María Bastarós, No era a esto a lo que veníamos. Candaya, 2021.
Hay varios aspectos sorprendentes en estos relatos. Uno de ellos es la capacidad pasmosa de Bastarós de crear ambientes con apenas unos trazos, visibilizando a la perfección las escenas con un estilo eficaz, despojado a veces, en la línea de cierto realismo estadounidense. La intención de los relatos no es esteticista, sino que parece ir más bien dirigida a generar conflictos en los que mujeres o niños se topan de frente con la brutalidad de la existencia y lidian con ella, bien desde una maldad esgrimida casi en legítima defensa —sobre todo en los casos infantiles— bien desde una resistencia casi estoica. Asombra la solvencia con que la autora describe situaciones de tensión, desasosegantes, incómodas, que trasladan a quien lee la angustia de los personajes, con pericia léxica y psicológica. A veces, el tono informativo de relatos como “Notre-Dame reducida a cenizas” —de título polisémico— enfatiza o realza la devastación que se narra, creando un hábil efecto basado en la oposición o contraposición de fuerzas. También domina Bastarós el arte del detalle revelador que captura a un personaje y su lógica social: “Las palabras del jefe salen de su boca perfectas, redondas y brillantes como un montón de pelotas de golf” (p. 53). A esos aciertos se une el de ubicar los relatos en espacios que contribuyen al enrarecimiento, sin caer en el tópico; de hecho, en manos de Bastarós cualquier lugar puede volverse infernal en un par de párrafos. En el gusto por esas ambientaciones también se advierten ecos, aunque la adaptación a un territorio reconocible se ha realizado con acierto, hasta convertirlo en apropiación o reapropiación.
Por eso mismo, extraña un poco que una autora tan fina, capaz de tanto cuidado en el detalle, se permita un importante trazo grueso argumental, un borrón maniqueo, por el cual todas las mujeres —o casi— que aparecen en el libro son estupendas y víctimas, y todos los varones —casi sin excepción— son violentos, pederastas, violadores, miserables o una mezcla de esos elementos. Sin embargo, y paradójicamente, este defecto es del libro, pero no de los cuentos: se produce por acumulación de conjunto y no hace desmerecer las piezas individuales, que funcionan a la perfección por sí mismas. Por este motivo, No era a esto a lo que veníamos es un libro estupendo, con algunas piezas realmente memorables, como “Las chicas no” o “El día de la escopeta”, capaces de alimentar las pesadillas de cualquiera.
Jesús Pacheco, Todos los cuerpos, el cuerpo. Granada: Valparaíso, 2022.
La reseña de este curioso y más que recomendable libro de poemas del joven Jesús Pacheco (nacido en 2000), podría hacerse a partir de versos del propio libro, pues su logomaquia es archiconsciente, en tanto autorretrato de un autorretrato. El autor entiende “la memoria / como una estructura de pensamientos”, y así es, y en su caso podríamos añadir que se trata de una estructura recursiva, donde la disposición de los elementos cobra tintes fractales, al construirse los poemas a partir de repeticiones o ritornelos que, como una letanía mecánica, tejen y retejen elementos cuya reaparición conlleva un gradiente emocional. Las piedras de este edificio lírico son recombinantes, y sus materiales (el autorretrato, el espejo, el nombre, la memoria, la madre, el pasado, el cuerpo) coinciden, no por casualidad, con la almendra misma de la identidad, ya sea concebida a la antigua usanza o como proceso posmoderno. Anáforas, repeticiones, ecos y paralelismos incorporan su arsenal duplicador para hacer crecer centrífugamente —diría Juan Ramón Jiménez—, o de forma geodésica —diríamos nosotros—, un llamativo libro de poemas, que pone a Jesús Pacheco en la línea de la atención debida: al menos quien esto firma estará muy pendiente de sus pasos.
Fernanda García Lao, Sulfuro. Candaya, 2022.
