El amor es como esas
palabras
que no encontramos en el
diccionario
Ada
Salas, Descendimiento
[Imagen de Arrival, vía]
Gran parte de la literatura —actual y antigua— parece
creer en la hipótesis relativista de Sapir-Whorf, con antecedentes en la innere
Sprachform de Humboldt, por
la cual nuestra lengua determina el modo de pensar; una tesis vista desde el
otro lado por Benveniste: “Interesante, en este sentido, es también la
reflexión de Émile Benveniste sobre la relación entre pensamiento y lengua, por
la cual podemos pensar tan sólo lo que podemos decir. De este modo, no sólo el
pensamiento se ve encajado en las posibilidades (y limitaciones) del lenguaje
sino también la percepción racional que tenemos de la realidad se ve afectada
por la estructura de la lengua.” (Stefano Pradel[1]). Como Pinker
señalara en su momento, este determinismo es intolerable por la confusión entre
lenguaje en general y un idioma concreto en particular: exponemos sentidos y
significados, más allá de la morfosintaxis individual o cultural. Pero esa
visión de la lengua, aunque contradiga las teorías lingüísticas actuales y se
oponga a los descubrimientos neurobiológicos[2], tiene
un potente atractivo para antropólogos y para los creadores —no sólo
escritores, recordemos la película La
llegada (2016) de Denis Villenueve, donde la lingüista que protagoniza el
film trabaja sobre las premisas de Sapir y Whorf para comunicarse con los extraterrestres—,
por la inmediata identificación entre capacidad lingüística y poder de conocimiento y expresión,
debido al continuo lexicalización-percepción establecido por Whorf. Desde estas
premisas, cierta literatura aparece como una conformación exterior de la confirmación
interior del mundo, un ejercicio de materialización, una creencia. Por eso me gustan los escritores que, en sus propias
obras, alertan contra esta simplificación de las cosas, que tiene algo de
solipsista. Porque, en su fondo, expresa ideas cortas de vuelo: no hay mundo si
no soy capaz de concebirlo —como decía Einstein de Kant, según recuerda
Stanislas Dehaene en su reciente ensayo En
busca de la mente (Siglo XXI, 2018)—; no podría pensar en dos idiomas; si
no puedo decir la cosa, la cosa no existe; los límites de mi lenguaje son los
límites del mundo (Wittgenstein), etcétera.
Miremos más allá, porque, sin necesidad de llegar a
los extremos de los realistas especulativos como Hartman o Meillassoux, es
evidente que hay más cosas. Y se pueden
enunciar desde un lenguaje literario autocrítico, consciente de sus limitaciones
gnoseológicas, prudente, no autotélico, no ingenuo.
Berta García Faet, en La edad de merecer (La
Bella Varsovia, 2015), escribe: “el caso es que toda educación sentimental es
básicamente / lingüística»” (p. 89). Y Alberto Santamaría, comentando la
propuesta lírica de la autora, observa: “El objetivo de esta poeta será la
búsqueda de una nueva forma de construir lingüísticamente la identidad a
sabiendas de que esa construcción siempre será frágil”[3].
Por ahí van los tiros.
*
[…] sin acertar a saciarme
de tantas cosas sin nombre como deseaba […]
Rosalía
de Castro[4]
Mariano Peyrou, a quien definí en su momento como
uno de nuestros grandes poetas del lenguaje, continúa su indagación
metalingüística (¿o metaliteraria desde el plano lingüístico?) en su novela Los nombres de las cosas (Sexto Piso,
2019). “Hay un hueco entre los nombres y las cosas. Un hueco secreto. Y los
nombres lo van recorriendo, son lentos […] se van apoderando de las cosas” (pp.
125-126). La crítica de la correspondencia platónica entre los nombres y las
cosas planteada en el Crátilo sustenta
la semántica de la novela, mientras que la forma es una especie de mayéutica de
230 páginas donde los personajes (tres amigos) se enseñan o cuentan lo que
saben a partir de la nominación de los conceptos empleados, prácticamente sin
más armas discursivas que el diálogo.
