo visual, eligiendo un blanco y negro que quizá afee algunas fotografías pero mejora el concepto plástico del libro. En la página web de la editorial, www.lampreave.es, puede verse un catálogo al que los aficionados a la arquitectura deberán estar muy atentos.




Relación con el autor reseñado: ninguna.

Relación con la editorial del libro: ninguna.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Mutantes en Madrid este viernes

la muté porque era mía
Javier García Rodríguez

Los próximos días 27 y 28 de noviembre tendrá lugar, en la Casa Encendida de Madrid, un encuentro literario titulado Ctrl+Alt+Del. Reiniciando al monstruo. En él se nos reúne a los narradores mutantes, con ánimo de examinar nuestras propuestas. Este es el programa del encuentro:

Viernes 27

17.00. AUTOPSIA DEL MONSTRUO: EL CIENTÍFICO COMO FREAK. Germán Sierra vs. Javier Fernández

18.30. TALLER DE TRADUCCIÓN MUTUA: Jorge Carrión y Robert Juan-Cantavella.

20.00. TRES NARRADORES SINGULARES. Mercedes Cebrián, Doménico Chiappe, Óscar Gual


Sábado 28

17.00. TEORÍA DEL MONSTRUO: EL CRÍTICO COMO FREAK. Eloy Fernández Porta vs. Vicente Luis Mora

18.30. MÁSCARAS MUTANTES: EL FREAK O EL MONSTRUO. Agustín Fernández Mallo vs. Jordi Costa

20.00. MONSTRUOS S. A.: EL NARRADOR MUTANTE. Manuel Vilas vs. Juan Francisco Ferré

21.30. Afterpop Fernández + Fernández

Si vais nos vemos allí.


Coincidiendo casualmente con el encuentro, acaba de aparecer el divertido libro de Javier García Rodríguez, Mutatis Mutandis. Hacia una hermenéutica trasnsficcional de las narrativas mutantes: de Propp al afterpop (o “nocilla, qué merendilla”); Eclipsados, Zaragoza, 2009. Me gustaría explicarles de qué va este libro, pero no puedo, porque su género acaba de fundarse con este volumen. Hay teoría pero no es un ensayo; hay narración, pero no es una novela ni un cuento. Planteado como una monstruosidad epistemológica posmoderna, es un libro sustentado en el exceso interpretativo. Sé que en él hay una ironía cervantina hacia el grupo de los mutantes. Sé que hay varios chistes a mi costa (“Pangea no es pangea. Es pan (para la nocilla) y gea (que aun no sé lo que es, pero que no tardaré en descubrir). Es pangea para hoy y hambre para mañana”, p. 42). Sé que hay más chistes y juegos de palabras, algunos memorables: “la hermenéutica contemporánea no es más que un depósito de gadámeres” (p. 12). Lo único que sé es que no he podido parar de reír desde el principio hasta el final de esta extraña obra del profesor de Hermenéutica Javier García Rodríguez, cuyo personaje es un crítico de los de antes, incapaz de valorar un texto que lleve menos de 400 años escrito, y cuya obsesión es desentrañar la conspiración mutante, presentada como un grupo de seres alucinados que se proponen conquistar el mundo mediante indescrifrables mensajes. Una obra inteligente y divertida, que los anti mutantes disfrutarán por el arsenal de chistes que contiene sobre nosotros, y que los mutantes disfrutaremos aún más.

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lunes, 16 de noviembre de 2009

