La discusión sobre la “poesía pop tardoadolescente”
como resultado de la falta de debate sobre la calidad de la poesía española
contemporánea
Vicente Luis Mora
Introducción
En los últimos tiempos hemos asistido al rescate o recuperación de Iris
Murdoch. Más allá de las disensiones que podamos tener con su manera de
entender la literatura, el arte e incluso la filosofía, son innegables su
talento narrativo y su perspicacia a la hora de establecer algunas nociones de
sentido común. Entre ellas, y por lo que anuncia sobre las páginas que siguen, creo
pertinente recordar ésta: “de todas maneras, el gran arte existe y a veces se
experimenta adecuadamente, e incluso una experiencia superficial de lo que es
grande puede producir un efecto” (2019: 195).
La literatura española contemporánea en general y la poesía muy en
particular tienen un problema que limita su difusión e influencia en el
extranjero, incluso en los países hispanohablantes: al no estar nunca sobre el
tapete la cuestión de su calidad o excelencia, cuidadosamente elidida para que
todos “nos llevemos bien”, se produce un generalizado todo
vale,
residuo del relativismo estético en el que, por desgracia, aún vivimos en
parte, y que genera una situación de incertidumbre artística del que salen
beneficiados los nombres más mediocres —no en vano esta situación borrosa es
propiciada por ellos—, y perjudicados no sólo los mejores poetas, sino, sobre
todo, los lectores, que gradualmente han ido abandonando la lectura de la
poesía que llamaremos “tradicional”, dentro de un movimiento general de
abandono de lo que venimos describiendo en nuestros últimos libros de crítica
bajo la rúbrica “literatura de alta intensidad” o “seria”. Es decir, no hay en
nuestro país un debate colectivo sobre cómo podríamos aplicar la expresión
“gran arte” de Murdoch a la poesía del presente.
Son varios los factores que explican el apartamiento progresivo del
público del buen gusto, y algunos ya fueron descritos en su momento en el
excelente Biblioclasmo (1997) de Fernando Rodríguez de la Flor, pero
querría enfatizar que la postergación o total escamoteo de la discusión sobre
qué sea buena poesía, o no, y qué nombres la representarían, hurto dialéctico favorecido
por un entendimiento de las antologías como posicionamientos de bandería, más
que como serenos y críticamente serios juicios de valor, puede ser una de las
causas de que el público carezca de los referentes necesarios para saber qué
debe leer, a quiénes debería leer y por qué.
En lo que sigue vamos a exponer otras funestas consecuencias que ha
producido este abandono de la tarea crítica, relacionadas con la aparición de un
fenómeno que ha contribuido a alterar las demasiado tranquilas aguas de la
poesía española. Hablamos de lo que se ha llamado “tuitpoesía”, “poesía
Instagram”, “poesía juvenil pop” (Regueiro-Salgado, 2018), “poesía adolescente”
(Taracido, 2015), “poesía postadolescente” (Bellón, 2017), “poesía pop tardoadolescente”
(Rodríguez-Gaona) o “selfi-poesía instagramática”
que “no escribe sino eslóganes” (Rogelio López Cuenca[1]),
caracterizada por haber aparecido primero en redes sociales, asociada a
espectáculos musicales y performáticos, y más tarde haber creado un mercado
paralelo de la publicación de versos que altera en no escasa medida el
tradicional. Esta poesía, desde sus comienzos, ha sido criticada por presentar
una simplicidad directa y expresiva, que parece conectar especialmente bien con
los jóvenes denominados millennials:
[…] el concepto de poesía que
manejan estos autores y que merece ser estudiado aparte, enlaza con la
inmediatez de lo vivido y lo sentido, muy en la línea de los poemas que casi
todos los adolescentes escriben y que no incluye ningún tipo de consideración
formal o desvío de la norma en aras de la poeticidad. (Regueiro-Salgado, 2018:
73)
Aunque sus resultados no parecen
distar demasiado de las obras de algunos epígonos de la poesía de la experiencia
—lo que hemos llamado en Singularidades la “poesía de la normalidad” o
normalizada— y de algunos poetas hiperrealistas —no todos— que hemos venido padeciendo en los últimos
lustros, el éxito de esta línea poética, cuyas extrañas resonancias institucionales
y editoriales desarrollaremos luego, ha motivado un gran escándalo y crujir de
dientes entre los autores “antes conocidos como poetas”, que han hecho todo
tipo de bromas sobre esta poesía dudosamente juvenil —como apunta Bellón, sus
practicantes no son en puridad jóvenes[2]— y su
escaso valor. Chanzas y juicios que no dejan de resultar curiosos, porque es la
primera vez que el asunto de la calidad poética, sobre el que algunos pocos
llevamos muchos años llamando la atención, sale a la palestra general. Hasta
que llegaron los “bárbaros” con sus poemas de Instagram, las voces poéticas y
críticas españolas no solían mencionar este asunto del valor artístico, ni
siquiera en aquellos lugares propicios para esclarecer calidades, como las
antologías, pues la mayoría de los antólogos justificaba sus decisiones en su
gusto particular —sin exponer los principios y criterios que lo formasen—, o en
querencias de lectura, en vez de en una decidida jerarquía estética que
partiese de unos nunca esclarecidos parámetros de excelencia. Esto me ha
recordado aquel interesante momento del diálogo platónico Ion:
Ion. — ¿Cuál es entonces, la
causa, oh Sócrates, de que yo, cuando alguien habla conmigo de algún otro
poeta, no me concentro y soy incapaz de contribuir en el diálogo con algo digno
de mención y me encuentro como adormilado? Pero si alguno saca a relucir el
nombre de Homero, me espabilo rápidamente, pongo en ello mis cinco sentidos y
no me falta qué decir.
Sócrates. — No es difícil,
amigo, conjeturarlo; pues a todos es patente que tú no estás capacitado para
hablar de Homero gracias a una técnica y ciencia; porque si fueras capaz de
hablar por una cierta técnica, también serías capaz de hacerlo sobre otros
poetas, pues en cierta manera, la poética es un todo. ¿O no?
Ion. — Sí. (Platón, 1985:
253)
La
aparición de esta “poesía pop tardoadolescente” ha sido un factor de
brutal sacudida para aquellas almas dormidas que han avivado el seso y
despertado al ver amenazado su escaso lugar en los anaqueles poéticos
de las librerías por la presencia de un fenómeno emergente que no comprendían.
De pronto han sacado, como el Ion platónico, algo de concentración y energía
crítica, hasta entonces bien guardada, arguyendo significativamente, en no
pocos casos, que la “poesía Instagram” o poesía postadolescente es, en
realidad, un movimiento no-poético. Para intentar así, al extraerlo de la
poesía tradicionalmente entendida, volver a excluir del debate el peligroso
debate sobre la excelencia, debate en el cual, como es lógico, no vamos a salir
todos igual de bien parados. Así que vamos a intentar parecernos al modelo de
crítico formado que propone Sócrates como alternativa a la falta de lecturas de
Ion, con el objeto de examinar la “poesía pop tardoadolescente” desde
la poesía contemporánea, y no en oposición a ella.
La tuitpoesía, “poesía Instagram” o “poesía pop
tardoadolescente”
mira a la crítica a los ojos
Marwan (2015: 162)
El poeta y ensayista Martín Rodríguez-Gaona ha sido
uno de los estudiosos que más se ha preocupado por leer y entender este
fenómeno, al que denomina “poesía pop tardoadolescente” (2019: 17) en su
libro La lira de las masas. Internet y la crisis de la ciudad letrada (2019),
ensayo que constituye la summa de sus reflexiones al respecto. Es esa
dedicación continua y la seriedad de su acercamiento —pese a las discrepancias
que puedan oponérsele, y aquí expondremos algunas—, lo que motiva que elijamos
su rúbrica “poesía pop tardoadolescente”, o su abreviatura PPT, para
referirnos a ella en adelante, como término acuñado. A juicio de
Rodríguez-Gaona, este fenómeno tiene más interés del que pueda parecer, por el
cuestionamiento de las instituciones hasta ahora encargadas de sancionar las
prácticas líricas, y la propia idea de canon, pero con una salvedad: “los
poetas prosumidores […] tienen como objetivo modificar el sistema
existente y no necesariamente crear uno autónomo o paralelo” (2019: 97). Aunque
en un principio, como apuntó Álvarez Miguel (2017) parecían tener sus propios
circuitos de visibilidad y actuación —momento en que aún no preocupaban a los
autores que tanto se rasgan hoy las vestiduras—, en los últimos años se están
acercando al campo poético tradicional, lo que delata un ansia de ser
considerados poetas en igualdad de condiciones. No en vano, como señala Vicente
Monroy, respondiendo a Unai Velasco, “el ‘aura de prestigio social’ que, como
observa Velasco, todavía mantiene la poesía no está tan alejado del prestigio
en las redes sociales” (2017), y ése no es el único puente que puede tenderse. En
ese sentido, para Rodríguez-Gaona se produce un denodado combate simbólico,
cuyo gongorino campo de pluma no es otro que el propio campo literario,
a modo de actualización del secular combate entre los nuevos y los viejos: una
variación de la querelle des anciens et des modernes —que también tiene
lugar en la narrativa actual, como bien ha señalado Rubén Martín Giráldez (2018)—.
Es una lucha secular, periódica y encarnizada, dirigida a lograr la mayor
visibilidad posible —una tensión existente ya antes de internet, como recuerda
Gustavo Guerrero[3]—,
con la consiguiente rentabilidad editorial, algo en lo que se han mostrado muy
interesadas, como es natural, editoriales como Planeta de Libros, Espasa o
Visor.