La descripción de los protagonistas se hace, durante
las primeras 150 páginas, casi exclusivamente a partir de lo que dicen. No hay
descriptivismo naturalista, ni tampoco el narrador abunda en opiniones sobre
sus amigos. Esta voz innominada que nos cuenta en primera persona los hechos —pues
en Los nombres de las cosas no hay un
argumento en sentido estricto, ha sido desmantelado por la trama— participa en
las conversaciones desde la óptica menos predominante, pues sus amigos son
Garzía (un director de cine) y Amundsen (un escritor) y el narrador los admira,
prefiriendo un humilde segundo lugar, lo que no le impide cuestionar lo que
dicen los demás, pero sin insistir cuando es replicado. Porque la personalidad
de cada personaje también se revela en el modo de interrumpir el discurso de
los otros —algo ya presente en De los
otros, su anterior novela—. Peyrou plantea varios personajes, pero ninguna
descripción física, ni apenas conductual, ni el narrador ofrece demasiadas
perspectivas psicológicas. Todos, incluido el narrador, se presentan por lo que
dicen: es su uso del lenguaje y su obsesión por los nombres de las cosas y su
sentido último lo que los construye como entes perfectamente definidos.
*
María do Cebreiro, Los inocentes; Vaso Roto, 2019:
*
“El ascensor era una jaula y el techo estaba lleno
de inscripciones y grafitis. ‘El lenguaje mata’, leyó Junior” (Ricardo Piglia[5]). Piglia,
sobre Lacan (“la palabra mata la cosa”), quien a su vez lo tomó de Kojève,
quien partió de Hegel:
Por
lo demás, la palabra tiene una función negadora similar en Kojève. La
diferencia entre el sentido, “o la esencia, el Concepto, el Logos, la Idea,
etc.” del “perro” y la “palabra ‘perro’”, es que “la palabra ‘perro’
no corre, no bebe y no come” (Kojève, 1933-39: 372-373). En otras palabras, “en
él, el Sentido (la Esencia) deja de vivir, es decir, muere. Por eso la comprensión
conceptual de la realidad empírica equivale a un asesinato”
(Kojève, 1933-39: 373).[6]
Por eso decía Hölderlin en una anotación
fragmentaria de 1800 que “se le ha dado al hombre el más peligroso de los bienes,
el lenguaje, para que con él cree y destruya”, frase que rescata Heidegger y
que recupera María do Cebreiro para cerrar Los
inocentes con una cita de Hölderlin y
la esencia de la poesía.
*
El hermoso libro de Pascal Quignard, Las lágrimas, es una fabulación
novelesca sobre el origen de un idioma en concreto, el francés, cuyo descubrimiento
se convierte en una especie de orquestación épico-lingüística de potencia
arrebatadora. Quignard retoma con sus personajes Hardnit y Nithard el arquetipo
de los Gemelos Originarios —esa pareja gemelar que en numerosas culturas
antiguas, incluso sin contacto entre ellas, está estrechamente anudada al mito
de la creación del Universo—, un arquetipo sobre el que hemos escrito aquí.
Quignard, conocedor de su potencia expresiva y de su naturaleza anticlimática,
tan propicia para las narraciones épicas de base popular —llenas de personajes
especulares (Hardnit el guerrero, Nithard el poeta) con destinos separados que
vuelven a cruzarse llegado el clímax narrativo—, emplea el arquetipo también
dentro de un contexto originario, pues uno de estos dos gemelos, obviamente Nithard,
es el primero que hablará y escribirá la lengua francesa. Aunque Nithard o
Nitardo y Hardnit parece que fueron realmente hermanos, nacidos bastardos —al
menos eso dice la Wikipedia francesa—, entiendo que su condición de gemelos es
una decisión narrativa de Quignard.
