lunes, 12 de octubre de 2020

Reconstrucción de las fiestas reconstruidas



 

Las fiestas reconstruidas. Formas literarias de recobrar el espacio-tiempo (perdido)

 

 


 

Si no lo encuentro, no hay repetición.

Adolfo Bioy Casares, El sueño de los héroes

 

La memoria es un barco que se hunde y que exige una continua disciplina de rescate.

Ismael Grasa, De Madrid al cielo

 

           

Sí, la literatura es una intrincada red de Pasadizos y de senderos que se bifurcan, ya lo sabemos; y sí, cualquier persona tiene o tendrá inclinaciones a la nostalgia, la recapitulación existencial y la recuperación del tiempo perdido, lo que limita la existencia de casualidades inesperadas. Pero hay énfasis, algunas insistencias, algunas obsesiones literarias tan concretas que hacen posible tejer tapices que superan la coincidencia para convertirse, ellas mismas, en otra obsesión que produce espesores, recopilaciones y reencuentros productivos.

La que aquí se expone muestra dos cosas: que la reconstrucción de un pequeño acontecimiento es uno de los motivos que la literatura ha fabricado por sí sola, maquinalmente, sin aparente intervención de una inteligencia humana; segunda, que la nostalgia es una forma de relectura y, en consecuencia y recíprocamente, que toda relectura esconde un gesto melancólico.

 

1. Juan Carlos Onetti, El pozo (1939):

 

Entonces tuve aquella idea idiota como una obsesión. La desperté, le dije que tenía que vestirse de blanco y acompañarme. Había una esperanza, una posibilidad de tender redes y atrapar el pasado y la Ceci de entonces. Yo no podía explicarle nada; era necesario que ella fuera sin plan, no sabiendo para qué. Tampoco podía perder tiempo, la hora del milagro era aquella, en seguida. Todo esto era demasiado extraño y yo debía tener cara de loco. Se asustó y fuimos. Varias veces subió la calle y vino hacia mí con el vestido blanco donde el viento golpeaba haciéndola inclinarse. Pero allá arriba, en la calle empinada, su paso era distinto, reposado y cauteloso, y la cara que acercaba al atravesar la rambla debajo del farol era seria y amarga. No había nada que hacer y nos volvimos.[1]

 

Quedémonos con que el personaje de Onetti no sólo quiere recuperar a aquella Ceci; lo que intenta es, en realidad, revivir un instante de plenitud, como quien busca regresar a una fiesta en la que fue feliz. Quiere recuperar a quien amaba a aquella Ceci, al convocar —fantasmáticamente, al modo del microcuento de Juan José Arreola— su lugar de aparición. El ansia de recobrar la plenitud hace que la voluntad de revivir el instante puede volverse obsesiva, y éste de Onetti es sólo uno de los varios ejemplos posibles.

 —Supongo que alguien habrá asociado ya esta breve y conocida escena de Onetti a la película Vértigo de Hitchcock, que también plantea otra reconstrucción tridimensional del pasado: la de una mujer amada—.

 

 

2. Jonke. En 2002, el escritor alemán Gert Jonke publicó La escuela del virtuoso (Schule der Geläufigkeit), un extraño libro dividido en dos partes muy diferentes. La primera de ellas, “La presencia de la memoria”, es una nouvelle donde el protagonista describe su reencuentro con dos personajes obsesivos, el fotógrafo Anton Diabelli y su hermana Johanna, quienes preparan una fiesta. Al llegar, el protagonista observa cómo Johanna está colgando un cuadro que representa una vista general del jardín tal y como se encuentra en ese momento. Curioso por la sensación de mise en abyme, el narrador se interesa por la situación y descubre que la intención del fotógrafo Diabelli es repetir, exactamente, la fiesta que hubo en ese mismo lugar, un año antes:

 

Compara, respondió Johanna, las fotografías que hizo el año pasado por toda la fiesta con la posición de los objetos que se colocan para esta noche. [...] Lo que tendrá lugar entre nosotros esta noche, continuó Johanna, no será una típica fiesta de verano, sino un exacto reflejo, no, mucho más que un reflejo: una REPETICIÓN DE LA FIESTA que celebramos el año pasado en la misma época en el mismo día a la misma hora.[2]

 

El narrador opone a Johanna el argumento de que “confundes [...] el transcurso de nuestra existencia con un papel fotográfico donde tu hermano puede copiar una y otra vez la misma imagen, siempre que quiera” (p. 22). Pero le sorprende la respuesta de Johanna: los invitados a la fiesta ignoran sus planes, y lo que desean en realidad su hermano y ella es saber si los invitados pueden dejarse llevar por la situación y disolverse “en la misma imbecilidad que rigió la fiesta del año pasado sin llegar a darse cuenta de ello en absoluto” (p. 23). El fotógrafo Diabelli comienza a tomar instantáneas de la fiesta que, en efecto, se desarrolla como la del año anterior con exactitud, incluyendo sentimientos y recuerdos de los protagonistas. En una escena que recuerda a En busca del tiempo perdido, uno de los personajes incluso roza el clímax sensual al escuchar un tema musical tocado de la misma forma sublime que el año anterior. Un detalle que está literalmente en Proust.

