[Se advierte que esta entrada revela el
final de la novela de Kohan]
Días antes había terminado de leer la
novela de Martín Kohan, Fuera de lugar
(Anagrama, 2016), pero ella no había terminado de leerme a mí.
Su tajante final seguía reverberando en
mi cabeza. Mientras yo intentaba leer otros textos, algunas frases de Fuera de lugar, algunas escenas, algunos
detalles, hacían honor a su título y
se desquiciaban, salían fuera de su lugar propio, ubicándose en una atención
que yo creía tener puesta en otra cosa, en otra idea, en otro libro.
Me gustó mucho del final de la novela de
Kohan su escena ausente; esa conversación entre Santiago Correa y su mujer,
Elena, que no aparece en la novela, pero que explicaría el asesinato de Marcelo
a manos de unos delincuentes comunes (unos chorros,
dirían allá). Deducimos, a la vista de los acontecimientos, que Elena y
Santiago Correa hablan o discuten y, finalmente y para salvar la cómoda
monotonía de sus existencias, deciden quitar de un plumazo el problema que
amenaza su futuro. Pero esa tensa conversación marital está brillantemente
excluida por Kohan, que nos pone como cebo otras imágenes y otras escenas menos
importantes, escamoteándonos lo principal, dejándonos distraídos con la
superficie del iceberg.
Al terminar la novela estaba seguro de
que esa conversación elidida, esa escena ausente, era la explicación del final
de la novela, y me pareció atrevido -valiente- el modo en que Kohan ahorraba al
lector la extricación de la trama. Sin embargo, hoy, hace un rato, mientras
leía un ensayo sobre etnocentrismo, una escena de Fuera de lugar me ha asaltado, ha venido por sorpresa a revelarme
el momento en que Kohan había “plantado” la semilla de la resolución, la página
que marcaba el modo en que iba a resolverse el argumento, el instante en que se
nos revela que es Elena, y sólo ella, la que va a tomar la decisión de eliminar
a Marcelo, tendiéndole una trampa y sin que le tiemble la mano en el último
momento (página 219) en el que todavía tiene la oportunidad de salvarlo.
La escena en la que -creo, sospecho- se
resuelve el interrogante final de la novela, mediante una especie de prolepsis
oblicua, nos aguarda cargada de metralla en la página 171, cincuenta páginas
antes del desenlace:
XVII
En
los sueltos había montones en el pueblo, lo mismo que en todos los pueblos. […]
No obstante, uno muy bravo, rabioso no se sabía por qué, se había metido en el
parque de la hostería y había empezado a gruñirles a los otros huéspedes en
evidente amenaza de ataque.
Los
gritos de todos despertaron a Marcelo. Salió de la cama de un salto, dejó la
pieza y se asomó a ver lo que pasaba. La gente de la ciudad retrocedía, él
habría hecho lo mismo. Algo tenía ese perro de toro, algo tenía de chancho
enardecido.
Apareció
Elena sin dar aviso y lo corrió a palazo limpio. El perro le hizo frente por
poco tiempo. Los golpes secos en el lomo lo forzaron a adelgazar los ladridos,
y uno solo, brutal, artero, descargado en pleno hocico, le arrancó un aullido
espantoso.
El
perro se fue, gimoteando. Correa miró todo desde un costado, fue Elena la que
se ocupó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario