Leo bastante poesía actual, especialmente española aunque no
sólo, y sigo viendo un mal muy común, sobre el que he escrito alguna vez: el
poema entendido como testimonio del momento en que el poeta se siente poeta.
El poeta da un paseo puntual por el campo y, aterido por el brusco reencuentro con la
naturaleza, quiere recuperar los lazos perdidos con el mundo y escribe un
poema. El poeta sale a ligar un sábado, no liga, se emborracha y al llegar a
casa escribe un poema triste sobre escribir poemas tristes. El poeta visita el Louvre, ve la Gioconda de lejos, y escribe un poema sobre la Belleza o sobre el turismo de masas. El poeta liga y escribe un
poema (es posible que yo haya publicado alguno de este tipo). El
poeta escucha Lohengrin, recuerda
súbitamente que es poeta, y escribe un poema. Y así vamos tirando.
En realidad, la poesía suele aparecer de otra manera. “Un
poeta -no les choquen mis palabras- no tiene como función sentir el estado
poético: eso es un asunto privado. Tiene como función crearlo en los otros.”[1],
decía Paul Valéry, y creo que tenía razón. La poesía no debería ser un
desahogo, sino un ahogo: el provocado por el esfuerzo de escribir un poema
digno. Dejarse la piel en el poema, sí, pero no por la “veracidad” de la emoción
expresada, sino por el esfuerzo invertido en crear un texto a la altura de los
lectores. Ya se trate de la “emotion recollected in tranquillity” de la que habla Wordsworth en el famoso
prefacio a las Lyrical Ballads, o la
serenidad con que fray Luis de León aborda “lo que es, lo que será, lo que ha
pasado”, o la recomendación de Antonio
Martínez Sarrión en su “Brindis a Boileau”: “Enemiga es la urgencia de todo
encantamiento / secando de raíz las emociones / que exigen de espoleta
retardada”; en cuaquier caso, lo importante de las emociones es qué se hace literariamente con
ellas, pues emociones tenemos todos, ya las conocemos; estamos
sobreemocionados, de hecho. Demasiado corazón, decía la copla de Willy DeVille. La minúscula emoción de saberse poeta también la
tenemos, así que incluso ésa hay que someterla a crítica -autocrítica- y hacer
de ella algo valioso. El escritor es libre de decidir si sufre o no escribiendo, pero el texto ha de sufrir siempre.
En fin, que voy a hablar de algunos libros cuyos autores se
han tomado la molestia de trabajar con dignidad, esfuerzo y humildad, de forma
que nos resulta posible disfrutar de esos valores en el resultado final.
En Cuerpos a la deriva
(2017) recuerda Alberto Ruiz Samaniego que la potencia del pensamiento
nietzscheano proviene, en parte, de que siempre está categóricamente unida a un
cuerpo, a lo orgánico. La
materialidad, la carne, nutre o da asiento a lo abstracto, sujetándolo a un
lugar y recordando que no es posible disociar mente y cuerpo, pensamiento y
carnalidad. Quizá en esta evidencia reside también la potencia expresiva de Historial (Calambur, 2017), de Marta
Agudo, un poemario sobre la enfermedad que, partiendo de los lugares teóricos conocidos,
como la Susan Sontag de La enfermedad y
sus metáforas, llega, vía metafórica, a lugares más complejos e irisados.
Si en el anterior libro de la autora, 28010
(2011), leíamos “Me llamo Marta, me llaman Marta y me persigue el idioma en que
se expresa el moribundo”, en Historial la
voz y el idioma se ceden a otra garganta: no al yo que reflexiona sobre el mal
del cuerpo, sino a la propia enfermedad. Historial
busca, a mi juicio, un lenguaje del negror y de la expresión de lo
terminal, en todos los sentidos de la palabra, a través de una sintaxis poética
rota -cuál otra podría explicar mejor la rotura-. Versos blancos, libres y
versículos chocan contra fragmentos en prosa y estancias alucinadas, en las que
me parece apreciar algún eco de Gamoneda y donde queda explícita la huella
lorquiana, ese otro cantante del dolor de los insomnios enfermizos (“Pero la
noche es interminable cuando se apoya en los enfermos / y hay barcos que desean
ser mirados para poder hundirse tranquilos”, Poeta en Nueva York). Si en 28010
era su nombre propio el que le permitía juegos mitad lingüísticos, mitad
identitarios, ahora es su apellido el nomen
que sitúa a la autora en el umbral del sentido, identificándose con los casos agudos, los terminales, a los que “se
les llenan de arena los pulmones” (p. 72).
