Al final de Las lágrimas (Sexto Piso, 2018), Pascal
Quignard cuenta la historia de Frater Lucius, un monje medieval. Durante un
paseo por el bosque, Lucius queda hipnotizado por el hermoso canto de un pájaro;
cuando despierta de su ensueño y vuelve a su monasterio sus correligionarios no
lo reconocen, por haber pasado trescientos años desde su partida. “No me
pareció”, dice Lucius, “que tres siglos hayan durado mucho más que un cuarto de
hora” (p. 149). Me recordó el argumento de
la cantiga “E daquesto un gran Miragre…” de Alfonso X el Sabio (1221-1284),
recogida por Carmen Martín Gaite y Andrés Ruiz Tarazona en Ocho siglos de poesía gallega. Antología bilingüe (Alianza, 1972,
pp. 35-39); o las historias similares que narran Washington Irving en Rip van Winkle (1819) o Edgar Allan Poe
en “Un cuento de las montañas Escabrosas” (1844), cuyos protagonistas también
viajan por el tiempo tras internarse a pie en un bosque. Pero hete aquí que María
do Cebreiro, en Los inocentes (Vaso
Roto, 2019), habla de “el canto del pájaro en Armenteira” (p. 13), y el
traductor, Ismael Ramos, añade en nota al pie: “Según algunas versiones de esta
leyenda de origen celta, en el siglo XII el noble Ero, tras soñar con la
Virgen, fundó el monasterio de Santa María de Armenteira, convirtiéndose en su
abad. El noble ermitaño rogó que le fuese concedida la visión del paraíso. De este
modo, en uno de sus paseos por los bosques, quedó cautivado por el canto de un
pájaro, en este trance permaneció doscientos años, y sólo a su regreso al monasterio
fue consciente del tiempo transcurrido, muriendo al instante. Una versión de la
misma leyenda aparece recogida en la Cantiga CIII de las Cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio”. Parece que el caminante
acaba volviendo a casa, pero la historia no: su paseo se perpetúa una y otra
vez, a lo ancho de los espacios y lo largo de los siglos.
domingo, 24 de febrero de 2019
jueves, 24 de enero de 2019
De las imágenes que confirman a las que afirman o conforman
Juan Martín Prada, El ver y las imágenes el tiempo de Internet.
Madrid: Akal, 2018.
En este contenido y a la vez completo estado de la
cuestión, Javier Martín Prada ahonda en el régimen escópico de nuestra era, con
la loable intención de escapar a partes iguales de la tecnofilia y la tecnofobia,
buscando un camino medio donde la sensatez impere a la hora de valorar las
luces y las sombras del imaginario contemporáneo. Algo que no hay que confundir
con tibieza, pues su escalpelo crítico no ahorra elegantes y argumentados ataques
cuando lo considera necesario, como la demolición de la “cultura selfie” (pp. 83ss). Consciente del
escaso valor emancipador de algunas supuestas innovaciones igualitaristas, como
la interactividad informática (p. 149), es sin embargo prudentemente favorable
a las posibilidades pedagógicas de algunas herramientas digitales, como los
videojuegos (p. 150) y muy optimista respecto a las posibilidades que las
distintas técnicas pueden aportar al arte o la literatura contemporáneos,
siempre que se apliquen desde un espectro autoconsciente y autocrítico. También
quedan especificados los peligros de la excesiva exposición subjetiva (pp. 44ss)
y visual (pp. 159ss) a la que nos vemos sometidos, ya sea de forma activa, como
en nuestra actividad en las redes sociales, como de forma pasiva (videovigilancia
o telecontrol informático, asuntos a los que se dedica el último capítulo).
Uno de los puntos fuertes del ensayo, quizá a causa de la recurrencia en su
argumentario del poder omnipresente de las imágenes en nuestro día a día, es el
análisis de los distintos tipos de imagen, al que dedica el capítulo primero.
