Manfred Spitzer, Demencia Digit@l. El peligro de las nuevas tecnologías; Ediciones
B, 2013.
Es interesante
el libro de Manfred Spitzer, Demencia
Digit@l. El peligro de las nuevas tecnologías (Ediciones B, 2013), y es
bastante posible que algunas o muchas de sus aseveraciones sean ciertas, pero
tras leerlo me ha surgido un gran escepticismo ante su visión. Conviene precisar
algunas de sus aseveraciones y cuestionar su argumentación en algunos puntos.
No todo lo que presenta en el mundo editorial como “científico” lo es, y no
conviene confundir un manual divulgativo como Demencia Digit@l con un artículo científico. En los manuales
divulgativos no hay “examen de pares”, como ustedes ya saben (es decir, no hay
otros expertos que estudien y busquen los puntos débiles de la investigación
antes de ser publicada), como sí los hay en los artículos científicos
publicados en publicaciones reconocidas (y aun así ya hemos visto la opinión
del premio Nobel Randy Schekman sobre ciertas revistas prestigiosas como Nature o Science). En el caso de Demencia
Digit@l, pues, los pares somos nosotros, los lectores. Spitzer nos recomienda
que ante las falsedades sobre los medios el lector sea “crítico, pregunte por
las cosas, exija datos e infórmese con buenos estudios publicados (es decir,
con publicaciones científicas serias)”, p. 316 –luego se verá que eso justo
hemos hecho para redactar la presente reseña–; y en otro momento se jacta del gran número de
fuentes que utiliza. Lo que vamos a examinar aquí es, precisamente, cómo
utiliza algunas de esas fuentes.
El
libro de Spitzer es un alegato frontal contra las tecnologías, especialmente
los videojuegos, pero también los móviles, Internet y la televisión. A lo largo
de más de trescientas páginas expone todo tipo de riesgos y posibles daños que
los medios digitales pueden procurar, especialmente a los jóvenes: reducir la
capacidad de aprendizaje, frenar la plasticidad cerebral, aislamiento, pérdida
de la memoria, etcétera. Se citan numerosos estudios en el libro, y se sostiene
en todo momento y sin fisuras una opinión contundente contra los medios, aunque
el autor reconoce conducir un programa de televisión (cuyo visionado, advierte
al lector, “no daña su cerebro”, p. 19) y utilizar el ordenador a diario. Un
punto señalado por Spitzer que sí me parece relevante y cierto es que la
introducción de tecnologías en el aula es, en no pocas ocasiones, una decisión
tomada a instancias de los grupos tecnológicos de presión y del interés económico
de las multinacionales que las fabrican (p. 25), y que habría que poner en
cuestión tales medidas y hacer diagnósticos serios y previos antes de adoptarlas.
La
cuestión es que, si me preguntan, Demencia
Digit@l no me parece un diagnóstico irrefutable al respecto. La argumentación
de este libro, presuntamente amparada en la ciencia, es en algún momento bastante
discutible. Vamos a poner algunos ejemplos.
En
la página 123 se dice que las personas que usan redes sociales tienen menos
amigos reales, como si eso pudiera ser demostrable en todos los casos, o como
si ambas cosas (red y realidad) no pudieran ser complementarias. En la página
87 se liga la tenencia de ordenadores en casa a la distracción de los niños, desechando
otras posibles causas de dispersión y haciendo pensar al lector que todos los infantes,
desde hace cientos de años hasta la llegada de los ordenadores, han estado
concentrados haciendo sus tareas sin distraerse con cualquier cosa. Spitzer
entra a fondo en los estudios que combaten sus ideas, para buscarles las
cosquillas y agarrarse a cualquier detalle que le sirva para sembrar dudas (véanse
p. 187 y 252); pero si el estudio va en la línea de su argumentación se limita
a citarlo sin más. En la página 84 se lee: “Otros autores no pudieron constatar
efectos negativos en la lectura asistida por ordenador pero excluyeron
rotundamente cualquier efecto positivo”. ¿Hace falta que algo sea positivo para que pueda hacerse?