*
Inspirar
con confianza y oxigenar el
signo;
tu nombre, rostro invisible de
tu
rostro, te sobrevive y siempre vuelve
otro,
diferente de sí, trayendo días y raíles.
Mariano
Peyrou, La sal (2005)
*
Cepos / las etimologías.
David Leo García, Nueve meses sin
lenguaje
En Los nombres
de las cosas, los juegos del personaje narrador con Nico, su hijo, son muy
similares a los que el protagonista de su novela anterior, De los otros (2016), tiene con otros niños, con los que juega a la
vez que entre todos inventan su propia lengua y varían las nominaciones,
acusando la arbitrariedad del signo lingüístico. Al jugar con los términos se
devuelve el lenguaje a su estado de naturaleza, a la libertad de buscar un
origen diferente al marcado por las etimologías. Los étimos no son ethos, sino pathos, parece decirnos Peyrou, que entiende la literatura como el
modo de refundar lo que decimos —y lo que pensamos— con toda la libertad del homo ludens. Cada vez que pronunciamos
una palabra pensando críticamente en su sentido la convertimos en neologismo.
*
Relato
de Lydia Davis:
THE LANGUAGE OF THE TELEPHONE COMPANY
“The trouble you reported recently
is now working properly.”
*
Unai Velasco, en su prólogo de editor a Nueve meses sin lenguaje (Ultramarinos,
2018), de David Leo García, señala con exactitud algunos elementos de este
libro de poemas del vate malagueño: en primer lugar, el desarrollo de los temas
de Dime qué (2011), signo de una rara
coherencia en una voz todavía hasta cierto punto joven; en segundo lugar, el ahondamiento
de su preocupación por el lenguaje, pues “lo que ha sucedido es un cambio en la
angulación de la cámara: un plano más cercado para la meditación del sujeto
sobre las condiciones materiales de la enunciación” (Velasco, “Nota a la
edición”, p. 6). En efecto, lo que antes era planteamiento, ahora parece fijación
recurrente, pues la gestación aludida en el título y relativa al proceso de
pensar lo que se va a decir ocupa buena parte de la semántica de los poemas de
García, hábilmente encarnada en una forma autocuestionadora, vacilante, dialógica,
interrumpida, sembrada de interrogaciones, polimétrica —esto es, que no se
decide por ninguna opción de medida, cantando la métrica, probando el micro, como marcando la función fática de la lengua versal—.
“Inventar un idioma para titubear”, decía uno de
los versos de Dime qué.
*
Los personajes de Peyrou se interrumpen unos a otros,
el de García se interrumpe continuamente a sí mismo.
*
En Fragmentos
(Siruela, 2012), George Steiner nos recordaba que “tenemos que advertir la
diferencia entre ‘hablar’ y ‘decir’” (p. 12). Un ejemplo clarificador lo
tenemos en la novela de Peyrou, pues sus personajes, en sus inacabables
charlas, nunca hablan, sino que dicen. Dicen y se responden, y aclaran sus
respuestas y cuestionan las ajenas en cuanto enunciados lingüísticos, en un
exhaustivo ejercicio de autoconsciencia idiomática que, aunque intenso y
repetitivo, resulta ameno, cuando en otras manos podría ser una experiencia
agotadora. Su minimalismo sí responde a un menos
es más.
Arriesgando una interpretación para un libro
especialmente impermeable a las lecturas únicas, entiendo que, a través del
lenguaje, los personajes de Los nombres
de las cosas no construyen una acción narrativa que avance, sino que la
diégesis camina hacia atrás, porque la suma de sus palabras y conversaciones ilumina
de modo progresivo el sendero trazado hasta el presente, su psicología y la historia
menuda de sus pequeños hallazgos y grandes fracasos. En una frase interrumpida
por otra voz, uno de estos tres amigos dice que la etimología demuestra que el
sentido de las palabras está en el pasado. También el de las cosas, parece
sostener esta novela, así como el de las personas. Los antecedentes, asimismo los familiares, especialmente la madre —el
tema de fondo del hermoso último libro de poemas de Peyrou, El año del cangrejo—, también forman
parte de ese pasado, de ese léxico vital que nos enuncia.