 

Es destacable la forma en que Jonke hace descansar en el documentalismo fotográfico la homogeneidad no temporal, pero sí semántica, del suceso: “estaba a punto de preguntar al fotógrafo qué refinada ejecución técnica de su cámara le permitía que cada disparo produjera una doble exposición simultánea, cuando me di cuenta de que una de las fotografías de la fiesta del año anterior y su gemela de la fiesta reciente eran por completo idénticas, no ya hasta el punto de confundirse, sino de ser indistinguibles una de la otra” (p. 111). Un desplazamiento también anunciado en Proust:

 

Cuando sus miradas tropezaban con la fotografía de Odette que tenía encima de la mesa, o cuando la propia Odette iba a verle, le costaba trabajo identificar la figura de carne o de cartulina con la preocupación dolorosa y constante que en su seno sentía. Exclamaba con asombro: “¡Es ella!”[3]

 

El testimonio fotográfico ayuda a la vez a diferenciar y a no diferenciar las dos fiestas de Jonke, pues ambas son indistinguibles; así, una vez terminada la celebración actual, el protagonista es incapaz de discernir cuáles de sus recuerdos pertenecen a la última y cuáles a la primera, “como si en mi cabeza ambas fiestas se hubiesen dibujado idénticas en un folio transparente y luego se superpusieran hasta hacerlas coincidir” (p. 113). Las fotografías de las dos celebraciones acaban produciendo la identidad, en vez de la distinción.

La trama termina de un modo confuso y onírico, algo no extraño a la narrativa de Jonke, con Johanna recibiendo llamadas “que le confirmaban la insuperable unicidad del evento” (p. 118), y con un poema político que nos abre la duda de si la narración del autor alemán es plantear una parábola sobre la capacidad de los sistemas políticos de crear situaciones que, lampedusiana y eternamente, nos mantienen dentro de temporalidades donde los sucesos parecen repetirse una y otra vez, con levísimos cambios.

 

 

3. Glosas de glosas

Apolodoro, […] quiero informarme con detalle de la reunión mantenida por Agatón, Sócrates, Alcibíades y los otros que entonces estuvieron presentes en el banquete […]

Platón, Banquete, 172a

 

Glosa (1986, citaremos la edición de Rayo verde editorial, 2015), la intrincada novela del exquisito Juan José Saer, también describe la reconstrucción de una fiesta, como me señaló el crítico argentino Ignacio Irulegui, a quien agradezco la pista. Aquí hay una diferencia, del mayor interés narrativo: quienes reconstruyen la fiesta, con una brevísima excepción, no participaron en ella. Su melancolía es de distinto signo en los dos paseantes protagonistas: no haber podido asistir por un viaje (el Matemático), no haber sido invitado a la fiesta (Leto, doblemente nostálgico: de algo que no ha sido, pero que pudo y debió ser). El Matemático, durante el paseo, relata las diversas versiones que ha oído sobre la celebración del cumpleaños de un amigo común. Ello nos retrotrae al subtexto o hipotexto de Glosa: el Banquete de Platón, donde el filósofo griego cuenta (nivel extradiegético) el diálogo entre Apolodoro y un amigo (nivel diegético 1), donde el primero intenta reconstruir una fiesta o banquete memorable en el que han participado pensadores como Sócrates y Agatón años antes, a partir del testimonio de Aristodemo (nivel 2), que va cediendo la palabra a varios asistentes, por ejemplo a Sócrates (nivel 3), quien a su vez reproduce su célebre conversación sobre el amor con Diotima (nivel 4)[4], construyendo una compleja capa de relatos y alusiones nominales, pronominales y deícticas a las que Saer encuentra correspondencias narratológicas, no poco irónicas, en su novela. Que es, entre otras muchas cosas, una glosa y una relectura algo melancólica del Banquete platónico, aunque aliviado del tema amoroso, que si brilla es por su ausencia.


La mención de Saer dentro de esa relectura a la relectura de un poema —poema que conforma uno de los epígrafes de la novela, en una de sus muchas estrategias de repetición y copia textual, anunciadas desde el propio título de la misma, sin olvidar que Saer explicaba en su Diálogo con Piglia que “glosa” tiene también el sentido de una forma poética muy concreta, basada también en la repetición—, nos ahorra hacer la ya irritante —por previsible— mención al “Pierre Menard” borgiano y apoyarnos en otros referentes. En Glosa no sólo hay la glosa o relectura anotada y colectiva de una fiesta, y de un diálogo platónico, sino también incluye otras menciones repetidas y textos reubicados estratégicamente por el narrador argentino, que van reproduciendo a modo de mise en abyme los ecos discursivos: algunas líneas en cursiva, como la dedicada a los sentimientos, repetida en pp. 29, 34 y 122; la frase de la madre “él, que ha sufrido tanto”, omnipresente para Leto; pasajes comentados durante la fiesta de cumpleaños; recuerdos recurrentes; expresiones significativas como “qué más da”, que casi abre Glosa y reaparece en pp. 105 y 155; y un largo etcétera de imágenes y reflexiones sobre qué significa “una vez” o “la misma vez” (pp. 126, 155, 230). La estructura, que parece una especie de canon barroco con temas, ritornelos y fugas, se monta en tres partes, y cada una abarca siete cuadras o manzanas que recorren caminando los protagonistas. La repetición se consolida, pues, como tema y como método, como estrategia de cancelación del futuro, concebido (véase pp. 120 y 121) como perpetua repetición retórica de los mismos actos. Aunque, por desgracia, y como queda claro en la parte central de la novela, el futuro llegará, puesto que Glosa es también, entre otras muchas cosas, un relato alternativo de la cruda historia argentina de finales del XX.

Y la fiesta reconstruida, claro, esa fiesta de la que el Matemático dice tener “la versión completa, en tecnicolor, copia nueva y subtitulada” (p. 28, la cursiva es nuestra), esto es, copia glosada, anotada colectivamente, como un manuscrito medieval. La fiesta es asediada por el Matemático, que se apoya en testimonios de asistentes, con la puntual colaboración de Tomatis, un tercer paseante que se une a Leto y a él durante unas cuadras, con quien el Matemático discrepa, a pesar de haber sido Tomatis testigo directo de la fiesta y el Matemático un oidor de segundas fuentes. Hechos de la fiesta e hipótesis sobre esos hechos se suceden, sabiamente alternados con digresiones típicas de Saer, cuya intervención puede verse también a nivel textual, con esos millares de comas y más comas para recalcar mediante la parataxis la continuidad de la repetición y la repetición de lo continuo: un modo de puntuación que representa o encarna el recuerdo interminable, por inventado que sea este recuerdo, y siempre con la conciencia de que toda memoria es novelada, por puro fatum neurobiológico.