Pero
el problema de Demencia Digit@l surge
precisamente cuando el lector, a la vista del modo tajante y sin ninguna
concesión a la duda que utiliza Spitzer, comienza a preguntarse sobre esos
estudios en los que Spitzer se apoya. Ese momento crítico llegó en las páginas
262 y 263, cuando el autor ata, de un modo más o menos directo, el uso de la
tecnología al insomnio, ¡al cáncer y a la obesidad infantil! La relación no es
del todo directa en el caso del cáncer, pero sí en el caso de la obesidad. ¿Demuestra
Spitzer que estén anudados causa y efecto? No, se limita a citar un par de
estudios donde se demuestra que los jóvenes duermen poco y mal (no se incluyen
estudios sobre cómo dormían en 1980, o en 1950), y a continuación añade
sibilinamente una frase que no tiene que
ver con los estudios citados justo antes: “La utilización de los medios
digitales realizada especialmente por la noche, el chateo sobre todo en las
mujeres, el correo electrónico y los juegos en ambos sexos y también la
permanente accesibilidad a través del teléfono móvil, iban acompañados de la
aparición multiplicada de trastornos en el sueño” (p. 262). Entonces mi intuición
hizo saltar la alarma.
Fui
a la bibliografía a rastrear el estudio. Se trata de la tesis doctoral de la
profesora Sara Thomée, de la Universidad de Gotemburgo, defendida en 2012. Pensé
que merecía la pena tomarse el esfuerzo para comprobar si el párrafo de Spitzer
era cierto, así que me puse a leer la tesis, que es la fuente citada para
sustentar sus argumentos, y lo que expone la profesora Thomée resulta ser algo
bastante diferente. En la tesis se habla de uso abusivo, o se acotan los síntomas a la utilización de los aparatos
digitales al trasnochar a menudo:
“Often using a computer late at night and consequently losing sleep was associated
with several mental health outcomes in both sexes” (p. 3). En la página 16 de
la tesis (que pueden consultar aquí) se ofrece un gráfico que muestra un crecimiento de
los problemas de sueño de los jóvenes suecos desde 1980 hasta 2010. Pues bien:
después de aclarar Thomée que las causas de los problemas mentales estudiados
pueden ser varias, cita algunas
causas posibles: “gender, sociodemographic factors, general health, and major
life events, as well as individual factors such as coping skills, are all
related to the incidence of depression among young people (…) In addition, family
life stress and academic stress are related to depression and insomnia” (subrayado mío). No busquen ninguno de estos factores citados en el
libro de Spitzer, que sólo menciona
el uso de tecnologías. Thomée añade también que parte de las preocupaciones de
los jóvenes suecos pueden radicar en la progresiva quiebra del modélico estado
del bienestar del país nórdico: “Factors that have been discused within the
Swedish context are economic factors, included unemployment, related to the
economic recession in the 1990s” (p. 16). ¿Están esos otros factores socioeconómicos del
insomnio y la depresión incluidos en el ensayo de Sptizer? No, no lo están. El
autor espiga de la tesis de Thomée aquellos datos que darían la razón a su
argumentario, hurtando cuidadosamente los que lo matizan. Luego habría otra
cosa que apuntar. Aunque la propia Thomée señala, como hemos transcrito arriba,
que el estrés académico puede alterar el sueño y producir depresión, el
universo subjetivo de su estudio… son 1.204 estudiantes universitarios, que
tuvieron que rellenar en línea un “cuestionario” (a cambio recibían en algunos
casos dos entradas para el cine, véase p. 20) y, sólo en 32 casos, el estudio incorporaba “semi-structured
interviews” con estudiantes. Es decir: el estudio se fía por completo de
cuestionarios rellenados en Internet, sin apoyo técnico o psicológico ni
comprobación de identidad, por jóvenes de entre 19 a 24 años. El estudio no
contempla posibles entendimientos defectuosos de las preguntas, ni
suplantaciones de identidad, ni la posibilidad de que el cuestionario se
rellene de cualquier forma con tal de conseguir las entradas de cine; tampoco
se realizan, ni antes ni después, diagnósticos psiquiátricos ni psicológicos a
los participantes, ni se realiza un seguimiento de los mismos, ni se practica
un examen médico de comprobación, ni existe el respaldo de contraste de las
respuestas que daban los chicos, etcétera. Pero con esto no intentamos tanto cuestionar
el trabajo de campo de Thomée, que al menos realiza uno, sino cuestionar cómo
llega Spitzer a sus brutales conclusiones. Porque a continuación del apresurado resumen del estudio de Thomée,
Spitzer sentencia que la falta de sueño (que él ha ligado en su libro exclusivamente, por completo, sin
excepciones ni referencia a otros factores,
a las tecnologías digitales), “conduce a la reducción de las defensas
inmunológicas y por ello a la aparición más frecuente de enfermedades
infecciosas y cancerígenas” (p. 262). Eso dice.
Como
lo leen.
¿Ha
tenido Spitzer la mala suerte de que, en el primer ahondamiento hecho en las
fuentes originales, salte a la vista el modo en que cita las conclusiones acomodándolas a su propósito? Creo que estoy
formulando la pregunta de un modo muy elegante.