Un tema, el de la enfermedad, que no es nuevo en Marta
Agudo; en su primer libro, Fragmento (2004),
ya podía leerse este poema:
Ser en destrozos.
Adentro el cáncer
concede
a la metralla
su
trazo sosegado.
Así,
serena
y eficaz perduras:
naturaleza
Casi década y media después el padecimiento sigue rondando a
esta voz singular, a la que no le importa adentrarse en los demonios propios y
ajenos, en los que con toda naturalidad entra a hierro con la espada del
lenguaje y con el acero del pensamiento: “las dos gestiones más señaladas de
nuestra vida no las cursamos nosotros”. Y el dolor expuesto como un cuchillo, a
veces en poemas de una sola línea, que nos dejan imágenes de puro desasosiego:
Mientras, la anciana lleva en su carrito vacío al niño que no
tuvo.
La enfermedad
está en el cuerpo y nos recuerda que tenemos cuerpo -esto ya se ha dicho mucho,
Thomas Mann lo dejó escrito en La montaña
mágica-, pero también es un asunto mental, y un trabajo íntimo de
aceptación. Es en ese momento cuando comprendemos que los neurocientíficos
tienen razón, y que pensar que existe una dualidad mente-cuerpo es un
cartesianismo superado. No hay un más allá del cuerpo -aunque el cuerpo está
roto-, no hay más límite que la capacidad de sentir el dolor. Es el lenguaje
del mundo. “Estamos prisioneros en nuestra piel”[2],
escribió Ludwig Wittgenstein en sus diarios. “Así la piel, con veinte
uñas mordidas”, responde con fiereza Marta Agudo.
[1]
P. Valéry, “Poesía y pensamiento abstracto”, Teoría poética y estética; Visor Distribuciones, Madrid, 1998, p. 80. “El sabor de la manzana
(declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la
fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema
con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro.
Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada
lectura”; Jorge Luis Borges, “Prólogo”, Obra poética 1923-1964; Emecé, Buenos Aires, 1972, p. 11.
[2]
Ludwig Wittgenstein, Movimientos del
pensar. Diarios 1930-1932 / 1936-1937; Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 52.
José Vicente Quirante, Vesubios;
Los Libros de la Frontera, col. El Bardo, Alhaurín el Grande, 2017.
José Vicente Quirante ha escrito un libro grecorromano, donde pueden encontrarse
sin dificultad ecos virgilianos, horacianos, pindáricos, y también odas
anacreónticas y epigramas catulianos. A pesar de su entronque con la ciudad de
Nápoles, donde residiera el poeta un tiempo, la anécdota local es transcendida
y los poemas se insertan en propósitos de mayor alcance, intentando encontrar
un tono moderno y clasicista al mismo tiempo, algo nada fácil de hacer y que de
cuando en cuando cosecha excelentes frutos. Su estilo puede recordar a algunos
poemas de Juan Antonio González Iglesias, aunque Quirante tiene su propia voz y
su acidez brinda a veces poemas algo nihilistas, pero que atraviesan la diana,
como “Mistificaciones”. Detrás de cualquier paraíso, leemos en varios poemas,
lo único que acecha es la nada: “No basta un viaje para alejarme / de mí”, dice
el poeta, con ecos senequistas. El Vesubio puede ser leído también como la
causa de que la diversión más honda se cubra al instante de ceniza. Una poesía
muy personal y cuajada de culturalismo con momentos de desolado acierto:
Comentando unos versos de El jornal (1965), primer libro de José-Miguel Ullán, en los que el
poeta salmantino reproduce hablas campesinas (“estripa / terrones / Paco /
Estripa / pasado / amigo,”), Julián Jiménez Heffernan se pregunta: “Pero:
¿quién ha expresado la tierra? Ahí yace parte del misterio”[1].