*
Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo.
Antonio Porchia, Voces
Una dimensión interesante del poemario de David Leo
García es la metáfora de la pronunciación como muerte. Donde otros han puesto
el punto de partida de la existencia —la palabra auroral, la expresión como
apertura del interior al mundo—, García ve la cancelación del sentido
primigenio, la pérdida del hallazgo: “Toda conversación es postcoital / pasar
del arcoíris a la tintorería” (p. 21). De ahí que se pregunte “¿Cómo conozco /
el gusto de la muerte // sin haberla probado / todavía? // ¿Qué me has hecho,
lenguaje?” (p. 20). Como si el tránsito entre lo pensado y lo dicho fuese un
desvanecimiento, una aniquilación; “Como el lenguaje, / edificado sobre puntos
suspensivos” (p. 32), puntos que señalan la gestación, el girar de las palabras
en el cerebro antes de ser decantadas, la paciencia del antes. La afasia,
utilizada como recurso y símil en el excelente poema final, donde alguien
aprende a hablar de nuevo, en forma de diario:
*
Quignard estudia
en Las lágrimas el origen histórico
de la lengua, que sabe datado en los Juramentos de Estrasburgo del año 842, y
se da cuenta de que el personaje más atractivo del relato histórico no se
cuenta entre los tres reyes hermanos que se disputaban el territorio galo tras
la muerte de Carlomagno, sino en el portador de la mente que redactó los
textos en latín, protogermano y protofrancés, creando “la piedra de Rosetta
trilingüe de Europa” (p. 85). Un hecho histórico infinitamente más importante
que el de los Juramentos, desde luego. Más adelante, hacia el final, Quignard
llega incluso a remontarse al origen prehistórico del lenguaje, al momento de
la primera emisión comunicativa, que fue el paso siguiente a la creación de
litogramas y litoglifos por nuestros antepasados. Y es ahí, en esos diversos
retornos, en las encarnaciones de la
lengua, donde acontece la maravilla de este libro, cuya delicadeza estilística
y narrativa procede de un envidiable prodigio de precisión y equilibrio.
Quignard es el futuro de la ficción, apunta la
dirección de su supervivencia, pues lo que ocurre en Las lágrimas sólo puede ocurrir en un libro de literatura
imaginativa. El lenguaje expuesto, diacrónica y sincrónicamente, como un tejido.
Su presente, que habla del pasado de la especie humana, es nuestro futuro.
[1]
Stefano Pradel, Vértigo de las cenizas:
Estética del fragmento en José Ángel Valente. Valencia: Pre-Textos, 2018,
p. 115.
[2]
Véase José Luis Mendívil Giró, Gramática
natural. La Gramática Generativa y la Tercera Cultura. Madrid: Antonio Machado
Libros, 2003, pp. 217ss.
[3]
Alberto Santamaría, "La imagen en el poema. Una proyección cartográfica de
la poesía española reciente", en Versants.
Revista suiza de literaturas románicas, n.º 64:3 (fascículo español),
"La poesía española en los albores del siglo XXI", número editado por
Itziar López Guil y Juan Carlos Abril, [pp. 67-79], p. 71.
[4]
Rosalía de Castro, “Padrón y las inundaciones”, citado en María do Cebreiro, Los inocentes. Trad. Ismael Ramos. Madrid:
Vaso Roto, 2019, p. 37.
[5]
Ricardo Piglia, La ciudad ausente. Barcelona:
Anagrama, 2003, p. 21.
[6] Thierry Simonelli, “Kojève o Lacan”,
Verba
Volant. Revista de Filosofía y Psicoanálisis, Año 4, No. 2, 2014, p. 84.
