Nuestra difusa contemporaneidad admite dos movimientos especulares,
simétricamente inversos. Por el primero nos hallamos ante una tendencia a
convertir cualquier cosa en objeto estético, sobre todo los objetos destinados
al consumo masivo. Por el segundo movimiento nos hallamos, según la descripción
de Arthur Danto en Después del fin del
arte, ante un movimiento de fuga en el arte contemporáneo que lo conduce
hacia unas prácticas que ya no admiten, según los parámetros convencionales de
la historiografía artística, tal definición de arte. En otro lugar (Qué es
el arte) explica Danto cómo el salón francés de los rechazados proponía una estética que era absolutamente inasumible
desde los parámetros de la estética de Leon Battista Alberti; del mismo modo la
aparición de Duchamp primero y Warhol después nos sitúan ante un escenario,
post-artístico según Manuel Ruiz Zamora, poseedor de una escala de valores que
sería distinta, a su vez, de la planteada por los impresionistas.
En
consecuencia, encontramos por un lado lo que se ha denominado capitalismo
estético; por el otro, un arte configurado como post-arte, un arte zombi si me
permiten la broma, que seguiría teniendo un cuerpo reconocible como humano pero
cuyo interior ya no está animado,
carece de ánima, de alma. “En el capitalismo de nuevo cuño, el arte, los
artistas y el mundo ideal que encarnan (creatividad, movilidad, autenticidad,
motivación, compromiso, autodeterminación) se han convertido en modelo de
conducta para el mundo empresarial en lo relativo a la eficacia y a la
innovación. Hoy hay directivos de empresas que se proclaman ‘artistas’ y se
multiplican los libros que subrayan los paralelismos o las similitudes entre el
artista y el empresario: asunción de riesgos, exigencia de creatividad constante,
contexto cada vez más competitivo”, sostienen Gilles Lipovetsky y Jean Serroy
en su débil o quizá superficial ensayo La
estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico (Anagrama,
Barcelona, 2015, p. 52). No abundaremos demasiado a este respecto, pues es cuestión
sabida y ya teníamos mejores descripciones que las propuestas por estos dos
teóricos franceses (véase el capítulo “Esteticismo” dentro de La experiencia estética moderna de José
Luis Molinuevo, de 1998). Sí, en cambio, nos interesa mucho más el otro
movimiento del péndulo, muy bien descrito por Manuel Ruiz Zamora cuando dice
que “podría definirse el post-arte como toda aquella manifestación de la
creatividad humana que alcance cierta significatividad paradigmática en virtud
de un alto grado de excelencia. Ello implicaría un, por un lado, que habríamos
llegado al final del arte entendido como actividad superior del espíritu, pero
que volveríamos, por otro, a reconciliarnos con las artes, en el sentido de una
cierta forma de saber que se plasma en realizaciones de un alto grado de
creatividad fáctica y que comprenden, no sólo un cierto tipo de productos, sino
que se despliegan, tal y como vaticinara Santayana (…) por todas y cada una de
las parcelas de la vida del ser humano” (Manuel Ruiz Zamora, Escritos sobre Post-Arte. Para una
fenomenología de la muerte del Arte en la cultura; Ediciones Universidad de
Salamanca, Salamanca, 2014, p. 33). La cita de Santayana nos recuerda aquella frase de Felisberto Hernández: "Aunque Petrona no había cultivado su sentimiento estético en el arte, en cambio tenía desarrollado el sentimiento estético de la vida, en ciertos aspectos del comportamiento humano. (Claro que ella no le hubiera llamado sentido estético. Tal vez nunca haya pronunciado la palabra 'estético')" (F. Hernández, Los tiempos de Clemente Colling, 1942, Ediciones del Viento, A Coruña, 2009, p. 27).