(in)Significados: los textos huecos

T. S. Eliot habló del horror de los hombres huecos en The Hollow Men, y tan terrible como esa imagen me parece la de los textos huecos, los libros que han perdido el significado. En sus Mitologías de invierno, Pierre Michon imagina a un monje guerrero capaz de montar un ejército y ejecutar una matanza sólo para apoderarse de un ejemplar de los Salmos con cuya lectura ha disfrutado. Al conseguirlo finalmente, comienza a releerlo pero “de repente, ya no tiembla, ya no ríe, está triste, tiene frío, busca en el texto algo que ha leído y ya no encuentra, en la imagen, algo que ha visto y ha desaparecido”[1]. José María Merino cuenta en “Los libros vacíos” la historia de un enloquecido personaje –que puede verse como paciente de un extraño síndrome Quijano o como un exasperado profesor de Hermenéutica–, que llega aterrado a una librería porque sufre un terrible mal: comenzó a leer En busca del tiempo perdido y “aquel libro no parecía el mismo que yo creía haber recordado”[2]. Había perdido algo, se había vaciado de metáfora (o, como resume Michon en su relato medievalista, “el libro no está en el libro”). Para el personaje, En busca del tiempo perdido contenía de pronto sólo chismes de snobs franceses, y La isla del tesoro era una magra historia de la piratería. Jorge Luis Borges, en un relato que ya hemos citado, “La cámara de las estatuas”, habla de un misterioso libro blanco, del que “no se pudo descifrar su enseñanza, aunque la letra era clara”[3]. La pérdida de significado en los libros es un mal terrible, una ceguera pasiva donde la invidencia pasa a situarse en el objeto, no en el sujeto lector. Es el libro el que no ve, pese a que nosotros recorremos sin dificultad las letras. Todos estos cuentos pueden leerse como metáforas de la privación del sentido, de la necesidad de la interpretación, de la libertad lectora –y seguramente lo son–. Toda escritura es un acto de libertad, y la lectura también. Los textos huecos son una metáfora tan pavorosa como la de los no-libros, los libros quemados, los libros perdidos, los que se hicieron polvo o fueron pasto de ratas. Todos nos alejan de la posibilidad de acceder a su significado, de alimentar nuestra imaginación. Dice Bloom que las obras maestras o fuertes se alimentan de la restricción de sentido, y Aira recuerda, con parte de razón, que no se deben dar textos claros a los niños, “porque a los niños les encanta, los hechiza la palabra que no entienden”[4]. En los textos huecos –por eso son angustiosos– todo lo que hay es claro y sin embargo ha desaparecido lo nuclear, la enseñanza, aquello (inteligible o hermético) que constituía su sustancia misma. La receta que se nos prescribe es la obviedad, lo fácil, lo evidente, lo visible, lo vendible. Todo parece en estos tiempos apelar a la accesibilidad, a la falta de misterio; la nueva Edad Media, de los media, nos conduce por su falta de (auto)crítica al resplandor vacío, al texto hueco, a la imposibilidad de interpretación porque el texto tiene electroencefalograma plano, porque la historia del saber ya no es más, como apuntaba Blumenberg, la historia de sus metáforas; porque las palabras, contradiciendo a Nietzsche, ya parecen decir sólo lo que dicen, son materia desvestida, píxeles ardientes. La literatura es misterio contra lo deliberadamente claropaco, penumbra contra la oscuridad, luz negra (Sánchez Robayna), apuesta invisible (Méndez Rubio), enigma que sostiene la escritura (Blanchot), “cosa para andar en lo oculto” (Valente), (in)significado. Guardémonos de los textos claros, pues todos están huecos, como la cabeza de Pinocho antes del milagro de la literatura.








[1] Pierre Michon, “Tristeza de Columbkill”, Mitologías de invierno; Alfabia, Barcelona, 2009, p. 44.

[2] J. M. Merino, “Los libros vacíos”, en J. J. Muñoz Rengel, Perturbaciones. Antología del relato fantástico actual; Salto de Página, Madrid, 2009, p. 31.

[3] J. L. Borges, Historia universal de la infamia; en Obras Completas; tomo I, Emecé Editores, Buenos Aires, 1989, p. 336.