Como es natural, y hasta cierto punto previsible, la novela termina con el personaje principal, Leto, regresando a la calle San Martín (p. 215), en la que comenzó la novela veintiún manzanas o cuadras antes, a modo no tanto de círculo, como de repetición, de remake, de volver a hacer para volver a sentir, desde la misma perspectiva. Porque los recuerdos de la fiesta de cumpleaños de Washington “persistentes y cambiantes a la vez […] constituyen ahora un fajo de recuerdos más intensos, significativos, y no obstante más enigmáticos, podría decirse, que muchos otros que, por provenir de su propia presencia, deberían ser más fuertes y más inmediatamente presentes en su memoria” (p. 215). Y entonces, qué hacer, sino repasarlos y repasarlos, y reconstruir la fiesta…

 

 

4. En Nadja (1928, versión retocada de 1963), André Breton narra la recuperación total de una relación que tuvo en la vida real. El relato, metaliterario y consciente de sí, se completa con numerosas ilustraciones (fotografías, dibujos, etc.) que, según señala Breton en el Proemio, deberían sustituir a las descripciones en la obra —y añadir, por supuesto, un aura documental para reforzar la verosimilitud—. Pero, del mismo modo que la experiencia personal es recordada tiempo después y, en consecuencia, aparece contaminada de invención, las supuestas imágenes documentales son también ulteriores y sufren de idéntica falta de identidad con lo sucedido:

 

Comencé por volver a visitar algunos de los lugares por los que conduce este relato; en efecto, quería proporcionar, al igual que de algunas personas y de algunos objetos, una imagen fotográfica suya tomada bajo el mismo ángulo especial bajo el que yo los había considerado. Con tal motivo, pude comprobar que, con escasas excepciones, en mayor o menor medida no se prestaban a mi propósito, de manera que la parte ilustrada de Nadja resultó insuficiente para mi gusto: Becque rodeado de siniestras vallas, la dirección del Teatro Moderno sobre aviso, Pourville muerta y decepcionante como ninguna otra ciudad de Francia [...] Pero así son las cosas del mundo exterior, ¿verdad? Esa patraña. Cosas que hace el tiempo, un tiempo de perros.[5]

 

            Tomar la imagen bajo el mismo ángulo.

 

5. Residuos. Tom McCarthy (Londres, 1969) describe en la excelente novela Remainder (2005) cómo una persona que ha devenido millonaria decide rescatar un déjà-vu y reconstruir en un edificio londinense un instante, una sensación, vivida muchos años atrás. Recrear algo sentido ante una determinada imagen, mirada desde un concreto ángulo. Millones de libras, varios turnos de albañiles, grupos de actores y un equipo de colaboradores son puestos al servicio de este capricho recreativo, que persigue recuperar un instante —por lo demás, no especialmente brillante ni feliz, peculiarmente insulso— de forma obsesiva. La fijación de rescate encuentra una segunda parte —una reviviscencia— en la reconstrucción de otra concreción espacio-temporal, en este caso el atraco de una entidad bancaria. El protagonista reconoce: “¿Por qué había decidido trasladar la re-creación del robo al banco mismo? Por la misma razón que había hecho todo lo que había hecho [...]: para ser real; para volverme fluido, natural, para cortar el desvío que nos aleja de la ruta fundamental de los sucesos, impidiéndonos tocar su esencia”[6]. Su intento, que según Horacio Muñoz encaja en una línea de reconstrucciones artísticas o re-enactments[7] (recuperadas a su vez por Bruno Galindo en la novela Remake, que después citaremos), esconde una pulsión de muerte.

 

6. La taxidermia temporal de Cebrián. Dentro de La nueva taxidermia (2011) Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) incluyó dos nouvelles, cuyo tema en común era la identidad. La que nos interesa aquí, en cuanto forma extrema de reelaboración de la memoria, es la primera novela corta, “Qué inmortal he sido”, planteada de un modo semejante al Remainder de McCarthy. En la narración de Cebrián el propósito argumental es similar: reconstruir veraz y materialmente un momento del recuerdo personal de la protagonista: una fiesta, como en el caso antes citado de Jonke. El primer trabajo de la narradora es seleccionar “el evento que merece ser reconstruido”[8], esa celebración algo “noña, sí –gente de treinta, de cuarenta y tantos” (p. 18), que tuvo lugar en casa de una amiga, y luego seleccionar algo más importante: el instante que debe ser recuperado: “no caigamos en el error de recrear sus restos apagados, lo que ve la anfitriona al día siguiente [...] Se trata de reconstruir la fiesta en el momento en que su nombre no ha sido aún estrenado: los ceniceros limpios, las copas impolutas sin manchas de pintalabios, la bandeja de pasteles todavía intactos [...] y nosotros, los recién llegados, igualmente intactos y con la sensación de merecernos algo extraordinario” (p. 19). Después comienza su “proyecto de recuperación”, constituido como una “pequeña empresa para recuperar situaciones vividas” (p. 29), a partir de sus recuerdos y de algunas imágenes rescatadas de esa fiesta. Para tantear las posibilidades recrea primero, con cierto éxito, el dormitorio del novio que tenía cuando cumplía 19 años, y de esa primera experiencia extrae ya una conclusión: “una vez emprendida la reconstrucción han de asumirse todas las consecuencias, como en la investigación policial de un asesinato, como en un psicoanálisis en condiciones” (p. 37; v. también p. 47), una reflexión que también podía extraerse, aunque no de forma explícita, de la novela de McCarthy, donde los protagonistas llevan hasta el final las posibilidades recreativas de la trama. La protagonista de Cebrián lleva a cabo un complejo proceso de búsqueda de objetos, telas, muebles, etc., que permitan la total suplantación del espacio en un semisótano, en un proceso que dura meses. La trama se completa cuando aparece por sorpresa la anfitriona de la fiesta real, y contempla perpleja una reconstrucción al natural de su propia casa.