El problema que surge de inmediato es fácil
de adivinar: dónde está, dónde se encuentra la línea divisoria entre un mundo
que se estetiza y un arte que se
mundializa (de mundo de "diseño total" habla Boris Groys recientemente); cómo encontrar argumentos razonables para corregir a quienes
sostienen que la gastronomía o el diseño son artes, pero también para detener
algunos excesos complacientes lanzados provocativamente desde el mundo del arte,
como aquel Joseph Beuys que decía que “todos somos artistas”, aplanando toda
distinción conceptual, imponiendo una presunta democratización en algo (el
talento) ajeno por completo a criterios democráticos y, para resumir, mezclando
churras con merinas en una esfera (la de la distinción entre lo que es arte y
no arte) en la que no hay nadie que
se considere incapacitado para emitir una opinión, pues todos tenemos muy claro
lo que es arte y, desde luego, lo que no lo es. Algo muy distinto sucede, eso
sí, cuando queremos explicar sobre qué bases teóricas fundamentamos qué sea o qué no sea el arte, momento en que incluso las teorías más
conspicuas al respecto (las de Dickie o el citado Danto, por ejemplo), incurren
en aporías y puntos flacos, como bien se encarga de demostrar el ensayo de Ruiz
Zamora en las páginas 157 y siguientes.
Escritos
sobre Post-Arte
puede ser una buena introducción para reflexionar sobre todas estas cuestiones,
con independencia de la opinión que se tenga sobre las ideas puntuales de su
autor; su mérito estriba en que no desea tanto tener razón como en sacar a la luz las débiles bases y los
discutibles fundamentos de todo cuanto suele considerarse tener razón contemporáneamente en términos artísticos. Del mismo
modo que la visión del arte de Danto sufrió un shock tras visitar una exposición de Warhol, Ruiz Zamora se queda
horrorizado en el Museo Dalí de Figueras, y de ese encuentro traumático surge
la reflexión –o la necesidad de reflexión– que le mueve a escribir el libro. Y
es necesario enfatizar la valía del autor al ser capaz de poner en cuestión sus
propios esquemas conceptuales, en aras de un mejor análisis; no todos los
ensayistas, críticos y pensadores actuales son capaces de salirse de sus ideas
asentadas, para averiguar si éstas hacen o no debidamente su trabajo. Pero Ruiz
Zamora, tras llegar a la conclusión de que “desde un punto de vista puramente
estético, gran parte de la obra de Dalí no se caracteriza precisamente por su
gran valor ni por su desbordante originalidad” (40), acto seguido añade: “sin
embargo, tal vez esta consideración, realizada desde parámetros estéticos
tradicionales, contenga tanto un error de perspectiva con respecto a la obra,
como un monumental equívoco en relación al sentido que la figura de Dalí
representa en la historia del arte” (ibídem).
Tras esta honesta vuelta de tuerca, el punto de partida será por completo
diferente: “dicho de forma más rotunda y paradójica: el valor de Dalí como
Artista consiste precisamente en haber dejado de serlo” (41), aserto en el que
la palabra más importante es valor.
Pues ese es el punto más difícil, y por lo tanto más meritorio, del ensayo de
Ruiz Zamora: aclarar que porque un trabajo creativo haya dejado de ser
artístico, no significa que deje de ser valioso.
De ahí que, volviendo a las ideas de Danto, con quien Ruiz Zamora dialoga de
continuo, estas manifestaciones ya no sean de “arte post-histórico”, sino de post-arte,
es decir, no de un arte que sucede a destiempo,
sino un tiempo lleno de algo que ya no
es arte, aunque tenga un aire de familia con aquél al suceder en el mismo lugar, con los mismos habitus y en el mismo campo artístico. A juicio de Ruiz Zamora, el
papel de Duchamp es parecido, aunque su función es la de abrir un vasto
territorio innominado más allá del arte; en su opinión, en la conocida pieza de
“La fuente se produce una
incuestionable desacralización del objeto hasta entonces considerado como
‘artístico’, pero detrás de ella no alienta un espíritu iconoclasta que
pretenda acabar con los últimos vestigios de un mito, sino el alma de un
místico (…) que desarrolla una suerte de teología negativa en relación a
ciertas categorías históricas” (p. 48). Por ese motivo, Duchamp está todavía en
la historia del arte, aunque disolviendo los cimientos de la misma: “la
profecía hegeliana se habría cumplido” (p. 49), pues a partir de ahí el Arte
sería una forma de pasado, que es
justo lo que quería decir Hegel con su famosa frase sobre el fin del arte.
