Abel Murcia,
Trashumante. Granada: Valparaíso
Ediciones, 2018.
María Ángeles
Pérez López, Diecisiete alfiles. Madrid:
Abada, 2019.
No hay géneros menores. Lo que será menor es el grado de esfuerzo
artístico. Durante estos días he leído novelas que me han inquietado,
interesado y removido menos que estos dos breves libros, muy parecidos y muy disímiles
a la vez, construidos mediante formas poéticas consideradas por algunos menos sustanciales
que otras. Pero las pequeñas formas, como el haiku japonés o la soleá andaluza,
pueden ser tomadas como teselas y elevadas, al reunirse con muchas homólogas, a
un estatuto textual y literario diferente, donde el mosaico o tejido de
miniaturas alcanza otra dimensión, como sucede en las “Monedas” de Jorge Luis Borges,
las Esquirlas de Antonio Martínez
Sarrión, las Nótulas de Cristóbal
Serra, los “pecios” del ya añorado Rafael Sánchez Ferlosio o los Microgramas de Robert Walser, entre
otras infinitas, ricas y diversas formas de miniaturización literaria —a algunas
de ellas ya me referí en Pasadizos (2008)—.
José-Miguel Ullán, en su último libro publicado en vida, Amo de llaves (2003) incluía 187 pequeñas piezas que él denominaba "rensakus", describiéndolas de este modo:
"Hasta formar, a través de difuminadas espirales, un abundante o desproporcionado, según se mire, racimo o ristra de dudos jaykúes o seguidillas truncas. En el espíritu de las letrillas; de la indirecta rápida, sin reparos ni red. Con un algo, ¡ojalá!, de aquello, 'tan manual i fázil', de lo que hablaba Gonzalo Correas en su Arte grande de la lengua castellana (1626)" (en Ondulaciones; Galaxia Gutenberg, 2008, ed. Miguel Casado, p. 1267).
Si el intento de Ullán participa de lo "coplero", según sus propias palabras, y sus puntuales gravedades conviven casi siempre con la mirada lúdica o al menos desengañada sobre la realidad, cabe pensar que esta alternancia de formas se puede reutilizar con otros fines.
José-Miguel Ullán, en su último libro publicado en vida, Amo de llaves (2003) incluía 187 pequeñas piezas que él denominaba "rensakus", describiéndolas de este modo:
"Hasta formar, a través de difuminadas espirales, un abundante o desproporcionado, según se mire, racimo o ristra de dudos jaykúes o seguidillas truncas. En el espíritu de las letrillas; de la indirecta rápida, sin reparos ni red. Con un algo, ¡ojalá!, de aquello, 'tan manual i fázil', de lo que hablaba Gonzalo Correas en su Arte grande de la lengua castellana (1626)" (en Ondulaciones; Galaxia Gutenberg, 2008, ed. Miguel Casado, p. 1267).
Si el intento de Ullán participa de lo "coplero", según sus propias palabras, y sus puntuales gravedades conviven casi siempre con la mirada lúdica o al menos desengañada sobre la realidad, cabe pensar que esta alternancia de formas se puede reutilizar con otros fines.
En rigor, cualquier comentario que yo pueda hacer sobre estos dos libros
va a caminar sobre los inteligentes esquemas trazados por Erika Martínez en su
excelente prólogo a Diecisiete alfiles,
de María Ángeles Pérez López. Aunque centrado en las opciones estróficas de Pérez
López, no pocos elementos del prólogo de Erika Martínez podrían extrapolarse a Trashumante, de Abel Murcia, que ya desde
su título nos instala en las metáforas del viaje geográfico y cultural, un
trayecto que conoce bien desde una dilatada trayectoria de poeta y traductor. Y
justo esa voluntad de congregar respetuosamente culturas y de afinar miradas es
lo que tienen en común ambos libros, pues ambos aúnan, cada uno a su estilo, el
haiku y algunas formas de poesía española popular, como la soleá —o el bordón,
como apostilla Martínez—, mezclando esas formas diversas y brevísimas de tres
versos de arte menor, que son empleadas con sabiduría y oficio por ambos
autores para trasladar sus diversas preocupaciones: desde lo existencial y
plástico hasta lo metaliterario y lo social, porque a estas voces esquirladas todo
lo humano les interesa.
María Ángeles Pérez López, poeta que ya demostró su valía en
anteriores obras, especialmente en Fiebre
y compasión de los metales (2016), sostiene en todo momento una forma que
entremezcla las dos estrofas, haciéndolas una: la soleku o haikeá, podría
llamarse. Las organiza en series temáticas regulares, compuestas de siete u
ocho piezas, lo que denota una cuidada planificación estructural. Los temas son
diferentes entre sí, y su variedad demuestra la capacidad de la poeta
vallisoletana para ponerse en la piel de otras personas, de otros objetos y de
otros ojos:
Por su parte, Abel Murcia prefiere alternar las formas, variando sus
fuegos y efectos, en una inteligente disposición estrófica que alterna tres
haikus encadenados, con repeticiones de versos. El efecto que se generan esos ritornelos y virajes es el de las
canciones o coplillas populares, que, a modo de seguiriyas o jarchas japonesas,
desarrollan algunos motivos o preocupaciones por concentración, centrípetamente,
“con la complejidad mayúscula de lo simple”, como apunta Ada Salas en su texto
de contracubierta. Un ejemplo:
En cualquiera de los dos casos, fondo y forma se acomodan y anillan
hasta soldarse con eficiencia y riqueza expresiva. Más fotográfico, minimalista
y existencial Murcia; más incisiva, barroca y sonora Pérez López, sus registros
son compatibles, complementarios y entre los dos levantan un complejo retrato
fragmentario de nuestro mundo, que no tiene nada de menor.
[Relación con las editoriales: ninguna. Relación con los autores: cordial.]
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