Allí Martín Prada explica el paso de la “imagen evidencia” o testimonio de Roland
Barthes a la imagen palimpsesto, retocable mediante Photoshop, o las imágenes
de síntesis o renderizadas, que generan una segunda realidad por completo
alternativa a la presencial. Esa mutación, como es obvio, produce una
desconfianza absoluta en casi todas las imágenes que contemplamos, que han
perdido su estatuto testimonial inamovible. Las imágenes actuales ya no
confirman, sólo afirman o conforman. Esa progresiva tendencia a la
simulación o el simulacro, de luenga bibliografía desde los años 80, explican la
peligrosa maniobra de salvoconducto, hábilmente señalada por Martín Prada, desde
una realidad donde existía “el mundo del espectáculo” a otra basada en
espectacularización del mundo. El simulacro no es la sustitución de la realidad,
como decía el excesivo Baudrillard —salvo en el caso extremo de la realidad
virtual inmersiva en 3D—, sino una tendencia a la representación espectacular
de lo real, característica de la realidad aumentada. De los espacios concretos
de ocio visual (véase la sección “La imagen como entorno”) llegamos a la
realidad entendida como pantalla bidireccional, como las descritas por Orwell en
1984. Hoy Hollywood es cualquier
punto del globo donde haya un ordenador con cámara conectado a la red: desde
ahí se puede emitir espectáculo universalmente reproducible en cualquier momento.
De ahí que en el capítulo “La red como espejo” se aborde el tema del espectáculo
íntimo, y en “Cuerpos y miradas” la conversión del cuerpo propio en carne
programada, dirigida a la instagramización
del yo, a su proyección fabulada, teatralizada —p. 70; brillante recuperación por
Martín Prada de la Carta a D’Alembert
sobre los espectáculos (1758) de Rousseau— frente a los posibles lectoespectadores
del otro lado, lectoespectactores a su vez en el espectáculo
virtual.
Un espectáculo que, desde luego, y en la línea de las teorías de Paul
Virilio, acelera nuestro presente y nos limita la reflexión, puesto que “apenas
parece interesarnos […] aquello que no esté en modo ahora” (p. 25). La velocidad y el presentismo nos hostigan de
continuo y los artistas, especialmente los artistas digitales que Martín Prada va
desgranando y comentando a lo largo de su ensayo, son plenamente conscientes de
esta realidad y la incluyen en sus obras, por lo común desde una perspectiva
crítica.
En resumen, por la diversidad de sus preocupaciones y saberes, por la claridad
expositiva, por sus sensatos optimismos y pesimismos, por el sano procedimiento
empleado por el autor de leer fenómenos contemporáneos desde fuentes culturales
antiguas y aquilatadas, y por la coherencia de su pensamiento con lo expuesto
en otros libros anteriores, igualmente valiosos, El ver y las imágenes en el tiempo de Internet es un libro más que recomendable para cualquier tipo de
lector mínimamente interesado en saber más sobre su entorno sociocultural y
sobre el arte de su época.
[Relación con la editorial: ninguna. Relación con el autor: escasa]
jueves, 10 de enero de 2019
Dosier sobre literatura y arte
La investigadora y escritora Patricia Almarcegui y yo hemos coordinado para el último número de la revista Cuadernos Hispanoamericanos un dosier sobre literatura y arte, que también puede leerse en línea. El contenido es el siguiente, esperamos que sea de vuestro agrado:
Podéis acceder al dosier en cualquiera de estos dos enlaces:
En la versión PDF:
https://www.academia.edu/38126656/Dosier_Palabras_Imagenes_Palabras_CH_823.pdf
En la versión digital:
https://cuadernoshispanoamericanos.com/palabras-imagenes-palabras/
lunes, 7 de enero de 2019
El artefacto transcultural de Germán Sierra
El artefacto transcultural de Germán Sierra
Germán Sierra, The
Artifact. Lawrence, Kansas: Inside the Castle.
La última novela de
Germán Sierra —a mi juicio uno de los escritores españoles más interesantes, mientras
el mundo editorial prefiere mirar hacia otros lados, menos duros de masticar—, no
es que haya salido primero en inglés en una editorial estadounidense: es que ha
sido escrita directamente en inglés. Habrá personas que consideren esta decisión
una frivolidad, o un esnobismo, pero quienes piensen de esa forma, o bien no
conocen la formación cultural y literaria de Sierra, o bien no han leído la
novela —o, seguramente, las dos cosas—. La lectura del resultado, les avanzo,
sería suficiente para despejar cualquier tipo de duda al respecto de su oportunidad
y de su valor transcultural.