[El Roto, en El País, 04/04/2015]
Hay, a juicio de Ruiz Zamora, dos
posibilidades de post-arte: la
lúdico-cínica (denostada por él y cuyos mayores representantes serían Damien
Hirst o Jeff Koons) y la “‘creatividad estética’ que, habiendo comprendido el agotamiento
de las inercias metafísicas del Arte (…) proponen una serie de prácticas que
aspiran a reinsertarse en las corrientes de las actividades comunes que
componen la vida cotidiana de las sociedades actuales, y que comprenderían
aplicaciones que van desde la publicidad o el diseño, hasta el net.art, en sus dimensiones más
humildes, sin olvidar, por supuesto, el grafiti no seducido por los oropeles de
la inmortalidad.” (p. 189). Partiendo de esta demoledora liquidación de restos de serie, que diría Vázquez-Montalbán, que
casi nos une –en un terrible midgarthorm
conceptual– con el capitalismo estético de Lipovetsky y Serroy, la pregunta es
obvia: entonces, si eso es así, ¿qué resta
en nuestro tiempo de aquello antes conocido
como arte? Pues, a juicio del autor, poca cosa. Apenas un pequeño “limbo”
de “realizaciones que continúan alimentando ingenuamente la creencia en una
evolución específicamente lineal de escuelas y estilos en el mundo del arte”
(p. 136), que el autor no especifica, pero bajo cuya definición imaginamos ese
pequeño espacio del arte contemporáneo donde existe aún consenso de grandeza: Kiefer, Bourgeois, etc. Lo que sí queda clara
y contundentemente denunciado en el ensayo es el segmento lúdico-cínico del
post-arte: prácticas como la Tere Recarens, quien “se lanzó en paracaídas con
una escoba para intentar barrer las nubes y que pudiera verse un poco el sol en
la ciudad de Berlín” (p. 70), son definidas como “ocurrencias” (ibídem) y es
cierto que lo son. La cuestión es que Ruiz Zamora incluye dentro de esta
categoría casi todas las prácticas post-conceptualistas, y ahí tengo mis dudas,
porque quizás habría que examinarlas caso por caso, para evitar olvidos
innecesarios. Incluso artistas como Ai Weiwei cuentan en su trayectoria con
obras que podrían pertenecer al arte y otras a la ocurrencia post-artística. En
cualquier caso el autor explica a la perfección en la parte central de su
ensayo el “callejón sin salida” (p. 100) en el que se ha situado el arte
contemporáneo, y como parte de sus problemas surgen paradójicamente de uno de
sus presupuestos fundacionales, cual sería el de la voluntad de mantener un
carácter oracular en un mundo que ya no requiere de voces explicativas. Disentimos,
sin embargo, cuando el autor se muestra reacio a que el arte ocupe un lugar
crítico dentro de la sociedad, “el cual precisaría de un vehículo (el diálogo
platónico, por ejemplo, con el tratado filosófico) de argumentación contra
argumentación de razones” (p. 102); creemos que el arte puede hablar de lo que
quiera y que si la filosofía puede ser cívica (como cree Ruiz Zamora, en la
órbita de José Luis Molinuevo), no se entiende bien por qué el arte no puede
serlo, por qué no puede tomar una postura ciudadana crítica con el poder o los
poderes, como hace el arte “institucional” de un Haacke, por ejemplo. Incluso siguiendo
a rajatabla el sistema de pensamiento de Ruiz Zamora, lo único que necesitarían
estas prácticas para ser arte, político o no, es “alcanzar un determinado grado
de excelencia” (p. 100), siendo indiferente el objeto o tema que aborde en cada
supuesto.
La incomodidad que en algunos momentos
sacude al lector al recorrer el ensayo no es solamente provechosa, sino
estrictamente necesaria. Bastantes partes de Escritos sobre Post-Arte destilan algo parecido al pesimismo, y la
ironía de Ruiz Zamora se vuelve atormentada en ellas, casi melancólica, pero no
deberíamos engañarnos: hay algo enormemente positivo en su postura, en cuanto
afirmación radical de un pensamiento clarificador: el filósofo, el pensador, no
vienen al mundo del arte a repartir bendiciones ni a dar cartas de naturaleza;
por el contrario, su labor es precisamente la de probar las metodologías,
someter a crítica las epistemes,
acechar la conceptualización, repensar el discurso. Aunque los diagnósticos sean
terribles –y en Escritos sobre Post-Arte
suelen serlo–, el resultado es positivo, valioso, porque nos ofrece un
pensamiento, una toma de posición, dentro de una dinámica en la que las tomas críticas
de posición no abundan o son particularistas, no dirigidas a la totalidad.