[4] C. Aira, entrevistado en Letras Libres, noviembre 2009, p. 48.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Poesía en red



Agustín Fernández Mallo, Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma; Anagrama, Barcelona, 2009

[Esta reseña es la extended version de la aparecida en el número de octubre de la revista Mercurio]

Déjame seguir. Hay sistemas que no funcionan en absoluto. Otros sirven para explicar un hecho en relación con muchas verdades posibles, surgidas de otros sistemas. Otros son sistemas de espectro muy cerrado, hasta unívocos. Hay sistemas de comunicación entre dos relaciones preexistentes y otros que realizan lo que solo podemos llamar creación.
Enrique Prochazka (1)

En la ciencia se trata de explicar lo que no se sabía de manera que se entienda. En la literatura uno se comporta justo al contrario.
Paul Dirac

Los jóvenes están buscando el arte en las conexiones cerebrales que se dan en las calles. En las sinapsis. Rizomas. En esos espacios que quedan en los procesos de conexión. Ellos están conectándose. Ellos son ellos, no son uno. Ellos están marcando haciendo ahí la literatura, la escritura. Ellos están en las redes colgados todo el día y conectados entre ellos (…)
Claudia Apablaza (2)


Frente a la apatía teórica de sus mayores, parece que la mayoría de los poetas nacidos con posterioridad a 1960 afrontan sin complejos la necesaria tarea –a mi modesto juicio– de explicitar en una poética sus claves constructivas, los rudimentos de su arte; y ese propósito afecta a autores muy distintos y de prácticas muy diferentes o casi opuestas entre ellos (Riechmann, Santamaría, Álvaro García, Méndez Rubio, Falcón, Eduardo García, Bagué, entre muchos otros). Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) se suma a esta sana tendencia con Postpoesía, un interesante ensayo de poética que participa de unas claves (un “nuevo paradigma”, explica el autor, en términos kuhnianos) inéditas en todos los demás.