En lo que no estoy de acuerdo
con Rodríguez-Gaona es que en varias ocasiones menciona que hacer una lectura
esencializada de esta poesía de baja intensidad es una forma de olvidar otros
valores. Dando por sentado nuestro rechazo a cualquier esencialismo, como luego
se verá, entiendo que sostener ese extremo para irse al otro implica una trampa
retórica, dirigida a poner en almoneda cualquier juicio de excelencia al
respecto; lo cual, como hemos defendido en varios ensayos y textos sobre
literatura española actual, me parece precisamente una de las causas de la
mayor parte de los males que la aquejan[4]. Varios
defensores de la “poesía pop tardoadolescente” o PPT y alguno de sus
practicantes utilizan argumentos ajenos a la literatura —valores no textuales—
para validarla, lo que podría validarla como práctica social, pero no como obra
literaria. Frente a este modo de entender las cosas, que en ocasiones roza la pura
autoayuda, nuestra lectura no es sociológica, aunque contextualizará
socialmente estas prácticas, ni psicológica —ramas donde podrían encajar algunos
valores a los que se refiere Rodríguez-Gaona—, y perseguir una valoración
cualitativa de esos poemas en cuanto textos no es el resultado de ningún
esencialismo, sino de la evaluación técnica de sus propuestas estéticas y de
sus resultados estilísticos, semánticos y discursivos. Y me temo que ahí los
practicantes de la PPT no salen bien parados. Tampoco estoy de acuerdo con Rodríguez-Gaona
cuando sostiene que las obras de los “poetas nativos digitales […] proponen la
democratización” (2019: 36), porque hay que ser muy cauteloso para emplear ese
término, como he intentado demostrar en el apartado “Los presuntos ideales
democráticos del arte” (2019: 189ss) de mi ensayo La huida de la imaginación,
al que sólo puedo remitirme, por razones de espacio. Aunque no está de más leer
esta cita de un artículo de Juan José Saer (2002), donde el narrador argentino
critica a los posmodernos a rajatabla:
Su oposición a las
vanguardias no es artística, sino supuestamente ética, política, cultural: a la
tiranía irrazonable de las vanguardias, opone el democratismo posmoderno. En su chirle
relativismo, los contrarios, si no siempre se reconcilian, existen en un plano
de igualdad, de tal manera que, en su opinión, Isabel Allende y Juan Carlos
Onetti, por ejemplo, son igualmente novelistas, y dentro de la lógica
democratista que hace del público la instancia decisiva del proceso creador, la
supremacía le corresponde al más votado, o sea, en el crudo lenguaje
economicista que prevalece hoy día, al más vendido.
Poco
hay que añadir, me parece.
La oralidad y la digitalidad: el cuaderno
antiguo
Uno de los escasos valores defendidos por los
también escasos valedores de esta poesía apela a un factor bastante discutible:
la oralidad. Según Rodríguez-Gaona, uno de los elementos claves de nuestra
época digital es el “predominio de la oralidad (en oposición a la escritura)”
(2019: 30). Pero, ¿realmente lo oral está “opuesto” a la escritura? Y, en un
segundo momento, ¿es la PPT realmente oral —sin que lo sea, de seguir su
razonamiento, buena parte de la buena poesía española anterior—?
La
respuesta a las dos preguntas es no, por supuesto. La oralidad no es un
elemento opuesto a la escritura, sino una de sus partes constitutivas, como ya
aclarase Walter J. Ong en su célebre tratado, tanto desde un punto de vista
lingüístico como antropológico. Ong, que alude a distintas concepciones de lo
oral, alerta por igual contra el fonocentrismo, presente ya en el Fedro
de Platón, y el textocentrismo, representado en aquel momento por
los estructuralistas rusos y franceses (Ong, 1999: 162). Caer en esa dicotomía
de nuevo hoy no tiene mucho sentido, tanto más cuanto la electrónica es otra
forma de estrechar el diálogo entre ambas esferas, como ha señalado con acierto
Celia Corral Cañas (2014: 231-232). La oralidad, y aún más en la poesía, por
supuesto, es una de las partes del signo creado, y una de sus principales características
en aquellos textos que, como los poéticos, esperan ser leídos en público en
algún momento. Paul Zumthor escribió que “el simbolismo primordial integrado al
ejercicio fónico se manifiesta, eminentemente, en el empleo del lenguaje, y es
ahí donde arraiga toda poesía” (1991: 10), tanto la poetuitera como las
demás, sólo que en las otras líricas estos matices son conscientes y están
aprovechados al máximo. La acentuación, el ritmo, los énfasis o las
aliteraciones son otros tantos síntomas de oralidad, no sólo la presencia en
los versos de registros lingüísticos cotidianos, como a veces se malentiende.
Incluso en este último sentido, que identificaría la oralidad sólo con el coloquialismo,
la poesía lleva siglos reclamando su acercamiento a la “lengua de la calle”,
desde el prólogo de Wordsworth a las Lyrical Ballads, o el Juan
de Mairena machadiano, hasta la extraña etiqueta de “realismo sucio”, bajo
la que aparecieron a finales de los 90 poetas tan distintos como Roger Wolfe y
Pablo García Casado. Según Michel de Certeau, en esta cuestión no debemos caer
en la ficción de que exista un concepto complejo omniabarcador, pues “la
oralidad se insinúa más bien, como uno de los hilos con los que está tejido, en
la red —interminable tapiz— de una economía escrituraria” (2000: 146). Por ese
motivo, la PPT no es más oral que cualquier otro ejemplo poético. Lo que habrá
que considerar es si es más vulgar o pobre, por la adánica
selección de registros y métodos compositivos que emplea, y su radical
desactivación de cualquier preocupación lingüística. No es que haya en la PPT
un abandono de los registros cultos y de las estructuras complejas,
porque, para abandonar algo, primero hay que haberlo conocido. Las poetas de
Instagram y poetuiteros carecen —como demuestran en sus textos, pero
también en sus entrevistas— de la formación necesaria para entender la
operación poética como una indagación a través del lenguaje, de lo que resulta
que no pueden hacer una renuncia de la misma. Como decía Jacques Derrida
y recuerda Certeau, para que se produzca una oposición metafísica, como la que
habría en esta disyunción entre oralidad y escritura, tendríamos que advertir
la “presencia de un valor o de un sentido que sería anterior a la
diferencia” (Derrida, 1972: 41), lo que no sucede en este caso. La PPT no es
oral, sino pedestre, que es otra cosa: recoge de lo oral los defectos de la
vulgaridad y la simplicidad, en vez de la potencia expresiva de la lengua
convencional. En la otra acera de la misma calle, pero de modo muy opuesto,
algunos raperos y artistas urbanos, de Eminen a Bejo pasando por La Mala
Rodríguez, saben sacar todo el partido sonoro, métrico, sintáctico y semántico
del lenguaje callejero hasta reinventarlo en una interesante forma de arte
verbal.
En
otro orden de cosas, el uso de términos como “tuitpoesía” o “poesía Instagram”
como sinónimos de la PPT recuerda su origen cibernético, ligado a las redes
sociales. Eso nos llevaría a otra cuestión teórica, la de su estatuto de
enunciación: ¿estamos ante una forma de literatura digital? Pues en principio
habría que negarlo: es poesía, sí, pero no es “poesía digital”, tal como hemos recordado
en otro lugar (Molina, Mora y Peñalta, 2018: 305) y la concibe la Electronic
Literature Organization (ELO), por su falta de complejidad tecnológica y
artística; según Berens, “I wonder if the radical expansion of e-lit's aesthetic from difficulty to
ease violates one of e-literature's founding principles: that to read e-lit
requires ‘non-trivial’ effort, whether that effort is physical interaction and/or
cognitive complexity?” (2019). Su trivialidad compositiva les impide el
acceso a los parámetros de la ELO, y su falta de voluntad estética y la
imposibilidad de ligarlos a las prácticas literarias de vanguardia —requisito
impuesto por Kaherine N. Hayles (2002) para los tecnotextos— las aleja
de lo conocido como e-lit o literatura digital. Es decir, no hay un
aprovechamiento de las ventajas y posibilidades digitales, sino que la red se
usa como mero canal, como simple soporte de escritura, como un cuaderno
antiguo, obviedad reforzada por el hecho de que esos poemas son publicados luego
tal cual en libro, en los muchos casos de tuitpoetas que luego encuentran techo
editorial. Como recordábamos en el texto colectivo citado, “Esta
dinámica ya fue prevista por George Steiner al comienzo de los 70 en su ensayo ‘In
a Post-Culture’, donde se leía que entre las crecientes tendencias de la poesía
podía encontrarse una forma de ‘lyric circus: ‘do it yourself’ poetry possibly
related to the use of computers’” (Molina, Mora y Peñalta, 2018: 305). Tanto de
estas palabras de Steiner, como de un artículo de Paulo Leminski sobre cierta
poesía alternativa brasileña de los 70 que “fue poesía hecha por gente
extremadamente joven, poesía de un muchacho para otro, todos burlándose de
Homero” (2018), podemos colegir que esto ya ha pasado antes, y que, como antes,
es bastante posible que apenas deje rastro lector, fuera de la historiografía.
Otra cosa es el efecto que pueda causar sobre la estructura del campo
literario, que es precisamente el motivo que nos mueve a redactar estas
páginas.