 

La diferencia con la novela de McCarthy es que mientras el protagonista de Remainder perseguía la mera reconstrucción espacial del recuerdo para contemplarlo y lograr la reviviscencia artificial del déjà vu, la heroína de “Qué inmortal he sido” quiere también volver a ser la de entonces para recrear la experiencia por completo, encarnándola. Es decir: el protagonista de Remainder es un espectador, la narradora de “Qué inmortal he sido” es en puridad una viajera en el tiempo, que se traslada mediante la reconstrucción virtual –entendiendo esta expresión en un sentido “analógico”– de la situación vivida. De ahí que decida perder peso, recuperar la ropa descartada y volver a cortarse el pelo según el estilo ya desfasado que por entonces lucía, generándose en ella diversos mecanismos de recuperación física de la identidad anterior. Uno de los personajes de Remainder dice que la “meta final” del recreador parece ser la de “acceder a una especie de autenticidad a través de extraño residual sin sentido” (McCarthy, Residuos, p. 261); en el caso de Qué inmortal he sido la legitimación es muy otra; en realidad no parece existir una ansiedad justificante; incluso en la rememoración normal “tampoco queda claro si el recuerdo es una mera suma de fotografías, anécdotas, objetos y bandas sonoras de un acontecimiento, o si es más bien de índole sinérgica y la suma de todo lo citado no da ni por asomo un resultado equivalente a la escena rememorada” (p. 16). En la obra de McCarthy, sus caracteres creen en la fidelidad del recuerdo, y por lo tanto en la posibilidad de la restitución del sentido, en el sentido apuntado por T. S. Eliot en sus Four Quartets; del mismo modo, el fotógrafo Diabelli de Jonke cree necesario comprobar “si, a un año de distancia, se puede aún experimentar, pensar, apreciar y conocer exactamente lo mismo en su orden temporal” (Jonke, La escuela del virtuoso, p. 22). En cambio, Cebrián es posmoderna pura, entiende que el recuerdo es en sí una falsificación más, de modo que la reconstrucción espacial de un episodio acontecido con anterioridad no es menos arbitraria y legítima que la que aparece “en una pantalla como de cine de verano improvisada en mi propio cerebro” (p. 15) en forma de remembranza. Para su personaje ni siquiera existe la palabra autenticidad, lo que le permite operar con toda libertad y sin ninguna cortapisa de índole moral.

 Me pregunto si esta obsesión con reconstruir fiestas no tendrá un punto de contacto con esas fiestas recurrentes que dan imagen de la intemporalidad (o de la ucronía) en Los recuerdos del porvenir (1963) de Elena Garro, donde se describe "el arte de las fiestas" (Cátedra, 2024, p. 139). En un momento dado, el personaje Félix piensa: "«Algún día recordaremos, recordaremos», se decía, con la seguridad de que el origen de la fiesta, como todos los gestos del hombre, existía intacto en el tiempo y que bastaba un esfuerzo, un querer ver, para leer en el tiempo la historia del tiempo." (pp. 151-152).

 

7. Reconstruir el decorado de La soga.

 

pero la reconstrucción en realidad no es difícil si se la va haciendo paso a paso

César Aira, Varamo

 

En su novela Segunda parte (2010), Javier Montes (Madrid, 1976) construye el personaje de Patricia Lins, una cineasta experimental española de los años 60-70, que vive obsesionada por Farley Granger, actor que trabajó con Hitchcock en La soga y Extraños en un tren, y a quien Lins habría conocido en persona, según la ficción de Montes. La directora Lins vive en una casa levantada en la terraza de uno de los edificios más nobles de Madrid —una casa sobre otra casa—. Hasta allí arriba conduce a Miguel, el protagonista de la novela, tras una serie de azares que ahora no vienen al caso. Miguel, al penetrar en una de las habitaciones, acusa una extraña sensación: “los ojos se le abrieron de golpe y el corazón le latió fuerte en el pecho [...] Él ya había visto antes el rincón aquél. Y al mismo tiempo estaba seguro de no haberlo pisado nunca hasta ese día”[9]. Cuando recorre, fascinado, el cuarto, se da cuenta de que casi todos los objetos incluidos en él son de imitación: el hielo es de plástico, la fruta es falsa. “Miguel [...] entendió por fin: no había estado nunca en aquel cuarto, pero sí que lo había visto por primera vez mucho antes, no de niño pero casi. Y acababa de volver a encontrárselo en las fotos del otro lado del salón. No era un cuarto aunque lo parecía: era el decorado de La soga” (p. 142). La excéntrica directora había buscado durante años todos los muebles del decorado de la película, o había ordenado realizar copias exactas de los mismos. Patricia Lins no puede, ni quiere, liberarse del recuerdo de Granger; por el contrario, las fotografías del actor que llenan las paredes de la casa, la reconstrucción idéntica del decorado donde el actor estuviera —y en las que fuese a su vez fotografiado, como en las reproducciones en abismo de Jonke— son el modo de perduración de su espíritu en un déjà-vu bi y tridimensional permanente. “El decorado de verdad. Miguel se quedó atascado en la frase, que mezclaba palabras que no se podían mezclar” (p. 143). Y eso no es todo: lo que se propone la directora no es sólo la reconstrucción del decorado; también quiere que Miguel y Fred, el nuevo amante de su novio, rueden en él otra película, porque ambos se parecen físicamente a Granger y así “estará ya todo y os quedaréis ya tú y todos en la película para siempre donde estáis” (p. 143). Una réplica humana, dentro de una réplica espacial.