Comenzando del final hacia el principio (siguiendo una de las reglas de la propia postpoética que el libro defiende), Mallo sostiene, sobre una tesis de Nicolas Bourriaud, que vivimos en la Altermodernidad, entendiendo como tal el espacio artístico que ha seguido a la posmodernidad. La tesis de Bourriaud, que es más una red para unir artistas muy distintos en una exposición que una auténtica teoría en el sentido duro del término, le viene bien a Mallo para tejer su propia red conceptual, que parte precisamente de la teoría de las redes complejas para presentarse como una alternativa a la poesía tradicional u Ortodoxa. Es poco frecuente plantear una poética a partir de un ataque a los demás (disfrazado de comparación), y me parece un modo tan bueno como cualquier otro de plantear una poética, ya que todo planteamiento estético individual es un ponerse al margen del resto. Pero si el ataque –como sucede en Postpoética- es frontal, directo y general, debe estar bien articulado, debe conocer a fondo aquello que combate. “Es el nombre de aquello que destruyes / lo menos que debieras saber”, decía Aníbal Núñez, en un poema significativamente titulado “Derribo”. Y quizá el problema es que el punto de partida del ataque de Fernández Mallo es, sin embargo, discutible: considera el autor que “una mayoría abrumadora de la poesía publicada en todas las lenguas oficiales de este país parece no haberse enterado del cambio operado no sólo por el resto de las artes antes descrito, sino por el conjunto de lo que damos en llamar sociedades técnico-desarrolladas” (p. 25), lo cual es cierto, siempre que nos atengamos, como él hace, al dúo terminológico “poesía publicada”, pero no es en absoluto así si nos referimos a una poesía en sentido amplio, que en ocasiones sucede fuera de lo “publicable”: la holopoesía, la poesía fractal, la poesía visual, la cinepoesía, el videopoema, los poetubes (videopoemas pensados para el formato Youtube), la e-poetry (que tiene, gracias al impulso continuo de Laura Borràs, un festival anual ya clásico en Barcelona), la slam-poetry o spoken word, la hiperpoesía, la poesía experimental, la polipoesía, la unfinished poetry (cf. http://theunbook.com/), la poesía objetual y un largo etcétera de posibilidades expandidas sobre las que Mallo pasa por encima, y que son practicados desde hace tiempo por un enorme numeral de poetas españoles. Mallo sólo se refiere a “ciberpoesía y holopoesía” aunque añadiendo que no entran dentro del ámbito de la postpoesía porque “no tienen por qué utilizar metáforas contemporáneas para articular sus obras. La poesía postpoética habla más bien de la naturaleza de las metáforas que sirven de soporte al poema” (p. 32). Esto mueve a preguntarnos: ¿y qué ocurre cuando –como suele suceder– la ciberpoesía o la holopoesía sí se interesan por las metáforas contemporáneas? Por no hablar del hecho de que estas ramas, en sí mismas, son metáforas de la contemporaneidad. Pero, yendo más allá, incluso en la poesía “publicada” hay ya bastantes ejemplos de lo que sería para Mallo postpoesía, y desde luego contamos desde hace lustros, por no decir decenios, con un sector de la poesía española muy consciente de los cambios tecnológicos, científicos y filosóficos; un sector que cita u utiliza –explícita o indirectamente– a los mismos científicos, artistas, filósofos y pensadores estéticos a los que Mallo hace referencia en su ensayo (3). También es injusto e improcedente que diga el autor que “en cualquier tratado o revisión de poesía actual todas las referencias anteriores son mínimas o sencillamente no existen (…) las referencias a filósofos de la ciencia, a físicos cuánticos, a semióticos, a escritores de ciencia-futura (…) a metafísicos, a filósofos del lenguaje” (p. 26); ignoro qué tratados sobre poesía actual lee Fernández Mallo, pero desde luego en los que han escrito autores como Antonio Méndez Rubio, Fernando R. de la Flor, Jaime Siles, Jenaro Talens, Alberto Santamaría, Germán Labrador, Julián Jiménez Heffernan, Alfredo Saldaña, Eduardo García, Luis Bagué Quílez, Jordi Doce, Jordi Ardanuy, J. M. Cuesta Abad y un largo etcétera, no sólo están presentes esas referencias sino que esos ensayos (o los de un servidor) sobre poesía española no se entienden sin ellas. Estas tajantes aseveraciones traen causa de que Fernández Mallo no es –ni quiere ser– crítico literario ni crítico cultural (en la p. 14 se nos advierte que en Postpoesía “no encontrará el lector constantes referencias a pie de página ni fracturas academicistas”), y por lo tanto hay un gran y lógico hueco en su conocimiento, tanto del territorio poético español como de las lecturas críticas sobre el mismo: su propósito, en realidad, es más bien aportar creación que aportar mapas o panoramas, y su conocimiento parcial del panorama poético español (tanto tradicional [4] como alternativo) limita su punto de partida. Los momentos más brillantes e interesantes de Postpoesía, por tanto, no tienen lugar cuando su autor habla de lo que no hay o más bien cree que no hay, sino cuando plantea su propuesta concreta: cuando el libro deja de describir un estado de cosas para lanzarse a lo que tiene de poética, de propuesta estética propia. Entonces entramos en un territorio fascinante.

