“Even if it does not
involve electronics or computers, conceptual poetry is thus very much a part of
its technological and cultural moment”[1]
En
mis lecturas de los últimos años estoy advirtiendo una tendencia de numerosos
narradores a utilizar elementos del arte contemporáneo, en especial de las
artes conceptuales (utilizo esta expresión porque el arte conceptual tiene
muchas y muy divergentes direcciones). Las formas de uso por los narradores de
esta línea de fuga también son muy diferentes. Los escritores pueden utilizar
las obras de arte para canalizar una obsesión o introducir un tema en la
novela. A César Aira un mural ficticio le sirve en El error (2010) para presentar al misterioso personaje Pepe Dueñas,
una figura legendaria que habría vestido el mismo atuendo, o el mismo tipo de
atuendo con prendas idénticas durante toda su vida[2].
La descripción del mural, que es narrativo,
nos hace tener la duda de si ésta y otras novelas breves donde pululan multitud
de personajes en situaciones irracionales no serán para él como murales, donde
experimenta una narración basada en pequeñas escenas que acontecen en situación
de igualdad, como en el Tríptico de las
delicias de El Bosco o en algunos cuadros multitudinarios de Brueghel el
Viejo.
La
cita de Aira no es causal porque su escritura es recipiendaria de las artes
conceptuales y, en especial, del protoconceptualista Marcel Duchamp. Vivian
Abenshushan recuerda que Duchamp es su maestro, y también que “en su ensayo La nueva escritura, César Aira ha dicho
que ‘los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los
que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas...’ Con eso
bastaría para entender el conjunto de su narrativa no como un proyecto
balzaciano, sino como un proyecto conceptual en el que también participa el
gesto de la publicación incesante de falsas novelas, cuya única importancia es
el método con que fueron fabricadas”[3].
Esta apelación de Aira tiene un aire de familia con otras que podemos ver
últimamente y que vienen de la narrativa española contemporánea. La más
explícita sería sin duda la de Diego Doncel en su novela Amantes en el tiempo de la infamia (2013), donde leemos en la
página final:
Este libro debe ser leído así, cada una de sus partes es la pieza de un puzzle que se proyecta en una pantalla. Porque todas las vidas
son, al mismo tiempo, sucesión y simultaneidad, y en la vida de Robert y de
Marie cualquier hecho o imagen del pasado formó parte de los hechos o de las imágenes del presente. Mi idea, en
este sentido, ha sido hacer una novela conceptual, una instalación narrativa
conceptual.[4]
Doncel,
que tuvo desde niño amistad familiar con el artista del grupo Fluxus Wolf Vostell, concibe su novela
desde un lugar limítrofe entre la expresión literaria y la artística; esto no
quiere decir que sea arte hecho por otros medios, palabras mediante, sino que
su literatura está muy influenciada por el arte conceptual y utiliza algunas de
sus premisas. Algo similar, en este caso por “deformación profesional”, sucede
con la última novela del profesor y crítico de arte Miguel Ángel Hernández
Navarro, Intento de escapada (2013), sobre la que
volveremos más adelante por su especificidad y la profundidad de su tratamiento
sobre el tema.
[…]
Otro
ejemplo sería el de la última novela de Javier Moreno, 2020. En un momento de la historia, un personaje llamado Josefina
pasea por una exposición en una galería en el Barrio de las Letras. Después de
un ácido retrato tanto de este barrio como del ambiente cultural “jipijo”,
Moreno describe las piezas: “Josefina pasa frente a los cuadros. Todos ellos
repiten el mismo esquema, un plano de Auschwitz superpuesto a: una imagen de un
hombre que ordena libros en una biblioteca, una imagen de un grupo de
trabajadores reunidos en una asamblea, una imagen de un grupo de trabajadores
sentados en torno a una mesa. Los títulos que acompañan a dichas obras son: Voluntario barriendo las hojas muertas de El
Retiro, Voluntario en la biblioteca pública Joaquín Leguina, Trabajadores
abocados a la disyuntiva de aceptar el despido o una bajada de sueldo,
Ejecutivos de GS decidiendo en asamblea la estrategia de la compañía. (…)
la pintura de los ejecutivos de Goldman Sachs transmite una serenidad casi religiosa.
Los ejecutivos visten camisas blancas y sobrias corbatas bajo trajes amplios y
oscuros, un estilo que hace pensar extrañamente en el hábito de una orden
monástica, en iniciados de una religión mistérica y sombría.”[5]. Este inexistente cuadro de ejecutivos recuerda
bastante a los inexistentes veintidós cuadros de la “serie de composiciones de
empresa”[6]
que Michel Houellebecq hace pintar a Jed Martin en su última novela hasta la
fecha, El mapa y el territorio (2010).