Por
ese motivo, para evitar que se tratase de una casualidad, y a pesar de la
enorme cantidad de tiempo que todo esto me ha supuesto, me sumergí en otro
estudio citado por el autor. En la página 266 alude a un estudio realizado en
la universidad de Missouri, donde “quedaron demostradas las relaciones
significativas entre varios parámetros de la utilización de internet y la
existencia de síntomas depresivos”. Bien. Costó un poco de trabajo, porque no
se dan los datos en la bibliografía del libro, pero accedí al estudio, firmado
por Raghavendra Kotikalapudi, Sriram Chellappan, Frances Montgomery, Donald
Wunsch y Karl Lutzen: “Associating Internet Usage with Depressive Behavior
among College Students” [IEEE Technology and Society Magazine, vol. 31(4):73-80
(2012)]. Es un estudio que se jacta de no basarse en cuestionarios
rellenados por los propios estudiantes, como la mayoría (el de Thomée, entre
ellos), sino en “real Internet data”. En realidad, el estudio tuvo acceso al
flujo de datos de los ordenadores de los chicos, pero no siempre al uso
concreto que hicieron con los mismos, sino al volumen de datos canalizados. Operaron con
aproximaciones y deducciones, como ellos mismos afirman, supongo que por motivos
de privacidad: “Larger number of packets per flow is typical under Internet
streaming and downloading, which is common when watching videos and gaming. This is intuitive” (p. 5). La intuición no es mala,
pero anotemos que el estudio la considera entre sus elementos de análisis. Ahora
observemos el suelo del estudio: comienzan
los autores recordando que el 90% de los universitarios de Estados Unidos tiene
acceso a Internet; a continuación citan
un estudio estatal que apunta que el 26% de los universitarios estadounidenses
tienen algún síntoma que puede relacionarse con la depresión. Para empezar, por
tanto, es imposible que si el 26% de
los universitarios norteamericanos tienen síntomas depresivos, y el 90% usan la
red habitualmente, no haya entre un 16% y un 26% de chicos depresivos que utilicen
Internet. Bien, para eso no hacía falta un estudio, pues es una simple conexión
matemática; Spitzer menciona el estudio porque parece ligar ambos factores causalmente, como consecuencia uno del
otro. ¿Es así? No, ni siquiera eso, porque el objeto del estudio es demostrar
que es posible identificar el tipo de uso
de Internet que hacen los jóvenes con tendencias depresivas, lo cual es útil,
añaden, para poder detectarlos y predecirlos (p. 6); incluso enfatizan que
Internet puede ser de ayuda para detectar los síntomas. A diferencia de lo que
Spitzer parece decir con su estudiada ambigüedad, el estudio sólo dice que los
chicos depresivos y solitarios utilizan mucho Internet. Lo cual es obvio,
puesto que cualquiera sabe que la enfermedad aísla a los pacientes en su
espacio individual, limita sus interacciones personales y les hace dedicarse a actividades
solitarias. Por lo tanto es lógico que naveguen mucho, pero eso de ninguna
manera quiere decir que por navegar mucho
sean depresivos, sino, seguramente, al revés. Al ser depresivos y estar a
solas, lo normal es que vean televisión, jueguen a videojuegos o naveguen
porque, como es bien sabido, los depresivos profundos no pueden concentrarse en
actividades como leer o estudiar. Curiosamente, esta posibilidad, de lógica
aplastante, no está considerada siquiera por Spitzer, pero se deduce claramente
del estudio, que no demoniza Internet y sólo se limita a plantear un uso
concreto de la red como síntoma detectable. Supongo que es fácil entender la
diferencia entre tener “relaciones” con algo y “proceder” de algo. Los vecinos
de un delincuente han tenido relación con él, pero no tienen la culpa de su
crimen. Si bien en ese punto concreto, cuando habla de este estudio, Spitzer no
liga causalmente medios digitales y depresión (Spitzer no tiene un pelo de
tonto), sí comenta, como hemos reproducido, sus “relaciones”; y en otros
momentos del libro lo explicita de modo más claro: “por este motivo desarrollaré
en los siguientes capítulos cómo y en qué medida las redes sociales digitales vuelven solitarios e infelices a nuestros niños y
adolescentes” (p. 25, las cursivas son mías); “el insomnio, las depresiones y
la adicción son los efectos extremadamente peligrosos del consumo de medios
digitales cuya importancia para el desarrollo de la salud entera de la actual
generación todavía joven apenas puede exagerarse” (p. 273).