 

 

            8. El palacio de la memoria. En todos los volúmenes de mnemotecnia se recoge la famosa anécdota de Simónides de Ceos, quien fue capaz de reconocer los cadáveres de un edificio derrumbado por el lugar que habían ocupado los comensales. Simónides había abandonado un poco antes el almuerzo —¿la fiesta?— y su memoria le permitió moverse sobre las ruinas como si el espacio caído siguiera siendo el original. Desde entonces se usa en las técnicas de memorización el truco del “Palacio de la memoria” (véase el libro homónimo de Matteo Ricci) para imaginar habitaciones mentales donde guardar argumentos e ideas y recuperarlos a voluntad. Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963), en La parte inventada (2014), reproduce este parlamento de Penélope, la hermana del Escritor protagonista de la novela:

 

Aquí, perdida, en esta especie de museo de mi hermano que mi propio hermano construyó, eso sí, con mi dinero, con mis diamantes de sangre. [...] En realidad, seamos justos, no es un museo, ni una pirámide. Nada faraónico o con ánimo de inmortalizar al sujeto. Mi hermano no era tan obvio y vulgar. Lo suyo fue algo más humilde y, al mismo tiempo, mucho más soberbio. Lo que mi hermano alzó aquí (con financiación mía, digámoslo) es una especie de parque temático de su propio pasado para uso privado. “El palacio de mi memoria”, le decía. Esta casa es exactamente igual, en sus recuerdos, a la que había en una playa en la que él pasó unas vacaciones junto a nuestros padres, cuando era un niño. Yo no estuve allí. O sí: yo estaba por nacer. “El origen, la primera línea”, le decía el muy tonto. El sitio exacto donde había empezado todo y al que quería volver, y quedarse, para que todo continuara…[10]

 

            Un “palacio de la memoria” que quizá, hasta cierto punto, sea una poética de esta novela de Fresán, que parece reconstruir otro palacio memorioso con trazos de la infancia (¿del Escritor, del autor, del narrador, de todos?). Si se reproduce el espacio, parece pensar el Escritor de Fresán, se regresa a la existencia original perdida. La casa es la reencarnación de la infancia, del mismo modo que el volumen impreso es la reencarnación tridimensional en palabras de la memoria.

 

 

            9. La reconstrucción de la casa de los Rosell

 

Todo cuanto alguna vez ocurrió está destinado a repetirse. [...] Predecimos lo que ya ha ocurrido. Son tales repeticiones las que crean adaptaciones a una cotidianidad que de otro modo sería invivible.

Agustín Fernández Mallo, Limbo

 

Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943), en la última parte de La ciudad de los prodigios (1986), detalla el empeño, en apariencia excéntrico, de Onofre Bouvila en reconstruir la finca de los Rosell, para lo cual invierte toda su inimaginable fortuna: “Así iba viendo resucitar paulatinamente la casa y el jardín, las cuadras y los cobertizos, el lago y el canal, los puentes y los pabellones, los macizos de flores y el huerto”[11]. Pero no sólo en lo arquitectónico se quedaba el propósito de Bouvila, también su ánimo reconstructor llegaba a detalles como la vajilla: “distribuyó entre sus agentes los añicos de porcelana y cristal y los envió por todos los rincones del mundo en busca de objetos gemelos de aquéllos”. La minuciosidad del millonario deviene incomprensible para los demás:

 

En este punto nadie podía llevarle la contraria; ni la conveniencia ni la comodidad ni la economía eran argumentos que estuviese dispuesto a considerar: cada cosa tenía que ser exactamente como había sido antes, en tiempos de la familia Rosell [...] Cuando alguien manifestaba sopresa, le preguntaba cómo él [...] se empeñaba ahora en recrear algo reñido con el progreso, algo que el progreso mismo había dejado atrás irremisiblemente, se limitaba a sonreír y respondía: Precisamente. (pp. 447-48)

 

            Sin embargo, el resultado no es habitable. La familia de Bouvila se resiste al traslado y a dejar Barcelona para vivir en una mansión extraña: “[...] la mansión les infundía temor y desagrado. Aunque la reconstrucción podía considerarse perfecta había algo inquietante en aquella copia fidelísima, algo pomposo en aquel ornato excesivo, algo demente en aquel afán por calcar una existencia anacrónica y ajena” (p. 481). La obsesión en el detalle acaba por generar un monstruo. En la casa reconstruida la familia se disuelve rápidamente, ante la indiferencia de un Bouvila recluido en el espacio recuperado, ajeno a la huida de sus hijas y la deriva compulsiva de su mujer.


 

10. Pron: la memoria como proyecto de futuro

Me quedo en tus pupilas; sin convite a tu fiesta de fantasmas.