Entre esas piezas imaginarias de Houellebecq están Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática y
también otro óleo de agentes de bolsa titulado
La entrada en bolsa de la acción Beate
Uhse. Sobre este escribre el autor francés: “sus traders en pantalón de chándal y sudadera con capucha, que aclaman
con una lasitud hastiada la gran industria del porno alemán, son los herederos
directos de los burgueses con chaqué que se cruzan interminablemente en las
recepciones escenificadas por el Fritz Lang de los Mabuse; los trata con el mismo distanciamiento, la misma frialdad
objetiva” (p. 167). No acaban aquí las bromas literarias sobre ejecutivos
bursátiles de Wall Street, seguramente fruto del hartazgo de quienes tienen que
trabajar muchos años para ganar el dinero que un broker consigue en una semana especulando sobre valores en parte
irreales. La primera obra literaria de arte ficticio sobre este tema ya la
había creado Óscar Gual en la citada Cut
and roll (2008). Cuando el protagonista asiste a la exposición privada de
algunas obras del artista Ecoss, presencia una pieza titulada “Broker”. Aquí la
descripción de Gual:
-En esta tercera urna verán la creación más
gamberra y a la vez comprometida. Se llama Broker (…) Hace veintidós horas y
cuarenta y tres minutos (…) este hombre que les mira desnudo y perplejo desde
el centro del cristal estaba saliendo de Wall Street tras ganar varios millones
de dólares gracias a una oportunidad desaprovechada. Iba hacia su casa. El
propósito de retenerlo en este acuario de reducidas proporciones en el que
apenas si puede moverse es mostrar a quienes manejan los hilos de nueestro
sistema social tal y como son en realidad, desprovistos de toda herramienta. Y
apreciar su cara de asombro al convertirse en un objeto de museo, en una cosa.
Se ha despertado hace media hora y nunca se explicará qué le ha sucedido. Le
volveremos a sedar y despertará en algún callejón del Bronx. Su historia será
tan creíble como la de un abducido por los extraterrestres. Puede que opte por
creer que fue un sueño, aunque en su interior siempre sabrá que fue real. O
puede que se vuelva loco, o hippie. (p. 238)
[…]
En
Leonardo (2013), de Guillermo
Aguirre, el desesperado protagonista se obsesiona hasta tal punto con una teta,
o quizá mejor dicho con la fotografía de una teta, que acude a una exposición
para robarla. También para Marcos, el protagonista del Intento de escapada de Miguel Ángel Hernández Navarro, la obra
homónima del artista Jacobo Montes, probable trasunto de Santiago Sierra, se
convierte en una obsesión y también es detenido por la seguridad de la sala al
intentar forzarla para llegar a su última comprensión. La imagen de alguien
detenido por buscar el sentido último de una pieza (no por su destrucción, sino
por perseguir su entendimiento) dice mucho también del lugar de la crítica en
nuestro tiempo, y quizá sea algo más que una metáfora literaria, insertándose
en otra cadena, más política y crítica, de significados.
[…]
Para
no romper el historicismo, sin dejar de actualizar el pasado conceptual a la
mirada de nuestro tiempo, debemos hacer constar que las circunstancias que
encontraban esos artistas en su época eran extraordinariamente similares a las
que la narrativa innovadora halla en la actual: la misma resistencia a lo
nuevo, los mismos gustos tradicionales y manieristas sancionados por el mercado
y el público, los arrebatos ñoños y sentimentales disfrazados de arte. Que durante
los últimos años textos hechos pasar por novelas como los de María Dueñas y
Albert Espinosa se cuenten entre los más vendidos habla bastante claro de esta
situación que describo. La indignación del artista, y del escritor, ante esta
situación, pudo comenzar en los sesenta pero no se ha extinguido, e incluso en
las fases históricas intermedias durante los pasados cincuenta años ha tenido
sus ritornellos y sus reapariciones
estelares. Así lo ha reflejado, además, la literatura. Recordemos la significativa
novela de Ignacio Vidal-Folch, La cabeza
de plástico (1999), donde se examina desde dentro el mundo del arte. Uno de
los protagonistas explicita la reacción contra la reacción, la indignación ante
el arte anacrónico y carente de búsqueda: “(…) te rogaría que cuando te
refieras a las cosas que estáis exhibiendo desde hace treinta años en esas
funerarias que son los museos no mencionases los conceptos ‘artista’ y ‘arte’.
Si entendemos como arte las obras que proporcionan satisfacción de las
necesidades de armonía espiritual y estética, o que incorporan al mundo lo que
yo llamaría ‘espacios de sentido’, esas cosas nada tienen que ver con él”[7].