Recuerdo los versos de Ullán y las palabras de Jiménez Heffernan al leer el
último libro de versos de la gallega Luz Pichel, CO CO CO U (La uÑa RoTa, Salamanca, 2017, versión de Ángela
Segovia), un libro configurado como un ahondamiento en el habla rural gallega,
que Segovia traduce, inteligentemente,
al “navero” hablado en los campos de Las Navas del Marqués, en Ávila. Un libro
cuya escritura se convirtió en una lucha contra el corrector de errores del
procesador de textos Word (según señala en su excelente epílogo la siempre
atenta María Salgado), programa ridiculizado en algunos de los versos por su
pulsión normativa. Un libro deslenguado que trae a mi memoria los interesantes juegos con el
idioma gallego que Pichel había desarrollado en Cativa en su lughar / casa pechada (2013), un poemario del que hablamos aquí que
reescribía versos antiguos y defendía el castrapo y su pronunciación de la gh en la zona de Alén, para elevarlo a
símbolo de la resistencia lingüística contra la uniformidad. Y después de
leer esta búsqueda de un habla local,
donde subyace un elemento político (el de devolver la voz a las personas que
usan un idioma devenido casi literatura
menor en el sentido deleuziano), recuerdo al Fruela Fernández de Una paz europea (2016) y al Juan Carlos
Reche de Los nuestros (2016),
empeñados también en un retorno al origen
mítico -digo mítico porque el origen, una vez alcanzada cierta
autoconsciencia cultural y tras residir en otros lugares y países, es
esencialmente irrecuperable- a través de la reconstrucción poética de sus hablas en los poemas. Y me vienen también
a la cabeza los últimos libros de Hasier Larretxea y el Juan Manuel Uría de Harria (2016), que escriben sobre las
raíces a través de las prácticas de herri kirolak familiares. Y no olvido que Amalia
Iglesias Serna también retrocede en La
sed del río (2016) a sus antecedentes ancestrales y su geografía rural,
incorporando incluso unas “Bucólicas” en la parte final del poemario. Y es
entonces que me doy cuenta de que debería de hacer algo largo y complejo con
todo este corpus, pero eso será el próximo año, porque éste ya tengo
suficientes líneas de investigación abiertas y no puedo estirarme más. Pero lo
importante es recomendar el libro de Luz Pichel, y felicitar a la traductora, a
la epiloguista y a La uÑa RoTa por su
esmerada edición.
[1]
Julián Jiménez Heffernan, “No hay más cera que la que arde. José-Miguel Ullán”,
en Los papeles rotos; Abada, Madrid,
2004, p. 297.
[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con Luz Pichel y José Vicente Quirante, ninguna; con Marta Agudo, muy cordial.]
12 comentarios:
Me parece muy acertado lo que dices respecto a ese intento de regresión por parte de algunos poetas al "origen", cuando con gran perspicacia lo calificas de "mítico".
Estoy deseando leer lo que escribas "largo y complejo" respecto a estos poetas que mencionas: Fruela Fernández, Juan Carlos Reche, Amalia Iglesias Serna, Hasier Larretxea y Juan Manuel Uría. Respecto a estos dos últimos, cuando dices: "escriben sobre las raíces a través de las prácticas aizkolaris familiares". En el caso de Hasier Larretxea su padre es "aizkolari" (cortador de troncos) pero el abuelo de Juan Manuel Uría fue "harrijasotzaile" (levantador de piedras).
Saludos
Cierto, tienes razón. El mismo error cometí en mi novela, la que sale en septiembre, confundiendo el nombre de los cortadores con el de los levantadores. Creo que en algún colegio me enseñaron de niño que aizkolaris eran todos, y de ahí vienen mis continuas confusiones. Gracias y paso a corregirlo.
Por fin alguien que censura con argumentos esa práctica terrible de escribir sobre que se escribe un poema, como lector me tiene cansado y efectivamente no logra crear en mí la emoción poética que tan intensamente siente el poeta. Debería evitarse ya incluso las palabras "verso" o "poema" dentro de un poema. Y muchas gracias por las recomendaciones, los libros de Marta Agudo los conocía y son magníficos, seguiré las restantes.
Hola, Carlos, gracias por el comentario. No creo que cualquier forma de metapoesía deba ser excluida del poema, pero sí que -tras todo el inmenso legado de tradición metapoética que hay a nuestras espaldas- es una línea que hay que meditar bien, para no caer en tonos gastados y repeticiones involuntarias. Saludos.
Tienes toda la razón, lo decía -exagerando un poco- como reacción; pero lo cierto es que el poeta debe huir, como dices, de lo gastado y repetitivo. Una vez más, estupenda reflexión la tuya que acierta de pleno.
Gracias y un saludo, Carlos.