Gilberto Owen, “Día tres, al espejo”

 

En el relato “Repetición”, una pieza central de Lo que está y no se usa nos fulminará (2018), Patricio Pron (Rosario, 1975) también asume la reescritura temporal y tridimensional de una fiesta del pasado. Al revivir un momento de su juventud, Paulo, un profesor brasileño afincado en Nueva York desea averiguar si su existencia puede “bifurcarse”, en el sentido de asomarse a los acontecimientos no ocurridos desde entonces, mediante el regreso al instante (el año 1965) en que el futuro pudo ser otro. El cuento de Pron es virtuoso desde el punto de vista formal, al montarse a través del desdoblamiento subjetivo de Paulo, acaecido poco después de jubilarse de su universidad; una escisión que tiene lugar en el entorno habitual del Doppelgänger: los espejos, como hemos estudiado en La literatura egódica y El sujeto boscoso. Encarado a un azogue el profesor recuerda, gracias a las palabras de su esposa, que ya no tiene que ir a la facultad (pp. 46-47); frente a su reflejo en el cristal de un autobús, ya en Brasil —adonde ha viajado para un congreso—, el profesor es consciente de que ha tomado la decisión de llevar a cabo su proyecto, y por ese motivo “su rostro le parece ya el de otra persona”[12]. El relato, constituido hasta entonces por fragmentos anunciados por letras, pasa en adelante a tener ordenación numérica, comenzando por el 1. Un nuevo comienzo, una nueva identidad: una bifurcación en la ordenación del texto y de la vida del personaje.

 

El proyecto (p. 54) que Paulo acomete es la reconstrucción de una fiesta que tuvo lugar en su ciudad natal en 1965, y que quedó registrada en una fotografía de juventud que conserva en su dormitorio. Con tal intención, Paulo abandona a los organizadores del Congreso en Río y viaja a Florianópolis, para reencontrar el galpón donde se organizó la fiesta fotografiada; el espacio, avejentado, sigue en pie y Paulo debe alquilarlo por un mes, aunque su intención es utilizarlo apenas un día. Durante algunas jornadas, en las que evita como puede las recriminaciones telefónicas de su mujer, intenta conseguir todos los elementos (música, ropa, comida, muebles) de la fiesta original, aunque sabe que va a ser imposible reunir a las mismas personas. En la foto aparece con su mujer, que también se desdobla (“sim”, contesta en portugués Paulo a su mujer cuando le pregunta más adelante si está con otra mujer: y sí que está mentalmente con otra, con su esposa de joven). El final del relato nos sorprende con la aparición imprevista de una mujer —no se dice quién, aunque adivinamos que se trata de su esposa, que vuelve también al galpón porque, como Paulo, sabe dónde se ubica, ella estuvo allí—, en el momento preciso de la recreación. Subrayo “recreación” porque es un término subrayado a su vez por el autor argentino, quien trenza hábilmente en el relato algunas menciones de reproducción de lo real mediante la falsificación, como los animales embalsamados o resucitados por la taxidermia con los que trabaja su hija: formas incompletas de reproducir lo real (p. 52). Según leemos más adelante, “Paulo ha pensado mucho en el tema, y cree que la palabra clave en ese razonamiento es ‘recreación’, es decir, una cierta forma de repetición con distancia crítica, que es la forma también en que opera el arte en su relación con la realidad” (p. 69). El énfasis en la distancia crítica es esencial, porque, a diferencia de otros nostálgicos espacio-temporales que hemos visto con anterioridad, Paulo no es un obsesivo, no está cegado por la voluntad a ultranza de reconstruir la escena. En todo momento es consciente de las dificultades del proyecto (véase p. 68), y acepta con estoicismo la posibilidad de que todo acabe en una escenificación meramente aproximada de la fiesta. Pero eso no es lo importante. “La repetición de todas las circunstancias es imposible, piensa, pero la acumulación de la mayor parte de ellas ofrece algo parecido a un nuevo comienzo, a una segunda oportunidad, se dice, aunque esa oportunidad siga la lógica de las imágenes mentales o de los sueños” (p. 83), apunta el narrador, antes de dejar paso al hermoso final.

 

11. Adolfo Bioy Casares y la fiesta borrosa.

 

En alguna oportunidad reconoció que esas incursiones eran vanas: los mismos sitios, vistos separadamente y sin el cansancio y las copas y la locura de aquella vez, no le despertaban evocaciones.

A. Bioy Casares, El sueño de los héroes

 

Pron, en la nota final de su libro, hace constar que “Repetición”, su relato, “abreva de las fuentes de la nouvelle de Mercedes Cebrián ‘Qué inmortal he sido’ y, por supuesto, de la novela de Adolfo Bioy Casares El sueño de los héroes” (p. 170). Había leído varios libros de Bioy, pero no ése, de modo que al terminar el de Pron busqué el de Bioy.

 

El sueño de los héroes, que mejora conforme avanza, también parte de una fiesta que se quiere recuperar —no repetir, aunque la repetición será inevitable consecuencia de la recuperación—, porque está parcialmente difuminada. Emilio Gauna, un chico humilde que trabaja en un taller, gana dinero en las carreras y se lo funde con sus amigos en tres noches de carnaval bonaerense. Amanece junto a un lago y con algunas imágenes confusas de lo que le ha sucedido la noche anterior (una mujer entrevista, una máscara, un duelo a cuchillo). Aunque no parecen grandes acontecimientos, se obsesiona con ellos, llegando a visitar a un brujo, Taboada, que le recomienda que no investigue más, que no vuelva al pasado. Durante un tiempo, coincidente con el enamoramiento y posterior enlace con Clara, la hija del brujo, se olvida del asunto hasta que una noche de insomnio se lo trae funestamente de vuelta. Un fin de semana de 1930 que se encuentra con la jornada a solas por delante, resuelve desentrañar qué pasó en esa oscura noche de 1927, y la muerte del brujo Taboada le permite, con cierto fatalismo narrativo, volver a las andadas arrojadizas de antaño: “Para Gauna, el hecho tenía una sola interpretación posible: él debía emplear el dinero como en el año veintisiete; debía salir con el doctor y con los muchachos; debía recorrer los mismos lugares y llegar, la tercera noche, al Armenonville y, después, al alba, en el bosque: así le sería dado penetrar de nuevo las visiones que había recibido y perdido esa noche”[13]. Pese a que Gauna, como el Paulo de Pron, es consciente de la irrepetibilidad de los actos, sigue adelante. La novela pertenece al género fantástico porque, pese a todo, el tiempo se repite con exactitud. El resultado es, hasta cierto punto, predecible: la obsesión de Gauna con la reconstrucción de las imágenes fragmentarias de su recuerdo acaba causándole la muerte en una riña paralela a la que recordaba de forma borrosa.

