Una de las versiones de la
autoconciencia biológica del sujeto es la neurológica, esto es, la conciencia
que un personaje literario tiene de sí mismo como sistema cerebral –lo cual,
por supuesto, no es más que una licencia poética del autor del texto–. En Estados
Unidos se ha denominado neuronovel a
una tendencia narrativa en que las ciencias del cerebro están muy presentes en
la narración. Así, Marco Roth ya apuntó en 2009 algunos nombres, como Ian
McEwan o Jonathan Lethem, que trabajaban en esa línea[1]
–a la que en España podríamos agregar algunos textos del escritor y
neurobiólogo Germán Sierra–, y recientemente E. L. Doctorow ha
publicado la ya citada Andrew’s Brain
(Abacus, London, 2014), en la que vamos a detenernos por su importancia.
Andrew
es un personaje fascinante: es neurólogo y tiene numerosos problemas de todo
tipo; aunque no es mala persona ni ha intentado jamás hacer daño
voluntariamente a nadie, mató por error a su hija y ha herido a todas las
personas que ha conocido. El hecho de que sea profesor universitario permite a
Doctorow citar varias de las teorías neurocientíficas más recientes (Damasio,
por ejemplo, es citado en alguna ocasión), y elaborar meritorias reflexiones
sobre la consciencia humana y las consecuencias de los procesos cerebrales (si
bien Andrew es intolerablemente
reduccionista y piensa que las investigaciones acabarán
por demostrar que el libre albedrío no existe[2].
Pero las metáforas científicas se ponen al servicio de la ficción; por ejemplo,
en un momento concreto Andrew utiliza un viejo EEG para extraer imágenes
gráficas del cerebro en la clase de ciencia. No por azar coloca los sensores a
la alumna de la que está secretamente enamorado, Briony, para poder ver dentro de ella, mejor que lo que nunca
podrían hacer sus compañeros de clase. Y los picos obtenidos por el detector cuando
la chica contempla una escena circense le hacen deducir a Andrew que algunos
gustos infantiles siguen presentes en ella[3],
no por casualidad, pues Briony se dedica también al salto acrobático, en este
caso al salto de trampolín (una emulación de esas capacidades realizada por
Andrew, por cierto, dará una vuelta brutal a la trama). En algún lugar
concreto, Doctorow hace expresar a la perfección lo que llamaríamos el loop recursivo de la conciencia en
una cuestión que Andrew dirige a sus alumnos:
Hice esta pregunta: ¿cómo puedo pensar sobre mi cerebro
cuando es mi cerebro el que está haciendo el pensamiento? ¿Acaso está este
cerebro pretendiendo que soy yo pensando sobre él? Soy una consciencia
misteriosamente generada, y no me reconforta saber que es una de miles de
millones. Eso es lo que les dije y entonces recogí mis libros y salí de la habitación
(posición de Kindle número 344)
En otros momentos Andrew comenta el syllabus o programa de su asignatura,
aludiendo a que los filósofos pragmáticos y existencialistas son los que mejor
pueden ajustarse a una ciencia de la mente, al mantenerse al margen de
cualquier “metaphysical bullshit” (pos. 600). Entiende que el alma no es más
que uno de los fingimientos de los que es capaz la mente (pos. 936) y que la
identidad es una suma o sucesión de esas ficciones identitarias (lo que
habíamos apuntado en las conclusiones de nuestro La literatura egódica, 2013). Para Doctorow la neurociencia es el
modo de lograr la introspección e incluso de llegar a una trascendencia
inmanente, donde no sea necesario ningún esoterismo para preguntarse por el
sentido de las cosas. En la apertura de su ensayo Cómo sentimos, el neurobiólogo Giovanni Frazzeto lo dice de forma
muy clara: “la aventura de adentrarse en los secretos del cerebro humano daba
paso a la reflexión profunda. Era como explorar un aspecto poco conocido de mí
mismo, como descifrar un relato escrito en código acerca de la mente, relato a
cuya escritura yo mismo contribuía con mis experimentos”[4].
El ensayo de Frazzeto, por cierto, es un valioso acercamiento al problema
emocional y su traslación fenomenológica en sentimientos,
algo por cierto de lo que es muy consciente Doctorow en su novela: “Is that
congnitive science?”, pregunta el psiquiatra, y Andrew responde: “Not really.
It’s more like suffering” (pos. 1555).
Andrew’s
Brain, en suma, entiende la identidad como algo polimórfico e hijo de la
metamorfosis, más allá del desequilibrio de su protagonista, que le lleva a enhebrar
ante un psiquiatra estatal una retahíla de recuerdos inconexos sólo para no hablar de lo que ocurrió (pos. 1045).