The Artifact es una novela no determinista, abstracta, en la que no
se defraudan las expectativas del lector normal —si es que tal lector existe—,
sino que se escribe desde la conciencia de que el mejor lector es aquel que no
espera que una novela le entretenga, sino que le pase por encima, que le arrase, que trastorne sus ideas de lo
que es o puede ser la novela de nuestro tiempo y ensanche sus ideas sobre su
época. Sierra consigue una vez más ese propósito, mediante una narración
fantasmática dirigida por un protagonista huidizo, de subjetividad diluida, marcado
por un accidente y por el brazo ortopédico futurista que lleva en lugar del suyo;
un científico crítico y autocrítico que fluctúa por geografías innominadas reflexionando
sobre su vida personal, meditando acerca de las crisis perpetuas de la sociedad
actual y sobre la condición del ser humano como cima de la evolución biológica
y también de su crepúsculo moral, hasta que encuentra un “pliegue de la
realidad” en el escáner del cerebro de una persona. Ese pliegue, el artefacto, se columbra como una nueva
forma de existencia no “bioide”, irreconocible,
indetectable para el estado de la ciencia, que quiebra las convicciones
científicas y filosóficas del protagonista, con todas las consecuencias. En
este sentido, y en cuanto la novela plantea el camino hacia lo posthumano sin
forma, sin plantearlo como distopía ni como utopía, sino como mera posibilidad,
podría calificarse a esta novela como “aceleracionista”, en la órbita de
algunas narraciones de Reza Negarestani; línea definida por el propio Germán
Sierra de esta forma: “Podríamos definir como ‘aceleracionistas’ todas aquellas
expresiones artísticas y científicas que dan cuenta de esta ‘navegación’ hacia
lo inhumano; que se encuentran en la trayectoria, todavía humanamente
reconocible, hacia lo irreconocible” (Sierra, “Un estremecedor crepitar de eurekas”,
en Amelia Gamoneda y Francisco González [eds], Idea súbita. Ensayos sobre epifanía creativa, Madrid, Abada, 2018,
p. 153).
El título de la novela
me parece especialmente afortunado, si atendemos a las distintas acepciones que
los diccionarios ingleses y españoles otorgan a las palabras “artifact” y “artefacto”,
ambas procedentes del latín arte factum (hecho
con arte):
+ Objeto, especialmente una máquina o un aparato,
construido con una cierta técnica para un determinado fin.
+ Sustancia o estructura no presente de forma natural
en la materia, sino creada por medios artificiales, como durante la preparación
de una lámina de microscopio.
+ despect.
Máquina, mueble o, en general, cualquier objeto de cierto tamaño.
+ Carga explosiva; p. ej., una mina, un petardo, una
granada, etc.
+ Producto barato, por lo común realizado en cadena,
que refleja la sociedad contemporánea o la cultura popular.
+ En un estudio o en un experimento, factor que
perturba la correcta interpretación del resultado.