La sustitución de la contemplación por la
autocontemplación, y de la lectura por la escritura adánica
Entre los “poetuiteros” (Hernández Montecinos,
2018) hay algunas personas de edad mediana, incluso madura, que seguramente
escriben así por no tener más dotes literarias, pero ¿cuáles son los posibles
motivos por los que numerosos jóvenes —no todos, por supuesto[5]— han confundido
metonímicamente una poesía de baja intensidad con la poesía como fenómeno
global? Aquí habrá que separarse por un momento de los textos y observar los
contextos. En palabras de Antonio Méndez Rubio, “la poesía es hoy en día un
claro reflejo de la pulsión hiperexpresiva y de la necesidad de reconocimiento
que conllevan las nuevas pautas de orden”, añadiendo que “por su propia
posición en el sistema cultural tradicional, la poesía más ingenua o inercial
se entrega como pocos discursos y acciones a la hegemonía entre simpática y
mesiánica del yo expresivo, del sujeto como autoimagen, del selfie”
(2016: 20-21). En efecto, es una práctica ligada a los procesos de extimidad
y al sujeto narcisista que hemos estudiado en trabajos como La literatura
egódica (2013), El sujeto boscoso (2016) y La huida de la
imaginación (2019), y muy directamente relacionada con una voluntad de
participar a medio gas en los procesos públicos de falsa y rápida celebridad,
ya sazonados y criticados a la vez en su momento, por Andy Warhol. El
predominio de Instagram —esa red social concebida como la alfombra
roja de los precarios, como alguien me la definió en privado con acierto—,
en la difusión de la PPT es un claro ejemplo de esa voluntad de ser “famoso
mediante la escritura”, algo que es casi un oxímoron. Sin embargo, hay que
explorar las consecuencias de este hecho archisabido, dotándolas de un contexto
socio-estético. A ello puede ayudarnos este párrafo de Fernando Castro Flórez:
Estamos atrapados en el
exhibicionismo delirante de la propia nulidad, con una extraordinaria falta de
pudor y un singular servilismo de las víctimas que participan, de una forma
aparentemente gozosa, en el espectáculo de la humillación. Benjamin señaló que
la Humanidad que, con Homero, había sido objeto de contemplación para los
dioses del Olimpo, se ha convertido, ahora, en objeto de contemplación para sí
misma. Su alienación ha alcanzado un grado tal que le hace vivir su propia
destrucción como una sensación estética de primer orden. La confesión,
conseguida en la oscuridad morbosa del encuentro con el sacerdote o en la
disciplina más agresiva de los cuerpos, ha perdido cualquier sentido en el
momento en que toda la gente quiere contarlo todo. […] Podríamos hablar
de una reformulación del realismo que ya no es lo figurativo-académico sino la
desnudez de lo que ‘acontece’, la integración, humorística o cercana al
bostezo, de cualquier cosa. (2019: 74)
En efecto, el confesionalismo inane
y agotador, en ambos sentidos del término, es una de las claves para
entender la tuitpoesía —y buena parte de la narrativa autobiográfica y
autoficcional contemporánea, como hemos expuesto en La huida de la
imaginación—. Para estar ahí es preciso un goteo continuo de
personalidad en las redes sociales, una constante emanación subjetiva
—Rodríguez-Gaona explica esto muy bien en su libro—, para que el efímero brillo
digital no palidezca. Para conseguir mayor efecto y más clientes, tensión
comercial presente en algunas declaraciones de Marwan[6], se
abandona cualquier complejidad y ambición, y el resultado es una forma
poemática entendida como variaciones de elementos muy simples, tomados de uno
en uno, o de dos en dos, para establecer fáciles comparaciones o asociaciones,
como puede verse en la poesía de Elvira Sastre, muchas veces compuesta a partir
de oposiciones pueriles (“uno es de donde llora pero siempre / querrá ir a
donde ríe”, tuit de la autora de 17/01/2014, injertado luego como verso en su
libro Baluarte). La extimidad fuerza a exhibir pulsiones constantes y, a
ser posible, distinguibles por extremas, como en el caso de IreneX, quien
refuerza esta performance psicodramática con sus vídeos de YouTube, plagados de
confesatios non petitas. Pese a esa voluntad diferencial, el hiato no
busca ser otra cosa, sino ser más de lo mismo, un ídem intercambiable
más intenso: tomando un juego de palabras de Hernández Montecinos (2018), estos
poetas no buscan desmarcarse, sino enmarcarse, convertirse en
marca personal, convirtiéndose en mercancía intercambiable, algo que ya venía
practicando algún vate de la poesía de la normalidad. En ese mercado de los
afectos, el dinero son los sentimientos abaratados, como ya señalase en su
momento Fernández Porta en Emociónese así (2012). En un dato común a
prácticamente todos estos poetas, los sentimientos depreciados, privados de
cualquier dimensión profunda o compleja que permita denominarlos emociones en
sentido literario —à la Jane Austen, para entendernos—, comparecen
expuestos o bien de forma brutal o vulgar, como en los programas televisivos
del corazón tipo Sálvame —registro en el que cabe incluir también
algunas autoficciones narrativas actuales—, o bien, como apuntase Juan Bonilla,
los sentimientos afloran de forma cursi y aniñada[7], como si
fueran textos de carpetas adolescentes o estampas motivacionales llenas de camas
vacías, heridas metafísicas cubiertas con tiritas, amaneceres a solas,
recriminaciones intensitas, gatos y citas de Paulo Coelho. Estamos,
según Begoña Regueiro-Salgado, ante “visiones del amor estereotípicas, poco
novedosas y llenas de lugares comunes” (2018: 72), estereotipos amorosos que,
por cierto, eran característicos también de la poesía de la experiencia, según
señalaron en su momento la mayoría de estudiosos de la lírica española —los
serios, I mean—. En este sentido, discrepo de Rodríguez-Gaona, para
quien “la simplificación y la banalidad, en ciertos casos, de las propuestas se
deben, recordémoslo, a que están hechas para una sociedad definida por esas
mismas características” (2019: 33), pues abundan los poetas tradicionales,
tanto conservadores como vanguardistas, que escriben no “para”, sino al margen
de, o en contra de esa sociedad banal, con ánimo de otorgarle contenido
estético significante, de transformarla o, al menos, y como expresaba Jorge
Riechmann años atrás, de trastornarla.
El otro factor apuntado en este
subapartado, ligado al fenómeno PPT, es la sustitución de la lectura formativa
por la escritura directa, adánica o naif, que se autosustenta en su nadería y
en sus repeticiones involuntarias de lo ya escrito por otros. Según el escritor
y profesor Luis Manuel Ruiz, “de pronto, todo el mundo quiere ser escritor, sin
leer previamente, claro. La gente tiene como prisa, lee para acabar el libro,
no para detenerse: lee novelas, o ensayos, con el mismo talante del WhatsApp.
Eso afecta a la escritura” (en Luque, 2019), porque, como apuntaba Martín
Caparrós en una entrevista, escribir sin leer “es como si uno quisiera aprender
a tocar la guitarra sin haber escuchado música” (en Galán, 2015). Es relevante
leer los textos que algunos profesores de secundaria —como el propio Ruiz,
Taracido o Pedro Luis Menéndez (2019)— han dedicado a la figura del joven
lector de la PPT, donde resaltan no sólo la terrible falta de lecturas de obras
clásicas, sino la absoluta despreocupación por tenerlas, algo que he podido
constatar de primera mano en mi episódica dedicación docente. En un sentido
similar, otra escritora y profesora, la narradora estadounidense Sigrid Nunez, explica:
“mis estudiantes tienen problemas con los clásicos, porque muchas de esas obras
del pasado resultan verdaderos desafíos y no están entrenados en desentrañar
obras exigentes. Algunos estudiantes me han confesado incluso que no quieren
leer nada en absoluto, que no les gusta leer, que solo quieren escribir” (en
Azancot, 2019; Nunez se extiende sobre este particular, esta vez en clave de ficción,
en su sugerente novela El amigo). El resultado, en los más jóvenes
autores de la PPT, es una escritura sin “oficio” (Moga, 2018) y un preocupante
“borrado de la memoria literaria” que redunda, como apunta Manuel Rico[8], en una
trivialización a ultranza.
Por
ese motivo, tampoco es posible vindicar la PPT como forma de poesía “popular”
contemporánea; como explicó a la perfección José Corredor-Matheos en los
recientes encuentros poéticos de Verines, la poesía popular tiene un componente
de creación colectiva y anónima, basado en el conocimiento de la tradición existente
y en el hondo respeto a la misma. Ninguno de esos respetables factores asoma en
el individualismo egódico y el desconocimiento de la tradición poética
característicos de la PPT.
La interesada confusión institucional
Relacionado con todo lo anterior, hay un factor de
campo que ha sido ya mencionado por algunos estudiosos de la PPT como Unai
Velasco (2017) o Álvaro Valverde (2017). Me refiero a la confusión interesada entre esta lírica de baja
intensidad y la lírica tradicional de distintas intensidades —no pensemos que
antes de la PPT no abundaban la mala poesía y las líricas “normalizadas”, como
intenté mostrar y demostrar en el citado Singularidades (2016)— de
varias maneras y mediante ciertos procedimientos torticeros. Si bien en sus
principios los poetas instagrammers y poetuiteras mantenían sus
esferas de actuación y difusión aparte, en los presuntos márgenes de la red y
algunos bares de Madrid, sin que sus circuitos se mezclaran, diversos hechos
acaecidos durante los últimos años demuestran con claridad que estas voces no
sólo quieren el terreno digital y de actuaciones públicas que conquistaron al
principio, sino que también quieren la parte tradicional del pastel. Incluso el
poco prestigio literario que aún permanece, languideciente, en ésta. Y que
algunas personas en el otro lado también están interesadas en esa
mescolanza, por razones fáciles de adivinar.
El primero de los procedimientos
torticeros de confusión sería invitar a los poetas PPT a los mismos festivales y
encuentros que los demás, como si estuvieran en igualdad de condiciones
artísticas, favoreciendo desde las instituciones “un apoyo corporativo a la
poesía pop tardoadolescente” con el que “se regresa no sólo a un
conservadurismo social, sino que, además, se propicia una involución tanto
formal como discursiva” (Rodríguez-Gaona, 2019: 154). El segundo sería
invitarlos a formar parte de jurados de premios de poesía, o concederles los
mismos, lo que ha levantado las consiguientes sospechas de pagar con dinero
público fichajes editoriales privados[9]. El tercer
procedimiento es organizar desde la universidad encuentros académicos a los que
también son invitados estos poetas, con un efecto legitimador, al estar presentes
también en igualdad de condiciones y bajo la premisa de que deben ser
escuchados, por un mal entendido principio democrático, como si yo
pudiera ser invitado a un congreso de pintura en el MOMA sólo porque alguna vez
he pintado de blanco los muros de mi casa. Utilizo la expresión muros para
recordar que lo que hace un “poetanauta” (Moga, 2018) es colgar sus poemas, sin
filtros ajenos —ni propios, por lo común— en su muro de Facebook o su perfil de
Instagram. Lo increíble es que nadie vea factible que el MOMA me considere “pintor”,
pese a que yo indudablemente pinte, pero numerosas personas y gestores
culturales vean plausible la primera posibilidad, la de que las instituciones reclamen
a poetas de tercera división a sus actividades, sólo porque “traen gente”,
criterio que, llevado a sus extremos, acabará llevando a los festivales y
congresos literarios a Belén Esteban o Lionel Messi, que también “traen gente”
a mansalva. Belén Esteban, además, tiene libro publicado. No sé si estoy dando
demasiadas ideas.
En cuarto lugar, de esos
congresos nacen libros como el coordinado por Remedios Sánchez, Nuevas poéticas y redes sociales. Joven
poesía española en la era digital (2018), en el que también pueden leerse en
el mismo lugar y con la misma jerarquía artículos a favor y artículos
ligeramente en contra de la nueva poesía, siendo cuidadosamente excluidas de
estos volúmenes las voces críticas que hubieran lanzado una andanada de frente,
no sólo contra la PPT, sino contra el propio mecanismo igualador de la
coordinadora, que es una de las auténticas fuentes del problema. ¿Por qué se
hace esto, qué ganan los profesores universitarios o poetas participantes en
estas igualaciones? ¿Acceso a las editoriales que publican a los poetas pop
tardoadolescentes y a sus adelantos editoriales, algo que pueden esos
sellos permitirse gracias a sus grandes beneficios? ¿Una visibilidad
institucional o académica que no tendrían escribiendo sobre la poesía de mayor
intensidad, por falta de aliento crítico y de alcance teórico? ¿Legitimar
sociológicamente a la poesía de la experiencia, ya que no cabe la legitimación
artística, como algunas voces han señalado? De hecho, es muy sintomático que,
sin apenas excepciones, los defensores de la tuitpoesía dentro del sector
poético tradicional sean acérrimos defensores de la poesía de la experiencia o
practicantes de la misma —véanse el artículo de Álvarez Miguel (2017) y la
larga exposición de las concomitancias entre ambas corrientes de Velasco (2017)—.