Me gusta cómo escribes y me encanta esa selección de autores que haces aquí, sin embargo no estoy de acuerdo con el criterio que expones, ni con esa cita de Paul Valéry (unos versos suyos también dicen:"Oh rigor, eres un signo/que le disgusta a mi alma"). Para mí hablar de el poeta en términos de su función, de su dimensión pública y de su esfuerzo, me parece que dice poco sobre la calidad y mucho sobre el lenguaje canonizador de la crítica literaria. Sinceramente a mí sí me importa la veracidad en la emoción del poeta, que supone además no saber genuinamente para qué ni para quién escribe (la mayoría de los lectores son los mismos que ponen "me gusta" en Facebook, aludiendo al post de Buenaventura a través del cual llegué al tuyo, y la "altura" acaba midiéndose por el número de ellos acumulados)
Espero que no te moleste el comentario.
Un saludo,
Marisa
Hola, Marisa, gracias por venir. No hay molestia alguna, este blog se creó para debatir y, aunque la mayor parte de la conversación pasó a las otras redes sociales, por mi parte sigue abierto con ese fin. Creo que no has entendido lo que quería decir, y creo que no se ha entendido bien la cita de Valéry. Pero no podía citar el texto entero de Valéry. Por eso en la nota al pie he añadido esto de Borges:
“El sabor de la manzana (declara Berkeley) está en el contacto de la fruta con el paladar, no en la fruta misma; análogamente (diría yo) la poesía está en el comercio del poema con el lector, no en la serie de símbolos que registran las páginas de un libro. Lo esencial es el hecho estético, el thrill, la modificación física que suscita cada lectura”; Jorge Luis Borges, “Prólogo”, Obra poética 1923-1964; Emecé, Buenos Aires, 1972, p. 11. La modificación en el lector, claro está.
No sé si existen las emociones "verdaderas", Marisa, siempre que oigo algo así recuerdo otra cita, ésta: “Los que somos llorones sabemos mucho de la extraordinaria superficialidad de las emociones”; Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de retamas. Pecios reunidos; Random House, Barcelona, 2015, p. 20. Toda emoción es un proceso, tiene una educación previa en la que viene, hasta cierto punto, modelada. Ningún poeta tiene una "emoción real" cuando llega a escribirla: para entonces ya la ha procesado, ya sabe que puede contarla, ya sabe que es "literaria". Ha dejado de ser "verdadera" en el momento mismo en que la ha privilegiado frente a los cientos de emociones que le han invadido ese día.
Así que, a la vista de que todo está procesado, mejor procesarlo bien, ¿no crees? Mejor dedicarle tiempo a la escritura, corregir, pulir, pensar, mejorar. Hasta Gil de Biedma decía que el 80% del trabajo que le insumía un poema era previo a la redacción del mismo. Y hoy le tenemos por un poeta bastante confesional. Distanciado, pero confesional.
La única emoción que cuenta en esto es la que el lector sienta al leer la emoción procesada por el poeta.
Y lo digo como lector, no como poeta.
Un saludo y bienvenida por aquí cuando quieras.
Para mí no es así como tú dices (lo de la manzana de Borges está bien, siempre y cuando sepa a manzana, diría la teoría sobre el "hecho estético"...) Y quizá sea que no lo entiendo porque el lenguaje como comunicación a menudo produce malentendidos; por eso también me gusta tanto la poesía, porque expresa por otros cauces (el sentimiento es una emoción procesada y es real); es una pena que no se dialogue en verso.
La principal intención de éste comentario es darte las gracias por tu amabilidad.
Un saludo,
Marisa
Gracias a ti de nuevo, Marisa. Un saludo.
No sé si estamos sobreemocionados o más bien nos excedemos literaturizando sobre ello, volviéndonos expresivamente histriónicos. Algo así me parece que sucede también con el escritor que, obviando al lector, olvidando que el placer está con frecuencia -aunque no solamente- en el extrañamiento, se empeña en hacerlo partícipe de una emoción sin traspasar lo anecdótico, sin que el lenguaje se vea atravesado estéticamente por ella.
No sé si me explico bien y ¿dónde puedo leer esos debates?
Gracias por tu aportación, Gema. Mi opinión personal -hablo ahora como poeta- es que si uno piensa en el lector lo pierde; lo que hay que pensar es en el poema, centrarse en hacer el mejor poema posible. El lector se dará cuenta cuando lo lea, si está bien hecho.
Y, hablando ahora como lector, noto a la perfección cuando alguien escribe posando para "enrollarse" con sus lectores, en vez de preocuparse de escribir un poema digno. Saludos y gracias.
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