Los antiguos indios creían perder su alma frente a la cámara. Fueron afortunados: jamás tuvieron que ponerse del lado del disparador.
Jordi Doce[1]
En la recordada película El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, 1999), hay un elemento que me sigue pareciendo fascinante, pasados casi más de veinte años. Recordemos el argumento: tres estudiantes de cine se pierden en un oscuro bosque de Maryland, donde se habían adentrado para rodar un documental sobre los rastros de una leyenda acerca de una supuesta bruja. Su equipo es ligero, sólo llevan consigo dos cámaras, una de ocho milímetros y una de vídeo. La de 8mm, más cara y compleja de utilizar, es portada por uno de los actores; de la de vídeo se hace cargo la productora y presentadora del documental, Heather. Mientras se van desarrollando las sucesivas escenas de desorientación, angustia creciente y miedo, ella va grabando todo en vídeo, dejando para la otra cámara las tomas más representativas o que podrían ser más importantes para el reportaje. A pesar de que les suceden hechos que ya no tienen que ver con el documental, y de que la situación personal es cada vez más conflictiva entre los miembros del equipo, ella no deja de rodar. Los lectoespectadores sabemos que esa grabación continua es un imperativo técnico, por cuanto la película se basa en ese supuesto documental, sin posibilidad de utilizar cámaras exteriores a los propios actores[2], pero la justificación que el otro cámara hace de la conducta de la Heather es extremadamente interesante: le achaca que graba para mantener una distancia con la realidad, para no involucrarse, para pensar que todo lo que les está pasando es ficticio, y que los hechos en que se ven envueltos no tienen lugar más que en el metraje; a su juicio, la productora graba para no sentirse responsable de la coyuntura de desorientación en la que se encuentran.
El novelista Juan José Millás había descrito la misma sensación:
Me compré una videocámara (...) Los primeros días lo grababa todo y llegué a comprender a los japoneses, pues observar el mundo a través de un visor tranquiliza mucho, como si uno no estuviera implicado en lo que sucede al otro lado[3].
Y Aníbal Rossi, leyendo una versión preliminar de este texto me señaló otro ejemplo, el filme Mi hombre es Khan (Karan Johar, 2010), en el que un chico con síndrome de Asperger logra superar y aceptar la realidad gracias a su continua filmación en vídeo. La película de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez ha influido mucho en otros filmes concebidos como filmaciones encontradas, como Cloverfield o Chronicle, pero su “espíritu” membranoso extiende sus pasadizos a grabaciones reales: un caso similar se remontaría a los atentados del 11/S: Jules Naudet, uno de los hermanos autores del famoso documental grabado desde uno de los edificios, dice durante el metraje que seguir grabando le ayudó a tomar distancia con la tragedia que estaba ocurriendo frente a sus ojos. Como ha explicado Jorge Fernández Gonzalo, el motivo es que el formato del documental constituye “el género del siglo XXI, no tanto por levantar acta de verosimilitud, sino por todo lo contrario, por registrar una serie de convenciones narratológicas a partir de las cuales hacer más real lo real”[4].