En uno de los poemas de Carnívora (2016), escribía Fernanda García Lao: “los muertos son más lascivos”, como adelantando alguna de las macabras vías narrativas de Sulfuro, la novela encarnada y desencarnada a la vez que aparece en España de la mano de Candaya, sello que ya publicara Nación Vacuna (2020). El nuevo título no viene de la nada, pues su singularidad conversa con sus obras anteriores, mostrando líneas de fuerza y de coherencia. Por ejemplo, el título de su novela Fuera de la jaula (Emecé, 2014), puede encontrarse en una línea de la página 43 de La perfecta otra cosa (2007). Fuera de la jaula, ya comentada por estos lares, tiene Sulfuro algún elemento en común, como por ejemplo hacer hablar a los muertos, aunque los finados aquí no son narradores, como allí, sino personajes. Porque el interesante narrador de Sulfuro es una instancia que habla en segunda persona, un enfoque habitual en narrativas autobiográficas —donde suele usarse, curiosamente, para introducir una distancia respecto al yo contado—, aunque no tanto en ficción novelesca, si bien cuenta con sus antecedentes ficcionales (Butor, Perec, Goytisolo, Fuentes, Sturgeon, Everett, Aira) y sus usos contemporáneos (Eloy Tizón, Pedro Mairal, Luis Rodríguez, Mario Cuenca Sandoval). Una de las posibilidades de ese uso es la bifurcación o escisión del sujeto que narra, que se sirve del “tú” para hablar consigo mismo/a como si fuera otro/a, lo cual quizá se ajusta a la protagonista de Sulfuro —que sostiene otros juegos de disolución de personalidad: uno con el personaje oracular de la Escribana, y otro con su propia madre (pp. 63, 77, 171)—, además de apelar al lector como interlocutor de esa larga conversación en que toda novela consiste. En García Lao este tipo de sujetos bifurcados no es nuevo, recordemos al bicéfalo ManFredo de Fuera de la jaula, por lo que en Sulfuro podríamos hallarnos ante una variación espectral del procedimiento. Para la autora, aficionada a la filosofía, la identidad es un pliegue deleuziano, y el eje entre inexistencia y existencia el lugar de sus apariciones. Sé que esta reseña está quedando un poco rara, ya me disculparán, pero una cosa me lleva a la otra y hablar sobre Sulfuro dispara mi atención sobre hilos diversos que sólo tienen en común estar trenzados por la mano de García Lao. Sulfuro dialoga con Nación Vacuna en la crítica social realizada desde el envés, desde las relaciones entre las personas, donde la corrupción social va mostrando sus tumefactas pústulas en los cuerpos domésticos e individuales; también en su voluntad de poner el cuerpo —o la ausencia del mismo, quien lea la novela entenderá esta alusión— en el centro del relato y en el núcleo de los personajes principales, como carcasa palpitante del yo. Eros y thanatos, sí, articulados no por morbo, sino con una sorprendente naturalidad: el sulfuro puede ser demoníaco, o derivar de aguas fecales, bajo la forma de ácido sulfhídrico: Petra, una secundaria de esta novela, es un original encuentro entre las dos posibilidades. Por último, Sulfuro también teje vínculos con una tradición argentina espectral (el poder opresivo de los muertos sobre los vivos, pues los muertos son “el obstáculo”, p. 164), y con otra reciente tradición latinoamericana, ese gótico contemporáneo ahora tan de moda. Sin embargo, el diálogo que la narrativa de García Lao establece con el otro lado y lo fantástico viene de lejos, ella se adelantó a la tendencia y es, en su caso, natural: “estoy al revés / como ese día en que fui vieja / tenía la muerte pintada en los labios”, escribía en 2014. García Lao lleva haciendo terror latinoamericano al menos desde La perfecta otra cosa (2007), donde hay drogas que desintegran a sus consumidores, varones de pene menguante y hermanos gemelos alucinados. Es decir: Sulfuro, con su microcosmos de dolor, irrealidad y belleza se integra en un cosmos más grande, también compuesto de pliegues, que es el mundo narrativo de Fernanda García Lao. Ello provoca que haya otras dimensiones en esta excelente novela, urdida con frases breves y punzantes como cuchillos, pero es mejor que las descubran ustedes por su cuenta.
[Relación con los autores: ninguna. Relación con las editoriales: ninguna].
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