Y, en otro momento de la novela, se deja muy claro lo que una obra de arte
debería ser, para el artista (y, quizá, esto sólo podemos suponerlo, para el
propio Vidal-Folch): “la innovación y el riesgo son exigencias sustanciales de
la obra de arte, pues no hay arte verdadero que no explore, que no incomode”
(p. 26). Muchos de los escritores que estamos aquí citando han comenzado a
publicar en el siglo XXI, y entiendo que no es casual que las mismas obras en
que recogen testimonios o ejercicios de arte conceptual sean, a su vez, otras
tantas resistencias estéticas contra la literatura que se vende, contra la
novela comercial, contra la mecánica continuista de la novela decimonónica
caracterizada porque se entiende bien,
que no necesita un lector acostumbrado y refinado, y que cumple por tanto a la
perfección las necesidades del mercado: novelas poco “literarias” o cuya literatura
sea pura estandarización, fácilmente digerible por un consumidor tipo y poco
exigente. Del mismo modo que otros novelistas optan por otros procedimientos de
ruptura con la literatura fácil, combatiendo la comercialidad de otras maneras
(como la hiperestetización intelectualizada de Ricardo Menéndez Salmón, o la
crítica social o sociohistórica de Belén Gopegui, Antonio Orejudo, Pablo Martín
Sánchez, Isaac Rosa o Rafael Reig, o la crítica a la tecnología de consumo de
Germán Sierra, o la elaborada irracionalidad de Cristina Fernández Cubas, o la
desgarrada introspección de Claudia Ulloa o Cristina Rivera Garza), los
narradores que aquí estamos citando utilizan el arte contemporáneo como medio
de penetrar en la realidad, tanto la social como la del arte, y de denunciar
algunas imposturas y excesos a través de la exposición conceptual de obras
artísticas. Creo que aquí si se puede tender un puente con el arte conceptual,
ya que a juicio de Santamaría, “en el caso del conceptualismo, o en buena parte
de él, aunque sea resumir en exceso, el asunto residía en el cuestionamiento
del propio sistema artístico y la purga tanto de lo estético como de lo
mercantil” (ibídem). En estos escritores, a mi juicio, también se utiliza al
arte como instrumento de crítica y conocimiento, como medio de indagación en la
realidad de nuestro tiempo, buscando metáforas o imágenes de lo que sucede y
exponiéndolas de un modo diferente, visual en otro sentido.
[…]
Quiero
precisar que estos autores no intentan, a mi juicio, desbastar esa “plenitud de
lo real” apuntada por Vanoli sustituyéndolo por un simulacro (salvo Óscar Gual,
que sí estaría a mi juicio dentro de una narrativa del simulacro, de la que
hablamos en otro lugar), sino más bien utilizar el arte como un escalpelo
conceptual para abrir las capas de cebolla de la realidad y llegar a su
almendra. Un medio para apuntar directamente a lo esencial, a aquello que se
considera como importante. Si Houellebecq, Gual y Moreno apuntan a los
ejecutivos de Bolsa como personajes influyentes de nuestro tiempo y
representativos de la economía virtual que nos gobierna, las obras de arte que
diseñan sobre esos ejecutivos permiten hacer la crítica sin caer en lo
panfletario, utilizando el concepto artístico como instrumento intelectual de
acercamiento a esa zona, tan importante y con tantos efectos en los ciudadanos,
de la realidad. Estos escritores
están interesados en la metáfora spinoziana del pulidor de lentes, pero no
desean construir un espejo mimético para reflejar la realidad –no creen en la imagen
stendhaliana de la novela como espejo a lo largo del camino–, sino que
persiguen pulir una lupa, un microscopio, una lente de aumento para darle
protagonismo a aquellas zonas de la realidad que el espectáculo pretender dejar
en sombra. Visibilizar lo invisible, hacer ver lo oculto, es una especie de
“magia”, como se explica en la novela de Hernández Navarro, cuya parte
artística está dirigida precisamente a describir la ocultación literal, el entierro artístico de un inmigrante
subsahariano dentro de una urna cerrada. Estas urnas –la opaca donde Jacobo
Montes sepulta a Omar, la transparente donde Gual encierra al aterrado broker neoyorkino– son espacios
simbólicos que desean expresar la invisibilidad en que viven los inmigrantes y
la sobreexposición mediática en la que viven los dueños del capital. A mi
modesto juicio, estas operaciones conceptuales, que utilizan resortes y
técnicas artísticas a través de la literatura, son mucho más sugestivas que la
mera declaración panfletaria o que la ingenua exigencia de responsabilidades
desde dentro de un libro que jamás van a leer sus destinatarios. Las exigencias
deben hacerse en otras urnas, las electorales, o en la calle; dentro de un
libro lo que quizá deba existir –y no
es poco– es arte concienciado y que conciencie, si eso es lo que el autor
desea.
[1] Craig Dworkin, “The Fate of Echo”, in Craig
Dworkin and Kenneth Godsmith (eds.), Against
Expression: An Anthology of Conceptual Writing; Northwestern University Press, 2011, p. xlii.
[2] C. Aira, El error; Mondadori, Barcelona, 2010, pp. 26-30.
[3] Vivian Abenshushan, “César Aira: la novela
inexistente”, Letras Libres, México
D.F., diciembre 2003, p. 90.
[4] D. Doncel, Amantes en el tiempo de la infamia; Siruela, Madrid, 2013, p. 243.
[6] M. Houellebecq, El mapa y el territorio; Círculo de Lectores, Barcelona, 2011, p.
108.
[7] Ignacio Vidal-Folch, La cabeza de plástico; Anagrama, Barcelona, 1999, p. 82.
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