Forzando
el ejemplo, lo que hace Spitzer es tan injustificable como acusar a los filetes
de pollo, las ensaladas o los cruasanes de ser los causantes de la bulimia de
alguien, y solicitar la retirada de cualquier alimento de los colegios o
universidades para evitar que los niños se vuelvan bulímicos.
Más
inconsistencias: dar por bueno un estudio universitario realizado sobre llamadas
telefónicas, para probar la adicción
a Internet (pero ¿cómo se pueden hacer así los estudios “científicos”?). Spitzer
dice que después de llamar a las personas, “quedan demostradas” (p. 267) las
conductas adictas. Mi idea de la “demostración” científica era muy diferente. A
lo mejor es que yo idealizo las conductas de los científicos, por tener la
desgracia de no ser uno de ellos (dicho sin ninguna ironía). Es curioso que en
este ejemplo dé Spitzer la estadística por buena y en la página 120, hablando
de otra cosa, nos recuerde que “las relaciones estadísticas, por sí solas, no
expresan todavía nada sobre causa y efecto”. Muy de acuerdo en esto.
En
otras ocasiones, sería interesante trasladar los razonamientos de Spitzer a
otros campos de la existencia, para desmontar por sí solo el planteamiento.
Hagamos este ejercicio:
Planteamiento: “Quien pasa mucho tiempo con los medios digitales se
mueve menos, con todo lo que eso conlleva para la salud física y mental” (p.
264)
Extrapolación: Quien pasa mucho tiempo trabajando en una consulta
atendiendo pacientes, o en una oficina resolviendo papeles, se mueve menos, con
todo lo que eso conlleva para la salud física y mental.
Planteamiento: “Bombardeamos a nuestros hijos justamente con los
consejos equivocados en lo que respecta a la comida. Durante un programa de
dibujos animados en una típica mañana de domingo, los niños ven un promedio de
un anuncio de alimentos cada cinco minutos, y casi todos los alimentos que
salen en la publicidad por televisión son poco saludables” (p. 131)
Extrapolación: Bombardeamos a nuestros hijos justamente con los
consejos equivocados en lo que respecta a la comida. Al dejarles salir a la
calle en una típica mañana de domingo, los niños ven un promedio de pastelerías,
Burger King, Pizza Hut, churrerías, tiendas de golosinas o McDonald’s cada
cinco minutos, y casi todos los alimentos que salen en sus escaparates son poco
saludables.
Así
expuesto, cualquier comportamiento humano puede ser potencialmente peligroso
para nuestra salud.
Y
luego hay párrafos para los que no encuentro adjetivos, así que prefiero
dejarlos a juicio del lector:
“En internet se miente y se engaña más que en
el mundo real, y uno mete la pata en la red con mayor frecuencia” (p. 75).
“Como psiquiatra observo una y otra vez que
los adolescentes ya no saben lo que debe y lo que no debe decirse,
probablemente porque solo en raras ocasiones hablan con alguien” (p. 112).
¿Se ha dado usted cuenta de que raras veces
pone una cara feliz la persona que está ante una pantalla? Después de un paseo,
después de la lectura de un buen libro o de la visita de un amigo, uno se
siente bien, con ganas de hacer cosas y acomete sus tareas con buen humor. (p.
263)
“El Parlamento del Estado federado de Hesse
me invitó a una ronda de expertos sobre el tema ‘medios de comunicación’, en
cuyo transcurso no pude menos que constatar que no se trataba de ninguna ronda
de expertos en absoluto; estaba formada por 29 miembros de grupos de presión y
representantes de asociaciones, etc., y un experto: yo mismo” (p. 277).
“Los juegos de ordenador te vuelven gordo,
estúpido, violento y te insensibilizan” (p. 293).
No sé muy bien cómo terminar. Quizá con una cita que acaba
de venirme a la memoria, sin saber bien el motivo: “La actual sociedad de
riesgo es heredera de una modernidad, de origen ilustrado, donde la ciencia se
ha investido como dogma de fe, sustituyendo viejos ritos, prácticas y
creencias. El problema de esta consideración es que la infalibilidad otorgada a
la Ciencia se ha transmitido a los científicos convirtiéndolos en auténticos
iluminados de esta sociedad tecnificada”; Carlos Gil de Gómez Pérez-Aradros, Reflexiones (poco académicas) sobre la
sociedad actual; KRK Ediciones, Oviedo, 2013, p. 43.
[Relación con la editorial y el autor: ninguna]
11 comentarios:
Da miedo. Es la verdad. Lo peor es que está escrito y puede caer en manos de cualquiera. Y contárselo a su vecino, y éste a un compañero de trabajo y así hasta parecer una verdad.