Es una novela que pone en cuestión el yo;
no el de su protagonista, que también, sino cualquier yo, la idea misma de yo.
Y es aquí donde podemos engarzarla con Pornografía
para insectos (2014), el último poemario de José María Parreño, un poeta menos
conocido de lo que debiera y autor de algunos libros muy estimables como El libro de las sombras (1985). Aunque
en la cubierta sólo aparece como título Pornografía
para insectos, el poemario tiene una segunda rúbrica –y, con ella, una primera
división interna observable–: El
desvividor. El desvividor sería el supuesto
resultado de su imposibilidad para escribir el primero, según se confiesa en la
introducción. Lucha, pues, entre dos poemarios, uno querido y otro obtenido,
como consecuencia de otra lucha íntima, la de desvivirse, la de “aniquilar el yo”[5],
aunque “mi yo no consiente en morir de ninguna manera” (p. 12).
Pornografía
para insectos es el retrato parcial de esa lucha sin cuartel entre una
parte del yo que busca la desaparición y la otra que se resiste (“soy su mitad
o más. / Pero no tengo nombre”, p. 20), aunque sea bajo la forma de la
figuración o simulación de la identidad: “hay orquídeas que se hacen pasar /
por hembras de abeja” (p. 13, recordando las formas avatáricas de sí que crea
la araña Cyclosa Mulmeinensis, de la
que hemos hablado en otro lugar[6]).
Dos yoes antagónicos incapaces de convivir y que sólo buscan prevalecer uno
sobre el otro: “hago el cuchillo // para que / una parte de mí / mate a la
otra” (p. 51). No hay dos identidades, sino más bien un no-yo que se propone,
sin demasiada suerte, matar al poderoso yo central que atenaza a la
subjetividad y le impide desaparecer. “Es una especie de celda, la mente del cerebro. Tenemos
esos misteriosos cerebros de un kilo y cuarto de peso y ellos nos encarcelan” había
escrito Doctorow en su novela (“It’s a kind of jail, the brain’s mind. We’ve
got these mysterious three-pound brains and they jail us”; Andrew’s Brain, pos. 1025/1679). Ese yo enjaulado impide al yo
elocutorio que utiliza Parreño disolverse en la nada y llevarse el dolor de
vivir y el dolor de contemplar las injusticias, pues a su particular modo Pornografía para insectos es un poemario
de honda carga social, con múltiples capas de lectura, todas sabias y
elocuentes. Quizá como rescoldo de esperanza o como trascendente alternativa,
aparece al final un extraño dualismo cartesiano que abre las puertas al “alma”
y otras formas de perduración. A nosotros nos parecen más interesantes las
primeras, las desustanciadas: “Ya nunca más / diré yo: / diré aquí” (p. 52).
Quizá el espíritu no tenga suficiente con eso, pero los lectores de poesía sí.
[Relación con los autores: ninguna. Con las editoriales: ninguna con Abacus, Pre-Textos es mi editorial de poesía]
[1] Marco Roth, “Rise of the Neuronovel. A specter is haunting the contemporary
novel”, n + 1, 14/09/2009, https://nplusonemag.com/issue-8/essays/the-rise-of-the-neuronovel/.
[2] E.
L. Doctorow, Andrew’s Brain; Abacus,
London, 2014, edición para Kindle, posición 334/1679.
[3] E.
L. Doctorow, Andrew’s Brain, ibídem.
[4]
Giovanni Frazzeto,
Cómo sentimos. Sobre lo que la
neurociencia puede y no puede decirnos acerca de nuestras emociones;
Anagrama, Barcelona, 2014, p. 9.
[5] J. M.
Parreño, Pornografía para insectos;
Pre-Textos, Valencia, 2014, p. 11.
[6] V. L. Mora, “Sujeto a réplica: el estatuto
narrativo del sujeto palimpsesto y formas literarias de identidad digital”, en
Jesús Montoya Juárez y Ángel Esteban (eds.), Imágenes de la tecnología y la globalización en las últimas narrativas
hispánicas; Iberoamericana Vervuert, Madrid, 2013.
2 comentarios:
Me interesó mucho la novela de Doctorow aunque creo que al principio hace una promesa que no puede cumplir, la de situarnos sobre la brecha en que la carne se convierte en conciencia. Me encantaría poder leer una obra que se alimentara de ello.
Te envío un saludo.
Esa novela llegará, no me cabe duda. Gracias por pasarte por aquí. Un saludo.
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