Todos estos factores producen
una confusión preocupante entre poesía de alta y baja intensidad, presentadas
como si fueran la misma cosa. Pero es claro, también, que existe un hilo tonal,
editorial y estético clarísimo entre la mala poesía PPT y la mala poesía
aún dominante —ya no en lo poético, por fortuna, pero sí en lo institucional—. Y
hemos podido asistir así al delirante hecho de que una poeta tan poco dotada
como Elvira Sastre haya presidido jurados de poesía, como el premio Cáceres de
2018, por ejemplo, lo que demuestra que la institución convocante, o bien se
confundió por sí sola al entender que la relevancia mercantil y mediática de Sastre
era síntoma de una inexistente relevancia poética, o bien fue convenientemente
confundida por alguien para equivocarse al respecto. Cualquiera de los dos
supuestos es igualmente grave. Rodríguez-Gaona apunta una posible causa de
todas estas confusiones:
En el plano sociohistórico,
las actividades de los poetas nativos digitales, confirman los diagnósticos que
Arthur C. Danto sostuviera sobre el fin de la historicidad artística en Más
allá de la caja Brillo […] después del cuestionamiento de los grandes
relatos. Inmersos en una poshistoricidad poética, no resulta imprescindible,
digamos, escribir buena o mala poesía (valoración de difícil consenso), sino
crear y consolidar un circuito de textos que sean asumidos como poéticos por
una comunidad determinada (consolidada en base a la reciprocidad y la
colaboración mutua). La validación será, posteriormente, recibida como una
consecuencia natural del sistema, al reconocer su valor de mercado. (2019: 36)
Para deshacer este anacoluto, recuperar
la historicidad y plantear unos criterios que impidan el sinsentido de mezclar
churras con merinas y gradientes de calidad poética incompatibles entre sí, no
hay más solución que hacer frente con argumentos e ideas a esa confusión
interesada. Dejar de pensar qué puede perderse oponiéndose a esta tendencia
—por ejemplo, dejar de publicar en Visor, o ser llamado a menos festivales y
jurados—, y hacerlo con claridad y sin aspavientos. Basta con aclarar a las
instituciones, o al resto de miembros del jurado que, a lo mejor, no es buena
idea invitar a quien no ha demostrado merecimiento, o premiar al peor
candidato, sólo para seguir siendo parte del machito. En serio: se puede escribir
y participar en el campo poético, incluso con cierta visibilidad, sin
participar en ese penoso espectáculo.
La ausencia del debate sobre qué sea la
excelencia poética
Otra causa de la confusión es el hecho de que, en
España, por lo reducido del mundillo o campo poético, se ha optado secularmente
por eliminar el criterio de calidad como modo de referirse a las obras poéticas.
Amparados en un cobarde no nos hagamos daño, como si elucidar la calidad
de una poesía fuese mentar la calidad humana de su autor, ha sido un proceder
muy extendido negarse a explicitar los criterios estéticos con los que cada uno
construye su gusto, o escurrir el bulto ante juicios de valor positivos y,
sobre todo, negativos. Al referirnos a un campo poético en el que no había
demasiadas, aunque sí marcadas, diferencias de calidad, hasta ahora se habían
producido disfunciones graves, pero no intolerables. Todos, salvo algunos
llamados “radicales”, entre los que parece que me encuentro[10],
parecían acomodarse a un sistema donde basta con hablar bien de los amigos para
sobrevivir, siempre que no hables mal de la poesía de nadie. Pero con la PPT llegan
de súbito las curvas y la preocupación, al surgir una poesía alejada de los
espectros de valor hasta ahora existentes, una lírica de baja intensidad que,
para colmo, concita la atención mediática y, lo que es peor, se adueña del poco
espacio disponible en los estantes poéticos de las librerías, los pocos
estantes restantes. Entonces llegan los llantos y el chirriar de dientes, y, de
forma inopinada, los poetas a la defensiva consideran necesario introducir un
criterio de calidad; criterio de calidad que antes quedaba cuidadosamente
apartado, porque no le convenía a nadie y sólo lo utilizábamos algunos
irredentos críticos literarios que pensábamos, y seguimos pensando, que la
crítica es otra cosa, una auténtica evaluación estética de los textos leídos, a
través de argumentos serios y sólidos a favor y en contra, con todas las
consecuencias y sufriendo con estoicismo y cierta sorna los interminables
boicots. La mayoría de poetas y críticos prefieren ponerse de perfil y no dicen
nada, o desmigajan frases estratégicas, rezando por seguir publicando en Visor,
seguir siendo invitados a festivales poéticos, a ser posible hispanoamericanos,
y que reste un mínimo hueco en los anaqueles libreros para su próximo poemario.
Otras voces algo más valientes, como Álvaro Valverde o Luis Alberto de Cuenca, al
menos se oponen de raíz al fenómeno diciendo que es “la poesía no poesía” (Valverde,
2019), o la “para-poesía” (de Cuenca en Rico, 2019), lo que me parece
desacertado por dos razones: primero, porque ni Valverde, ni de Cuenca, ni yo,
ni nadie, somos guardianes de un sacro tarro de las esencias de lo que sea la
poesía, concepto que además va mutando epocalmente; segundo, porque tal
consideración extrapoética de la PPT es, de alguna manera, un reconocimiento
del mismo problema que he apuntado más arriba: como se ha excluido el criterio
de calidad, apelamos a las esencias. Como antes nunca habíamos hablado de mala
o buena poesía, un debate previo celosamente hurtado, tampoco lo hacemos ahora,
optando por incluir la ontología en el debate y discutir si la “poesía pop tardoadolescente”
es poesía o no lo es.
[Fotograma de un anuncio de ING]
Y en estos silencios se ha sumido desde los años 90 la
mayor parte de las personas que forman la crítica poética española y, no pocas
veces, la de narrativa. Es uno de los problemas de que coincidan en la misma
persona la condición de crítico y de escritor: en las estrechas carreteras de
la trayectoria personal brotan las estrategias de supervivencia y
adelantamiento. Esto genera suspicacias que sólo desaparecen cuando esa
persona, de vez en cuando al menos, se pega un tiro en su propio pie, haciendo
que el criterio prevalezca sobre los intereses. Creo que no recordamos
demasiados casos. Es decir: el grueso de la crítica española, como casi
siempre, sólo sabe disparar hacia abajo; hacia los lados dispara muy poco, y
hacia arriba nunca.
Lamento dar malas noticias, pero
la PPT sí que es poesía —en el mismo sentido opinan Taracido (2015), Monroy
(2017) y Torres Blandina[11]—, lo
que ocurre es que, para el lector formado, es una lírica elemental, básica, de
primaria, de carpeta adolescente, de baja intensidad, low cost,
abaratada, sentimentaloide y bajuna, estilísticamente simple (“Instapoetry is
simplistic, little more taxing than reading a meme”, Berens, 2019) y
conceptualmente nula. En resumen, no tengan miedo a decirlo: es mala poesía, y
punto. Sus practicantes, los más jóvenes, pues otros son ya talluditos y no
tienen remedio, quizá tengan futuro poético si aprenden a leer[12],
enriquecen su bagaje y sus registros técnicos y mejoran su escritura. Como
antiguo jurista, creo en la reinserción social.
En una reciente entrevista, el
profesor de teoría de la literatura David Viñas hacía esta reflexión, que
coincide en bastantes elementos con la que estamos desarrollando:
Muchas veces se acusa de
elitismo a la crítica tradicional por no ocuparse de estos nuevos autores
de la red. Yo soy de los que piensa que hay que leer los textos y luego ya
veremos si hay que activar algún gesto elitista. Cuando lees descubres que
a veces no se habla de estos nuevos creadores no por elitismo, sino porque lo
que escriben es muy malo. Y esto hay que decirlo. Y si descubrimos algo bueno,
también hay que decirlo. Cuando el texto es el protagonista todo resulta
más fácil. (en Iglesia, 2019)
En
efecto, hay que decirlo, tanto lo bueno como lo malo, porque de otro
modo no se hace crítica literaria, sino pura palabrería gastada y gestualidad
ampulosa de cara a la galería. El elitismo hoy en día es comercial y mercantil,
como hemos expuesto en La huida de la imaginación, de forma que lo
auténticamente elitista en nuestro presente es aliarse con las formas
literarias de baja intensidad PPT, porque son las que venden y atraen atención
mediática. Decir que una obra literaria es pésima no es un acto de elitismo,
sino hacer nuestro trabajo como críticos y como lectores formados y
responsables, del mismo modo que un cocinero que descarta un plato nefasto de
su aprendiz, explicándole sus fallos. Y, como expongo en el ensayo antes citado,
una forma elemental de demostrar la diversidad de valores es comparar textos
que aborden asuntos similares. Así que a continuación transcribo uno de los
poemas de Escandar Algeet
publicado en su blog[13] el miércoles, 8 de
julio de 2015, y, a continuación, un poema de un vate actual no
canónico, Jorge Riechmann, de quien he escogido una pieza no esencial en su
producción[14],
el poema “Vellocino del dolor” (2011: 150-151):
No quiero sentimientos afilados
contagiando estas heridas egoístas
de pretender la selva sin ofrecer hogar
a cambio.
No quiero el dolor de sentirme a gusto
pulsando teclas
mientras trabajo el vacío
de un callejón sin salida a mí mismo.
Tengo un orfanato de perderte
apuntándome un futuro
de prisa tarde
de nunca siempre.
Ahora que consigo amarte sin quererme
matar
me pregunto con quién podré negociar
otro amanecer sin verte.
Qué tontería, todas estas cuchillas
reunidas
sin sangre sudor ni semen
como un sacrificio sin víctima.
En ti nacerá la música.
Verte bailar seguirá siendo mi mejor
motivo.
Que lo hicieras conmigo: mi suerte.
VELLOCINO DE DOLOR
La piel,
metamorfosis
imperiosa del
mundo.
Cauce de lo
distinto,
distancia
incorporada,
piel que sólo
es límite hacia adentro.
Fundamento del
símbolo,
metabolismo de
tu realidad.
Piel creada
por las sales
y luces del encuentro,
piel de
revoluciones y caricias,
piel que nace
al contacto de otra piel.
Poros hacia la
noche,
pliegues que
son besanas de los sueños,
arrugas donde
otra aurora se aventura.
Tu piel es la
memoria.
Arráncate,
amor mío,
la costra estremecida.
Los
dos autores dirigen la voz elocutoria en primera persona hacia un tú que
representa claramente la figura de la persona amada, mediante una forma versal.