Este es uno de los grandes debates subclínicos, no tratados como tales, que existen hoy en día. La cámara y la distancia. Una distancia moral, y no sólo física, mensurable, hacia-para-contra la realidad. Frederic Raphael, el novelista y guionista de cine, decía a propósito de una conversación con Stanley Kubrick: “no me contradijo cuando le contesté que ciertas personas nacen como una membrana entre ellos y la realidad, que para otros resulta de tan fácil acceso. Estar tras la cámara es el correlato objetivo de ese sentimiento, y tal vez su remedio solapado”. Las recientes generaciones, entre las que quizá aún me encuentro, hemos crecido con la presencia omnipresente de las cámaras; no ya fotográficas, sino de súper-ocho, de vídeo doméstico, digitales, incorporadas al teléfono móvil y un largo etcétera. Se nos ha acostumbrado desde niños a posar en movimiento y, algo después, a grabar a los otros. Hemos visto la televisión una media de cuatro horas al día en nuestra infancia. Hemos ido al cine. Hemos contemplado la vida de la gente, real o ficticia, por el mismo lugar: la pantalla. De modo imperceptible, hemos desarrollado esa membrana y a veces se apodera de nosotros su paroxismo (ojo a este artículo de Enrique Rey, sobre la sensación psicológica de vivir creyendo ser grabado). La confusión o posibilidad de confusión ha desatado la imaginación artística: pensemos en las tan citadas películas El show de Truman o Ed TV, donde se narra la existencia de personas sometidas 24 horas al día a una cámara en directo –Olivia Wilde recupera este tema para el cine en Don’t Worry Darling (2022)–. Los habitantes de Bagdad, según Saramago, veían durante la primera guerra del Golfo la CNN para ver las bombas que les caían desde fuera[5]. Las catástrofes, como contaba en primera persona Javier Rioyo tras la inundación de Nueva Orleans, no pueden verse desde dentro, necesitan la pantalla para vivirse[6]. Muchos de los turistas muertos por el Tsunami de diciembre de 2004 fallecieron por quedarse en la playa haciendo fotos de las olas, según testigos presenciales, iniciando un rito trágico que las redes sociales han multiplicado. Escribe David Foster Wallace:
Nuestras seis horas diarias no solamente nos ayudan a sentirnos íntimos y personales con cosas como los Juegos Panamericanos o la Operación Escudo del desierto, sino que, a la inversa, también nos enseñan a relacionarnos con personas vivas y reales de la misma forma en que nos relacionamos con lo distante y exótico, como si estuvieran separados de nosotros por la física y el cristal, solamente, existentes únicamente como espectáculos que esperan que los miremos desde lejos.[7]
Aunque nos refiramos a un simulacro que oculta algunas zonas de lo real que no deberían estar en la penumbra, el simulacro no es tan terrible. En cierto modo, es resulta más bien risible, absurdo. Los jugadores de la Superbowl y los atletas olímpicos graban con las cámaras de sus teléfonos las ceremonias de inauguración de sus eventos deportivos. En las ferias eróticas, como las de Barcelona o Las Vegas, los asistentes graban lo que ven, en vez de experimentarlo por una vez sin membrana interpuesta, quizá porque no imaginan que las estrellas porno puedan tener una existencia real fuera de la pantalla. Ni siquiera piensan que puedan tener un cuerpo tridimensional, con olor y tacto. Gracias a las cámaras GoPro, no hay récord de saltos, puenting, paracaidismo o deporte extremo en que el protagonista no porte consigo una cámara subjetiva; en sus obsesivos registros visuales nos llega cierto pálpito de que la documentación tiene más relevancia para ellos que la experiencia (jugarse la vida para grabarse haciéndolo, como los chicos rusos que se pasean sin cables por las azoteas de los rascacielos). Ya en los 90, Phil Collins y Bono, del grupo U2, grababan al público durante los conciertos, lo que ahora hace Justin Bieber para su Instagram. En todos estos casos, hay un intento de borrar la diferencia entre realidad y ficción; ambas parecen -pero no son, pese a lo que quiera decir el lánguido Baudrillard- la misma cosa y a la vez, sin solución de continuidad. La alienación del sentido es absoluta. La vida se intenta presentar como una película de serie B, o un mockumentary, o un spaguetti western donde la sangre quizá no es siempre de tomate. La membrana se vuelve burbuja: envuelve indiferentemente a grabadores y grabados, a cámaras y escenario. Comienza, como hemos visto en El proyecto de la bruja de Blair, a pensarse que estar “detrás de la cámara” es una salvación ante una realidad que no nos gusta, y que, sin embargo, sigue ocurriendo ahí, delante de nuestros ojos, a unos centímetros del objetivo. Todo esto me recuerda al Martín Mantra de Rodrigo Fresán (Mantra, 2001), que graba su vida durante años, o al entrañable protagonista homónimo de Leolo (Jean-Claude Louzon, 1993), que escribía para no volverse loco, o al personaje de Magda en la novela de Coetzee En medio de ninguna parte, que habla para no dejarse llevar por el pánico[8]. La narradora blanca Riestra, en su novela distópica Greta en su laberinto (una ópera rock) (2016), describe una “televisión perpetua”[9], con 24 horas al día de programación en directo, la mayor parte de la cual tiene como protagonistas centrales a dos payasos que sostienen un programa de entretenimiento/alienación sin fin. Luis López Carrasco, en El desierto blanco (2023), presenta a un personaje que graba tan obsesivamente la casa en la que vive, y en la que pasó su idealizada infancia, desde tantos puntos de vista, que acaba sufriendo un trastorno neurológico que le hace superponer las imágenes grabadas a las reales: “Y no es que la casa sustituya la imagen del lugar, sino que veo las dos imágenes a la vez, veo las vías y la casa a la vez. No es que vea las imágenes sobreimpresionadas u oscilando de manera alterna, no, LAS VEO A LA VEZ. Mire a donde mire, veo la casa, la casa por todos lados, y tengo la sensación de que la casa me persigue”[10].