 

La lectura de Bioy me acaba trayendo recuerdos de su novela La invención de Morel (1940), donde, desde diferente perspectiva, hay otra reconstrucción tridimensional del pasado: los hologramas espectrales de los antiguos habitantes de la isla. Esos hologramas nos llevan a un corto inciso tecnológico.

 

 

12. La realidad sustituida frente a la cognición de la realidad. En un tan esperanzador como inquietante experimento de principios de la pasada década, unos científicos consiguieron recrear experiencias en personas con problemas de metacognición (reconocimiento de su capacidad de reconocer lo real), mediante medios tecnológicos, que resultaron indistinguibles para los pacientes de la realidad fenoménica. Como describían al comienzo de su artículo, es como si uno estuviese soñando y pensase que no se trata de tal sueño, sino que ya ha despertado del sueño anterior, dando la realidad onírica por válida. Más adelante explican el funcionamiento de esta SR o subtitutional reality en relación con el CR o proceso de Cognición de lo Real:

 

However to introduce the SR system, we first consider an example of SR-based reality manipulation with CR maintained, that is easily achievable by the SR system, but would be technically very difficult or, in some cases, impossible with any other methods, including VR/MR systems. In our example, we can present a realistic experimental room with experimenters working to set something up or even speaking to the subject, without the subject noticing that the entire scenario is in fact not happening. Additionally, we can cause participants to experience inconsistent or contradictory episodes, such as encountering themselves. Another example is experiencing identical episodes repeatedly (e.g., conversations or one-time-only events, such as breaking a unique piece of art). Such episodes create a déjà vu-like rare situation in that participants experience the same event repeatedly in their live reality, and they are sure that the same event happened before. Visual experience of the world with different natural laws (i.e., weaker gravity or faster time) can also be implemented. If we consciously experience these events and yet believe them to be real, how do we perceive/recognise them? How does our brain manage the inconsistencies? Do we deceive ourselves with confabulations or somehow discover the substitutions and lose a CR? Even if a CR is maintained in these episodes, we may experience an uncertainty about the reality of the situation. How is this uncertainty manifested, both behaviourally and in terms of physiological signals? Using the SR system, these important questions can be investigated, allowing the SR system to be a novel and affordable method for studying metacognitive functions.[14]

 

La referencia que se hace a una obra de arte me resultó, al leer el artículo, aterradora. La unicidad de la experiencia artística o de cierta experiencia artística era una de las piezas claves del experimento de sustitución de lo real. Otra conclusión espeluznante: en algún caso, aunque la persona sometida al experimento detectase algo contradictorio con su intuición (por ejemplo, si pasa la mano por delante de su rostro, pero no la ve porque el visiocasco le proyecta la SR, o se ve a sí mismo entrar en la habitación[15]), prefiere creer en aquello que está viendo y no en lo que su razón le proyecta como plausible.

Esa creencia en un acontecimiento imposible, reconfigurado tridimensionalmente en un decorado erigido para engañarse, constituye la médula de la experiencia que buscan todas estas fiestas y momentos reconstruidos por la literatura que hemos recopilado. La inmersión SR se sustituye por la inmersión en esa RV textual que son, según Mary-Louise Ryan[16], las ficciones.

 

13. El remake del remake, por Bruno Galindo

 

¡Por la repetición, por la repetición se crea la mitología!

Witold Gombrowicz, Ferdydurke

Imaginad ahora que yo y los demás, aquí presentes, hemos sido invitados a comer por vosotros […]

Platón, Banquete, 175c

 


 

En un sorprendente giro —al inicio— de los acontecimientos, el narrador, periodista, músico, poeta y performer Bruno Galindo (Buenos Aires, 1968) también retoma en su novela Remake (Aristas Martínez, 2020) la idea de Mercedes Cebrián (cómplice del remake, como demuestra haber sido presentadora del libro de Galindo) y convierte la fiesta reelaborada en uno de los núcleos argumentales. Asistimos a la reedición de una fiesta de cumpleaños a través de un personaje que no ha sido invitado a la misma (como el Matemático de Glosa, de Saer), aunque hay varias diferencias respecto a los modelos vistos: en primer lugar, el narrador no hace énfasis en los preparativos de la fiesta, sino que se centra en la propia celebración, desde la cual incrementa los detalles y líneas de fuga; en segundo lugar, el productor que la organiza no persigue repetir un solo festejo, sino varias fiestas de cumpleaños, celebradas a lo largo de su vida, con la consecuente fluctuación de protagonistas y ambientaciones; en tercer lugar, y pese al espacio narrativo que ocupa en Remake, la fiesta no es el motivo central de la obra, sino uno más de los elementos que Bruno Galindo pone al servicio de una reflexión más amplia y, sobre todo, metareferencial, sobre la idea de la nostalgia impeditiva, sobre esa pulsión de revivir experiencias, rehacer cosas, recuperar lugares y sensaciones, revisitar personas, que triunfa desde hace lustros y se ha incrementado durante el confinamiento pandémico, y que acaba cancelando la posibilidad de un futuro diferente. La propia estructura de la novela, en un habilidoso giro de Galindo, reproduce el fenómeno analizado, y además lo estudia desde el punto de vista ensayístico (la primera parte, “Ensayo”, puede leerse desde esa polisemia), lo que la convierte en una novela de tesis sobre la contemporaneidad muy próxima a las mejores novelas de un Houellebecq o un Don DeLillo. Galindo, que ya mostró buen pulso novelesco en El público (2012), logra aquí una novela redonda, en varios sentidos de la palabra, que retoma el motivo de la fiesta reproducida para elevarlo a diagnóstico literario, artístico, social, político, económico, cinematográfico y musical de nuestra época.