Ahí terminan las semejanzas. Para empezar, en el poema de Riechmann —que podría
reactualizar oblicuamente el mito clásico del vellocino de oro— el uso de la
segunda persona del singular es lógico, pues el sujeto amado es el objeto del
texto; en el segundo, el tú parece una mera excusa para hablar del yo,
omnipresente protagonista de la PPT, como ya se ha señalado[15]. Las
heridas “egoístas” del primero se vuelven consciencia biopolítica en el
segundo. Creo que saltan a la vista las abismales diferencias de construcción
de imágenes, ritmo, cuidado de la expresión, estilo, profundidad semántica,
ambición artística, complejidad y densidad intelectual —inexistente esta
última, a mi juicio, en el poema de Algeet—. La ramplonería y la sencillez mal
entendida presiden el poema de Algeet, frente a la estudiada claridad llena de
sugerencias e imágenes de “Vellocino de dolor”. Si estuviéramos hablando en
términos musicales, el poema de Algeet sería como una canción creada por mí, y
el de Riechmann un tema compuesto por Bob Dylan. A un lector carente de tiempo
y que agradece el consejo informado, como críticos literarios no podemos más
que recomendarle exclusivamente la lectura de la poesía de Riechmann.
Otra
comparación de interés, pero para demostrar la otra cara de la moneda —esto es,
el parecido entre una pieza de un PPT y otro de un poeta normalizado
tradicional—, puede encontrarse en un artículo de Víktor Gómez (2014). Hay que
decir que aunque algunos, y sobre todo algunas, practicantes de la PPT quieran
darse ínfulas de poeta, otros han declarado con humildad que no se proponen
escribir una poesía de altura, como César Brandon (en Martín, 2018), o se
deduce de sus palabras la pauperización del entendimiento del hecho literario,
como en el caso de Defreds: “[mis poemas] no son los mejores del mundo, pero le sirven a esa persona de 15 años que se
acerca por primera vez a una librería. En vez de estar viendo
la tele o fumándose un porro en el parque le ha dedicado unas horas a leer” (en
Marinero, 2016). Declaraciones de humildad, por cierto, difíciles de encontrar
en poetas tradicionales que tampoco hacen más que repetir esquemas manidos, o
variaciones escolares de los temas y formas de siempre.
Conclusión
Recuerdo haber visto hace
meses, en la mesa de novedades de una feria del libro, un poemario de una de
esas jóvenes rompedoras, publicado por cierta ensotanada editorial. Una faja la
anunciaba como ‘la poeta que la literatura española estaba pidiendo a gritos’,
o algo así. Serán gritos de socorro, pensé al picotear en algunos poemas, o lo
que fuese aquello.
Eduardo
Moga (2018)
Si aborrece usted la mala
poesía actual, debería haber leído la mala poesía anterior.
Josep
Lerull (2016)
La peor consecuencia de no preguntarse por la
excelencia o calidad de la poesía actual, en suma, es la renuncia a poseer
instrumentos de medición que permitan valorar sin aspavientos, ni mesado de
cabellos, el valor de un libro o de una obra poética, esto es: quedarse sin
instrumentos y sin argumentos a la hora de confrontar, pacíficamente, a quienes
reclaman en voz alta haber hecho una poesía de igual valor a los demás. Porque eso
es lo que sucede cuando se renuncia a establecer los parámetros de excelencia:
que cualquier mequetrefe puede venir y vindicar sus derechos, al haber renunciado
tú a los tuyos. Al apartar los juicios, para crear un ambiente dócil de rebaño
bien alimentado, no es posible oponer un juicio irrebatible al advenedizo que
presenta sus gañidos como si fueran plantos, y sus plantos como si fueran
elegías rilkeanas. Cuando se rebaja culturalmente el nivel a ras del suelo,
todos los involucrados acaban manchándose de barro los pies. Así que ojalá la
llegada de esta poesía de bajísima intensidad traiga un inesperado beneficio
social y estético: hacer consciente al colectivo poético de que es necesario
vindicar la buena poesía mediante la exposición de los criterios de calidad y las
razones de por qué es nefasta la lírica inconsciente de la ambición artística, que
ignora la más elemental tradición literaria. Así podremos aseverar, con
conocimiento de causa, que la PPT es mala, y seguramente peor, pero no mucho
peor, que gran cantidad de poesía de la experiencia premiada y de poesía
hiperrealista de bajo vuelo que han sido publicadas en editoriales españolas
conocidas, sobre todo Visor, durante los treinta últimos años.
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[1] Declaraciones a
entrevistador anónimo en “Rogelio López Cuenca: ‘Cansa el arte que solo vale
los muchos dineros que dice que cuesta’”, Babelia de El País,
13/08/2019, https://elpais.com/cultura/2019/08/08/babelia/1565265775_251783.html.
[2] “Uno de los autores
estrellas […] tiene 37 años. […]
Otros autores del colectivo tienen su fecha de nacimiento bastante a cubierto,
por lo que he visto, pero tengo la sensación de que los 20, e incluso los 25,
los han cumplido ya todos… No hay ningún Rimbaud acá, ni ningún Félix Francisco
Casanova” (Bellón, 2017).
[3] Al estudiar la
difusión de la poesía hispanoamericana en los años 90, anota Guerrero: “Los
poetas más jóvenes, y que al abrirse la década no disponen de un público
consolidado, tendrían que buscar rápidamente otras vías para difundir sus
poemas y para tratar de ponerlos en el mapa nacional o internacional mientras
llega Internet y se abren las perspectivas de difusión en línea. También, para ellos, dentro de
ese espacio público saturado, la batalla por ganar será la batalla de la
visibilidad.” (Guerrero, 2018: 98).
[4] De hecho, en su
ensayo Rodríguez-Gaona apenas habla de calidad literaria (específicamente sólo
en las páginas 94 y 145), tocándose más cuestiones sociológicas, tecnológicas o
de campo, que tienen un indudable interés, por supuesto, pero que quizá deberían
dejar más hueco al tema de fondo: qué aporta literariamente esta PPT
frente a las muy diversas corrientes que ya existen, y por qué tendría un lugar
jerárquicamente inferior respecto a ellas.
[5] En su ensayo,
Rodríguez-Gaona apunta una serie de nombres jóvenes que separa con cuidado de
la “poesía pop tardoadolescente”, a los que cabe apuntar otros que
apuntan dotes: Óscar García Sierra, María Martínez Bautista, Mario García
Obrero, Rosa Berbel, José Ángel Baños, etc.
[6] Véase Alejandro Luque (2015) o
Jaime Cedillo (2019).
[7] “A la salida del
recital algunas asistentes llevarán lágrimas en los ojos y unos cuantos libros
—junto a la puerta se venden los textos de los rapsodas— en el bolso. A pesar del gravísimo riesgo que
corro de que alguna de las consultadas crea que quiero ligar con ella y por eso
le pregunto, les pregunto (diciéndoles que estoy haciendo este reportaje): ¿qué
ves en estos poetas? Las respuestas se parecen: dicen cosas bonitas, cosas que
les importan, se sienten retratadas, dicen lo que les gustaría oírle en un
susurro a la criatura a la que aman o lo que les gustaría decirle en un susurro
a la criatura amada. El amor es el tema esencial del 90 % de las páginas de los
libros que han convertido a la poesía en un género que vende miles de ejemplares.
Sinceramente no creo que mucho de esta sobreviva a la propia generación sobre
la que está derramándose y que una de las esencias de esos libros es la
cursilería. No sé si algunos de los miles de lectores que consumen estos libros
saltarán a otros poetas: nunca he confiado en que los best-sellers tengan de
bueno servir de trampolín para llegar a otros libros, pero no hace al caso.”,
Juan Bonilla (2015).
[8] “Los poetas, el
llamado ‘mundo poético’ en su conjunto, ha de hacer frente a la triple
eventualidad (¿al triple peligro?) de la desaparición del poeta a manos de la
tecnología (‘poesía’ de máquinas), de la trivialización del texto poético en el
mundo virtual y en las redes, y del borrado de la memoria literaria, poética,
artística, sobre la que se asienta la poesía contemporánea, la tradición
letrada.” (Rico,
2019).
[9] Véase Álvarez Miguel (2017b).
[10] “Con la radicalidad
que le caracteriza, Vicente Luis Mora traza una detallada descripción de ese
preocupante estado de cosas, tal vez (y por desgracia) no muy alejado de la
realidad” (González Moreno, 2017: 93). A lo mejor ser radical hoy en día
significa hacer diagnósticos acertados en un sistema cultural organizado
para no hacerlos.
[11] “Por un lado, los
poetas de la tradición, que ven en los jóvenes que triunfan en la red el fin de
la poesía, que se niegan incluso a llamarla poesía, sin darse cuenta de que
gran parte del problema es que están valorando con ojos del siglo XX la poesía
del XXI. Por otro
lado, los jóvenes poetas, que piden un respeto y confunden los likes con
la calidad literaria. Ambos son hijos de su tiempo” (Torres Blandina, 2019).
[12] Manuel Rico (2019)
cita una conversación en Granada con dos de estos poetas, que demuestran
desconocer por completo la tradición poética, con la significativa excepción de
Ángel González. En
otro momento comentaré una parecida y jugosa experiencia personal.
[13] http://escandar-algeet.blogspot.com/2015/07/hay-que-ganarse-la-vida-dicen-ganarsela.html.
[14] Como prueba el hecho que
no se cuente entre los poemas de Riechmann que seleccioné para La cuarta
persona del plural. Antología
de poesía española (1978-2016).
[15] “Las características
que acompañan a todos estos textos y libros son bastante similares, y parten de
un abuso del yo y de la primera persona; de un extraordinario divorcio
con el medio social; de una búsqueda infantil y constante de la facilidad y los
juegos de palabras; de un vocabulario y unos temas recurrentes que parecen
sacados de un prospecto (además de hacer pasar por originales calcos de versos
ya escritos por otras personas); y de un abuso de la prosa que no puede
calificarse de prosa poética o prosa vertical por no cumplir
tampoco con sus cánones.”, Adrián Salcedo (2018).
19 comentarios:
1.
Muy buenas, Vicente Luis:
Aunque comparto y suscribo la mayoría de lo expresado en la entrada, magnífica sobra decirlo, creo que el planteamiento sobre el valor y la calidad de estas prácticas poéticas actuales es solo la punta del iceberg de un problema, o desafío más bien, de mayor calado y recorrido, al que hemos de enfrentarnos en las próximas décadas.
Lo cierto es que sí: nuestras peores pesadillas se han hecho realidad y lo mejor que puede hacer uno es batirse en retirada de las redes sociales. Porque el éxito o el fracaso ya no dependen tanto de la capacidad de pensar diferente a la manera deleuzeana y buscar escapatorias alternativas (Ausgang) al bucle de la fenomenología del y sin fin en la que ha derivado la posmodernidad, debido en parte al nihilismo que desde Lyotard ha provocado la muerte de los grandes discursos, entre ellos la literatura; antes bien, el éxito o fracaso de toda tentativa creativa o intelectual depende en gran medida de la disponibilidad por parte del autor o autora de convertirse en pura mercancía literaria, en un objeto de consumo: en definitiva, en el perfecto sujeto kardashiano.