En un sentido deleuze-guattariano, The
Artifact es una máquina narrativa, compuesta a su vez de otras máquinas
menores, una narración ciborg que opera como huésped de una serie de códigos
propios redistribuidos y ajenos ensortijados en un mecanismo autotélico, plagado
de esas metáforas
oscuras que son tan del gusto de Sierra. Un ecosistema narrativo amenazado
de continuo por el glitch o fallo
biológico, aludido en algunos momentos de la trama, pues no hay sistema sin
peligro de entropía en el horizonte —pero sin esos errores no hay hueco para la
mutación de avance—. Un ejemplo de cómo The
Artifact funciona como artefacto narrativo recombinante: el relato de
Sierra “Selfie” (2016) se integra en las primeras páginas, dentro de la descripción
de la empresa en que trabaja el protagonista (llamada Quix en el relato, sin
nombre en la novela), y desliza otra sección, expandida, entre las páginas 61 y
63. Otro ejemplo: el cuento breve “El escándalo”, publicado en línea por el
autor en 2013, también aparece desmembrado en algunos lugares; por ejemplo, en
las páginas 95 y siguientes, o en la página 58, donde puede encontrarse transducida esta sugerente reflexión: “Radomir
cree que la inteligencia es un error tan improbable que no puede haberse
repetido en ningún otro rincón del universo”. Es decir: esos relatos anteriores
devienen textos otros, corpúsculos injertados que, como la prótesis del protagonista, se convierten en parte del
organismo, pues The Artifact es,
entre otras muchas cosas, una narración metaprotética, esto es: una reflexión sobre
el concepto de prótesis —como añadido físico, pero también ontológico— desde una
textualidad que la recrea, adjuntando biónica literaria. Pero no sólo esos
relatos se re-integran en la novela. En su novela Intente buscar otras palabras (2009), Sierra dejaba esta reflexión:
“Escribir se ha convertido en un rito funerario celebrado por una máquina”; y en
The Artifact, leemos: “Writing is now
a distributing action involving living and dead people and a lot of unliving
machines” (p. 26). En la continuación de ese párrafo, Sierra compara las letras
con organismos infecciosos, recordando el símil de William S. Burroughs que
entendía el lenguaje como un virus patógeno: en este sentido podríamos entender
la invasión del inglés, pero también la antes aludida intratextualidad
constante entre obras de Sierra, que además incorpora ortopédicamente
intertextualidad ajena: en la página 54 se remezclan los textos propios con
entradas de la Wikipedia, como la de los escáneres MRI, de los
que por cierto deriva inteligentemente el nombre de Mori, uno de los personajes
principales. También se reproducen en cursiva citas de otros autores, por lo
común atribuyéndoles la autoría, aunque no escasean los guiños, como los que
Sierra hace a Ballard (p. 77) o Beckett (p. 123). De este modo, el artefacto
narrativo resultante es una sofisticada máquina cognitiva, un Zeitgeist introspectivo
puesto a funcionar mediante un discurso hasta cierto punto biomecánico también,
pues el lenguaje narrativo textual basado en la morfosintaxis es, por lo menos
hasta el día de hoy, el fruto de una única especie de seres vivos, nosotros. De ahí que convenga esclarecer
la filogenia textual: si es cierto, y lo es, que nuestra ventaja biológica
reside “in having inherited the adjustements and improvements of all living beings
that have preceded us”, convirtiéndonos en “a remix of other being’s
experiences, interactions, successful attemps of keeping being themselves
through time that became the necessary background to change” (p. 100), The Artifact es en cierta manera el
resultado de la mejora evolutiva de Sierra como escritor, subiéndose, para
lograr el cambio, a hombros de modelos literarios anteriores, tanto propios
como ajenos.
Uno de los posibles significados de la palabra transduction, utilizada varias veces en la novela, el relacionado
con el aprendizaje de las máquinas como “the process of directly drawing
conclusions about new data from previous data, without constructing a model”,
puede ser tomado como una especie de leitmotiv presente en The Artifact, cuyos propósitos estéticos y herramientas literarias
son tantos, tan entreverados y complejos, que nos tememos que todo lo expuesto
aquí apenas le hace justicia. Se podría hacer una lectura “hauntológica” de la
novela, tan de moda últimamente, a partir de las numerosas referencias a los
fantasmas y espectros digitales, corporales y biomecánicos presentes en ella —con
Ghost in the Shell y el “ghost in the
machine” de Ryle en el horizonte—; se podrían buscar pasadizos entre sus
procedimientos de cut-up y juegos
elocutorios con los de Burroughs o Gilbert Sorrentino; no sería impertinente
trazar lazos también con la teoría del ruido de Amy Ireland; se podría hacer un
estudio de la novela desde un enfoque cognitivo—quizá lo hagamos—; sería
factible una lectura foucaultiana de la novela como crítica a los sistemas tecnocientíficos
de control social; se podrían hacer muchas cosas con The Artifact, pero, sin género de dudas, la que más recomiendo es leerla.
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