Además, Ruiz Zamora no esconde sus fuentes ni ahorra los pasos de su exposición
–que es, en resumen, y ahí está su valía, un exponerse, un quedar expuesto–,
con lo que nos deja francas las puertas para contradecir sus ideas, para
criticarle, para mostrar nuestra oposición (puntual o general). Nos permite
seguir pensando. Porque, al cabo, esa es una posible definición de Arte,
aquello que nos interesa tanto como fenómeno (estético o no, definible o
inasible, ideal o institucional) que no podremos dejar de pensarlo nunca.
[Relación con autor y editorial: ninguna]
5 comentarios:
"Incluso siguiendo a rajatabla el sistema de pensamiento de Ruiz Zamora, lo único que necesitarían estas prácticas para ser arte, político o no, es "alcanzar un determinado grado de excelencia" (p.100) siendo indiferente el objeto o tema que aborde en cada supuesto."
¿Cuál es el criterio a seguir para que una obra de arte alcance un determinado grado de excelencia? Ya que a lo largo de la historia del arte muchas obras han sido despreciadas en el momento de su realización, y unos años (en algunos casos han sido siglos) más tarde se ha considerado que eran obras maestras.
Por otro lado, me parece muy interesante la última reflexión que haces sobre el Arte "Nos permite seguir pensando". Esto que puede parecer que se ha hecho incluso desde que el Arte no era Arte, hoy en día cobra un importancia especial en este campo expandido en el que nos movemos, que no es el "Absoluto" que Hegel empezaba a ver resquebrajarse en el siglo XIX, sino el "Rizomático" en el que la teoría del todo no tiene cabida.
Saludos
Gracias, Ilkhi, es complicado establecer tendencias generales pero entiendo que cada crítico de arte debe establecer sus grados de excelencia y aplicarlos a su lectura o sus acercamientos críticos. Gracias por dejar tu opinión.
Un artículo sobre Danto:
Danto, ese sabio
http://www.margencero.com/almiar/arthur-danto/
JORGE ROARO:
PARTE I: DANTO Y SU VISIÓN DEL ARTE
ARTHUR COLEMAN DANTO (1924-2013) fue indudablemente uno de los más influyentes pensadores dedicados en el último medio siglo a reflexionar sobre la naturaleza del arte y el papel que éste juega en nuestro mundo hoy en día; desafortunadamente, eso no significa que este filósofo del arte haya contribuido gran cosa a enriquecer o a ayudar a entender mejor nuestra experiencia estética ante los fenómenos artísticos, ni mucho menos que haya aportado algo concreto que permitiese enderezar un poco el camino que sigue el arte institucional contemporáneo para sacarlo de su actual decadencia y mediocridad. De hecho, me parece que fue todo lo contrario, de modo que en las siguientes páginas trataré de explicar brevemente por qué creo que la influencia filosófica de Danto ha sido francamente negativa para el desarrollo de nuestra visión del arte contemporáneo.
JORGE ROARO:
PARTE I: DANTO Y SU VISIÓN DEL ARTE
ARTHUR COLEMAN DANTO (1924-2013) fue indudablemente uno de los más influyentes pensadores dedicados en el último medio siglo a reflexionar sobre la naturaleza del arte y el papel que éste juega en nuestro mundo hoy en día; desafortunadamente, eso no significa que este filósofo del arte haya contribuido gran cosa a enriquecer o a ayudar a entender mejor nuestra experiencia estética ante los fenómenos artísticos, ni mucho menos que haya aportado algo concreto que permitiese enderezar un poco el camino que sigue el arte institucional contemporáneo para sacarlo de su actual decadencia y mediocridad. De hecho, me parece que fue todo lo contrario, de modo que en las siguientes páginas trataré de explicar brevemente por qué creo que la influencia filosófica de Danto ha sido francamente negativa para el desarrollo de nuestra visión del arte contemporáneo.
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