 

 

            14. Reconstruir reconstrucciones

 

Tú no tienes que entender la vida,

entonces será como una fiesta.

Rainer M. Rilke

 

La literatura es una reconstrucción de la memoria, sea de la memoria creativa (en los mejores casos), o de la propia y personal (con resultados casi siempre inferiores a la de la fábula, a mi juicio). Es como aquel poema de Borges, “1964”, que vindica el gusto que “me inclina / al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina”. Algo curioso y bello acontece cuando un personaje –mediante la ficción– quiere reconstruir un espacio de su memoria. Y una escena más exótica, y más bella aún, sucede cuando la figura protagonista desea recrear ese espacio a través de otro espacio tridimensional, mediante un lugar exacto a aquel que su memoria le presenta, para recobrarlo, para recuperar lo que sucedió, para revivir quien era cuando tuvo lugar el recuerdo. Lo dijo Goethe en el Fausto: “Entonces podría decir al momento: ‘Detente, pues, ¡eres tan bello!’”[17]. Construir un lugar es detenerlo, petrificarlo, erigir una pieza de hermosura para su goce eterno, como decía el poema de Keats. Hacer de la nostalgia del instante fugaz una escultura permanente.

 

Este texto, cuya primera versión publicada se remonta a 2012, que fue reconstruido en 2018, que se remoza el 11 de octubre de 2020 y el primero de noviembre de 2024, y a cuyo original en mi ordenador he regresado varias veces en los últimos para reconstruirlo, reavivarlo y ampliarlo, es la fiesta, la foto, la puerta, la esquina, el escenario, el ángulo y la noche que me veo obligado a revivir una y otra vez.

 




[1] Juan Carlos Onetti, Novelas cortas; Monte Ávila, Caracas, 1968, p. 33.

[2] G. Jonke, La escuela del virtuoso; Ediciones del Subsuelo, Barcelona, 2012; traducción de Fruela Fernández, p. 21.

[3] Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. 1. Por el camino de Swann; Alianza, Madrid, 1979, p. 365, raducción de Pedro Salinas.

[4] Platón, Banquete, versión de M. Martínez Hernández para Biblioteca Clásica Gredos, en Platón, Diálogos. Fedón. Banquete. Fedro. Círculo de Lectores, Barcelona, 2007, p. 170.

[5] André Breton, Nadja; Cátedra, Madrid, 2004, pp. 234-34, edición y traducción de José Ignacio Velázquez.

[6] Tom McCarthy, Residuos; Lengua de Trapo, Madrid, 2007, p. 266; traducción de Andrea Vidal Escabí.

[7] Las reconstrucciones del protagonista de Remainder (2015) guardan similitudes con la obra de artistas como Rod Dickinson, Jeremy Deller, Iain Forsyth y Jane Pollard o el mismo Omer Fast y cineastas como Peter Watkins o Rithy Pahn, entre otros. La denominada práctica del re-enactment se utiliza como una forma de arqueología del pasado que sirve para exhumar sucesos traumáticos de la Historia que no han sido asimilados por los individuos o que permanecen ocultos en la memoria.”; Horacio Muñoz Fernández, “Remainder (Residuos), de Tom McCarthy y Omer Fast”, en su blog La primera mirada, 18/10/2017, http://laprimeramirada.blogspot.com.es/2017/01/remainder-residuos-de-tom-mccarthy-y.html.

[8] Mercedes Cebrián, La nueva taxidermia; Mondadori, Barcelona, 2011, p. 17.

[9] Javier Montes, Segunda parte; Pre-Textos, Valencia, 2010, p. 140.

[10] Rodrigo Fresán, La parte inventada; Random House, Barcelona, 2014, p. 92.

[11] Eduardo Mendoza, La ciudad de los prodigios; Seix Barral, Barcelona, 2008, p. 447.

[12] Patricio Pron, Lo que está y no se usa nos fulminará; Random House, Barcelona, 2018, p. 55.

[13] A. Bioy Casares, La invención y la trama: una antología; edición de Marcelo Pichón Rivière, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1988, p. 208.

[14] Keisuke Suzuki, Sohei Wakisaka y Naotaka Fujii, “Substitutional Reality System: A Novel Experimental Platform for Experiencing Alternative Reality”; Scientific Reports, n. 2, June 2012, http://www.nature.com/srep/2012/120621/srep00459/full/srep00459.html.

[15] http://www.nature.com/srep/2012/120621/srep00459/extref/srep00459-s1.mov

[16] Mary-Laure Ryan, La narración como realidad virtual. La inmersión y la interactividad en la literatura y en los medios electrónicos; Paidós, Barcelona, 2004.

[17] J. W. von Goethe, Fausto; Cátedra, Madrid, 2011, p. 423, edición de Manuel José González y Miguel Ángel Vega.

Se ha citado también Elena Garro, Los recuerdos del porvenir. Ed. Ángel Esteban y Yannelys Aparicio. Madrid: Cátedra, 2024.

 

1 comentario:

LIU dijo...

Muy interesante todo el ensayo. Sin embargo, no deja de sorprenderme que la obra de Mercedes Cebrián se ha construido sobre la obra de otros autores que sí son originales.