La propuesta de Fernández Mallo es muy sugestiva; planteada como un método intuitivo, como soft theory, propone un entendimiento de lo estético que va más allá de lo tradicional, que amplía su marco de referencias y también su modo de asociarlas: “sólo hay ideas conectadas por procesos analógicos, metafóricos, que creo que son los pertinentes si de poesía estamos hablando; mucho pegamento. Una investigación por inducción analógica, en absoluto científica al uso” (p. 14). En otras palabras, la condición de físico nuclear del autor no implica que quiera crear una nueva “ciencia poética”, sino más bien la de aprovechar cualesquiera metáforas (artísticas, literarias, mediáticas, pero sobre todo científicas) en aras del entendimiento de lo poético como algo tan amplio que, a la vista de la definición habitual que se tiene de la poesía, no queda más remedio que considerarlo como postpoético, como aquello que viene después de la poesía concebida en términos ortodoxos. Apelando a la filosofía pragmatista de Rorty y a las teorías de Prigogine, Postpoesía busca crear un espacio de generosidad, donde no sólo el autor pueda escribir, sino donde muy diversos autores y modos de concebir lo poético puedan encontrar un fructífero campo de conexión creativa. Para Mallo los infinitos elementos posibles para hacer creación están ahí, y se trata de mirarlos de otra forma y de acercarse a ellos sin prejuicios, siempre que el resultado funcione metafóricamente (p. 36). De ahí que para Mallo el poeta no sea ni un médium ni una persona normal, sino un laboratorio (p. 38), un lugar de experimentación libre cuyos resultados justifican su trabajo. Este cambio de actitud es necesario porque hemos pasado de una era de “escasez de información y el exceso de conocimiento” a una sociedad donde sea crea “desde el exceso de información y la escasez de conocimiento” (p. 78), lo que altera el status quo epistemológico. Mallo se coloca en el lugar no de un escritor al uso, que intenta responder preguntas universales, según leemos hasta la saciedad en los antiguos manuales canónicos de literatura, sino en el lugar del artista, que se propone algo más original y, quizá, más importante, como ha señalado Georges Didi-Huberman: “ciertamente, los artistas no resuelven ninguna cuestión de ese tipo. Ahora bien, por lo menos saben, desplazando los puntos de vista, invirtiendo los espacios, inventando nuevas relaciones, nuevos contactos, encarnar las cuestiones más esenciales, lo cual es mucho mejor que creer que se responde a ellas” . Quizá debamos entender postpoética en el sentido de que “después de la poesía, está el arte”.

En la concepción de Mallo, por tanto, el artista se hace nómada, destierra cualquier idea de identidad convencional (p. 184) y la creación se identifica con una red del tipo “libre de escala” (p. 158), con nodos muy conectados en cuanto a las ideas y de escasa conexión en cuanto a las personas, lo que garantiza la singularidad de la obra dentro de una nueva cartografía. Me ha llamado la atención la sintonía –obviamente casual– de este pensamiento con el expuesto en otro libro reciente, Leerescribir (2008), de la profesora Milagros Ezquerro, que busca desde la semiótica una complejidad semejante a la perseguida por Fernández Mallo, y que también se apoya en la física para conseguirla. Escribe Ezquerro:

Lo que propongo es una visión diferente, más interactiva y comunicacional, en la cual la energía libidinal –pues de eso se trata– circula incesantemente del ideotopo alfa hacia el semiotopo del texto, y de ahí hacia el idiotopo omega, y de vuelta hacia el idiotopo alfa, pasando por el semiotopo. (…) No se trata de una circulación en circuito cerrado ya que son tres sistemas complejos, abiertos y auto-organizadores, que, a su vez, están relacionados con sus propios contextos, que son asimismo sistemas complejos, abiertos y auto-organizadores. Los contextos alfa y omega están en mutación constante, modificando los ideotopos alfa y omega: ninguno de estos sistemas es estático y fijo, todo se mueve, todo fluye. (5)

La semejanza se extiende a los gráficos con que ambos autores explican sus ideas. Este es el de Ezquerro:



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Y éste el de Fernández Mallo:



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Como vemos, hay una división triádica de fenómenos, unidos por una circulación constante de vectores que indican líneas de fuga / fuerza. Diferentes esferas de lo real que se conectan mediante la fuerza entrópica del lenguaje creativo. Los fenómenos quedan enlazados por la energía textual de Ezquerro o por la postpoiesis de Mallo. Ambos insisten en la idea de sistema complejo bajo la forma de red abierta. No utilizaremos las teorías de la poligénesis, pero parece que soplan buenos tiempos para la visión compleja y sin puertas del hecho literario, frente a las angosturas que lo han sometido durante décadas a visiones bidireccionales autor / lector. Hasta los científicos comienzan a abandonar las organizaciones arbóreas del conocimiento y elegir las redes como modelo explicativo (6). En el caso de Fernández Mallo, además, hay que tener en cuenta que esta construcción teórica soporta y nutre a una obra poética, dándose la circunstancia de que esta obra es una de las más interesantes e innovadoras, a nuestro personal juicio, de nuestro panorama actual. Y esa voluntad de no cerrar, de dejar la poiesis abierta para que creación y sociedad se retroalimenten continuamente en un proceso de mutuo enriquecimiento, tiene mucho que ver en el resultado obtenido.