Todo ello está expresado a la perfección en esta entrada, con lo cual creo que la cuestión queda más que resuelta, dejando dos únicas opciones posibles: o bien asumir la alienación total de la literatura, o bien permanecer en el espacio residual (underground diría un crítico pop) que ocupa el arte verbal después de la muerte teórica de la literatura (porque la literatura muere con el fin de la historia moderna de la que hablaba Fukuyama, por ser justamente fruto de esa modernidad). Espacio compartido ya con el resto de prácticas intelectuales residuales dentro del capitalismo, no por ser críticas con el mismo, sino por no poder ser reducidas a los términos utilitarios y pragmáticos de la propia lógica capitalista.
Esta última idea, la polémica en torno a la legitimación de la práctica intelectual en la posmodernidad, es la que centra buena parte del debate aquí sostenido. Lo que ha sucedido a mi juicio es ni más ni menos que eso, en efecto: la poesía ha dejado de ser una práctica intelectual para convertirse en una varieté más de la sociedad del espectáculo. Se ha transformado en un medio de expresión democrático (con todo lo que ello conlleva), no en aquel Dichtung del hablaban Rilke o Heidegger.
No obstante, ni soy amigo ni enemigo de estas nuevas formas de escritura débiles (en cuanto que sus fundamentos literarios se hayan limitados por una debilitación de los mismos, como afirma Villanueva); o postliterarias, como prefiero llamarlas en mi caso, por ser posteriores a la teórica muerte de la literatura con el también teórico fin de la historia y la clausura del pensamiento utópico de la izquierda que inspiraba toda vanguardia. Únicamente las acepto como la consecuencia lógica y esperable después del fin del arte y la reducción del mismo a una plusvalía dentro de la lógica capitalista.
Todo lo que venga a partir de ahí –llámese Elvira Sastre, llámese Trisha Low― supone un cambio de mentalidad, de parámetros, un pensar diferente el arte verbal ya no en términos literarios, estéticos, autónomos, sino post-modernos, post-literarios, post-estéticos, post-autónomos como diría la visionaria Josefina Ludmer.
2.
Muchos de los planteamientos de esta entrada, y más allá de la polémica conversión del poeta en mercancía poética (máxima expresión del sujeto kardashiano como decía), ponen de relieve los puntos determinantes de la discusión que habría de centrar el debate literario en las próximas décadas (circunstancia que por desgracia no está ocurriendo, cuyas razones se exponen con valentía en esta entrada). Un debate que no es tan fácil de zanjar, sobre todo si lo llevamos al terreno de unas prácticas literarias poco sospechosas de ser triviales como las de Kenneth Goldsmith y el grupo de creadores conceptistas estadounidenses.
Hasta ahora nos hemos limitado a condenar esta suerte de literatura débil o trivial en todas sus facciones (sobre todo las débiles como es el caso de la instapoesía), pero sin abordar en verdad cuál es el estatuto ontológico de esta nueva escritura marcadamente antiliteraria. Pero no ha de ser entendido el término antiliterario en el sentido de una literatura que se opone a la propia literatura, sino en el de una literatura después de la literatura, una literatura postliteraria en resumen. Creo que no interesa tanto discutir sobre si la instapoesía en sí misma es poética o no, dado que lo poético ha muerto teóricamente, y por tanto resulta improcedente seguir operando con el concepto más allá de los límites desbordados de lo literario.
Es decir, la forma en que estas vertientes de escrituras “informales” que se desarrollan en la red fracturan todos los parámetros de juicio crítico contemplados hasta ahora es clave para mí. Siguiendo el planteamiento de Ludmer en este punto, si algo caracteriza en verdad a esta suerte de poesía es que no puede ser juzgada como poesía por ser precisamente postautónoma: su ontología no gravita sobre valores textuales sino objetuales. Son obras de arte verbal postliterario, toda vez que no siendo textos constituidos formalmente como literatura, no dejan de conformar por ello objetos artísticos. Son, en resumidas cuentas, expresiones de una visión conceptual de la escritura (consciente o inconsciente) como medio creativo pero al margen de la literatura.
Como no pueden ser juzgadas como arte en su clásica acepción las cajas Brillo de Warhol mencionadas con mucho acierto por Rodríguez-Gaona (magistrales también sus reflexiones como siempre), tampoco pueden ser juzgadas estas obras postliterarias como literatura en su sentido tecnográfico o belletrístico.
Llevaría tiempo explicar y analizar con detalle, como sabes, este proceso de deconstrucción histórica del concepto moderno de literatura en la posmodernidad (que a diferencia de lo que se cree cuenta con apenas tres siglos de historia, desde Madame Stäel para ser más precisos como concepto institucional, o desde Rabelais y Cervantes formalmente); pero creo que parte de la culpa también la tenemos los teóricos literarios, justamente por seguir separando churras de merinas siguiendo unos parámetros obsoletos que pertenecen a la modernidad de los siglos pasados.
Me explico: quizás el error también sea nuestro al insistir en reducir –yo el primero– un objeto artístico postliterario a términos literarios. Es natural y lógico: son gajes del oficio. Pero pondré un ejemplo ilustrativo para despejar dudas: es como si quisiésemos reducir la realidad cuántica a la física de Newton o la pintura de Malevich o Rothko a la poética de Aristóteles. A lo que voy: que la instapoesía de Elvira Sastre no sea poesía (como la fuente de Duchamp o las cajas Brillo de Warhol no son esculturas), no significa que no sea arte verbal. No sé de qué tipo, no sé si de calidad o no, no sé si con significado histórico o no, pero arte verbal comoquiera que sea.
Por supuesto, nuestro deber como críticos es sancionarlo o consagrarlo; pero nuestro deber asimismo como teóricos, más allá de toda axiología, es tratar de explicar su ontología, aunque sea desde un punto de vista post-teórico, dentro de una filosofía del post-arte “diferente” y “transcendente”, de mayor alcance que la propia teoría literaria cuyo límite es el fin de la modernidad.
3.
He aquí, pues, algunas contraindicaciones en la línea de una posible filosofía del post-arte que me ha inspirado la lectura de la entrada.
[alguno de sus practicantes utilizan argumentos ajenos a la literatura —valores no textuales— para validarla, lo que podría validarla como práctica social, pero no como obra literaria]
En efecto, la mayoría de estos creadores escuchan campanas pero no sabe de dónde proceden (cosa que le ocurre al 90% de los escritores a todo esto, que operan más como el barbero por intuición que con conocimiento de causa como el cirujano). Pero el trasfondo pone de relieve una problemática, insisto, que de momento no se ha abordado en crítica literaria, pero que en historia del arte, aun no habiendo sido solventada, sí se han realizado grandes avances al respecto (ya sea a través de la estética relacional de Bourriaud o Bishop, ya sea a través de los excelentes ensayos de pensamiento postcontemporáneo como los de Preciado o Avanessian).
Sería, así pues, una práctica postliteraria esta suerte de poesía y por tanto no se podría juzgar con valores poéticos. Del mismo modo que las cajas Brillo de Warhol no pueden ser juzgadas en un sentido estético clásico y por consiguiente son expresiones artísticas a todo efecto pertenecientes ya una posthistoria después del fin del arte (en este sentido no puedo estar más de acuerdo con el diagnóstico de Rodríguez-Gaona sobre la base de Danto), quizás en literatura no debamos ya hablar de poesía, sino de arte verbal postliterario por pertenecer a una posthistoria después del fin de la literatura y su propia historia (literaria).
Lógicamente todas estas manifestaciones tardojuveniles no se pueden juzgar desde un enfoque estético belletrístico. Sino desde una perspectiva postautónoma como la introducida por Ludmer, o uncreative siguiendo a Goldsmith. De hecho, la mencionada Trilogía americana de este último es la expresión más radical de esta perspectiva postliteraria.
A lo que voy es que son manifestaciones, desde el conceptualismo radical de Goldsmith hasta la escritura que comulga con la nueva sinceridad vaticinada por Foster Wallace, que responden a un modelo postliterario que sólo puede ser entendido desde nuevos modelos altermodernos (o como quiera llamarlo cada cual) próximos o paralelos a la estética relacional de Bourriaud (que al menos ofrece una Ausgang al bucle de la fenomenología del fin).
4.
[evaluación técnica de sus propuestas estéticas y de sus resultados estilísticos]
A mi juicio, no se puede evaluar técnicamente estas producciones porque van más allá de todo parámetro tecnográfico. Sería como tratar de evaluar las cajas Brillo de Warhol en términos miméticos. No podemos juzgar esta suerte de objetos artísticos poéticamente, sino relacionalmente (como bien sucede con la Trilogía americana de Goldsmith, no concebida para ser leída, sino para ser pensada).
Es decir, como pura escritura informal en la red, son objeto no de una (ciber)crítica de la literatura (digital), sino de una netnografía: el estudio de la (ciber)cultura a través de escrituras en la red. Su valor, a pesar de lo interpretamos sesgadamente como estético –en el sentido belletrístico–, no lo es. Su aportación como material no es mayor que el de un hilo de Twitter o una retahíla de comentarios en un vídeo de Youtube. Porque vendrían a ser eso mismo: no tanto arte verbal como un meme complejo o memeplex para estudiar la cultura digital, su viralización y memetización.
De tal forma que no habría que considerar la instapoesía como poesía, ni siquiera como objeto artístico conceptual, como podría ser la (re)producción conceptualista de Goldsmith o Trisha Low, sino como un meme ciberliterario. Así que cuando el público acude a las librerías como perfectos fanboys y fangirls a comprar un poemario de Elvira Sastre no van a comprar un libro, una obra, un poemario realmente, sino la conversión en mercancía de un meme digital.
La problemática entonces sería si quizás realmente no estamos pecando en efecto de elitistas –me incluyo el primero– al considerar que un meme (literario o no) tiene menor interés para el estudio de la (ciber)cultura del siglo XXI en su conjunto que un poema literario tecnográfico. La paradoja es esa: que nos guste o no la poesía es útil para entender el tiempo histórico de la modernidad; pero para entender la hiperculturalidad posmoderna de la red es infinitamente más valioso un meme (en el sentido literal o figurado) que la obra completa de Carlos Oroza por brillante y magistral que sea (la turbación que me causa el mero hecho siquiera de plantearlo y decirlo me abruma, pero es la cruda realidad y sería ideológico por mi parte no defenderlo así).
5.