Muy buena crítica Vicente,terapéutica.
Muchas gracias por publicar esta reseña tan cuidada y argumentada. Me deja muchas ganas sobre cómo identificar argumentos válidos. Leí la contraportada del libro y precisamente el tono de regaño que percibí me hizo dudar. Buscando información del libro llegué a tu blog y bueno, confirmó mi sospecha sobre la calidad del libro. Aunque Igualmente puede ser de utilidad para considerar otras perspectivas. De nuevo gracias y seguiré leyendo tu blog.
Muchas gracias por esta reseña. Me dejó pensando sobre la necesidad tan grande que existe de utilizar la lógica cuando leemos o escuchamos hablar a personas, ya sean científicos o no. Estaba por comprar el libro del doctor Spitzer pero me detuvo el tono de regaño de la contraportada acerca del uso de las Tics. Quizás lo compre, pues es bueno escuchar otras perspectivas, pero tu reseña me ha servido para tener conciencia sobre cómo el conocimiento no puede venir de una sola fuente, aunque sea experta y que es importante utilizar la razón para evaluar lo que nos dicen y lo que creemos conocer. Gracias de nuevo Vicente y seguiré leyendo tu blog. Saludos.
Muchas gracias, Marco, un cordial saludo.
Desde la misma linea argumentativa que expones, te preguntaría: ¿tú a quién le creerías más, a la interpretación de un experto en el tema o a la interpretación de un inexperto?. Los estudios a los que te refieres para criticar las tesis del Dr. Spitzer, tú los interpretas como inexperto y determinas que no son concluyentes para los efectos en que él los refirió, por otro lado, el Dr. Spitzer los interpretó como experto en la materia y llegó a otras conclusiones. ¿A quien le creemos?
La cuestión es que, a la vista de los procedimientos de construcción de los resultados interpretables, la interpretación sería casi lo de menos. El problema es cómo está construido el "a priori", el suelo sobre el que el autor levanta sus opiniones. ¿Puedo preguntarte algo? Si has leído el libro -porque supongo que lo has leído y no opinarías de otra forma, ¿no te chirría nada? ¿No hay nada que te parezca forzado o traído por los pelos en él? Responde con sinceridad, por favor. Saludos.
Mi examen al respecto es diferente, para comenzar el libro no es una disertación doctoral, entiendo que es más una llamada de atención de un profesional que trata de transmitir sus experiencias, sus observaciones, sus estudios, sus lecturas, sobre un tema que, como en mi caso, induce a la reflexión. Observamos todos los días ejemplos claros de lo que expone el autor, en casa, en el trabajo, en los restaurantes, en los parques, etc. No hay necesidad de verificar con un panel de expertos las fuentes.
El Dr. Spitzer no sataniza a la tecnología, previene sobre un uso excesivo e irracional, sobre todo en los infantes y en los jóvenes, explicando en términos sencillos el proceso de desarrollo de nuestro cerebro.
Lo valioso de la obra es que pone en nuestra mirada la importancia de la calidad de los procesos de aprendizaje, nos motiva a detenernos un momento a repensar nuestro entorno, nos impulsa a reflexionar sobre la saturación a la que nos vemos sometidos por los grandes medios, nos invita a sacudirnos la sistematización en que hemos convertido nuestra existencia.
Qué lástima que el libro de Spitzer no esté escrito con el estilo sosegado y la argumentación sensata y razonable con la que está redactado su comentario, señor Zamora. Mi reseña, en tal caso, hubiese sido muy diferente.
He leído el libro de Spitzer, las ideas de autor me parecen interesantes, lo veo como una llamada de atención. Me parece defendible tu punto de vista al dudar de su metodologia y sus argumentos.
Como profesor universitario estoy convencido que cada vez las nuevas generaciones se vuelven más estúpidas, gracias al abuso indiscriminado y poco inteligente de los medios digitales. Para eso no es necesario un gran estudio científico, y si se hace, sabremos cuales serían las conclusiones finales. Así trabajan muchos científicos en el mundo.
No ha descubierto el hilo negro, por sentido comun. Todo abuso trae consecuencias. La verdad no es de una sola persona.
Quedamos a la espera de ese gran estudio científico, pues. Cuando conozco a niños de unos 11 años y hablo con ellos no me parecen, en absoluto, menos inteligentes que los niños de la misma edad de hace dos décadas. Más bien lo contrario. Pero tiempo habrá de verlo. Un saludo y gracias por comentar.
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