Como vemos, hay en Postpoesía ideas de sobra, no siempre bien formuladas desde el estilo, algo irregular, de su escritura; pero ni eso ni las carencias de conocimiento sobre el campo literario deben hacernos olvidar lo importante de este ensayo, que es la nueva lectura estética de nuestro tiempo que nos ofrece, y de los requerimientos que vindica para la creación literaria, que necesita una actualización urgente de su software constructivo. Desde ese punto, Postpoesía es un ensayo importante porque desvela las carencias de parte de la poesía actual, acota su generalizado anacronismo y plantea interesantes y no exclusivistas formas de salir adelante, de encontrar caminos para seguir camino. Y eso no tiene precio.
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[Relación personal del crítico con el autor del libro: excelente
Relación del crítico con la editorial: ninguna]
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Notas
(1)E. Prochazka, “Tú, que entraste conmigo”, Cuarenta sílabas, catorce palabras; 451 Editores, Madrid, 2008, p. 96.
(2) Claudia Apablaza, Diario de las especies; Jus, México D.F., 2008, p. 125.
(3) Así, Gilles Deleuze es homenajeado en El fugitivo por Jesús Aguado, los artistas conceptuales por Chantal Maillard, los teóricos del píxel y la imagen por Javier Moreno o Alberto Santamaría, los filósofos franceses como Foucault o Barthes son utilizados con abundancia desde los novísimos, los pintores no figurativos por Olvido García Valdés, Jordi Doce, Ana Gorría o Francisco León, los científicos que Mallo llama posmodernos por Félix de Azúa, Fernando Fortuny, Sofía Rhey, Andrés Neuman, Raúl Alonso, María do Cebreiro o un servidor, y otros autores como Peyrou, Canteli, del Pliego, Sandra Santana o Riechmann han utilizado muy sabiamente muchas o todas de las referencias anteriores, oblicua o explícitamente.
(4)Confunde Mallo, por ejemplo, el término “poesía de la diferencia”, ampliándolo a todo aquello que, desde finales de los ochenta del pasado siglo, no era poesía de la experiencia. La poesía de la experiencia era un sector muy limitado caracterizado por su oposición a ésta, mientras que algunos autores que Mallo denomina “cercanos a la poesía de la diferencia como Valente, María Victoria Atencia, Claudio Rodríguez o cierto Gamoneda” estaban en órbitas muy diferentes. En realidad, eran los poetas de la diferencia quienes intentaban ser cercanos a esos nombres citados, o podían ser considerados como tales, y no al revés.
(5) G. Didi-Huberman, Ser cráneo. Lugar, contacto, pensamiento, escultura; Cuatro Ediciones, Valladolid, 2009, pp. 32-33.
(6) Milagros Ezquerro, Leerescribir; Rilma 2 / ADEHL; México D.F. / París, 2008, p. 21. Para los no familiarizados con semiótica aclararemos que el idiotopo son “los elementos vinculados al productor del texto (…) que definen sus relaciones al texto: circunstancias biográficas, peculiaridades psicológicas, situación socio-histórica, motivaciones, etcétera” (ibídem, p. 23), mientras que el semiotopo sería “el sistema de las relaciones específicas que mantiene el texto con el campo semiológico en el que se inscribe” (p. 24).
(7) “claro que se pueden realizar árboles de primates, o de vertebrados, o genealógicos entre familias, pero si somos estrictos (…) debemos aceptar que la historia de la vida no puede ser representada como un árbol. En los últimos años esta idea ha perdido todo su sentido. Lo que ahora construimos no son árboles, ni siquiera arbustos, sino redes” Eugene Koolin de la National Library of Medecine del National Institutes of Health, citado por Pere Estupinya en http://lacomunidad.elpais.com/apuntes-cientificos-desde-el-mit/posts.