La distancia entre la realidad y el objetivo en principio no existe; pero comienza a pensarse que tiene entidad real, con lo cual tiene ya personalidad, solidez, sustancia, y como es lógico, existe, de algún modo. Así, una realidad de la que cada vez dudamos más es observada con una percepción cada vez más dudosa. Hay un intento político de borrar la diferencia social entre la visión difusa y la otra: si lo que vemos no es la realidad, no necesita ser cambiada: todo puede seguir como estaba. Es una forma de cobardía social hacer como que los hechos no existen. Para la modernidad pangeica, digitalizada, el imaginario es borroso. Se nos intentan vender lentes correctoras, bajo la forma de Google Glasses o de casco inmersivo para videojuegos: se nos dice que es para ver más, pero en realidad vemos menos. Como en la película ficticia de James Incadenza en Infinite Jest (1996) de David Foster Wallace, habrá que utilizar “lentes neonatales para emborronar las cosas imitando una retina neonatal, todo reconocible, pero sin contorno preciso”[11]; como el personaje de Deconstructing Harry, de Woody Allen, tendremos que ponernos unas gafas de diez dioptrías para contrarrestar la miopía estructural del mundo.
[1] Jordi Doce, Hormigas blancas; Bartleby Editores, Madrid, 2005, p. 49.
[2] En contra de lo que se dijo en su momento, esta técnica no era ninguna novedad: el director mexicano Jaime Humberto Hermosillo ya la utilizó en una divertida película, La tarea (1990), con María Rojo. Hay otras películas donde los protagonistas se graban a sí mismos, como My Life (Bruce Joel Rubin, 1999), el documental Tarnation (2003) de Johnatan Caouette o los proyectos de César Kuriyama, pero tienen otro alcance.
[3] Juan José Millás, “Vídeo”, en Algo que te concierne; El País / Aguilar, Madrid, 1995, p. 185.
[4] Jorge Fernández Gonzalo, Filosofía zombi; Anagrama, Barcelona, 2011, p. 131.
[5] José Saramago, en entrevista con Gómez Pin, Babelia de El País, 30/12/2000. Lo mismo hacían los habitantes de Nueva York durante el 11/S. Quizá por ello puede escribir Edmundo Paz Soldán sobre unos altercados públicos cerca del palacio presidencial: “abroquelados en el Palacio, observábamos en la pantalla de un televisor lo que sucedía a pocos pasos de donde nos hallábamos”; Edmundo Paz Soldán, Palacio Quemado; Alfaguara, Madrid, 2008, p. 162.
[6] “Las catástrofes no se ven cuando estás dentro. La realidad necesita la televisión, la luz: el poder. (…) Nuestra memoria sabía del desastre, pero no lo podía recordar. Ahora, después de ver las globalizadas imágenes de la catástrofe en la televisión de nuestro hotel en Alabama, ahora es cuando tenemos conocimiento de lo que realmente estaba pasando a nuestro lado. Ahora podemos recordar lo que antes creímos. Lo que sentimos”; Javier Rioyo, “Escapando hacia el este”, El País, 01/09/2005.
[7] David F. Wallace, “E unibus pluram”, en Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer; Mondadori, Barcelona, 2001, p. 82.
[8] “Tal vez, por otra parte, si dejase de hablar cedería al pánico, perdería la presa que he hecho sobre el mundo que mejor conozco; J. M. Coetzee, En medio de ninguna parte; Mondadori, Barcelona, 2003, p. 109.
[9] Blanca Riestra, Greta en su laberinto (una ópera rock); Alianza, Madrid, 2016, p. 164.
[10] Luis López Carrasco, El desierto blanco. Barcelona: Anagrama, 2023, p. 151.
[11] David Foster Wallace, La broma infinita. Trad. Marcelo Covián, rev. Javier Calvo. Barcelona: Mondadori, 2002, p. 256.
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