[¿realmente lo oral está “opuesto” a la escritura?]
No creo que haya que exaltar la oralidad de la nueva poesía en términos binarios tampoco, sino en un sentido más amplio como puede ser el que plantea la teoría de Thomas Pettitt sobre El paréntesis de Gutenberg (cuya idea extraigo del Homo tenuis de Jota-Pérez, por cierto, texto de referencia para entender el cambio cibercultural que afecta a las nuevas generaciones de nativos digitales). Es decir, que la oralidad en estos poetas no es un rasgo que busca una mayor espontaneidad o sinceridad pop explorada ya con éxito por muchos de los poetas (pos)modernistas (desde Apollinaire en Zona hasta el mencionado Oroza en Cabalum), sino una concepción posthumanista, esto es, postextual, post-Gutenberg, propia del regreso a la oralidad medieval (vendría a ser como en su día la poesía de los goliardos, por ejemplo, por más que no se puedan equiparar stricto sensu).
Tendría que ver con entender la oralidad no tanto con un rasgo constitutivo de lo literario, sino como un modelo de transmisión cultural que afecta a la poesía, pero por igual a todas las formas discursivas textocentristas a través de las cuales se ha venido transmitiendo la cultura en los últimos cuatro siglos. La poesía durante el paréntesis de Gutenberg, durante el desarrollo del humanismo moderno y contemporáneo para entendernos, ha sido textocéntrica.
Y he aquí lo interesante de esta poesía como plantea Rodríguez-Gaona al enmarcarla en la oralidad, pues es la primera manifestación dentro de un nuevo arte verbal que rompe por primera vez con la premisa textocéntrica (incluso las vertientes literarias más avanzadas como la pangea o la literatura digital se distancian de la instapoesía como bien apuntas, por seguir siendo textocéntricas a pesar del cambio al medio y el formato digital): su centro, en definitiva, no es el texto, sino la propia difusión a través de la nueva oralidad que ha traído consigo la digitalidad. No hablamos de transmitir oralmente la poesía, ni de pautas estilísticas de oralidad en ella, sino de que la instapoesía, como el meme literario que es y se transmite en las redes, se viraliza por medio del reposteo y el like, las pautas de la (nueva) oralidad más habituales en la red.
6.
Otra razón que confirma el regreso a la oralidad es justamente la falta de [“la formación necesaria para entender la operación poética como una indagación a través del lenguaje, de lo que resulta que no pueden hacer una renuncia de la misma”]. De ahí que no se trate de una antipoesía sino de una postliteratura. Porque no renuncian por ignorancia, a mi entender, sino por adhesión natural a un modelo de transmisión cultural oral-digital y no textual. Condenar a las nuevas generaciones por ello sería como desprestigiar a los autores del Mio Cid por desconocer los entresijos cultos y los recursos tecnográficos de la épica anterior de Virgilio y recurrir, en su defecto, a estrategias y pautas orales.
Lo que a nosotros nos resulta una barbarie quizás en un par de siglos se haya asumido con perfecta normalidad, si es que en el futuro no se estudian como características de una época literaria nueva, genuina y única (como hoy consideramos el Mio Cid un monumento literario nacional cuando comparado con la Eneida de Virgilio vendría a ser un chiste mal contado para un latino exquisito).
No abogo con esto por tales prácticas neo-orales (al menos no desde esta vertiente populista –todxs somos poetxs–, ese es su problema para mí), sino que únicamente trato de defender que debemos juzgarlas en su justa medida. Quizás el problema es que estamos sopesando como literatura algo que ni pretende ni aspira a ser literatura a priori (otra cosa es que para vender o por pura megalomanía uno recurra al cinismo, pero siempre ha estado ahí, desde los tiempos de Lope y Cervantes al menos). Simplemente se trata de un meme que busca viralizarse siguiendo esta nueva oralidad, ya sea en la propia red en la que nace, ya sea en su formato mercantil como libro.
Otra cosa es que por un defecto de formación nos empeñemos en integrarla en el sistema literario. Como quienes se empeñaron en los orígenes del posmodernismo en integrar las cajas Brillo de Warhol en el sistema de las artes, cuando en realidad las cajas Brillo nunca han sido arte en el sentido estricto autónomo. Fueron desde su nacimiento mismo un producto cultural sostenido únicamente a partir de su valor conceptual (la singularidad de las cajas Brillo como objeto expuesto en el museo frente a la colectividad de las cajas Brillo como utensilio y producto de consumo vendidas en el supermercado); así como relacional (las cajas Brillo sólo estaban al alcance de unos pocos por ascender su precio a millones, mientras que cualquiera podía adquirir las cajas Brillo originales a un módico precio).
Lo mismo sucedería con esta suerte de escrituras postpoéticas: nos obcecamos en considerarlas poesía cuando no son poesía ni mucho menos, sino productos culturales cuyo valor reside en su poder relacional (la relación digital que establece entre autor y lector dentro de la red social, siendo su valor proporcional a su número de likes y reposteos); así como netnográfico (su valor como escritura informal digital que cumple la función de memeplex, material de excepción para estudiar la cibercultura compartida por las nuevas generaciones, he aquí su verdadero valor para mí).
7.
[Todos estos factores producen una confusión preocupante entre poesía de alta y baja intensidad, presentadas como si fueran la misma cosa]
Desde luego, debe preocuparnos que justamente en la crítica actual no exista una clara conciencia acerca de la finalidad de la propia crítica como criba, como separación del grano de la paja. Pero por igual tiene que preocuparnos la forma en que mostramos como colectivo una profunda resistencia a todo lo que se salga de los parámetros establecidos, máxime cuando desde las facciones más ortodoxas se nos sigue acusando a los no tan jóvenes de trivializar las sacrosantas instituciones de la literatura y la filosofía abogando por la cultura pop antes que por el clasicismo cultural.
En realidad nada hay más sano que una postliteratura que al menos genera polémica, que al menos incita al debate, que al menos exige un “pensar diferente”, aunque sea rebajando lo intelectual a la trivialidad del meme. Tal vez sea este el signo de nuestro tiempo: que la trivialidad de Sastre conviva en democracia con la intelectualidad del xenofeminismo de Helen Hester y el colectivo Laboria Cuboniks.
Es fácil condenar la instapoesía por efectista, de acuerdo, pero ¿resulta igual de sencillo condenar el atrevimiento de Goldsmith al (re)producir una obra como la Trilogía americana, siendo como es un intento intelectual consciente y uno de los gestos literarios más vanguardistas e innovadores de las últimas décadas?
Comoquiera que sea el problema es que reaccionamos por igual a Sastre, como reaccionamos a Goldsmith, como reaccionamos a Gas Mask de Eximeno. Acabamos reaccionando por regla general ante todo intento de desviación de la norma literaria cuando no puede haber más norma literaria por pertenecer a otro tiempo (la modernidad) y no al nuestro (la posmodernidad). Eso no significa renunciar ni al arte verbal ni a la intelectualidad, pues como ha demostrado Fisher se puede intelectualizar hasta la manifestación más cutre y trivial de vaporwave que uno pueda encontrar en la red. Quizás sólo se trate de eso: de que la intelectualidad no se entienda en términos serios, graves y de excelencia, sino mute en una filosofía de la trivialidad digital.
Y para cerrar el debate por mi parte, y en el caso concreto de la instapoesía tomando como referente a la ya institucionalizada Elvira Sastre, no se puede negar su capacidad, por facilona que sea su escritura, para mover el ánimo de las masas con sus ¿versos? Quizás porque hemos priorizado la racionalidad y el intelecto de la palabra (logos), frente a la capacidad de emocionar a través del acto de habla (ekplexis). Al fin y al cabo, las palabras que más nos emocionan y nos aterran no necesariamente son complejas, sino las que nacen de la más pura simplicidad: desde el “sí quiero” que consuma el matrimonio, hasta la palabra “cáncer” en un diagnóstico médico.
8.
A lo que voy es que ha existido en la historia de la crítica, y que por nuestra parte hemos y estamos prolongándola, una sublimación del estilo y la técnica frente a la emoción y la identificación de la ekplexis y la catarsis. Una persistencia de lo apolineo sobre lo dionisiaco en términos nitzscheanos, de la escritura y arte formal frente a la escritura y arte bruto creados fuera de los límites de la cultura oficial. Pero en un mundo donde el logos ha dejado de ser territorio exclusivo del ser humano y en el que pronto se verá superado por la IA, la emoción es el nuevo principio filosófico de todo futuro posthumanístico: siento, luego existo.
No podemos condenar a la masa por buscar la sensación a toda costa. La realidad es que un cuadro de Rothko no emociona salvo al intelectual enfermizo –mi caso–, que ha llegado a tal punto de estetización hipercultural que prefiere la frialdad del logos a la emoción de la catarsis. La realidad es que la poesía de Celan o Plath es únicamente comprensible si uno asiste a un seminario de doctorado. Lo mismo podría decirse de casi toda la literatura posmoderna. Pero la complejidad no significa excelencia literaria. Hay más vida en un poema visceral de Lowell y Bukowski que en la complejidad de Celan y Plath. Porque la literatura no va sobre la literatura sino sobre la vida. Aunque sea una circunstancia ridícula, simple, vulgar, trivial, naif y tardoadolescente como la que determina el yo lírico millenial de la instapoesía. Si la vida se ha vuelto tremendamente vulgar y trivial en todos sus estamentos, ¿no es acaso lógico que el arte verbal que le corresponde sea a su vez igualmente vulgar y trivial? Aquí lo dejo.
Un placer, como siempre, gracias de verdad por compartir este breve ensayo tuyo y perdón por la extensión, pero creo que la entrada merecía un comentario de mayor recorrido.
Abrazos,
Adolfo.
Querido Adolfo,
Tu presencia aquí siempre es un lujo, con esas ganas de pensar y debatir de verdad, tan inhabituales en los espacios públicos, ya sean digitales o no. Gracias por tu conversación.
a)
Sí, puede ser defendible el carácter post-literario y post-autónomo, pero cuando pienso en términos como ésos, me pregunto hasta qué punto la adscripción terminológica, y el consiguiente encasillado intelectual, no le da “carta de naturaleza” a algo que no debería tenerla, o que, teniéndola, la tiene en un grado ínfimo, como es este caso. Es decir: si algo no cumple unos mínimos estándares, desplazarlo al margen mediante la adjudicación de una etiqueta podría ser, quizá, caer de nuevo en el mismo problema apuntado: como no sabemos qué hacer con estas prácticas de escritura, las llevamos a otro punto, las excluimos de la confrontación en igualdad de condiciones.
El gesto de llevar la poesía pop tardoadolescente a lo post-literario es, a mi juicio, igual de baldío que llamarlas no-poesía: supone concederles un estatus de exclusión, dentro del cual obtendrían validez. Al situarlas en otro espectro, se les confiere un “lugar” en la episteme. Con lo que se las legitima como “únicas en su espectro, y a la vez conexas con otras manifestaciones de lo artístico”. Creo que no, que en realidad son “minúsculas manifestaciones de lo artístico incipiente”. Si tenemos claro que Justin Bieber, por poner un ejemplo claro, es música de chichinabo, no sé por qué no podemos ubicar en el mismo estatus -literatura de chichinabo- aquella que no se molesta lo más mínimo en parecer una manifestación de arte verbal. Nada tengo contra ampliar las formas de lo artístico, llevo años en ello y este blog es testigo, pero esta fórmula de las “excepciones intelectuales” no me convence, creo que es trasladar los problemas a otra parte hasta que aparentan desaparecer. En realidad, lo que hacen es arraigarse más fuerte, merced a la extraña legitimación interpuesta.
Sobre el estatus de la escritura en la red y su relación con la autonomía artística, tengo un texto inédito; cuando se publique te lo haré llegar, pero no puedo adelantar ahora mismo nada.
b)
En lo de Kenneth Goldsmith tenemos un problema, Adolfo: a mí los procedimientos de defensa de la “uncreative writing” me parecen poco convincentes, pero, lo que es peor: los resultados, los “textos”, me parecen, salvo rarísimas excepciones -cierta parte de la obra de Cristina Rivera Garza, por ejemplo-, absolutamente triviales e insignificantes. Me remito al brillante texto de Sandra Santana, que muestra algunas debilidades de este tipo de reflexiones y ejecuciones: http://cuadernoshispanoamericanos.com/palabra-por-palabra-practicas-de-escritura-conceptual-en-el-siglo-xxi/
A partir de esa banalidad que propone Goldsmith, no puedo construir ningún sentido. Ojalá alguien nos reúna en una mesa redonda algún día y podamos charlar al respecto.
c)
Que algunas de estas formas líricas sean “arte verbal” ya se defiende en el propio post, sólo se dice que, como tales, son desustanciadas y vacuas de alcance y contenido.
No soy defensor del “belleletrismo” en absoluto, mis gustos van más por las malas escrituras y “La escritura errante” descrita por Julio Prieto en su excelente ensayo homónimo. Odio la prosa de sonajero, la poesía de concurso de flor natural y el esteticismo per se.
d)
También tengo un problema con lo relacional, Adolfo; ya he escrito varias veces -y el próximo año lo explicaré en extenso- que Bourriaud me parece un bluf, una forma de pensamiento lábil -el ‘pensiero debole’ es otra cosa-. Sustentar los valores de una obra en su capacidad relacional nos devuelve a lo que apunté en mi primer comentario: el desplazamiento conceptual deja los problemas donde estaban, añadiendo un otro problema más, el causado por la desubicación forzada.
Si esta poesía tiene un valor “cultural” o “sociológico”, lo que no te niego, es un hecho para mí secundario, porque es cultura de tercera división y sociología del egocentrismo sélfico. Es decir, hay culturas y sociologías más interesantes, para perder demasiado el tiempo con ésta.
En el mismo sentido, la memética está bien, y es cierto que, como apuntas, es una forma de transmisión textual, pero… ¿no tenemos nada mejor que estudiar? Y, teniendo en cuenta que los memes ya son estudiados por los sociólogos, los pedagogos, los comunicólogos, los informáticos y los practicantes de estudios culturales, ¿es nuestro principal trabajo, como teóricos literarios, que constituyan nuestra primera preocupación? ¿No debería ser, como mucho, la sexta, o la séptima?
e)
Mi combate contra la normalización es también un combate contra la idea de “desvío”, que garantiza y afirma aquélla. Ni norma ni desvío; sí rotundo a las prácticas que fuerzan y retuercen lo que entendemos por literatura -de ahí mi constante interés por las formas nuevas y mi atención a las prácticas ciberliterarias, como puede verse en el artículo que publiqué a principios de año sobre poesía digital junto a otras dos estudiosas-.
Este mismo blog es una forma de ensanchamiento de lo “antes conocido como crítica o ensayismo literario”, así que nada que objetar a lo que propones. Eso sí, please, exijámosles a las voces que pretenden ampliar el campo de pluma de la poesía que al menos sepan que la expresión “campo de pluma” viene de un poema de Góngora. Tú, como experto que eres en la literatura del siglo de oro, estarás de acuerdo.
f)
Y para finalizar, no creo en el determinismo o fatalismo sociológico. “Si la vida se ha vuelto tremendamente vulgar y trivial en todos sus estamentos, ¿no es acaso lógico que el arte verbal que le corresponde sea a su vez igualmente vulgar y trivial?”. No, no es lógico. La vida siempre ha sido vulgar y trivial, en todas las épocas y en todos los lugares, con sus experiencias intercambiables, sus hipotecas o deudas de servidumbre, sus enfermedades y sus madrugones para trabajar.
Para darle un poco de sentido y de horizonte a todo eso, para patear la insulsez, para salir de ese círculo de nadería que todos conocemos bien —por pasar buena parte de la existencia en él— creo que nació el arte. El arte verbal también.
Si no logra escapar de su poder centrífugo, no es arte, sino grisura excedente puesta en palabras.
La literatura es la velocidad de escape.
Un fuerte abrazo, Adolfo.
Gracias por la molestia de escribir la pedazo respuesta, Vicente. Me quedo con varias de las anotaciones, porque no las había tenido en cuenta, y es verdad que por ahí flojea mi argumentación. No creo que pueda objetar nada, touché :D, salvo un matiz y un apunte sobre el genial artículo de Santana (mil gracias por la referencia porque se me había escapado y no le presté mucha atención cuando revisé la primera vez el dosier).
El matiz: en efecto, la vida siempre ha sido vulgar, pero no en todos sus estamentos. De hecho, si algo caracterizaba al estamento privilegiado era su pasión por la cultura y el mecenazgo de los artistas. Hoy día el nuevo estamento privilegiado es tanto o más plebe que la propia plebe (tanto que somos nosotros, la plebe, hoy día los únicos preocupados por defender lo artístico). Sólo hace falta darse una vuelta por Selfridges en Oxford Street aquí en Londres para entender que es como ir "al" Primark o "al" Zara de la plebe, pero en versión Gucci para ricos. Y es aquí donde reside el cambio. Al estamento privilegiado que arma y desarma la sociedad no le interesa ya la poesía y el arte por ser signo de su espíritu aristócrata (véase el genial estudio de Sánchez Jiménez sobre Lope y la función del gusto pictórico en la España del XVII), sino por el beneficio y la rentabilidad que puede obtener de ella para comprarse más Gucci. A partir de ahí la debacle está servida. Y no sólo eso, pues los críticos, los artistas, los poetas, que en otro tiempo nos servimos del privilegio estamental, somos hoy un maldito incordio para ellos. Es lógico que se haga todo lo posible por acabar con cualquier forma residual de espíritu crítico. Y si puede ser reduciendo la poesía -en todas sus facetas- a la trivialidad de aspirar y comprar en Gucci (he aquí la trampa del trap, nunca mejor dicho), mejor que mejor.
Pero eso no implica, de ahí mi apunte sobre el artículo de Santana, condenar toda práctica postliteraria o uncreative writing, desde el conceptualismo estadounidense hasta la poesía pop tardoadolescente. De hecho, como críticos también estamos obligados a separar incluso el grano de la paja en la poesía pop tardoadolescente (no es lo mismo Houston de García Sierra que El poemario de las famosas de Ter). O en el caso de Santana, nada tienen que ver los experimentos conceptualistas de mera (re)producción (objetos antes que textos, no para ser leídos sino sólo pensados, cuyo máximo exponente vendría a ser Tragodia de Place), con obras monumentales como Theory de Goldsmith (texto antes que objeto, que exige ser leído e interpretado, y para mí una de las primeras obras cumbre del siglo XXI al contrario de lo que opina Santana).
Lo que quiero decir con esto y quería expresar en mis comentarios es que quizás debemos ser prudentes y separar también a las churras de los churros. El artículo de Santana es excepcional pero peca en su conclusión de conservador y reduccionista (de la misma forma que yo quizás peque de liberal y en cierto modo ejerza de abogado del diablo). Pero sea como sea, lo que está claro es que fenómenos postliterarios como la poesía pop tardoadolescente o el conceptualismo, además de otras muchas formas de arte verbal postliterario que podríamos enumerar, rompen por completo nuestro horizonte de expectativas. La pregunta que no dejo de hacerme desde hace años, siguiendo a Jauss, es si realmente no serán estas formas de literatura (en su vertiente más seria como la Goldsmith en Theory) el Flaubert del futuro. Si el propio acto de reaccionar contra estas formas nuevas no será el signo de una clara ruptura de nuestra horizonte de expectativas. No es una afirmación ni mucho menos, sino una duda metódica que no dejo de plantearme desde hace años.
Otro fuerte abrazo y feliz semana :D,
Adolfo
Querido Adolfo,
Es posible que, como bien apuntas, la razón podría estar en un punto medio entre lo que plantea Santana y lo que planteas tú -si es que en estos temas puede haber acierto en presente; sólo lo hay en futuro, y aun así quién sabe-. Pero fíjate; en el propio artículo ya he señalado otros dos momentos históricos donde tuvieron lugar fenómenos similares a la PPT, y no han dejado rastro. Quiero decir que no todos los movimientos culturales son revoluciones invisibles para su tiempo y que necesitan perspectiva histórica para ser convenientemente destacadas. No creo, sinceramente, que tengamos que esperar 4 siglos para que dos Alonsos (Amado y Dámaso) vengan a descubrir potencias gongorinas en la PPT. A lo mejor sucede como con la novela rural española de finales del XVIII, o como buena parte de la poesía social de mediados del XX, que han desaparecido sin dejar huella lectora ni apenas crítico.
Pero, como dices, hasta dentro de unas décadas no podremos saber si nos pasamos, o si nos quedamos cortos.
Eso sí, durante todas esas décadas espero poder continuar esta conversación contigo.
Un fuerte abrazo
Leo tu excelente artículo y cuento mis impresiones en una página del diario:
http://jac-dietario.blogspot.com/2019/09/23-lunes-septiembre-la-discusion-sobre.html
Muchísimas gracias por tu excelente lectura, José Ángel, que tanto clarifica. Es una suerte tener interlocutores de vuestro nivel.
Un fuerte abrazo
Es también interesante, al hilo de esta cuestión, leer este artículo de Álvaro Salvador: http://pensardesdeabajo.org/articulos/de-la-otra-sentimentalidad-la-nueva-banalidad/
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