3 comentarios:
Excelente ensayo. Me hiciste cavilar. Por un lado, la hipótesis relativista de Sapir-Whorf: la lengua determina el modo de pensar. Por otro lado la reflexión de Benveniste: podemos pensar tan sólo lo que podemos decir.
Food for thought.
Es curioso. Tu cita de Wittgenstein de 1922 “los límites de mi lenguaje son los límites MI mundo” fue escrita 8 años antes de que Sapir publicara el primer artículo que sirvió como base de la hipótesis relativista de Sapir-Whorf tiempo después.
En el contexto de las obras que mencionas, cabría mencionar a Aldous Huxley cuando instó a escritores: "…speak about the ineffable, communicate in words what words were never intended to convey. Every literary artist must therefore invent or borrow some kind of uncommon language capable of expressing, at least partially, those experiences which the vocabulary and syntax of ordinary speech so manifestly fail to convey… that is the task confronting every serious writer” (Huxley, A. 1963. Literature and Science).
Parece que revivimos los debates entre autores y entre académicos de los siglos 17 y 18, sobre todo en inglés. Todo por el lenguaje, el invento más importante de la humanidad que nunca fue inventado (Deutscher, G. 2005. The Unfolding of Language).
Muy buen trabajo. Felicidades.
Javier
Gracias, Javier. Creo que este debate es cíclico, creo que esta discusión ya la sostienen Hermógenes y Crátilo en el diálogo "Crátilo" de Platón, cuyo influjo -como intento demostrar en un artículo de próxima aparición- es rastreable en toda la tradición occidental.
Por cierto, otro ejemplo de defensa de los neologismos:
“¡Wisterias del paisaje! / Un nombre específico. / Un adverbio específico. / Una palabra propia para llamaros. / Un verbo específico quisiera formar para vosotras: / Wisterias, racimos de sombra labiadas / de suave frescoazul”, Peter Handke, 'El fin del deambular', en "Vivir sin poesía"; Bartleby, 2009, traducción de Sandra Santana.
Un saludo.
Muchas gracias, Vicente Luis. He tomado nota. Tus puntos son atinados con citas y recomendaciones que respeto. Están en mi lista de libros por leer. Te lo agradezco.
Con respecto al debate “cíclico”, pienso que es una combinación de ambos en forma dinámica. Un ejemplo es el lenguaje de los aborígenes australianos, Guugu Yimithirr, en el que las descripciones espaciales (usando siempre puntos cardinales) son incongruentes con las relativas descripciones de las lenguas Europeas (p. ej. izquierda, derecha, delante, detrás). Los parlantes de Guugu Yimithirr se comunican refiriendo puntos cardinales aún encontrándose en la oscuridad de cuevas. Ésta observación (Levinson, Journal of Linguistic Anthropology 7(1):98) con muchas otras demuestran el aspecto espacial de Humboldt, Sapir y Whorf. Pero, sin los factores evolutivos que influenciaron tamaño, conexiones sinápticas y neurotransmisores del cerebro humano, no tendríamos los más de 6000 lenguajes que hay en el mundo (los cuales difieren significativamente de los modos de comunicación en otros animales). Tal vez por eso, como mencionas, gran parte de la literatura apoya (muchas veces sin saberlo) la hipótesis de Sapir-Whorf. No pienso que es una ni otra perspectiva tajante, ni que el huevo fue antes de la gallina o viceversa, sino que fue y es un proceso evolutivo que todavía no comprendemos del todo y, por ende, el debate. Lo maravilloso es que lo aprendemos uno o más idiomas en la infancia por inferencia inductiva. Lo importante es, como dijo Deutcher, el lenguaje es un puente que une pensamientos.
Espero no haberte hecho predubilar y en verdad espero tu siguiente artículo.
Un abrazo.
Publicar un comentario